17 de Junio de 1483

Me envían a mi pariente, el cardenal Thomas Bourchier, y a otra media docena de lores del Consejo Privado para que razonen conmigo. Yo los recibo como una reina, adornada con los diamantes reales saqueados del tesoro, sentada en un imponente sillón que hace las veces de trono. Espero proyectar una imagen regia y digna, pero lo cierto es que me invaden sentimientos de asesina. Éstos son los lores de mi Consejo Privado. Ocupan los puestos que mi esposo les concedió. Eduardo los convirtió en lo que son actualmente. Y ahora tienen el atrevimiento de venir a decirme lo que exige de mí el duque Ricardo. A mi espalda tengo a Isabel y a mis otras cuatro hijas en fila. No está presente ninguno de mis hijos varones ni de mis hermanos. No se fijan en que mi hijo Thomas Grey ha escapado y anda suelto por las calles de Londres y, desde luego, yo no llamo la atención sobre dicha ausencia.

Me dicen que han proclamado al duque Ricardo protector del reino, regente y rector del príncipe Eduardo y me aseguran que los preparativos para la coronación están en marcha. Desean que mi hijo menor, Ricardo, se reúna con su hermano en las dependencias reales de la Torre.

—El duque será el protector sólo durante unos días, hasta que tenga lugar la ceremonia —me explica Thomas Bourchier con una expresión tan sincera que he de creerlo. Es un hombre que ha pasado la vida intentando traer la paz a este país. Coronó a Eduardo rey y a mí reina porque estaba convencido de que con ello traería la paz a Inglaterra. Sé que está diciendo lo que siente en realidad—. Tan pronto como el joven rey haya sido coronado, todo el poder revertirá a él y vos seréis la reina viuda y la madre del rey —asegura—. Regresad a vuestro palacio, excelencia, y asistid a la investidura de vuestro hijo. El pueblo se extrañará al no veros, y lo mismo les ocurrirá a los embajadores extranjeros. Permitidnos que cumplamos lo que todos le prometimos al rey en su lecho de muerte: sentar a vuestro hijo en el trono y trabajar todos juntos dejando a un lado las enemistades. Permitid que la familia real se aloje en las dependencias reales de la Torre y que salga en todo su poder y en toda su belleza para la coronación de su príncipe.

Durante un instante me siento convencida. Más aún, me siento tentada. Tal vez todo acabe en un final feliz. Pero luego pienso en mi hermano Anthony y mi hijo Richard Grey, que están presos, juntos, en el castillo de Pontefract, y vacilo. Tengo que hacer una pausa para reflexionar. Tengo que velar por su seguridad. Mientras yo esté acogida a sagrado, mi seguridad y la de mi hijo Ricardo contrarrestan el encarcelamiento de ellos dos, igual que las pesas en una balanza. Ellos conservarán la vida en tanto que yo observe buena conducta; pero, del mismo modo, el duque Ricardo no se atreve a tocarlos por miedo a enfurecerme a mí. Si Ricardo quiere librarse de los Rivers, necesita tenernos a todos en su poder. Yo, al permanecer fuera de su alcance, protejo a aquellos de nosotros que están bajo su dominio, y también a los que están en libertad. He de mantener a mi hermano Anthony a salvo de sus enemigos. He de hacerlo. Ésta es mi cruzada, igual que la que no le permití realizar a él. Debo mantenerlo con vida para que siga siendo la luz del mundo como hasta ahora.

—No puedo entregaros al príncipe Ricardo —declaro con la voz teñida de falsa pesadumbre—. Últimamente ha estado tan enfermo que no soporto que cuide de él nadie que no sea yo misma. Aún no está repuesto, se ha quedado sin voz y, si sufriera una recaída, ésta podría ser peor que la enfermedad del principio. Si deseáis que se reúna con su hermano, traednos a Eduardo aquí, donde yo pueda cuidar de los dos a la vez con la certeza de que no corren ningún peligro. Anhelo ver a mi hijo mayor, el futuro rey Eduardo, y saber que se encuentra sano y salvo. Os lo ruego, traedlo conmigo, aquí estará seguro. Puede ser coronado tanto si vive aquí como si se aloja en la Torre.

