Todos los días recibo noticias de que nuestra gente se está armando y preparando no sólo en los condados en que mis hermanos están actuando, sino por todo el país. A medida que se va extendiendo la noticia de que Ricardo ha tomado la corona, cada vez son más los plebeyos, los pequeños propietarios y los comerciantes, así como sus superiores: los jefes de los gremios y los pequeños terratenientes, los hombres importantes del país, los que preguntan: ¿Cómo es posible que un hermano menor se apodere de la herencia del hijo de su hermano muerto? ¿Cómo puede cualquier persona presentarse tranquilamente ante su Hacedor si pueden suceder cosas como ésa con impunidad? ¿Para qué va a esforzarse un hombre toda la vida con el fin de engrandecer a su familia si su hermano pequeño, el más minúsculo de la camada, puede quitarle el puesto en cuanto él se debilite?
Y son muchos, en los muchos lugares que antes visitábamos, los que recuerdan a Eduardo como un joven bien parecido y a mí como su bella esposa, los que recuerdan cuán bonitas eran las niñas y cuán fuertes y listos eran nuestros niños, los que decían que éramos una familia dorada que había traído la paz a Inglaterra y un ramillete de herederos al trono. Y esas personas dicen que es un ultraje que no estemos en nuestros palacios y que nuestro hijo no esté ocupando el trono.
Escribo a mi hijo, el pequeño rey Eduardo, y le ordeno que mantenga el ánimo bien alto, pero han empezado a retornarme mis cartas sin ser abiertas. Regresan intactas, con los sellos sin romper. Ni siquiera me están espiando. Es como si estuvieran incluso negando que Eduardo se encontrara en las dependencias reales de la Torre. Me carcome de impaciencia el estallido de la guerra que lo liberará de esa prisión y quisiera que la provocáramos ya, sin esperar a que el lento y vanidoso viaje de Ricardo hacia el norte atraviese Oxfordshire y después Gloucestershire, para finalmente llegar a Pontefract y concluir en York. Allí corona a su hijo, ese niño delgado y enfermizo, como príncipe de Gales. Entrega a su heredero el título de mi hijo Eduardo, como si hubiera muerto. Paso el día de rodillas rezando para que Dios me conceda venganza por esta afrenta. No me atrevo a pensar que la situación tal vez sea peor que un mero insulto. No soporto pensar que es posible que ese título se halle vacante, que mi hijo esté muerto.
A la hora de la cena, Isabel se acerca a mí y me ayuda a levantarme.
—¿Sabes qué ha hecho hoy tu tío? —le pregunto.
Ella desvía el rostro.
—Lo sé —dice con voz serena—. El pregonero de la ciudad lo ha estado anunciando a voces por toda la plaza. Se le oía desde la puerta.
—¿Y no has abierto? —le pregunto con ansiedad.
Ella deja escapar un suspiro.
—No he abierto. Nunca abro.
—El duque Ricardo ha robado la corona de tu padre y ahora ha vestido a su hijo con los ropajes de tu hermano. Morirá por esto —profetizo.
—¿Es que no ha muerto ya bastante gente?
La tomo de la mano y la obligo a volverse hacia mí para que tenga que mirarme a la cara.
—Estamos hablando del trono de Inglaterra, del derecho que tu hermano tiene por nacimiento.
—Estamos hablando de la muerte de una familia —replica ella con determinación—. También tenéis hijas, ¿sabéis? ¿Habéis pensado en el derecho que tenemos nosotras por nacimiento? Llevamos todo el verano encerradas aquí como ratas mientras vos os pasáis el día rezando para obtener venganza. Vuestro preciado hijo varón está en prisión o muerto, ni siquiera lo sabéis con seguridad. Al otro lo habéis enviado al olvido. No sabemos dónde está, ni si aún sigue con vida. Ansiáis el trono, pero ni siquiera sabéis si tenéis un hijo varón que sentar en él.
Dejo escapar una exclamación ahogada y doy un paso atrás.
—¡Isabel!
—Ojalá mandarais un recado a mi tío diciéndole que aceptáis su gobierno —me dice gélidamente. Su mano también está fría como el hielo—. Ojalá le dijerais que estamos dispuestas a aceptar condiciones… en realidad, las condiciones que él quiera poner. Ojalá lo persuadierais de que nos dejara en libertad para que fuéramos una familia normal y viviéramos en Grafton, muy lejos de Londres, muy lejos de las conspiraciones, traiciones y amenazas de muerte. Si os rindierais ahora, tal vez lográsemos recuperar a mis hermanos.
—¡Eso me supondría volver al sitio del que vine! —exclamo.
—¿Acaso no erais feliz en Grafton con vuestros padres y con el esposo que os dio por hijos a Richard y a Thomas? —me contesta ella rápidamente; tan rápidamente que no preparo con cuidado mi respuesta.
—Sí —respondo con la guardia baja—. Sí, lo era.
—Pues eso es todo cuanto deseo para mí misma —me replica—. Todo cuanto quiero para mis hermanas. Y sin embargo vos insistís en convertirnos en herederas de vuestra desgracia. Yo quiero ser heredera de la época anterior a vuestra condición de reina. No anhelo el trono, deseo casarme con un hombre al que ame y amarlo sin limitaciones.
La miro a la cara.
