—¿Qué? —escupo hacia el sereno cielo del amanecer igual que una gata enfurecida a la que le han quitado las crías para ahogarlas—. ¿No hay barcazas reales? ¿No disparan salvas de cañones en la Torre? ¿No corre el vino por las fuentes de la ciudad? ¿No hay redoble de tambores ni jóvenes aprendices que entonen a gritos las canciones de sus gremios? ¿No hay música? ¿No hay griterío? ¿No hay vítores que acompañen al desfile a lo largo de su ruta? —Abro la ventana que da al río y veo el tráfico habitual de barcazas, chalanas y botes de remos; les digo a mi madre y a Melusina—: Está claro que hoy no van a coronarlo. ¿En vez de eso va a morir?
Imagino a mi hijo como si estuviera pintando su retrato. Imagino la línea recta de su naricilla —que todavía tiene la punta redondeada como la de un recién nacido—, la redondez de sus mejillas y la mirada inocente y despejada de sus ojos. Imagino la curva de la cabeza —que se adaptaba a la perfección a mi mano cuando lo acariciaba—, y la línea recta y pura que formaba su nuca cuando estaba inclinado sobre los libros. Era un niño valiente, un niño al que su tío Anthony había entrenado para subirse de un salto a la silla del caballo y competir en las justas.
Anthony prometió que, aprendiendo a afrontar el miedo, el miedo no haría mella en él. Y era un niño que adoraba el campo. Le gustaba el castillo de Ludlow porque allí podía cabalgar por los cerros, y ver al halcón peregrino volar por encima de los acantilados, y bañarse en las frías aguas del río. Anthony decía que se mostraba sensible al paisaje, cosa poco frecuente en los jóvenes. Era un niño que tenía ante sí el futuro más dorado que cabe imaginar. Nació en tiempos de guerra para ser un emisario de la paz. Habría sido, no me cabe duda, un gran rey Plantagenet, y su padre y yo nos habríamos sentido orgullosos de él.
Hablo de él como si estuviera muerto porque me quedan pocas dudas de que, ya que hoy no van a coronarlo, le darán muerte en secreto, de la misma forma en que se llevaron a rastras a William Hastings y lo decapitaron en la explanada de la Torre encima de un tronco de madera sin que al verdugo le hubiera dado apenas tiempo para limpiarse las manos del desayuno. Dios santo, cuando pienso en la nuca de mi hijo e imagino el hacha del verdugo, me siento lo bastante enferma como para morir yo también.
No me quedo en la ventana contemplando el río que continúa fluyendo con indiferencia, como si la vida de mi hijo no corriera peligro. Me visto, me recojo el cabello y después me pongo a pasear nerviosa por nuestro refugio, igual que uno de los leones de la Torre. Me consuelo tramando conspiraciones. No carecemos de amigos, no hemos perdido la esperanza. Mi hijo Thomas Grey estará actuando, lo sé, reuniéndose en secreto en lugares ocultos con personas a las que se pueda convencer de que se levanten para luchar por nuestra causa. Y debe de haber muchos en el país, y también en Londres, que estén empezando a dudar de lo que Ricardo entiende exactamente por protectorado. Margarita Stanley está trabajando a nuestro favor, sin ninguna duda: su esposo lord Thomas Stanley avisó a Hastings; mi cuñada, la duquesa Margarita de York, actuará en nuestro beneficio en Borgoña; hasta los franceses se interesarán por el peligro que corro, aunque sólo sea por causarle problemas a Ricardo. En Flandes hay una casa segura en la que una familia bien pagada ha acogido en su seno a un niño y le está enseñando a perderse entre los habitantes de Tournai. Puede que el duque nos lleve ventaja en este momento, pero hay tantas personas dispuestas a odiarlo como las que nos odiaron a nosotros, los Rivers, y muchas más que pensarán en mi con afecto ahora que me encuentro en peligro. Y, sobre todo, habrá hombres que querrán ver sentado en el trono al hijo de Eduardo y no a su hermano.
De pronto me llega el rumor de unas pisadas presurosas y, al volver la cara para enfrentarme a esa nueva amenaza, veo que se trata de mi hija Cecilia, que ha venido corriendo por la cripta y abre de golpe la puerta de mi cámara. Está blanca de pánico.
—Hay algo en la puerta —dice—. Algo horrible.
—¿Qué hay? —pregunto yo. Al instante, como es natural, imagino que se trata del verdugo.
—Algo que tiene la altura de un hombre pero que parece la Muerte en persona.
Me cubro la cabeza con un chal, voy hasta la puerta y abro el ventanillo. La Muerte misma parece estar aguardándome. Se trata de un individuo cubierto con una tela de gabardina negra, un sombrero de gran altura en la cabeza y un tubo blanco y alargado que le hace las veces de nariz y le tapa toda la cara. Es un médico que lleva puesta una máscara en forma de cono alargado y rellena de hierbas medicinales para protegerse de los aires de la peste. Fija en mí sus ojos, brillantes a través de las rendijas, y me recorre un escalofrío.
—Aquí dentro no hay nadie que tenga la peste —le digo.
—Soy el doctor Lewis de Caerleon, el médico de lady Margarita Beaufort —informa con una voz que produce un eco extraño por debajo del cono—. Dice que sufrís de los males de las mujeres y que os vendría bien que os viera un médico.