—Pero, mi señora —tercia Thomas Howard revolviéndose como la persona intimidatoria que es—, ¿podríais darnos alguna razón por la que consideréis que puede estar en peligro?

Lo miro a los ojos un instante. ¿De verdad piensa que tiene posibilidades de engañarme para que confiese la enemistad que siento hacia el duque Ricardo?

—Los demás miembros de mi familia han huido o han sido encarcelados —respondo con frialdad—. ¿Por qué habría de pensar que mis hijos y yo estamos seguros?

—Vamos, vamos —interrumpe el cardenal haciéndole una señal con la cabeza a Howard para que guarde silencio—. Toda persona que se encuentre en prisión será juzgada ante un tribunal formado por sus pares, como debe ser; y dicho tribunal demostrará o negará la veracidad de la acusación. Los lores han decidido que no se puede acusar de traición a vuestro hermano Anthony, conde de Rivers. Eso debería constituir para vos la prueba de que hemos venido de buena fe. No imaginaréis que yo mismo he venido a veros con otra actitud que no sea la buena fe, ¿no?

—Ah, mi señor cardenal —le digo—. No dudo de vos.

—Pues entonces confiad en mí si os doy mi palabra, mi palabra de honor, de que vuestro hijo estará a salvo conmigo —contesta—. Vos desconfiáis del duque Ricardo y él sospecha de vos, lo cual me aflige grandemente; pero ambos tendréis vuestros motivos. Sin embargo, os juro que ni el duque ni ninguna otra persona les causará el menor daño a vuestros hijos, que juntos estarán sanos y salvos y que Eduardo será coronado rey.

Yo dejo escapar un suspiro como si me sintiera abrumada por ese razonamiento.

—¿Y si rehúso?

Él se acerca a mí y me responde bajando la voz:

—Me temo que el duque violará el derecho de acogeros a sagrado y os sacará de aquí a vos y a vuestra familia —me dice en tono muy quedo—, y todos los lores opinan que haría bien en obrar de ese modo. Nadie defiende vuestro derecho a estar aquí excelencia. Aquí dentro estáis protegida tan sólo por una cáscara, no por un castillo. Permitid que el príncipe Ricardo salga, y os permitirán a vos continuar aquí si ése es vuestro deseo. Pero, si lo retenéis en este lugar, seréis todos expulsados, igual que sanguijuelas de una botella de vidrio. O también puede ser que rompan la botella en mil pedazos.

Isabel, que hasta ahora ha estado mirando hacia a la ventana, se inclina hacia mí y me susurra:

—Señora madre, en el río hay cientos de barcazas del duque Ricardo. Estamos rodeadas.

Durante un momento no veo el gesto de preocupación del cardenal. No veo la expresión de dureza de Thomas Howard. No veo a la media docena de hombres que han venido con él. Veo a mi esposo irrumpiendo en el templo de Tewkesbury con la espada desenvainada y sé que a partir de aquel instante aquel refugio dejó de ser seguro. Aquel día Eduardo destruyó la seguridad de su hijo… sin saberlo. Pero ahora yo lo sé. Y, gracias a Dios, me he preparado para ello.

Me llevo el pañuelo a los ojos.

—Perdonad la debilidad de una mujer —suplico—. No soporto separarme de él. ¿No sería posible evitarme todo esto?

El cardenal me palmea la mano.

—Tiene que venir con nosotros. Lo lamento.

Yo me vuelvo hacia Isabel y le susurro:

—Ve a buscarlo, trae al pequeño.

Isabel sale en silencio, con la cabeza baja.

—Últimamente no se encuentra bien —le digo al cardenal—. Debéis cuidar de que vaya bien abrigado.

—Confiad en mí —me responde.