—En ese caso negarías a tu padre, me negarías a mí, negarías todo aquello que te hace ser una Plantagenet, una princesa de York. Igualmente podrías ser Jemma, la criada, si no tienes el deseo de ser más de lo que eres, si no ves las oportunidades y las aprovechas.
Mi hija me devuelve una mirada firme.
—Antes preferiría ser Jemma, la criada, que ser vos —me dice con un tono de voz teñido del profundo desprecio de una joven—. Jemma puede irse a su casa por la noche y acostarse en su cama. Jemma puede negarse a trabajar. Jemma puede escapar y servir a otro amo. Pero vos estáis amarrada al trono de Inglaterra y también nos habéis esclavizado a nosotras.
Eso me hace erguirme.
—No te atrevas a hablarme de ese modo —le digo con frialdad.
—Sólo digo lo que llevo en el corazón —replica ella.
—Pues dile a tu corazón que sea sincero, pero a tu boca que guarde silencio. No quiero encontrar deslealtad en mi propia hija.
—¡No somos un ejército que esté en guerra! ¡No me habléis de deslealtad! ¿Qué vais a hacer? ¿Cortarme la cabeza por traición?
—Sí somos un ejército que está en guerra —digo yo con sencillez—. Y tú no vas a traicionarme, ni a mí ni la posición que ocupas.
Lo que digo es más cierto de lo que imagino, porque somos una armada en marcha y esa noche hacemos nuestro primer movimiento. Los primeros que se sublevan son los habitantes de Kent y, cuando sus gritos de guerra llegan a Sussex, dicho condado se levanta también. Pero el duque de Norfolk, que sigue siendo fiel a Ricardo, parte de Londres con sus hombres en dirección sur y frena el avance de nuestro ejército. Éste se ve imposibilitado de reunirse con sus camaradas del oeste, ya que el duque bloquea el único camino que conduce a Guildford. Un hombre consigue escapar a la capital, alquila una embarcación pequeña y acude a la puerta de la cripta que da al río, al amparo de la niebla y de la lluvia.
—Sir John —digo desde el otro lado de la verja. No me atrevo ni a abrirla para evitar el chirrido que el hierro podría producir al rozar contra la piedra mojada; además no conozco a este hombre y no me fío de nadie.
—Vengo a expresaros mi solidaridad, excelencia —me dice él con cierto embarazo—. Y para saber… mis hermanos y yo deseamos saber… si es vuestra voluntad que apoyemos en este momento a Enrique Tudor.
—¿Cómo? —contesto—. ¿Qué queréis decir?
—Hemos rezado por el príncipe, todos los días, y hemos encendido una vela por él; en Reigate todos lamentamos muchísimo no haber llegado a tiempo…
—Esperad —lo interrumpo con urgencia—. Esperad. ¿Qué estáis diciendo?
Su ancho rostro adopta de repente una expresión de horror.
—Oh, Dios me perdone, no me digáis que no sabíais nada y que yo, necio de mí, acabo de decíroslo. —Retuerce el gorro entre las manos de tal forma que la pluma cae al agua del río que lame los escalones de piedra—. Oh, gentil señora, soy un torpe. Debería haberme asegurado… —Mira con nerviosismo el pasadizo a oscuras que hay detrás de mí—. Llamad a una dama —me ruega—. No vayáis a desmayaros ahora.
Yo me agarro con fuerza a la verja, aunque la cabeza me da vueltas.
—No voy a desvanecerme —le prometo con los labios apretados—. Yo no me desmayo. ¿Estáis diciendo que el joven rey Eduardo ha sido ejecutado?
Él niega con la cabeza.
—Lo único que sé es que está muerto. Dios bendiga vuestro bendito rostro y me perdone a mí por haber sido el que os haya traído tan amarga noticia. ¡Una noticia terrible! ¡Y que os la haya dado yo cuando lo único que queríamos era saber cuál era vuestro deseo en este momento!
—¿No ha sido ejecutado?
Él vuelve a negar.
—No ha sido en público. Pobres niños. No sabemos nada con seguridad. Simplemente nos han dicho que a los príncipes se les ha dado muerte, Dios los bendiga, y que la rebelión proseguiría contra el rey Ricardo, que continúa siendo un usurpador, pero que sentaremos en el trono a Enrique Tudor, que es el siguiente heredero y el mejor soberano para el país.
En ese momento lanzo una fuerte carcajada, aunque no es de alegría.
—¿El hijo de Margarita Beaufort? ¿En lugar del mío?
Él mira en torno buscando ayuda, asustado por el toque de locura que advierte en mi forma de reír.
—No sabíamos nada. Nosotros habíamos jurado liberar a los príncipes. Todos nos hemos unido a favor de vuestra causa, excelencia. Por eso no sabemos qué debemos hacer ahora que vuestros príncipes ya no están. Además, el camino que lleva al campamento de vuestro hermano está bloqueado por los hombres de Thomas Howard, de modo que no podemos preguntarle a él. Hemos pensado que lo mejor era que yo me escabullera sin llamar la atención y viniera a Londres a consultaros a vos.
—¿Quién os ha dicho que los niños han muerto?
Él reflexiona unos instantes.