Abro la puerta.
—Entrad, no me encuentro bien —le digo. Pero tan pronto como vuelvo a cerrar el refugio al mundo exterior, lo desafío—. Estoy perfectamente. ¿Qué estáis haciendo aquí?
—Lady Beaufort… lady Stanley, debería decir, también se encuentra bien, alabado sea Dios. Pero deseaba encontrar la manera de hablaros, y yo soy pariente suyo y leal a vos, excelencia.
Hago un gesto de asentimiento.
—Quitaos la máscara.
El médico se quita el cono de la cara y se descubre la cabeza. Es un hombre menudo y moreno, de rostro risueño y digno de confianza. Ejecuta una profunda reverencia.
—Desea saber si vos habéis ideado algún plan para rescatar a los dos príncipes de la Torre. Desea que sepáis que tanto ella como su esposo, lord Stanley, están a vuestras órdenes y que el duque de Buckingham se siente lleno de dudas respecto de hacia dónde está llevando la ambición al duque Ricardo. Lady Stanley cree que el joven duque está a punto de cambiar.
—Buckingham ha hecho todo cuanto estaba en su mano para situar al duque donde está en este momento —replico—, ¿por qué habría de cambiar de idea precisamente en el día de su victoria?
—Lady Margarita está convencida de que se podría persuadir al duque de Buckingham —dice el médico al tiempo que se inclina hacia delante para hablarme al oído—. En su opinión, Buckingham está empezando a albergar dudas respecto de su caudillo. Según ella, estaría interesado en otras recompensas más importantes que las que puede ofrecerle el duque Ricardo. Además es un hombre joven, aún no ha cumplido los treinta, razón por la cual es fácil de convencer. Teme que el duque tenga pensado apoderarse del trono para sí; teme por la seguridad de vuestros hijos. Vos sois su cuñada, de forma que los niños son sobrinos suyos. Está preocupado por el futuro de los príncipes, a quienes lo une un lazo de familia. Lady Margarita me pide que os diga que, en su opinión, es posible sobornar a los criados de la Torre y desea saber de qué modo puede serviros en relación con el plan que hayáis urdido para devolver la libertad a los príncipes Eduardo y Ricardo.
—No es Ricardo… —empiezo a decir cuando, de repente, como un espectro, Isabel aparece en la puerta que lleva al río, subiendo los escalones con el borde del vestido empapado de agua.
—Isabel, ¿qué demonios estás haciendo?
—He bajado al río a sentarme en la orilla —me contesta ella. Trae el semblante pálido y con una expresión extraña—. Esta mañana, al principio, estaba tranquilo y muy hermoso, pero luego ha comenzado a haber cada vez más actividad. No sé por qué el río estaba tan agitado, era casi como si quisiera hablarme. —Se vuelve para mirar largamente al médico—. ¿Quién es éste?
—Un mensajero de lady Margarita Stanley —respondo. Me estoy fijando en el vestido mojado, que le arrastra por detrás como si fuera una cola—. ¿Cómo es que te has mojado tanto?
—Por culpa de las barcazas que pasaban —me dice ella con un mohín hostil en el rostro—. De todas las barcazas que se dirigían río abajo, hacia el castillo de Baynard, donde el duque Ricardo celebra una corte grandiosa. El oleaje que provocaban a su paso era tan fuerte que incluso inundó los escalones. ¿Qué está ocurriendo hoy aquí? Medio Londres va a bordo de una nave de camino a la casa del duque, pero se supone que es el día de la coronación de mi hermano.
El doctor Lewis hace un gesto de incomodidad.
—Estaba a punto de informar a vuestra señora madre —dice titubeante.
—El río mismo es testigo —replica mi hija con dureza—. Me ha mojado los pies como si quisiera decírmelo. Cualquiera puede adivinarlo.
—¿Qué hay que adivinar? —les exijo a ambos.
—El Parlamento se ha reunido y ha declarado que el rey legítimo es el duque Ricardo —dice el médico en voz baja; sin embargo sus palabras resuenan en el techo abovedado de la estancia como si estuviera llevando a cabo una proclamación—. Ha decidido que vuestro casamiento con el rey se realizó sin que los lores tuvieran conocimiento de ello y que fue propiciado mediante la brujería por vuestra madre y por vos misma. Y que el monarca ya estaba casado con otra mujer.
—De manera que lleváis años siendo una ramera y nosotros somos bastardos —finaliza Isabel con tono glacial—. Hemos sido derrotados y deshonrados. Se acabó, todo se acabó. ¿Podemos ir a buscar a Eduardo y a Ricardo y marcharnos de una vez?
—¿Qué estás diciendo? —la increpo. Esta hija mía me tiene tan asombrada con ese vestido semejante a una cola y con el que parece una sirena salida del río, como la noticia de que Ricardo ha reclamado el trono y nosotros hemos caído en desgracia—. ¿Qué estás diciendo? ¿En qué has estado pensando sentada a la orilla del río? Isabel, hoy estás muy rara. ¿Por qué te comportas así?
—Porque pienso que estamos malditos —me lanza a la cara—. Creo que estamos malditos. El río me ha susurrado una maldición y yo os reprocho a vos y a mi padre que nos hayáis traído a este mundo y nos hayáis puesto aquí, en las garras de la ambición, y que, sin embargo, no os hayáis aferrado lo bastante fuerte a vuestro poder como para que nos salgan bien las cosas.
