Ricardo, el falso rey, abatido por la traición de su gran amigo, el hombre al que había ascendido al cargo de Condestable de Inglaterra, tarda sólo un instante en comprender que las fuerzas que ha reunido el duque de Buckingham son suficientes para derrotar dos veces a la guardia real. Tiene que formar un ejército, ordenarle a todo hombre capaz que haya en Inglaterra que luche a su lado, exigirle que le rinda lealtad por ser su rey. Por lo general todos acuden a la llamada, si bien lentamente. El duque de Norfolk ha contenido la rebelión en los condados del sur. Está seguro de que Londres permanece a salvo, pero no le cabe la menor duda de que Buckingham está reclutando tropas en Gales y de que Enrique Tudor va a venir desde Bretaña con sus barcos para reunirse con él. Si Enrique trae un millar de hombres, los rebeldes y el ejército del rey se verán igualados en número. Sería muy difícil calcular cuál podría ser el desenlace. Si trae más, Ricardo tendrá que luchar por sobrevivir, con muy pocas probabilidades de éxito, contra un ejército encabezado por Jasper Tudor, uno de los mejores comandantes que Lancaster haya tenido jamás.
Ricardo se dirige hacia Coventry y mantiene de su parte a lord Stanley, esposo de lady Margarita y padrastro de Enrique Tudor.
Lord Strange, el hijo de Stanley, no está en casa. Sus criados dicen que ha formado un ejército enorme con sus arrendatarios y sus sirvientes y que se ha puesto en camino para servir a su señor. La preocupación de Ricardo es que nadie sabe quién puede ser ese señor.
El falso rey conduce a sus fuerzas al sur de Coventry con el fin de impedir a su traidor amigo Buckingham que subleve a las fuerzas que nosotros tenemos en los condados del sur. Tiene previsto que, cuando el duque cruce el Severn para penetrar en Inglaterra, no encuentre aliados, sino el ejército real esperándolo con gesto severo bajo el aguacero.
Las tropas avanzan con lentitud por los caminos enfangados. El agua ha arrastrado los puentes y se ven obligadas a recorrer muchas millas de más en busca de un punto por donde vadear la corriente. Los caballos de los oficiales y de la guardia montada se esfuerzan sobremanera por avanzar, metidos en el lodo hasta la altura del pecho. Los hombres caminan cabizbajos, empapados hasta los huesos, y cuando llega el momento de descansar por la noche no pueden encender fogatas porque todo está mojado.
Ricardo, con expresión grave, los insta a continuar, ligeramente complacido al pensar que el hombre al que quería y en el que confiaba por encima de todos los demás, Henry Stafford, duque de Buckingham, también avanza de forma penosa por entre el barro, cruzando ríos muy crecidos, caminando bajo la lluvia incesante. Sin duda hace muy mal tiempo para reclutar rebeldes, piensa Ricardo. Sin duda hace muy mal tiempo para el joven duque, que no es un soldado curtido como él. Sin duda hace muy mal tiempo para un hombre que depende de recibir aliados de un país extranjero. Sin duda, Buckingham no puede esperar que Enrique Tudor se haya hecho a la mar con semejante tormenta, y tampoco podrá recibir noticias de lo que las fuerzas de los Rivers están haciendo en los condados del sur.
De repente, el rey recibe noticias alentadoras. Buckingham no sólo tiene que hacer frente a la lluvia que no cesa nunca, sino que además los Vaughan de Gales lo están atacando constantemente. Los Vaughan son jefes tribales en su territorio y no sienten el menor afecto por el joven duque. Éste abrigaba la esperanza de que le permitieran sublevarse contra Ricardo, incluso de que acaso le prestaran su apoyo. Pero ellos no han olvidado que fue él quien separó a Thomas Vaughan de su señor, el joven rey, y lo ejecutó. En cada recodo del camino hay media docena de ellos con las armas cargadas, listos para disparar a la primera fila de soldados y después huir a caballo. En todas las vaguadas, escondidos en los árboles, hay hombres que arrojan piedras, disparan flechas y dejan caer una lluvia de lanzas contra el mermado ejército de Buckingham hasta que sus hombres perciben la lluvia y las lanzas como una misma cosa y creen que están luchando contra un enemigo parecido al agua, contra el que no cabe escapatoria alguna y que les va quitando las fuerzas poco a poco, de forma implacable, sin cesar en ningún momento.
Buckingham no puede enviar a sus mensajeros a Gales para llamar a combatir a los galeses leales a los Tudor porque los interceptan en el instante en que la primera columna los pierde de vista, de modo que no puede engrosar su ejército con hombres que luchen con fiereza, tal como le había prometido lady Margarita. En vez de eso, todas las noches, y en todas las paradas, e incluso a plena luz del día en el camino, el número de sus tropas va disminuyendo. Dicen que es un caudillo poco afortunado y que su campaña será aniquilada sin piedad. Cada vez que forman filas para ponerse en marcha, su número ha menguado; se percata de que la columna que se extiende a lo largo del camino empapado de agua ya no es tan larga. Cuando la recorre a caballo de un extremo al otro, animando a los hombres, prometiéndoles la victoria, ellos no lo miran a los ojos, sino que mantienen la cabeza gacha, como si esa arenga optimista y el golpeteo de la lluvia produjeran el mismo sonido carente de significado.