—Fue uno de los hombres del duque de Buckingham. Nos trajo algo de oro y armas para los que no tuvieran. Afirmó que podíamos fiarnos de su señor, que se había vuelto contra el falso rey Ricardo porque éste había matado a los niños. Dijo que el duque había sido un fiel servidor del monarca mientras estuvo convencido de que era el protector de los pequeños, pero que, cuando descubrió que los había mandado matar, se volvió contra él horrorizado. Aseguró que el duque sabía todo lo que había dicho y hecho el falso rey, pero que no pudo evitar el asesinato. —Vuelve a mirarme con gesto de cautela—. Dios proteja a vuestra excelencia. ¿No deseáis llamar a vuestro lado a alguna dama?
—¿El hombre del duque os dijo todo eso?
—Era un buen hombre, nos lo contó todo. Y además invitó a los soldados a que bebieran a la salud del duque de Buckingham. Dijo que el falso rey Ricardo había ordenado dar muerte a los príncipes en secreto antes de partir de viaje y que, cuando le contó al duque lo que había sucedido, éste juró que ya no iba a aguantar más el reinado de semejante asesino y que pensaba desafiar al rey Ricardo y que todos debíamos sublevarnos contra aquel hombre capaz de matar niños. El propio duque sería mejor rey que Ricardo y, además, él también tiene derecho al trono.
Si mi hijo hubiera muerto, yo lo sabría, ¿no? Cuando murió mi hermano oí cantar al río. Si mi hijo y heredero, el heredero de mi casa, el heredero del trono de Inglaterra estuviera muerto, ¿no me habría enterado? No es posible que a mi hijo lo hayan matado a apenas tres millas de donde estoy y que no me haya dado cuenta. De manera que no creo que sea cierto. No lo creeré hasta que me enseñen su bendito cadáver. No está muerto. No puedo creer que esté muerto. No pienso creer que ha muerto hasta que lo vea dentro de un ataúd.
—Escuchadme. —Me acerco un poco más a los barrotes de la verja para hablar seriamente—. Regresad a Kent y decid a vuestros compañeros que deben sublevarse por los príncipes, porque mis hijos aún están vivos. El duque se ha equivocado y el rey no los ha matado. Lo sé con certeza, soy su madre. Decidles también que, aunque Eduardo estuviera muerto, su hermano Ricardo no está con él, sino que ha huido para ponerse a salvo. Se encuentra escondido en un lugar seguro y un día volverá y recuperará el trono que le pertenece. Regresad a Kent y, cuando os llegue la orden de concentraros y de poneros en marcha, partid con orgullo, porque habéis de destruir a ese falso rey Ricardo, liberar a mis hijos y liberarme a mí.
—¿Y el duque? —me pregunta él—. ¿Y Enrique Tudor?
Yo hago una mueca y les quito importancia a ambos con un gesto de la mano.
—Fieles aliados de nuestra causa, estoy segura —respondo con una certidumbre que ya no siento—. Sedme fiel, sir John, y yo no os olvidaré, ni a vos ni a ninguno de los que luchen por mi y por mis hijos, cuando vuelva a recuperar lo que es mío.
Hace una venia y, seguidamente, se agacha para bajar los escalones de piedra y sube con cuidado al bote de remos que lo aguarda. Poco después se pierde en la densa niebla que cubre el río. Espero a que haya desaparecido del todo y a que deje de oírse el suave chapoteo de los remos; entonces observo fijamente la superficie oscura del agua.
—El duque —susurro dirigiéndome al río—. El duque de Buckingham está diciéndole a todo el mundo que mis hijos están muertos. ¿Por qué motivo lo hará? ¿Después de haber jurado rescatarlos? ¿Al mismo tiempo que envía oro y armas a la rebelión? ¿Por qué razón les estará diciendo, en el mismo momento de llamarlos al combate, que los príncipes han muerto?
Ceno con mis hijas y con los pocos sirvientes que se han quedado con nosotras mientras permanecemos acogidas a sagrado, pero me resulta imposible escuchar cómo la pequeña Ana, que tiene siete años, lee la Biblia, y tampoco puedo sumarme a Isabel para preguntarles acerca de lo que acaban de saber. Presto la misma atención que Catalina, que sólo tiene cuatro años. No soy capaz de pensar en otra cosa que en cuál puede ser la causa del rumor de que mis hijos están muertos.
Acuesto a las niñas temprano; no soporto ni oírlas jugar a las cartas ni cantar a coro. Paso la noche entera paseando por mi habitación, arriba y abajo, recorriendo los silenciosos tablones del suelo, que no emiten crujidos, para acercarme hasta la ventana del río y dar la vuelta otra vez. ¿Por qué iba Ricardo a matar a mis hijos precisamente ahora, cuando ya ha conseguido todo lo que quería sin necesidad de eliminarlos? Ha logrado persuadir al Consejo para que los declare bastardos, ha aprobado una ley del Parlamento que anula mi matrimonio. Se ha nombrado a sí mismo siguiente heredero legítimo. Y el arzobispo en persona le ha puesto la corona en la cabeza. Su esposa, la enfermiza Ana, ha sido coronada reina de Inglaterra, y el hijo de ambos ha sido investido príncipe de Gales. Todo eso lo ha conseguido teniéndome a mí recluida en un lugar sagrado y a mi hijo en prisión. Ricardo ha salido triunfador. Entonces ¿para qué habría de querer que muriésemos? ¿Para qué nos necesita muertos? ¿Y de qué modo espera escapar de la culpabilidad de tal delito cuando todo el mundo sabe que los niños se encuentran bajo su custodia? Todos saben que se llevó a mi hijo Ricardo en contra de mi voluntad; aquello no pudo ser más a la vista del público. Y el propio arzobispo en persona juró que no iba a sufrir el menor daño.