La tomo firmemente de las manos y la sujeto como si quisiera evitar que se escabullera nadando como un pez.
—Tú no estás maldita, hija mía. Tú eres la mejor y la más excepcional de todos mis hijos, la más bella, la más amada. Lo sabes de sobra. ¿Qué maldición podría surtir efecto en ti?
La mirada que me devuelve Isabel está oscurecida por el terror, como si hubiera visto su muerte.
—Jamás os rendiréis, jamás nos dejaréis tranquilos. Vuestra ambición acarreará la muerte de mis hermanos y, cuando ellos estén muertos, me pondréis en el trono a mí. Antes preferís tener la corona que a vuestros hijos y, cuando los dos estén muertos, me sentaréis a mí en el trono de mi hermano. Amáis más la corona que a vuestra prole.
Sacudo la cabeza en un gesto de negación para rechazar el poder de esas palabras. Ésta es mi hijita, mi niña sencilla y dócil, mi preferida, mi Isabel. Es carne de mi carne. Jamás ha tenido una idea que no le haya metido yo en la cabeza.
—Tú no puedes saber esas cosas. No es cierto. No puedes saberlo. El río no puede decirte esas cosas y tú no puedes oírlas, no son ciertas.
—Pienso apoderarme del trono de mi propio hermano —dice ella como si me oyera—. Y vos os alegraréis, porque vuestra maldición es la ambición, eso dice el río.
Yo vuelvo la vista hacia el médico, considerando la posibilidad de que mi hija sea víctima de la calentura.
—Isabel, el río no puede hablarte.
—¡Naturalmente que me habla! ¡Y naturalmente que lo oigo! —exclama ella con impaciencia.
—No existe ninguna maldición…
De pronto ella da media vuelta, cruza la habitación dejando un reguero de agua en el suelo y abre la ventana de par en par. El doctor Lewis y yo la seguimos temiendo por un momento que haya enloquecido y tenga la intención de saltar; pero me paro en seco de inmediato al percibir un suave canto fúnebre, un lamento, una canción de duelo, una tonada tan angustiosa que me tapo los oídos con las manos para no oírla y miro al galeno en busca de una explicación. Pero él niega con la cabeza desconcertado, porque no oye otra cosa que el alegre rumor de las barcazas que navegan río abajo en dirección a la coronación del rey, el tronar de las trompetas y el retumbar de los tambores. En cambio sí ve las lágrimas que brillan en los ojos de Isabel y me ve a mí retirarme a toda prisa de la ventana tapándome los oídos.
—No va dirigido a ti —digo ahogándome en mi angustia—. Ah. Isabel, amor mío, no va dirigido a ti. Ése es el canto de Melusina el que oímos cada vez que tiene lugar una muerte en nuestra casa. No es un canto de advertencia para ti, tiene que ver con mi hijo Richard Grey. Se refiere a mi hijo y a mi hermano Anthony; mi hermano Anthony, al que juré mantener sano y salvo.
El médico ha palidecido de miedo.
—Yo no oigo nada —dice—. Tan sólo a la gente vitoreando al nuevo soberano.
Isabel está a mi lado; el gris de sus ojos es siniestro como una tempestad en el mar.
—¿Vuestro hermano? ¿Qué queréis decir?
—Que mi hermano y mi hijo van a morir a manos de Ricardo, duque de Gloucester, igual que mi hermano John y mi padre hallaron la muerte a manos de Jorge, duque de Clarence —predigo—. Los hijos de York son bestias asesinas y Ricardo no es mejor que Jorge. Me han costado los mejores hombres que tenía en la familia y me han destrozado el corazón. Oigo esa tonada. La oigo muy bien. Es el río, que está cantando. Está cantando un lamento por mi hijo y por mi hermano.
Isabel se acerca un poco más. Vuelve a ser mi tierna hijita, ya se ha esfumado toda su cólera. Me apoya una mano en el hombro.
—Madre…
—¿Crees que va a detenerse aquí? —exploto yo, frenética—. Tiene en su poder a mi hijo, a mi príncipe. Si se atreve a quitarme a Anthony, si ha podido arrebatarme a Richard Grey, ¿crees que habrá algo que le impida eliminar también a Eduardo? En el día de hoy me ha robado un hermano y un hijo. No lo perdonaré jamás. Esto no voy a olvidarlo nunca. Para mí es un hombre muerto. He de ver cómo se vuelve débil, cómo le falla el brazo con que sujeta la espada; he de verlo igual que un niño en el campo de batalla, mirando en derredor en busca de algún amigo; he de verlo caer derrotado.
—Madre, no habléis —me susurra Isabel—. No habléis y escuchad el río.
Es la única palabra capaz de calmarme. Corro al otro extremo de la habitación y abro todas las ventanas. De repente un aire cálido de verano irrumpe en la fría oscuridad de la cripta. El agua chapotea contra las orillas. Se percibe un fuerte olor a marea baja y a fango, pero el río sigue fluyendo como si pretendiera recordarme que la vida continúa, como si quisiera decirme que Anthony ya no está, que tampoco está mi hijo Richard Grey, y que Ricardo, mi querido principito, se ha ido corriente abajo en un pequeño bote a vivir con desconocidos. Pero aun así es posible que algún día nuestras aguas vuelvan a ser profundas.