Isabel regresa con el pequeño paje, que viene vestido con la ropa de mi Ricardo y luciendo alrededor del cuello una bufanda que le oculta la parte inferior del rostro. En el momento de abrazarlo percibo que incluso huele igual que mi hijo. Le deposito un beso en el pelo, que también es rubio. Al estrecharlo entre mis brazos advierto que posee una constitución delicada, pero que aun así mantiene una actitud valiente, como la que corresponde a un príncipe. Isabel lo ha enseñado bien.

—Que Dios te acompañe, hijo mío —le digo—. Volveré a verte dentro de unos días, en la coronación de tu hermano.

—Sí, señora madre —contesta él como un lorito. Su vocecilla es poco más que un susurro, pero resulta audible para todos los presentes.

Lo tomo de la mano y lo acerco hasta el cardenal. Éste tan sólo ha visto a Ricardo en la corte, de lejos, y este niño tiene el rostro oculto por el gorro recamado de joyas que le cubre la cabeza y por la banda de franela que le abriga la garganta y el mentón.

—Aquí tenéis a mi hijo —le digo con la voz temblorosa a causa de la emoción—. Lo deposito en vuestras manos. Ved que los entrego, a él y a su hermano, a vuestra custodia. —A continuación me vuelvo hacia el pequeño y le digo—: Adiós, querido hijo mío, que el Todopoderoso te proteja.

Él eleva su carita hacia mí, envuelta en la bufanda, y durante un instante me embarga una emoción auténtica al besarlo y sentir el calor de su mejilla. Puede que esté poniendo en peligro a este niño para no poner al mío, pero aun así es un niño y sigue existiendo el riesgo. Tengo lágrimas en los ojos cuando pongo su manita en la palma grande y suave del cardenal Bourchier y le digo a éste:

—Guardad bien de mi pequeño, os lo ruego, mi señor. Mantenedlo sano y salvo.

Esperamos a que se lleven al niño y vayan saliendo de la habitación de uno en uno. Una vez que se han ido, en la estancia queda flotando el olor de sus ropajes. Es el olor de las calles, del sudor de caballo, de la comida caliente, de la brisa fresca que sopla sobre la hierba cortada.

Isabel se vuelve hacia mí, muy pálida.

—Habéis enviado al paje porque pensáis que para mi hermano no es seguro acudir a la Torre —observa.

—Así es —contesto yo.

—Entonces debéis de pensar que nuestro Eduardo no se encuentra a salvo en la Torre.

—No lo sé. Sí. Ése es mi temor.

Bruscamente, Isabel da un paso hacia la ventana y durante un momento me recuerda a mi madre, su abuela. Posee la misma determinación, veo que busca con afán la mejor manera de actuar. Por primera vez pienso que Isabel va a ser una mujer a la que habrá que tener en cuenta. Ya ha dejado de ser una niña.

—Opino que deberíais mandar un mensaje a mi tío y solicitar un acuerdo —me dice—. Podríais pactar que nosotros le entregamos el trono si él nombra heredero suyo a Eduardo.

Yo niego con la cabeza.

—Podríais hacerlo —me dice Isabel—. Es el tío de Eduardo, un hombre de honor. Debe de estar deseando encontrar una salida a todo esto tanto como nosotras.

—No pienso renunciar al trono de Eduardo —replico en tono tajante—. Si él duque Ricardo lo quiere para sí, tendrá que apoderarse de él y deshonrarse él mismo.

—¿Y qué sucederá en ese caso? —me pregunta mi hija—. ¿Qué le ocurrirá a Eduardo? ¿Qué les ocurrirá a mis hermanas? ¿Qué me ocurrirá a mí?

—No lo sé —respondo con cautela—. Es posible que tengamos que luchar, que tengamos que discutir. Pero no vamos a renunciar, no vamos a rendirnos.

—¿Y ese niño? —dice indicando la puerta por la que ha salido el paje con la mandíbula sujeta por una banda de franela para que no pueda hablar—. ¿Se lo hemos arrebatado a su padre, lo hemos bañado y vestido, le hemos dicho que guarde silencio, mientras lo mandábamos a la muerte? ¿Es así como peleamos en esta guerra? ¿Sirviéndonos de un niño pequeño a modo de escudo? ¿Enviando a un niño pequeño a la muerte?