Junio de 1483

El mensaje tranquilizador de Hastings no me impide actuar. Estoy resuelta a declararle la guerra a Ricardo. Voy a destruirlo y a liberar a mi hijo y a mi hermano, así como al joven rey. No pienso esperar, obediente como sugiere Hastings, a que Ricardo corone a Eduardo. No me fío de él, como tampoco me fío del Consejo Privado ni de los ciudadanos de Londres, que están aguardando, como oportunistas, a sumarse al bando vencedor. Pienso lanzarme al ataque, y hemos de tomarlo por sorpresa.

—Envía el recado a tu tío Edward —le digo a Thomas, el más pequeño de los Grey—. Dile que haga regresar a la flota y la apreste para luchar; después saldremos de sagrado y provocaremos un alzamiento del pueblo. El duque duerme en el castillo de Baynard con su madre. Edward ha de bombardear dicho castillo mientras nosotros irrumpimos en la Torre y sacamos a nuestro príncipe Eduardo.

—¿Y si Ricardo no pretende otra cosa que coronarlo? —me pregunta Thomas. Está empezando a escribir un mensaje en clave. Nuestro mensajero está aguardando oculto, listo para allegarse hasta la flota, que se encuentra a la espera en las aguas profundas de los Downs.

—En ese caso Ricardo morirá y coronaremos a Eduardo de todas formas —contesto—. Puede que hayamos matado a un amigo leal y a un príncipe de York, pero ya nos ocuparemos más adelante de guardarle luto. Nuestro momento es éste. No podemos esperar a que refuerce el dominio que ejerce sobre Londres. La mitad del país ni siquiera se habrá enterado todavía de que el rey Eduardo ha muerto. Acabemos con el duque Ricardo antes de que su gobierno se prolongue más.

—Me gustaría reclutar a varios de los lores —dice Thomas.

—Haz lo que puedas —respondo con indiferencia—. Sé por lady Margarita Stanley que su esposo está de nuestra parte, aunque parezca ser amigo de Ricardo. Puedes preguntarle a él. Pero los que no se alzaron para defendernos cuando Ricardo entró en Londres pueden morir con él, por lo que a mí respecta. Me han traicionado a mí y han traicionado la memoria de mi esposo. Los que sobrevivan a esta batalla serán juzgados por traición y decapitados.

Thomas levanta la vista y me mira.

—Entonces pensáis declarar una guerra de nuevo —me dice—. Los Rivers y nuestros hombres de confianza, nuestros primos y parientes, contra los lores de Inglaterra acaudillados por el duque Ricardo, vuestro cuñado. Ahora se trata de una guerra de York contra York. Será una lucha encarnizada y muy difícil de extinguir una vez que haya empezado. Y también difícil de ganar.

—Es necesario comenzar —respondo yo con gesto serio—. Y tengo que ganarla yo.

La ramera Elizabeth Shore no es la única persona que viene a traerme noticias en secreto. Mi hermana Katherine, esposa del orgulloso duque de Buckingham, mi antiguo pupilo, viene a hacerme una visita de familia y me trae vino bueno y frambuesas tempranas de Kent.

—Excelencia, hermana mía —me saluda al tiempo que hace una profunda reverencia.

—Hermana duquesa —contesto con frialdad. La desposamos con el duque de Buckingham cuando éste era un huérfano de sólo nueve años de edad. Conseguimos para ella varios miles de acres de tierra y el título más importante del reino, por detrás del de príncipe. Demostramos a Buckingham que, aunque él se sentía más ufano que un polluelo de pavo real con su elevada dignidad, que era mucho más excelsa que la nuestra, aun así nosotros teníamos poder para elegirle esposa; me resultó divertido tomar su antiguo título y entregárselo a mi hermana. Katherine tuvo la suerte de convertirse en duquesa gracias a mí, mientras yo era la reina. Y ahora, tras las muchas vueltas que da la rueda de la fortuna, se ve casada no con un niño resentido, sino con un hombre de casi treinta años que actualmente es el mejor amigo del lord protector de Inglaterra. Y yo soy una reina viuda que vive escondida y cuyo enemigo se encuentra en el poder.