En algunas de las barcazas que pasan se oye música; son nobles que celebran la subida al trono del duque Ricardo. No entiendo cómo puede ser que no oigan el canto del río, cómo puede ser que no sepan que en el mundo se ha apagado una luz con la muerte de mi hermano Anthony y de mi hijo… mi hijo.
—Mi tío no habría querido que lloraseis por él —me dice Isabel en voz queda—. Tío Anthony os amaba mucho. No habría querido veros afligida.
Pongo mi mano sobre la de mi hija.
—Él habría querido que yo viviera y que os hubiera librado a vosotros de este peligro para que vivierais también —replico—. De momento seguiremos acogidas a sagrado, pero juro que saldremos de nuevo para ocupar el sitio que de verdad nos corresponde. Puedes decir que esto es ambición, si quieres, pero si no la tuviera no lucharía. Y pienso luchar. Me verás luchar y me verás ganar. Si tenemos que zarpar hacia Flandes, zarparemos. Si tenemos que lanzar dentelladas como perros acorralados, lo haremos también. Si tenemos que escondernos como campesinas en Tournai y subsistir comiendo anguilas del río Escalda, nos esconderemos. Pero Ricardo no nos destruirá. No existe un hombre en esta tierra que sea capaz de destruirnos. Volveremos a levantarnos. Somos hijas de la diosa Melusina: es posible que tengamos que replegarnos como la marea, pero creceremos otra vez. Y Ricardo así lo descubrirá. Ahora nos tiene varadas en un terreno bajo y seco, pero por Dios que volverá a vernos inundarlo todo.
Hablo valientemente, pero, en cuanto me quedo en silencio, me hundo de nuevo en la pena por mi hijo Richard y por mi hermano, mi querido hermano Anthony. Vuelvo a imaginar a Richard tal como era de pequeño, sentado en lo alto del caballo real, agarrado de mi mano mientras esperábamos a un lado del camino a que el rey pasara. Era mi niño, mi guapísimo hijo cuyo padre murió guerreando contra uno de los hermanos York; y ahora él mismo ha muerto a manos de otro. Recuerdo que cuando mi madre lloraba la muerte de su hijo afirmó que cuando un vástago consigue superar la primera infancia una piensa que ya está a salvo. Pero una mujer no está a salvo. Nunca está segura en este mundo en el que se lucha hermano contra hermano y nadie guarda la espada del todo ni tiene confianza en la ley. Lo recuerdo cuando era un recién nacido y dormía en su cuna, cuando gateaba y aprendía a andar agarrado a mis dedos y recorría una y otra vez la galería de Grafton hasta que a mí terminaba doliéndome la espalda de tanto encorvarla. Asimismo lo recuerdo como el joven que era, un excelente hombre en ciernes.
Anthony, mi hermano, ha sido mi amigo y consejero más querido y más de fiar desde que los dos éramos pequeños. Eduardo tenía razón cuando dijo que era el poeta más grande y el mejor caballero de la corte. Anthony, que quería ir en peregrinación a Jerusalén y que habría ido si yo no se lo hubiera impedido. Ricardo cenó con ambos en Stony Stratford cuando les salió al paso en el camino de Londres; conversó placenteramente sobre la Inglaterra que íbamos a construir entre todos, los Rivers y los Plantagenet, sobre el heredero que ambos compartían, mi hijo, al que íbamos a sentar en el trono. Anthony no era un necio, pero confiaba en Ricardo. ¿Por qué no habría de confiar en él? Ambos eran parientes entre sí. Habían luchado codo con codo en la batalla, habían sido compañeros de armas. Habían ido juntos al exilio y habían vuelto a Inglaterra triunfantes. Los dos eran tíos y guardianes de mi preciado hijo.
Por la mañana, cuando Anthony bajó a desayunar en la hospedería, halló las puertas cerradas y a sus hombres despedidos. Encontró a Ricardo y a Henry Stafford, el duque de Buckingham, armados para la batalla y a sus hombres de pie en el patio, con el semblante pétreo. Y se lo llevaron, junto con mi hijo Richard Grey y sir Thomas Vaughan —al que acusaron de traición—, a pesar de que los tres eran fíeles servidores de mi hijo, el nuevo soberano.
Anthony, en la cárcel, aguardando a morir cuando se haga de día, escucha un momento pegado a la ventana por si captara algo parecido al dulce canto de Melusina, pero esperando no oír nada; sonríe al sentir un tintineo, como el de una campanilla. Sacude la cabeza para liberarse de ese sonido, pero el rumor persiste; es una voz de otro mundo que lo incita a reír de forma irreverente. Nunca ha creído la leyenda de la joven que era mitad mujer y mitad pez, la antepasada de su familia; en cambio ahora descubre que lo consuela oírla cantar anunciando su muerte. Permanece junto a la ventana y apoya la frente contra la piedra fría. El hecho de que esté oyendo por las almenas del castillo de Pontefract la voz de Melusina, aguda y nítida, demuestra por fin que los dones que su madre, su hermana y la hija de ésta poseían eran auténticos, tal como ellas afirmaron siempre, tal como él creyó siempre sólo a medias. Ojalá pudiera decirle a su hermana que ahora sabe que es verdad. Tal vez necesiten hacer uso de esos dones, tal vez basten para salvarles la vida; acaso para salvar la vida de todos los que se llamaron Rivers a fin de honrar a la diosa del agua que fundó dicho clan; acaso para salvar la vida de los dos varones Plantagenet. Si Melusina es capaz de cantar por él, que es un descreído, quizá pueda hacer de guía a quienes hacen caso de sus advertencias. Sonríe porque ese canto agudo y nítido lo hace concebir la esperanza de que Melusina vele por su hermana y por los hijos de ésta, sobre todo por el niño que él tenía a su cuidado, el niño al que tanto ama: Eduardo, el nuevo rey de Inglaterra. Y sonríe también porque esa voz es la de su madre.