Además, no es propio de Ricardo huir cuando hay una tarea que tiene que cumplir. Cuando sus hermanos y él decidieron que el pobre rey Enrique tenía que morir, los tres se reunieron frente a la puerta de su cámara y entraron a la vez, con expresión grave pero resueltos a actuar. Así son los príncipes de York: no tienen ningún escrúpulo para cometer actos de maldad, pero no dejan dicha labor a otras personas, los llevan a cabo ellos mismos. Para Ricardo sería insoportable arriesgarse a pedirle a otro que matara a dos príncipes inocentes de sangre pura, que sobornara a los guardias, que ocultara los cadáveres. He visto su manera de matar: directa, sin previo aviso, pero descarada, sin sentir vergüenza. El hombre que decapitó a sir William Hastings encima de un tronco de madera no pestañearía a la hora de ahogar a un niño pequeño aplastándole la cara con una almohada. Si hubiera que hacer algo así, yo habría jurado que lo haría él mismo. Como mínimo, daría la orden y vigilaría personalmente que ésta se ejecutara.
Pienso todo esto para convencerme de que sir John de Reigate está equivocado y mi hijo Eduardo aún sigue con vida. Pero una y otra vez, al asomarme a la ventana para contemplar el río sumido en la oscuridad y en la niebla, me pregunto si la equivocada no seré yo, si no estaré confundida en todo, hasta en la confianza que tengo en Melusina. Tal vez Ricardo se las haya arreglado para encontrar a alguien dispuesto a matar a los dos niños. Quizá Eduardo esté muerto y quizá yo haya perdido la visión y simplemente no sepa qué ha ocurrido. Tal vez ya no sepa nada.
A primera hora de la mañana, ya no puedo soportar pasar un minuto más a solas y envío a un mensajero a buscar al doctor Lewis. Le ordeno que lo despierte y lo saque de la cama porque me siento mortalmente enferma. Para cuando los guardias le dan paso, la mentira que he dicho se ha trocado en verdad y me invade una fiebre generada por la intensa angustia mental.
—Excelencia —dice él con cautela al entrar.
Me ve demacrada a la luz de las velas, con el pelo recogido en una trenza descuidada y el vestido todo arrugado.
—Debéis llevar a vuestros sirvientes, hombres de confianza, a la Torre para proteger a mi hijo Eduardo, ya que no podemos sacarlo de allí —le digo sin preámbulos—. Lady Margarita ha de valerse de su influencia para asegurarse de que mis hijos estén bien guardados. Corren peligro. Corren un peligro terrible.
—¿Tenéis noticias?
—Se ha propagado el rumor de que mis vástagos están muertos —lo informo.
Él no da señales de sorpresa.
—Dios no lo quiera, excelencia, pero me temo que es más que un rumor. Ya nos lo advirtió el duque de Buckingham. Dijo que este falso rey iba a matar a sus sobrinos para hacerse con el trono.
Yo me encojo sobre mí misma, muy ligeramente, como si hubiera sacado la mano y hubiera visto aparecer una serpiente en el lugar que estaba a punto de tocar.
—Sí —respondo con precaución de pronto—. Eso es lo que ha llegado a mis oídos, y fue un hombre del duque de Buckingham quien lo dijo.
Él se santigua.
—El cielo nos valga.
—Pero espero que aún no haya sucedido tal desgracia, y también espero poder evitarla.
Él asiente con un gesto.
—Por desgracia, me temo que es posible que hayamos llegado demasiado tarde y que ya los hayamos perdido. Excelencia, mi corazón se aflige profundamente por vos.
—Os agradezco vuestra solidaridad —le digo con voz serena. Me retumban las sienes, no puedo pensar. Es como si estuviera mirando con fijeza a la serpiente y ella me estuviera mirando a mi.
—Quiera Dios que esta insurrección destruya a ese hombre, que ha sido capaz de hacer algo así. Dios estará de nuestro lado contra semejante Herodes.
—Si es que lo ha hecho Ricardo…
De repente el médico se vuelve hacia mí como si mi respuesta lo hubiera dejado estupefacto, aunque parece bastante capaz de soportar la idea del asesinato de niños.
—¿Y qué otra persona iba a hacer algo así? ¿Quién más iba a beneficiarse de ello? ¿Quién mató a sir William Hastings y después a vuestro hermano y a vuestro otro hijo? ¿Quién es el asesino de vuestros familiares y vuestro peor enemigo, excelencia? ¡No podéis sospechar de nadie más!
Yo misma me noto temblar, muy próxima al llanto; ya siento el escozor de las lágrimas en los ojos.
—No lo sé —contesto sin ninguna firmeza—. Lo único que sé con seguridad es que mi hijo no está muerto. Si lo hubieran matado, lo sabría. Las madres sabemos esas cosas. Preguntad a lady Margarita: si su hijo Enrique hubiera muerto, ella lo sabría sin lugar a dudas. Las madres lo sabemos. Y, de todas maneras, por lo menos mi hijo Ricardo se encuentra sano y salvo.
El doctor muerde el anzuelo. Advierto su reacción: en sus tiernos ojos centellea el destello luminoso de un espía.
—Oh, ¿en serio? —me pregunta en tono alentador.
Pero yo ya he dicho bastante.