Buckingham no puede saberlo, pero imagina que Enrique Tudor, el aliado al que piensa traicionar, también ha sido derrotado por este manto de agua que no parece tener fin. Se encuentra aprisionado en puerto por la misma tormenta que está reteniendo a su propio ejército. Enrique Tudor cuenta con cinco mil mercenarios, un contingente masivo, imbatible, pagado y armado por el duque de Bretaña… Suficiente para tomar Inglaterra sin ayuda de nadie. Cuenta con caballos, jinetes, cañones y cinco naves; es una expedición que no puede fracasar, salvo a causa del viento y del aguacero. Los barcos se mecen y cabecean; incluso estando dentro del puerto dan continuos tirones a las amarras que los sujetan. Los hombres, amontonados en el interior de la bodega para realizar la corta travesía del canal de la Mancha, vomitan a causa del mareo. Enrique Tudor recorre el muelle a grandes zancadas, como un león enjaulado, buscando una rendija entre las nubes, esperando a que cambie el viento. Los cielos descargan agua sin cesar sobre su cabellera pelirroja. El negro horizonte amenaza más lluvia; el viento sopla hacia la costa, siempre hacia la costa, haciendo que sus barcos se estremezcan contra los muros del puerto.
Sabe que al otro lado del mar se está decidiendo su destino. Si Buckingham derrota a Ricardo sin él, es consciente de que no tendrá ninguna posibilidad de acceder al trono. Se cambiará un usurpador por otro y él aún se encontrará en el exilio. Es preciso que esté presente en la batalla y que mate a quienquiera que resulte vencedor en la misma. Sabe que debe zarpar de inmediato, pero no puede hacerse a la mar, no deja de llover. No puede ir a ninguna parte.
Buckingham no puede saber esto, no sabe nada. Su vida se ha visto reducida a una larga marcha bajo la lluvia y, cada vez que vuelve la vista hacia atrás, ve menos hombres a su espalda. Están exhaustos, llevan varios días sin comer caliente, avanzan a trompicones con el barro hasta las rodillas y, cuando les dice «Pronto llegaremos a la frontera, la frontera con Inglaterra, terreno seco, gracias a Dios», ellos asienten con la cabeza pero no creen lo que dice.
Al doblar un recodo del camino, aparece un punto apropiado para vadear el río Severn; allí las aguas son menos profundas y el cauce lo bastante ancho como para que el ejército cruce a Inglaterra y se enfrente a su enemigo en lugar de a los elementos. Todo el mundo conoce este punto; Buckingham lleva millas prometiéndolo. El lecho del río es firme y está formado por piedras; es duro como un camino y el agua nunca tiene más de un palmo de profundidad. La gente lleva siglos yendo y viniendo de Gales por este paso, es la vía de entrada a Inglaterra. En la orilla del río que corresponde a Gales hay una taberna y, en el lado que corresponde a Inglaterra, hay una aldea. Esperan que el paso esté inundado, ya que el río baja muy crecido. Puede que incluso hayan puesto sacos de arena en la puerta de la taberna. Pero cuando oyen el bramido de las aguas todos se detienen de pronto como un solo hombre, horrorizados.
No existe ningún paso. No hay ninguna franja de tierra a la vista. La taberna del lado de Gales está anegada y la aldea de la otra orilla ha desaparecido por completo. Ni siquiera hay río: se ha desbordado de tal manera que se ha transformado en un mar interior, con oleaje y tempestades propias. El agua se ha apoderado de la tierra, se la ha tragado como si no hubiera existido nunca. Esto no es ni Inglaterra ni Gales, esto es agua, esto es agua triunfante. El agua se ha apoderado de todo y ningún hombre va a desafiarla.
Ciertamente, nadie puede cruzar dicha extensión. Los soldados buscan en vano marcas que les resulten familiares en el terreno, la pista que se introducía en la parte poco profunda del río, pero ésta se encuentra muy por debajo de la superficie. Alguien cree ver algo por encima del agua y, con un escalofrío, caen en la cuenta de que son las copas de los árboles. El río ha inundado un bosque, los árboles de Gales se están estirando a la desesperada para respirar un poco de aire. El mundo ya no es lo que era. Los ejércitos no pueden encontrarse. Ha intervenido el agua y lo ha conquistado todo. La rebelión de Buckingham ha tocado a su fin.
El duque no dice una sola palabra, no imparte una sola orden. Hace un ligero ademán con la mano, como un gesto de rendición, un saludo con la palma abierta. No se dirige a sus hombres, sino a esta inundación que lo ha destruido. Es como si le concediera la victoria al agua, al poder del agua. Hace girar a su caballo y se aleja de las turbulentas profundidades del río; sus hombres lo dejan hacer. Saben que todo ha terminado. Saben que la rebelión ha muerto aquí, derrotada por las aguas de Inglaterra, que se han sublevado como si la misma diosa del agua las hubiera convocado.