No pasa la noche rezando ni llorando, sino escribiendo. En sus últimas horas no es un aventurero, ni un caballero, ni siquiera hermano o tío, sino un poeta. Me traen lo que ha escrito y veo que al final, en el momento mismo de enfrentarse a la muerte, la suya y la de todas sus esperanzas, comprendió que todo era vanidad: la ambición, el poder, hasta el mismo trono que tan caro le ha resultado a nuestra familia. Al final entendió que todo carecía de sentido. Y no murió experimentando amargura al comprenderlo, sino sonriendo ante la locura del hombre, ante la suya propia.
Escribe lo siguiente:
Con escaso pensamiento más
muy hondo sentimiento, recordando
pesaroso la inconstancia del estar;
en mi pugna desafiante,
contemplando cuán cambiante es la
fortuna en este mundo,
¿qué me cabe ya pensar?
Con disgusto y mucha pena hoy
me enfrento a esta condena sin
remedio, es lo crucial; y atrapado en
este trance, lo sensato en dicho
lance es que acepte mi final.
Ahora pienso con certeza que
debiera
sin tristeza
despedirme de
vivir, pues observo
que la suerte
siempre intenta,
hasta la muerte,
mis deseos
incumplir.
Esto es lo último que hace al amanecer y, a continuación, se lo llevan afuera y le cortan la cabeza por orden de Ricardo, duque de Gloucester, el nuevo lord protector de Inglaterra, que es ahora el responsable de mi seguridad, de la seguridad de todos mis hijos y, sobre todo, de la seguridad y el futuro de mi hijo el príncipe Eduardo, el rey legítimo de este país.
Leo más tarde el poema de Anthony y la parte que más me gusta es la que dice «pues observo / que la suerte / siempre intenta, / hasta la muerte, / mis deseos / incumplir». Últimamente, la suerte nos ha dado la espalda a los Rivers, en eso tenía razón.
Ahora voy a tener que buscar una manera de vivir sin él.
Algo ha cambiado entre mi hija Isabel y yo. Mi niña, mi pequeña, mi primer vástago, se ha hecho mayor de repente y se ha alejado de mí. La niña que tenía el convencimiento de que yo lo sabía todo, de que yo lo dominaba todo, es ahora una joven que ha perdido a su padre y que duda de su madre. Piensa que me equivoco al obligarlos a todos a permanecer acogidos a sagrado. Me echa a mí la culpa de que su tío Anthony haya muerto. Me acusa —aunque sin pronunciar una sola palabra— de no haber rescatado a su hermano Eduardo, de haber separado al pequeño Ricardo de nosotros y de haberlo dejado marchar, desprotegido, hacia el silencioso color gris del río.
Duda que yo tenga preparado un escondite seguro para Ricardo y que nuestro plan de sustituir a un niño por otro funcione. Sabe que si he enviado a un falso príncipe a que haga compañía a Eduardo es porque dudo de poder traerlo de vuelta a casa sano y salvo. No tiene ninguna esperanza depositada en el levantamiento que está organizando mi hijo Thomas. Teme que no nos rescaten nunca.
Desde aquella mañana en que oímos cantar al río y desde aquella tarde en que nos trajeron la noticia de que Anthony y Richard Grey habían muerto, ya no tiene fe alguna en mi criterio. No ha repetido la afirmación de que estamos malditos, pero hay algo en la falta de brillo de sus ojos y en la palidez de su rostro que me dice que tiene el alma atormentada. Bien sabe Dios que yo no le he lanzando ninguna maldición, y sé que nadie le haría nada semejante a una joven de oro y plata como ella; pero es verdad: al verla, diríase que alguien la ha señalado con el dedo y le ha adjudicado un destino doloroso.
El doctor Lewis vuelve a visitarnos y yo le ruego que examine a Isabel y me diga si se encuentra bien. Casi ha dejado de comer y está muy pálida.
—Necesita ser libre —contesta el físico sin más—. Os digo ahora como médico lo que espero ver pronto como aliado: todos vuestros hijos, y también vos misma, excelencia, debéis marcharos de aquí. Es preciso que salgáis al aire puro y gocéis del verano. Vuestra hija es una joven delicada, necesita hacer ejercicio y sentir la luz del sol. Precisa compañía. Es una mujer joven que debería estar bailando y coqueteando. Precisa hacer planes para su futuro, soñar con su compromiso matrimonial, no vivir encerrada aquí temiendo la muerte.
—Tengo una invitación del rey —hago un esfuerzo para pronunciar ese título, como si Ricardo lo mereciera, como si la corona que lleva en la cabeza y el óleo con que le ungieron el pecho pudiera haberlo transformado en otra cosa que no fuera el traidor y el renegado que es—. El monarca desea vivamente que lleve a mis hijas a pasar el verano a mi casa de campo. Dice que allí mismo me pueden entregar a los príncipes.