—Quiera Dios que ambos estén a salvo —me corrijo—. Pero decidme, ¿por qué estáis tan seguro de su muerte?
Él pone su mano sobre la mía con delicadeza.
—No quería afligiros. Pero nadie los ha visto desde que el falso rey se marchó de Londres y tanto el duque como lady Margarita tienen el convencimiento de que antes de partir dio la orden que los mataran. No hubo nada que ninguno de nosotros pudiera hacer para salvarlos. Cuando pusimos sitio a la Torre, ya estaban muertos.
Retiro la mano rechazando su gesto de consuelo y me la llevo a mi dolorida frente. Ojalá pudiera pensar con claridad. Recuerdo que Lionel me contó que había oído a dos criados decir a voces que se llevaran a los niños a otras de la Torre. Recuerdo que me contó que el grosor de una puerta lo separaba de Eduardo. Pero ¿por qué iba a querer mentirme el doctor Lewis?
—¿No habría sido más beneficioso para nuestra causa que el duque no hubiera dicho nada? —sugiero—. Mis amigos, mis parientes y mis aliados están reclutando hombres para rescatar a los príncipes; en cambio el duque les está diciendo que están muertos. ¿Para qué iban a acudir mis aliados a la torre si su príncipe ya está muerto?
—Mejor que lo sepan ahora que más tarde —me dice con suavidad, con demasiada suavidad.
—¿Por qué? —replico—. ¿Por qué es mejor que lo sepan ahora, antes de la batalla?
—Así todo el mundo sabrá que fue el falso monarca el que dio la orden —razona el médico—. De ese modo, la culpa recaerá sobre el duque Ricardo. Vuestra gente se sublevará para exigir venganza.
No puedo pensar, no soy capaz de comprender por qué importa eso. Percibo que en alguna parte de todo esto hay una mentira, pero no consigo averiguar dónde. Hay algo que no encaja, lo sé.
—Pero ¿quién iba a dudar de que ha sido el rey Ricardo el que los matado? Como decís vos, fue él quien asesinó a miembros de mi familia. ¿Para qué habríamos de declarar ahora nuestros temores y confundir a los nuestros??
—Nadie dudaría tal cosa —me asegura el doctor Lewis—. Nadie sino Ricardo haría algo semejante. Nadie más se beneficiaría de dicho crimen.
Me pongo en pie de un brinco, llevada por una súbita impaciencia, y al chocar con la mesa tiro al suelo el candelabro.
—¡No lo entiendo!
Él recoge la vela y la llama se agita y proyecta una sombra terrible sobre su semblante de expresión amistosa. Durante un momento adquiere de nuevo la misma apariencia que tenía cuando lo vi por primera vez, cuando mi hija Cecilia vino a decirme que la Muerte estaba aguardando al otro lado de la puerta. Asustada, dejo escapar una exclamación ahogada y retrocedo. Él vuelve a poner la vela y el candelabro encima de la mesa, con cuidado, y se queda de pie, cosa natural dado que yo, la reina viuda, también estoy de pie.
—Podéis iros —digo de forma discordante—. Perdonadme, estoy muy nerviosa. No sé qué pensar. Podéis dejarme.
—¿Deseáis que os administre una infusión que os ayude a dormir? Lamento hondamente veros afligida.
—No, voy a echarme a dormir. Os agradezco vuestra compañía. —Hago una inspiración profunda y me aparto el pelo de la cara—. Me habéis calmado con vuestro buen juicio. Ya me siento en paz.
A él se lo ve confuso.
—Pero si no he dicho nada.
Yo sacudo la cabeza en un gesto de negación. Estoy deseando que se marche.
—Habéis compartido mis preocupaciones, y eso es lo que hacen los amigos.
—Lo primero que voy a hacer es ir a ver a lady Margarita y hablarle de vuestros temores. Le pediré que envíe a sus hombres a la Torre para que obtengan información acerca de vuestros hijos. Si están vivos, buscaremos soldados que los guarden. Velaremos por su seguridad.
—Por lo menos Ricardo está a salvo —señalo imprudentemente.
—¿Más a salvo que su hermano?
Yo sonrío igual que una mujer que oculta un secreto.
—Doctor, si tuvierais dos joyas raras y muy preciadas y temierais a los ladrones, ¿las pondríais juntas en el mismo cofre?
—¿Ricardo no estaba en la Torre? —Su voz es un jadeo, sus ojos azules me miran fijamente, todo él está temblando.
Yo me llevo un dedo a los labios.
—Callad.
—Pero mataron a dos niños en la cama…
Ah, ¿sí? ¿Seguro? ¿Cómo estáis tan convencido de eso? Con el semblante pétreo como el mármol, espero a que el médico dé media vuelta, me haga una reverencia y se dirija hacia la puerta.
—Decid a lady Margarita que proteja al hijo que tengo en la Torre como si fuera el suyo —le digo.
Él se inclina otra vez y se va.
Cuando se despiertan las niñas, les digo que estoy enferma y me quedo en mi cámara. A Isabel la hago darse la vuelta en la puerta y le digo que necesito dormir. No necesito dormir, lo que necesito es entender. Con la cabeza entre las manos, camino descalza de un lado al otro de la habitación para que no se den cuenta de que estoy paseando y devanándome los sesos. Estoy sola en un mundo de conspiradores. El duque de Buckingham y lady Margarita están actuando juntos, o puede que estén obrando para sí mismos. Fingen servirme a mí, ser mis aliados, pero también es posible que sean leales y que yo me esté equivocando al juzgarlos. Mi pensamiento da vueltas y más vueltas y me tiro del cabello de las sienes como si el dolor me hiciera pensar mejor.