Enlaza su brazo con el mío, como hacíamos cuando éramos jovencitas y vivíamos en Grafton, y vamos hasta la ventana para contemplar la lentitud con que baja el río.

—Se está rumoreando que os casasteis empleando la brujería —me dice sin apenas mover los labios—, y buscan a alguien que jure que Eduardo estaba casado con otra mujer cuando se desposó con vos.

Miro a mi hermana con la misma expresión ceñuda que ella muestra.

—Es un antiguo escándalo. No me preocupa.

—Por favor, escuchad. Puede que no me sea posible volver aquí. Mi esposo crece cada día en importancia y en poder. Creo que tiene la intención de enviarme a vivir al campo y no puedo desobedecerlo. Escuchadme. Tienen a Robert Stillington, el obispo de Bath y de Wells…

—Pero si es de los nuestros —la interrumpo olvidando que ya no somos nadie.

—Era de los vuestros. Pero ya no. Fue el canciller de Eduardo, pero ahora es gran amigo del duque. Le ha asegurado, de igual modo que se lo aseguró a Jorge, duque de Clarence, que Eduardo contrajo nupcias con la dama Eleanor Butler antes de casarse con vos y que tuvo un hijo legítimo.

Vuelvo otra vez el rostro. Éste es el precio que hay que pagar por tener un esposo incontinente.

—A decir verdad, me parece que Eduardo le prometió casarse con ella —susurro—. Puede que incluso llegara a celebrar una ceremonia. Eso es lo que siempre ha pensado Anthony.

—Pero eso no es todo.

—¿Hay más?

—Se comenta que el rey Eduardo ni siquiera era hijo de su padre, que era un bastardo que le endosaron.

—¿Otra vez ese viejo escándalo?

—Otra vez.

—¿Y quién está dando pábulo a esos antiguos rumores?

—El duque Ricardo y mi esposo, que hablan por todas partes. Pero, peor todavía: me parece que Cecilia, la madre del rey, está dispuesta a confesar en público que vuestro esposo era un bastardo. Creo que piensa hacerlo para sentar en el trono a su hijo Ricardo… y apartar al vuestro. El duque y mi esposo van por todas partes afirmando que vuestro marido era ilegítimo y que su hijo también. Eso convierte al duque en el siguiente heredero auténtico.

Afirmo con la cabeza. Pues claro. Pues claro. A continuación seremos expulsados al destierro y el duque Ricardo pasará a ser el rey Ricardo y el paliducho de su hijo ocupará el puesto de mi atractivo principito.

—Y lo peor de todo —me susurra mi hermana— es que el duque sospecha que vos estáis reuniendo un ejército propio. Ha advertido al Consejo de que os proponéis destruirlo a él y a todos los demás lores de Inglaterra. De modo que ha mandado venir de York a hombres que le son leales. Va a hacer caer sobre nosotros un ejército de hombres procedentes del norte.

Yo misma noto que aprieto con más fuerza el brazo de mi hermana.

—Estoy reuniendo a mis partidarios —confirmo—. Tengo planes propios. ¿Cuándo llegan los hombres del norte?

—Ricardo acaba de mandar a buscarlos —contesta Katherine—. Aún tardarán varios días en llegar. Puede que una semana, acaso más. ¿Estáis ya lista para el alzamiento?

—No —jadeo—. Todavía no.

—No sé qué vais a poder hacer desde aquí. ¿No haríais mejor en salir y presentaros vos misma ante el Consejo? ¿O no sería mejor que alguno de los lores del Consejo Privado viniera aquí a veros? ¿Tenéis un plan?

Afirmo con la cabeza.

—Puedes estar segura de que tenemos planes. Pienso liberar a Eduardo y también llevar a mi hijo Ricardo a un lugar seguro de inmediato. Para rescatar al rey voy a sobornar a los guardias de la Torre. Está vigilado por hombres buenos, puedo confiar en que volverán la vista hacia otro lado. Mi hijo Thomas Grey va a escapar de aquí. Recurrirá al gobernador Hutton para rescatar a su hermano Richard Grey y a su tío Anthony y, acto seguido, se armarán y volverán aquí para liberarnos a todos. Levantarán en armas a los nuestros. Venceremos nosotros.

—¿Pensáis sacar primero a los varones?