—¿Y vais a ir? —Aguarda mi respuesta con gran interés, se inclina hacia delante para oírla bien.
—Antes deben liberar a mis hijos y entregármelos. No tengo garantía alguna respecto de mi seguridad ni de la de mis hijas a menos que me devuelvan a mis dos hijos varones tal como me han prometido.
—Tened cuidado, excelencia, tened cuidado. Lady Margarita teme que el rey juegue sucio con vos —suspira—. Dice que el duque de Buckingham piensa que el monarca pretende que vuestros hijos… —titubea como si le resultara doloroso decirlo— sean condenados a muerte. Asegura que el duque de Buckingham está tan horrorizado que piensa rescatarlos para vos, devolveros a vuestros hijos, si vos le garantizáis a él seguridad y prosperidad cuando retornéis al poder, si prometéis otorgarle vuestra amistad, vuestra amistad inquebrantable, cuando recuperéis vuestra posición. Lady Margarita afirma que lo convencerá para que firme una alianza con vos y con los vuestros. Las tres familias: Stafford, Rivers y la casa de Lancaster, contra el falso rey.
Hago un gesto de asentimiento. Lo estaba esperando.
—¿Qué es lo que quiere? —pregunto sin rodeos.
—Que su hija, cuando la tenga, se despose con vuestro hijo, el joven rey Eduardo —dice el médico—. Él mismo debe ser nombrado regente y lord protector hasta que la niña alcance la mayoría de edad. Él mismo debe recibir el mando del reino del norte, de igual modo que lo tuvo el duque Ricardo. Si accedéis a convertirlo en un duque muy importante, tal como hizo vuestro esposo con su hermano, traicionará a su amigo y rescatará a vuestros hijos.
—¿Y qué quiere ella? —pregunto a continuación como si no adivinara ya, como si no supiera que Margarita ha pasado estos doce últimos años, día tras día, desde que su hijo fue al destierro intentando que vuelva a Inglaterra sano y salvo. Es el único retoño que ha concebido, el único heredero de la fortuna de su familia, del título de su difunto esposo. Todo lo que consiga en la vida no significará nada si no logra que su vástago regrese a Inglaterra para heredarlo.
—Quiere un pacto que establezca que su hijo puede asumir su título y heredar las tierras de ella; y que su cuñado Jasper recupere los territorios que tenía en Gales. Quiere que ambos gocen de libertad para regresar a Inglaterra. También desea prometer en matrimonio a su hijo Enrique Tudor con vuestra Isabel y que éste sea nombrado heredero por detrás de vuestros dos hijos —dice rápidamente.
No me entretengo ni un momento. Tan sólo estaba esperando a que me comunicaran las condiciones, y son exactamente las que tenía previstas. No las sabía por ser clarividente, sino porque el sentido común me decía que era lo que yo exigiría si me encontrara en la fuerte posición de lady Margarita: casada con el tercer hombre más importante de Inglaterra y aliada con el segundo, que está pensando en traicionar al primero.
—Acepto —respondo—. Decid al leal duque de Buckingham y a lady Margarita que acepto. Y comunicadles el precio que pongo: mis hijos me han de ser devueltos de inmediato.
A la mañana siguiente viene a verme mi hermano Lionel con una sonrisa en la cara.
—En la puerta que da al río hay una persona que desea veros —me dice—. Un pescador. Recibidlo sin formar alboroto, hermana. Recordad que la mayor virtud de una mujer es la discreción.
Yo afirmo con la cabeza y voy corriendo hacia la puerta.
Pero Lionel me pone una mano en el brazo, menos como obispo y más como hermano.
—No chilléis como una niña —me advierte con voz tajante y, a continuación, me suelta.
Salgo por la puerta y desciendo la escalera de piedra que lleva al pasadizo. Éste se encuentra en penumbra, iluminado tan sólo por la claridad del día que se filtra a través de la verja de hierro que da directamente al río. Veo mecerse una pequeña chalana que tiene una red de pescar recogida en la popa. Junto a la verja aguarda un hombre cubierto con una capa sucia y un sombrero muy calado sobre la frente, pero nada alcanza a disimular su gran estatura. Avisada por Lionel, me contengo para no chillar; y, disuadida por el pestilente olor a pescado rancio que despide, no me arrojo a sus brazos. Me limito a decirle en voz baja:
—Hermano, hermano mío, me alegro de todo corazón de volver a verte.
Un destello luminoso de sus ojos oscuros bajo el ala del sombrero me muestra la cara risueña de mi hermano Richard Woodville, maliciosamente disfrazado con una barba y un bigote.
—¿Te encuentras bien? —le pregunto un tanto sorprendida por su apariencia.
—Nunca he estado mejor —contesta él en tono desenfadado.
—¿Estás enterado de lo que les ha sucedido a nuestro hermano Anthony y a mi hijo Richard Grey?
Hace un gesto de asentimiento, serio de repente.
—Lo he sabido esta mañana. Ésa es, en parte, la razón por la que he venido. Lo siento mucho, Isabel. Lamento mucho vuestra pérdida.
—Ahora tú eres el conde de Rivers —le digo—. El tercer conde de Rivers. Eres el cabeza de familia. Por lo visto, cambiamos de cabeza de familia con mucha rapidez. Te ruego que, por favor, tú conserves el título un poco más de tiempo.