He lanzado un maleficio contra Ricardo, el tirano, pero su muerte puede esperar. Él encerró en prisión a mis hijos, pero no es quien está haciendo circular el rumor de que están muertos. Los tenía encarcelados en contra de su voluntad, en contra de mi voluntad, pero no estaba preparando al pueblo para la muerte de ambos. Se ha apoderado del trono y se ha hecho con el título de príncipe de Gales mediante embustes y engaños. Para salirse con la suya no necesita matar a los niños. Y ha triunfado sin asesinar a mi hijo. Ya ha conseguido todo lo que quería sin mancharse las manos de sangre, de manera que ya no precisa acabar con Eduardo. Ricardo está seguro en el trono, el Consejo lo ha aceptado, los lores lo han aceptado, se encuentra de viaje oficial por el país y las gentes lo reciben con alegría. Hay una rebelión en ciernes, pero él cree que Howard la ha aplastado. Que él sepa, se encuentra a salvo. Tan sólo necesita mantener a mis hijos en prisión hasta que yo esté dispuesta a aceptar mi derrota, tal como me insta a hacer Isabel.
Pero el duque de Buckingham tiene derecho a heredar el trono, por detrás del de Ricardo… pero sólo si mis hijos mueren. Su aspiración no vale de nada a menos que mis hijos fallezcan antes. Si el enfermizo vástago que tiene Ricardo muriese, Ricardo cayera en la batalla y Buckingham fuera el caudillo de la victoriosa rebelión, este último podría apoderarse de la corona. Nadie negaría que es el siguiente en la línea sucesoria… sobre todo si se supiera que mis hijos ya estaban muertos. Entonces Buckingham haría lo mismo que hizo mi esposo Eduardo cuando reclamó la corona. Pero en aquel entonces había un pretendiente rival encerrado en la Torre. Cuando Eduardo entró en Londres a la cabeza de un ejército victorioso, fue directamente a la Torre, donde se hallaba prisionero el verdadero rey con sus dos hermanos, y entre los tres lo mataron aunque Enrique no tenía más fuerza que un niño inocente. Cuando el duque de Buckingham derrote a Ricardo, entrará en Londres y en la Torre diciendo que va a averiguar la verdad respecto de mis hijos. Entonces tendrá lugar una pausa, lo bastante prolongada como para que el pueblo se acuerde de los rumores y comience a tener miedo, y después Buckingham saldrá poniendo cara de tragedia y anunciará que ha encontrado a mis herederos muertos, enterrados bajo una losa del pavimento u ocultos en un armario, asesinados por su malvado tío Ricardo. Ésa es la verdad del rumor que él mismo ha puesto en marcha. Dirá que, como han fallecido, quien ha de sentarse en el trono es él, y no quedará nadie vivo que se lo niegue.
Y además, Buckingham es el lord condestable de Inglaterra. En estos momentos tiene las llaves de la Torre en sus manos.
Me mordisqueo el dedo y me detengo un momento ante la ventana. Dejemos a Buckingham a un lado. Ahora centrémonos en mi gran amiga lady Margarita Stanley y en su hijo Enrique Tudor. Son los herederos de la casa de Lancaster; es posible que ella piense que ya es hora de que Inglaterra vuelva a ser Lancaster. Tiene que aliarse con Buckingham y con mis partidarios, pues su hijo Tudor no es capaz de atraer suficientes fuerzas del extranjero como para derrotar a Ricardo sin ayuda. Ha pasado toda su vida en el exilio y ésta es la oportunidad que se le presenta para regresar a Inglaterra, y hacerlo siendo rey. Margarita sería tonta si corriese el riesgo de rebelarse contra Ricardo por algo que fuera menos importante que el trono. Su reciente esposo es un aliado esencial de Ricardo, se encuentran bien situados en esta nueva corte. Ella ha negociado con el falso rey que su hijo sea perdonado y que vuelva sano y salvo a casa. Le han dado permiso para que le entregue sus tierras a su primogénito a modo de herencia. ¿Iba a poner todo eso en peligro por el mero placer de sentar a mi hijo en el trono a fin de hacerme a mí un favor? ¿Por qué iba a hacer algo así? ¿Para qué iba a correr semejante riesgo? ¿No es más probable que esté trabajando para que su propio vástago reclame la corona? Ella y Buckingham, los dos juntos, están preparando al país para que se sepa que mis príncipes han muerto a manos de Ricardo.
¿Tendría Enrique Tudor el valor suficiente como para entrar en Londres declarando que está resuelto a rescatar a los dos niños, pero en realidad estrangularlos y después salir a la calle con la horrenda noticia de que los príncipes, por los cuales él ha luchado tan valientemente, están muertos? ¿Serían capaces, él y su gran amigo y aliado Buckingham, de dividirse el reino entre los dos: para Enrique Tudor el feudo de Gales y para Buckingham el norte? O, si Buckingham muriese en combate, ¿acaso no sería Enrique el indiscutible heredero del trono? ¿Enviaría su madre a sus sirvientes a la Torre no a salvar a mi hijo, sino a asfixiarlo mientras duerme? ¿Soportaría hacer algo así, siendo la santa que es? ¿Consentiría cualquier cosa en beneficio de su hijo, incluso la muerte del mío? No lo sé. No puedo saberlo. Lo único que puedo saber con certeza es que el duque y lady Margarita están haciendo correr el rumor, al mismo tiempo que salen a luchar por los príncipes, de que tienen el convencimiento de que los niños ya están muertos. Y a su aliado se le ha escapado la información de que a ambos los mataron en la cama. El único hombre que no está preparando al país para guardar luto por la muerte de ambos, el único hombre que no se beneficia de que mueran, es el único al que yo consideraba mi mortal enemigo: Ricardo de Gloucester.