—Eduardo planeó hace años la manera de escapar, antes de que hubieran nacido siquiera. Yo le juré que velaría por su seguridad, pasara lo que pasara. Recuerda que subimos al trono batallando de esta manera; él nunca creyó que estuviéramos a salvo. Estábamos preparados para el peligro en todo momento. Aunque Ricardo no les haya hecho ningún daño, no puedo permitir que los tenga prisioneros y que le diga al mundo que son bastardos. Nuestro hermano sir Edward hará venir la flota para atacar al duque Ricardo, y uno de sus barcos se llevará a los chicos con Margarita de Flandes; allí estarán seguros.

Katherine me agarra del codo, con el semblante muy pálido.

—Querida… ¡oh, Isabel! ¡Por Dios santo! ¿Es que no lo sabéis?

—¿Qué? ¿Qué sucede ahora?

—Hemos perdido a nuestro hermano Edward. Su flota se amotinó contra él en favor del lord protector.

Durante un instante me quedo paralizada a causa del estupor.

—¿Edward? —Me giro hacia ella y la agarro de las manos—. ¿Está muerto? ¿Han matado a nuestro hermano Edward?

Katherine sacude la cabeza negativamente.

—No lo sé con seguridad. No creo que nadie lo sepa. Desde luego, no han proclamado su muerte. No lo han ejecutado.

—¿Quién volvió a sus hombres contra él?

—Thomas Howard. —Acaba de nombrar al noble en ascenso que se ha sumado a la causa de Ricardo con la esperanza de obtener provecho y posición—. Se encontraba entre la flota. Ya dudaban de hacerse a la mar. Se volvieron contra la autoridad de Rivers. Muchos plebeyos odian a nuestra familia.

—Perdido —repito. Me cuesta trabajo asimilar la enormidad de nuestra derrota—. Hemos perdido a Edward y también la flota, así como el tesoro que transportaba —susurro—. Contaba con que él nos rescatase. Iba a venir río arriba y a llevarnos a un lugar seguro. Y el tesoro nos habría servido para comprar un ejército en Flandes y pagar a quienes nos apoyasen aquí. Además, la flota iba a bombardear Londres y tomarla desde el río.

Mi hermana titubea y seguidamente, como si mi desesperación la hubiera incitado a tomar una decisión, introduce una mano en el interior de su capa, extrae un trozo de tejido arrancado de la esquina de una tela y me lo entrega.

—¿Qué es esto?

—Un trozo de tela que corté de la servilleta que usó el duque Ricardo cuando estaba cenando con mi esposo —me dice—. La sostuvo en la mano derecha y se limpió la boca con ella. —Luego baja la voz y la mirada. Siempre ha tenido miedo de los poderes de nuestra madre, nunca quiso aprender ninguna de nuestras habilidades—. Se me ha ocurrido que os vendría bien —me dice—, que a lo mejor podríais utilizarla para algo. —Duda un instante—. Tenéis que detener al duque de Gloucester. Su poder es mayor cada día que pasa. He pensado que podríais hacerlo enfermar.

—¿Has cortado esto de la servilleta del duque? —pregunto con incredulidad. Katherine siempre ha odiado cualquier clase de conjuro; nunca ha querido siquiera que las gitanas de la feria le digan la buenaventura.

—Es por Anthony —me susurra con vehemencia—. Tengo mucho miedo por nuestro hermano. Vos pondréis a salvo a los chicos, lo sé. Lograréis escapar con ellos. Pero el duque tiene a Anthony en su poder y tanto él como mi esposo lo odian a muerte. Lo envidian por su sabiduría y su valentía, y porque además todos lo aman; le tienen miedo. Y yo lo amo profundamente. Tenéis que detener al duque, Isabel. Tenéis que salvar a Anthony.

Me guardo el trozo de tela en la manga para que nadie lo vea, ni siquiera los niños.

—Déjalo de mi cuenta —le digo—. No pienses en ello. Tienes una expresión demasiado sincera, Katherine. Si no te lo quitas de la cabeza, todos sabrán que me traigo algo entre manos.

Ella deja escapar una risita nerviosa.

—Nunca he sabido mentir.

—Olvídate completamente de ello.