—Haré lo que pueda —me promete—. Bien sabe Dios que heredo el título de dos hombres buenos. Espero conservarlo más tiempo, pero dudo que pueda hacerlo mejor que ellos. Sea como fuere, se aproxima una insurrección. Escuchadme. Ricardo cree tener la corona muy afianzada en la cabeza y va a iniciar un viaje con el fin de mostrarse al reino.
En ese momento he de hacer un esfuerzo para no escupir al agua.
—Me extraña que los caballos tengan siquiera el valor de dar un paso.
—En cuanto haya salido de Londres, acompañado de su guardia, irrumpiremos en la Torre y sacaremos a Eduardo. El duque de Buckingham está de nuestra parte y yo me fío de él. Tiene que viajar con el rey Ricardo, y éste obligará a Stanley a que también lo acompañe, porque todavía duda de él. Pero lady Margarita se quedará en Londres y ordenará a los hombres de Stanley y a sus propios parientes que se sumen a nosotros. Ya tiene hombres suyos dentro de la Torre.
—¿Tendremos soldados suficientes?
—Cerca de un centenar. El nuevo rey ha nombrado alcaide de la Torre a sir Robert Brackenbury que no sería capaz de hacer daño a un niño que está a su cuidado, es un hombre bueno. He puesto sirvientes nuevos en las dependencias reales, hombres que me abrirán las puertas cuando les dé la orden.
—¿Y después?
—Después os llevaremos a vos y a las niñas a Flandes. Vuestros hijos Ricardo y Eduardo podrán reunirse con vos —me dice mi hermano—. ¿Habéis tenido noticias de quienes se llevaron al príncipe Ricardo? ¿Está escondido y seguro?
—Aún no —contesto con preocupación—. Todos los días busco a ver si hay algún mensaje. A estas alturas ya debería saber que se encuentra sano y salvo. Rezo por él cada hora del día. Ya debería tener noticias.
—Es posible que la carta se haya extraviado. No significa nada. Si algo hubiera salido mal, os lo habrían hecho saber, sin ninguna duda. Además, pensad: podréis recoger a Ricardo del sitio donde se halla oculto cuando vayáis de camino a la corte de Margarita. Una vez que tengáis con vos a vuestros dos hijos, de nuevo sanos y salvos, nosotros pondremos nuestro ejército en marcha. Buckingham se declarará a nuestro favor. Lord Stanley y toda su familia nos han sido prometidos por su esposa, Margarita Beaufort. La mitad de los demás lores de Ricardo están listos para volverse contra él, según afirma el duque de Buckingham. El hijo de Margarita, Enrique Tudor, reunirá armas y hombres en la Bretaña e invadirá Gales.
—¿Cuándo? —pregunto en un jadeo.
Mi hermano mira a su espalda. El río está tan concurrido como siempre, repleto de embarcaciones que van y que vienen, botes pequeños que navegan en zigzag sorteando los barcos más grandes.
—El duque Ricardo… —De pronto se interrumpe y me sonríe—. Perdonadme. El «rey» Ricardo va a salir de Londres a finales de julio para iniciar el viaje. Rescataremos a Eduardo inmediatamente y os daremos a vos y a él tiempo suficiente para que os pongáis a salvo; digamos que dos días. Y luego, cuando el rey esté fuera de alcance, nos sublevaremos.
—¿Y Edward, nuestro hermano?
—Edward está reclutando hombres en Devon y en Cornualles. Vuestro hijo Thomas está actuando en Kent. Buckingham tomará a los hombres de Dorset y de Hampshire. Stanley a los parientes que tiene en las Midlands. Y Margarita Beaufort y su hijo atraerán a Gales en el nombre de los Tudor. Todos los hombres que pertenecieron a la corte de vuestro esposo están decididos a salvar a sus hijos.
Me mordisqueo el dedo mientras pienso tal como habría pensado mi esposo: hombres, armas, dinero y apoyos repartidos por el sur de Inglaterra.
—Eso bastará si logramos derrotar a Ricardo antes de que traiga a los hombres que tiene en el norte.
Mi hermano me responde con una amplia sonrisa, el ademán temerario de los Rivers:
—Bastará; y no tenemos nada que perder y sin embargo mucho que ganar —afirma—. Ricardo le ha robado la corona a vuestro hijo, no tenemos nada que temer. Ya ha pasado lo peor.
—Ya ha pasado lo peor —repito yo; atribuyo el escalofrío que me recorre la espina dorsal a la pérdida de mi querido hermano Anthony y de mi hijo Richard Grey—. Ya ha pasado lo peor. No puede haber nada peor que las pérdidas que ya hemos sufrido.
Richard pone su sucia mano sobre la mía.
—Estad preparada para partir cuando yo dé la orden —me dice—. En cuanto tenga al príncipe Eduardo sano y salvo, os lo haré saber.
—Conforme.
Estoy aguardando junto a la ventana con la capa de viaje puesta, mi joyero en la mano, mis hijas al lado y dispuesta para partir. Estamos todas calladas, llevamos más de una hora esperando en silencio. Nos sentimos deseosas de saber algo, lo que sea, pero tan sólo se oye el chapoteo del agua del río contra los muros y algún que otro retazo de una melodía o una risa procedente de las calles. Isabel, a la que tengo a mi lado, está más tensa que una cuerda de laúd, blanca de pura ansiedad.