Me lleva el día entero medir el peligro que corro y, aun cuando llega la hora del almuerzo, sigo sin tener nada seguro. Es posible que las vidas de mis hijos dependan de que yo comprenda quién es mi enemigo y quién mi amigo; en cambio sigo sin saberlo con seguridad. Mi sugerencia, la de que por lo menos mi hijo Ricardo se encuentra a salvo y lejos de la Torre, debería obligar al asesino a hacer una pausa; espero que hayamos ganado un poco de tiempo.
Después de comer escribo a mis hermanos, que están reclutando tropas en los condados del sur de Inglaterra, a fin de advertirlos de esta otra conspiración que puede eclosionar igual que un huevo de serpiente dentro de la nuestra. Les digo que Ricardo sigue siendo nuestro enemigo, pero que su mala voluntad puede que no sea nada en comparación con el peligro que representan nuestros aliados. Envío mensajeros sin tener la seguridad de que consigan llegar hasta mis hermanos o hacerlo a tiempo. Pero les digo claramente:
Tengo el convencimiento de que la seguridad de mis hijos y la mía propia depende de que el duque de Buckingham y su aliado, Enrique Tudor, no lleguen a Londres. Ricardo es nuestro enemigo, además de un usurpador, pero estoy convencida de que si Buckingham y Tudor entran victoriosos en la capital vendrán con la intención de matarnos. Debéis detener el avance de Buckingham. Hagáis lo que hagáis, debéis llegar a la Torre antes que él y antes que Enrique Tudor y salvar a nuestro pequeño.
Esa noche me acerco a la ventana que da al río y me pongo a escuchar. Isabel abre la puerta de la alcoba en la que duermen las niñas y se sitúa a mi lado con una expresión grave en el rostro.
—¿Qué ocurre ahora, madre? —me pregunta—. Os lo ruego, decídmelo. Lleváis todo el día encerrada. ¿Habéis recibido alguna mala noticia?
—Sí —le contesto—. Dime, ¿has oído cantar al río, como cantó la noche en que murieron mi hermano Anthony y mi hijo Richard Grey?
Ella desvía la mirada.
—¿Isabel?
—Igual que aquella noche, no —precisa.
—Pero ¿has oído algo?
—Muy débilmente —me dice—. Era una melodía muy suave, muy baja, como una canción de cuna, como un lamento. ¿Vos habéis oído algo?
Niego con la cabeza.
—No, pero estoy llena de temor por Eduardo.
Isabel apoya su mano en la mía.
—¿Algún peligro nuevo se cierne sobre mi pobre hermano, incluso ahora?
—Creo que sí. Creo que el duque de Buckingham va a volverse contra nosotros si gana esta batalla contra el falso rey Ricardo. He escrito a tus tíos, pero no sé si podrán interceptarlo. El duque de Buckingham cuenta con un gran ejército. Viene siguiendo el río Severn, en Gales, y pronto penetrará en Inglaterra; yo no sé qué puedo hacer. No sé qué puedo hacer desde aquí para mantener a mi hijo a salvo de él, para que todos estemos a salvo de él. Tenemos que evitar que entre en Londres. Si pudiera acorralarlo en Gales, lo haría.
Mi hija, con el semblante pensativo, se acerca a la ventana. El aire húmedo del río penetra en las sofocantes dependencias donde estamos.
—Ojalá lloviese —dice perezosamente—. Hace mucho calor. Qué ganas tengo de que llueva.
Como para satisfacer su deseo, de pronto entra en la habitación una brisa fresca y, a continuación, comienza a oírse el suave repiqueteo de las primeras gotas de lluvia en los cristales emplomados de la ventana abierta. Isabel la abre del todo para poder ver el cielo y las nubes negras que avanzan por el valle del río.
Yo me pongo a su lado. Veo caer la lluvia en las aguas oscuras del río: gruesos goterones que forman los primeros círculos semejantes a las burbujas de un pez, y luego cada vez más, hasta que la sedosa superficie del río se ve picada por completo por las gotas de lluvia. Al poco la tormenta se vuelve tan intensa que no nos permite ver nada más que una manta de agua que cae, como si el cielo mismo estuviera derramándose sobre Inglaterra. Reímos y cerramos la ventana para protegernos de ella, con la cara y los brazos empapados, dándonos prisa en echar el pestillo. Después nos vamos a las otras dependencias para cerrar los ventanales y bloquear los postigos a fin de que no entre el agua que fuera cae con tanta fuerza, como si todas mis penas y mis preocupaciones se hubieran transformado en una tormenta de lágrimas que descarga sobre Inglaterra.
—Esta lluvia provocará una inundación —predigo; mi hija asiente en silencio.