Regresamos a la puerta principal.

—Ve con Dios —le digo—. Y reza por nuestros muchachos y por mí.

Al instante la sonrisa desaparece de su rostro.

—Los Rivers vivimos tiempos difíciles —me dice—. Rezaré porque vuestros hijos estén a salvo, hermana, y por vos también.

—Lamentará haber empezado esto —predigo. De repente me interrumpo porque, como si estuviera teniendo una premonición, veo a Ricardo con la cara de un joven, como un niño perdido, tambaleándose en medio de un campo de batalla, blandiendo sin fuerza su enorme espada con una mano debilitada. Mira en derredor buscando algún amigo, pero no encuentra ninguno. Mira en derredor buscando su caballo, pero su montura se ha ido. Está intentando hacer acopio de fuerzas, pero ya no le quedan. La expresión de asombro que refleja su semblante serviría para inspirar lástima a cualquiera.

Pero pasa el momento y Katherine me toca la cara.

—¿Qué ocurre? ¿Qué veis?

—Veo que lamentará haber empezado esto —respondo con voz queda—. Será su fin y el fin de los suyos.

—¿Y nosotros? —me pregunta observando mi expresión como si quisiera ver lo que he visto yo—. ¿Y Anthony? ¿Y todos nosotros?

—Y el fin de todos nosotros también, me temo.

Esa noche, cuando ya son las doce y todo está oscuro como boca de lobo, me levanto de la cama y cojo el trozo de tela que Katherine me ha dado. Advierto el rastro de comida que el duque ha dejado al limpiarse los labios y me lo acerco a la nariz para olfatearlo. Es carne, me parece, aunque Ricardo es frugal en el comer y no bebe alcohol. Retuerzo la tela hasta formar un cordón y me la ato al brazo derecho apretando con fuerza, hasta que me produce dolor. Después me acuesto de nuevo. A la mañana siguiente tengo la piel del brazo azulada por el moratón y siento un hormigueo en los dedos, como si tuviera clavados un sinfín de alfileres y agujas. Noto el brazo dolorido y, al desatar el cordón, dejo escapar un gemido. Noto la debilidad de los músculos al lanzar el cordón al fuego.

—Vuélvete débil —digo hablando a las llamas—. Pierde las fuerzas. Que tu brazo derecho se afloje, que tu brazo armado se debilite, que tu mano deje de asir. Aspira una bocanada de aire y siente cómo se queda atrapada en tu pecho. Toma otra y siente que te ahogas. Tórnate enfermo y cansado. Arde igual que esa tela.

El cordón se incendia en la chimenea y contemplo cómo va consumiéndose hasta desaparecer.

En las primeras horas de la mañana viene a verme mi hermano Lionel.

—He recibido una carta del Consejo. Nos ruega que salgamos de sagrado y que enviemos a vuestro hijo el príncipe Ricardo a las dependencias reales de la Torre para que esté con su hermano.

Yo me vuelvo hacia la ventana y observo el río, como si éste pudiera aportarme algún consejo.

—No sé —respondo—. No. No quiero que los dos príncipes estén en manos de su tío.

—No hay duda de que la coronación va a tener lugar —dice Lionel—. Todos los lores están en Londres, se están confeccionando los ropajes, la abadía ya está preparada. Deberíamos salir ahora y tomar el lugar que nos corresponde por derecho. Estando aquí escondidos damos la impresión de ser culpables de algo.

Me mordisqueo el labio.

—El duque Ricardo es uno de los hijos de York —señalo—. Vio los tres soles ardiendo en el cielo cuando los tres se dirigían juntos hacia la victoria. No se puede pensar que vaya a dejar pasar la oportunidad de gobernar Inglaterra. No se puede pensar que vaya a entregar todo el poder del reino a un niño.

—Lo que yo pienso es que dirigirá el país por medio de vuestro hijo si vos no estáis presente para impedirlo —me dice Lionel sin rodeos—. Lo sentará en el trono y lo convertirá en una marioneta. Será otro Warwick, otro hacedor de reyes. No desea el trono para sí, lo que quiere es ser regente y lord protector. Se nombrará regente a sí mismo y gobernará a través de vuestro hijo.