De repente se oye un fuerte estrépito y mi hermano Lionel irrumpe en la estancia a toda prisa. Entra y se apresura a trancar de nuevo la puerta.
—Hemos fracasado —dice sin resuello—. Nuestros hermanos están bien, y también vuestro hijo. Escaparon por el río y Richard se refugió en la abadía de las Minories, pero no pudimos tomar la Torre Blanca.
—¿Visteis a mi hijo? —pregunto con urgencia.
Lionel niega con la cabeza.
—Tenían a los dos niños dentro. Yo oí que gritaban órdenes. Estábamos tan cerca que los oíamos vocear a través de la puerta ordenando que se llevasen a los niños hacia el interior, a una habitación más segura. Dios santo, hermana, perdonadme. Tan sólo me separaba de ellos el grosor de una puerta, pero nos fue imposible derribarla.
Tengo que sentarme porque se me empiezan a doblar las rodillas, y el joyero se me cae al suelo. Isabel tiene la tez cenicienta. Se da la vuelta y, muy despacio, comienza a quitarles las capas a las niñas, una por una, y a doblarlas cuidadosamente, como si fuera importante que no se arrugaran.
—Hijo mío —me lamento—. Hijo mío.
—Penetramos por el portón que da al río y conseguimos cruzar la primera calle, pero entonces nos vieron. Estábamos empezando a subir la escalera cuando de pronto alguien dio la voz de alarma y, aunque nos dimos mucha prisa en subir hasta la entrada de la Torre Blanca, ellos nos la cerraron en las narices. Estuvimos a escasos segundos de trasponerla. Thomas disparó a la cerradura y nos lanzamos varias veces contra ella con todas nuestras fuerzas, pero yo oí que echaban los cerrojos por dentro y que seguidamente salían en tropel por la celda de los guardias. Richard y yo nos dimos la vuelta para hacerles frente; peleamos con ellos y logramos mantenerlos a raya mientras Thomas y los hombres de Stanley intentaban derribar el portón o incluso arrancarlo de sus goznes. Pero ya sabéis, es demasiado robusta.
—¿Los de Stanley estaban presentes, tal como prometieron?
—Estaban, y también los hombres de Buckingham. Ninguno iba vestido con sus colores, como es natural, pero todos lucían una rosa blanca. Se hacía raro verla de nuevo. Y también estar luchando por entrar en un sitio que nos pertenece. Le grité a Eduardo que mantuviera el ánimo bien alto, que volveríamos a buscarlo, que no le fallaríamos; pero no sé si me oyó. No lo sé.
—Estás herido —digo reparando de pronto en el corte que tiene en la frente.
Él se lo limpia con la mano, como si su sangre fuera suciedad.
—No es nada, Isabel. Antes preferiría haber muerto que haber regresado sin él.
—No hables de muerte —replico en voz queda—. Quiera Dios que esta noche la pase sano y salvo y que no se haya asustado con todo esto. Quiera Dios que simplemente lo trasladen a otra celda más segura del interior de la Torre y que no estén pensando en llevárselo de allí.
—Puede que su encierro dure sólo otro mes más —me dice Lionel—. Richard me indicó que os recordara ese detalle. Vuestros amigos están armándose. El rey Ricardo está de camino hacia el norte acompañado tan sólo por su guardia personal. Buckingham y Stanley forman parte de su séquito; lo convencerán de que no dé media vuelta, lo animarán a que vaya a York. Jasper Tudor traerá un ejército de la Bretaña. Nuestra próxima batalla tendrá lugar muy pronto. Cuando el usurpador Ricardo esté muerto, tendremos en las manos las llaves de la Torre.
Isabel se incorpora con las capas de sus hermanas pulcramente dobladas sobre el brazo.
—¿Y os fiais de todos los amigos nuevos que tenéis, madre? —me pregunta en tono glacial—. ¿De todos esos nuevos aliados que de repente han acudido a vuestro lado pero en cambio no han triunfado en su empresa? ¿Todos ellos dispuestos a arriesgar la vida para restaurar a Eduardo en el trono cuando hace unas cuantas semanas estaban comiendo y bebiendo a placer en la coronación del duque Ricardo? Ha llegado a mis oídos que lady Margarita llevó la cola del vestido de la nueva reina Ana, igual que antes llevó la del vuestro. La nueva soberana la besó en ambas mejillas. Recibió honores en la coronación. ¿Y ahora nos envía a sus hombres para que luchen por nosotros? ¿Ahora es nuestra leal aliada? El duque de Buckingham era el pupilo que os odiaba por haberlo desposado con mi tía Katherine, y aún os odia. ¿Ésos son vuestros fieles amigos? ¿O son más bien leales siervos del nuevo rey cuyo objetivo es tenderos una trampa? Porque están jugando con dos barajas, y en estos momentos están dándose un festín en Oxford. No corrieron peligro alguno en la Torre, mientras rescataban a mi hermano.
Yo me vuelvo hacia ella con una expresión de frialdad.
—No puedo escoger a mis aliados —le digo—. Con tal de salvar a mi hijo, soy capaz de pactar hasta con el diablo en persona.
Ella me contesta esbozando una levísima sonrisa amarga.
—Tal vez ya hayáis pactado con él.