Llueve durante toda la noche. Isabel duerme en mi cama, como hacía cuando era pequeña, y ambas, tumbadas en ese lecho seco y caliente, escuchamos el repiqueteo de la lluvia, el constante azote del agua contra las ventanas y contra la superficie del río. Cuando las alcantarillas comienzan a rebosar y el agua de los tejados a correr produciendo el mismo gorgoteo que las fuentes juguetonas, nos quedamos dormidas, como dos diosas del agua acunadas por el canturreo incesante de la lluvia y el rumor de la riada.
Cuando nos despertamos a la mañana siguiente, el día está casi tan oscuro como si fuera de noche y aún continúa lloviendo. El nivel del río está muy alto, e Isabel baja hasta la verja que conduce a la orilla y anuncia que el agua está inundando los escalones. Todas las embarcaciones que hay en el río están amarradas a causa del mal tiempo, y las pocas chalanas que circulan por necesidad llevan a los remos a hombres encorvados y con telas de arpillera abriéndoles la cabeza, relucientes por el agua que las empapa, para protegerse del viento. Las niñas pasan la mañana asomadas a las ventanas, viendo pasar los botes calados de agua. Circulan más altos de lo habitual, debido a que el río ha aumentado mucho de caudal y ya empieza a desbordarse, de modo que todas las embarcaciones pequeñas se recogen y se amarran junto al muelle o bien se sacan a tierra, pues el río está cada vez más crecido y las corrientes son demasiado fuertes. Encendemos el fuego para alumbrarnos en este día de tormenta tan oscuro como si estuviéramos en noviembre, y yo juego a las cartas con las niñas y las dejo ganar. Cuánto me gusta el ruido que produce esta lluvia.
Isabel y yo nos dormimos la una en brazos de la otra oyendo el ruido del agua que resbala del tejado de la abadía y se precipita en cascada sobre las aceras. A primera hora de la mañana empiezo a oír el goteo de la lluvia que se ha filtrado entre las tejas y me levanto para volver a encender el fuego y poner un recipiente debajo de la gotera. Isabel abre los postigos y dice que llueve con la misma intensidad que antes, que da la impresión de que va a llover durante el día entero.
Las niñas juegan al arca de Noé e Isabel les lee dicha historia de la Biblia; a continuación organizan un desfile con los juguetes y con cojines rellenos que representan las parejas de animales. El arca es mi mesa vuelta del revés, con unas sábanas atadas de una pata a otra. Les permito que almuercen dentro del arca y antes de acostarlas las tranquilizo diciéndoles que el Diluvio Universal de Noé tuvo lugar hace mucho tiempo y que Dios no va a enviar otro, ni siquiera para castigar la maldad. Que este aguacero no va a hacer otra cosa que obligar a los hombres malos a quedarse dentro de casa, donde no puedan hacer daño a nadie. Que una inundación impedirá que todos los hombres malos lleguen a Londres y nosotras estaremos a salvo.
Isabel me mira con una leve sonrisa y, una vez que las pequeñas se han ido a la cama, toma una vela y baja a las catacumbas para ver qué nivel ha alcanzado el agua.
El río baja más crecido que nunca, me dice. Piensa que va a inundar el pasadizo hasta la escalera, que subirá varios pies de altura. Si no deja de llover pronto, el agua ascenderá todavía más. No corremos peligro —hasta el río hay dos tramos de escalera de piedra—, pero las gentes pobres que viven en las orillas deben de estar recogiendo sus enseres y abandonando sus hogares inundados por el agua.
A la mañana siguiente llega Jemma con el vestido remangado, llena de barro hasta las rodillas. Las calles están anegadas en las zonas más bajas y hay casas que están siendo arrastradas por el agua. Además, río arriba están desmoronándose algunos puentes y hay aldeas que la riada está barriendo. Nadie ha visto llover de semejante manera en septiembre, y esto no termina nunca. Jemma dice que en el mercado no hay alimentos frescos porque muchos de los caminos están inundados y los agricultores no pueden traer sus productos. El pan es más caro debido a la escasez de harina y a que algunos panaderos no pueden ni encender el horno, pues la única leña que tienen está mojada. Jemma dice que va a quedarse a pasar la noche con nosotras, que tiene miedo de caminar por las calles anegadas.
Al día siguiente continúa lloviendo y las niñas, otra vez asomadas a la ventana, dan cuenta de extraños sucesos. Bridget se lleva un susto al ver una vaca ahogada que pasa flotando por delante de la ventana; luego se ve una carreta volcada a la que ha arrastrado la corriente y tablones de madera de alguna construcción a los que ha arrollado el agua. De repente oímos el ruido sordo de algo grande que ha chocado contra los escalones que conducen a la verja de hierro. Esta mañana, la verja da directamente al agua, el pasadizo está inundado y no se ve más que la parte superior de la forja y un retazo de luz diurna. El río debe de haber subido casi diez pies y la marea inundará las catacumbas y empapará a los muertos que duermen en ellas.
No busco un mensajero que hayan enviado mis hermanos. No espero que ninguno haya podido viajar desde el oeste hasta Londres con este tiempo. Pero no necesito tener noticias de ellos para saber lo que está ocurriendo. Los ríos se han vuelto en contra de Buckingham, la marea está avanzando en contra de Enrique Tudor, la lluvia está empapando sus ejércitos, las aguas de Inglaterra se han sublevado para proteger a su príncipe.