—Eduardo será rey a partir del momento en que sea coronado —replico—. ¡Entonces veremos a quién hace caso!

—Ricardo puede negarse a entregar el poder hasta que Eduardo cumpla los veintiún años —razona mi hermano—. Puede dirigir el reino en calidad de regente durante ocho años. Tenemos que estar presentes, con representación en el Consejo Privado, protegiendo nuestros intereses.

—Si pudiera tener la seguridad de que mi hijo está a salvo…

—Si Ricardo pretendiera matarlo, ya lo habría hecho en Stony Stratford, cuando apresaron a Anthony y donde no había nadie que lo protegiera ni testigo alguno salvo Buckingham —dice Lionel tajante—. Pero no lo mató. En vez de eso, se arrodilló, le juró lealtad y lo trajo a Londres rodeado de honores. Somos nosotros los que hemos generado desconfianza. Lo siento, hermana, pero habéis sido vos. Nunca en toda mi vida he discutido con vos, ya lo sabéis; pero en esta ocasión estáis equivocada.

—Oh, para ti es muy fácil decir eso —contesto irritada—. Yo tengo siete hijos que proteger y un reino que gobernar.

—Pues gobernadlo —dice Lionel—. Instalaos en las dependencias reales de la Torre y asistid a la coronación del príncipe Eduardo. Sentaos en el trono e impartid órdenes al duque, que no es nada más que vuestro cuñado y el guardián de vuestro hijo.

Estoy reflexionando sobre todo esto. Tal vez Lionel tenga razón y yo debiera participar de lleno en los preparativos de la coronación ganando hombres para la causa del nuevo rey, prometiéndoles favores y honores en esta corte. Si salgo ahora con mis hijos, todos tan guapos, y formo de nuevo una corte, podré gobernar Inglaterra por medio de Eduardo. Debería reclamar mi puesto, no permanecer escondida y temerosa. Y entonces pienso: puedo hacerlo perfectamente. No necesito ir a la guerra para obtener mi trono. Puedo hacerlo en calidad de reina regente, de reina amada. Tengo al pueblo al alcance de mi mano, soy capaz de ganármelo. Tal vez debería salir de sagrado, mostrarme a la luz del sol y ocupar el lugar que me corresponde.

De pronto se oyen unos leves golpes en la puerta y una voz de hombre que dice:

—Confesor para la reina viuda.

Abro el ventanillo. Fuera hay un sacerdote de la orden de los dominicos con la capucha echada sobre la cabeza para ocultar el rostro.

—Me han ordenado que venga a oíros en confesión —anuncia.

—Entrad, padre —respondo; acto seguido le abro la puerta. Él pasa al interior en silencio, sin que sus sandalias provoquen el menor ruido contra las losas del suelo. Hace una reverencia y espera a que la puerta se cierre tras él.

—Vengo por orden del obispo Morton —dice en voz baja—. Si alguien os pregunta, he venido a ofreceros la posibilidad de confesaros y vos me habéis hablado de un pecado de tristeza y aflicción extrema. Yo os he aconsejado que no perdáis la esperanza. ¿Estáis de acuerdo?

—Sí, padre —contesto yo.

Me entrega una hoja de papel.

—Aguardaré diez minutos y después me macharé —me dice—. No me está permitido recibir ninguna respuesta.

Va hasta el taburete que hay colocado junto a la ventana y se sienta a esperar a que transcurra el tiempo. Yo llevo la nota hacia la luz de la ventana y la leo mientras, al mismo tiempo, oigo el gorgoteo del río. Está sellada con el emblema de los Beaufort. La envía Margarita Stanley, mi antigua dama de compañía. Pese a haber nacido y haberse criado en el seno de los Lancaster, y pese a ser la madre del heredero de dicha familia, ella y su esposo, Thomas Stanley, nos han sido leales durante estos once últimos años. Puede que todavía me sea fiel. Puede que incluso se ponga de mi parte frente al duque Ricardo. Le conviene permanecer a mi lado. Contaba con que Eduardo le perdonase a su hijo el ser sangre de los Lancaster y le diera permiso para volver de la Bretaña, donde está exiliado. Me habló a mí del amor de madre que la unía a su vástago y me aseguró que daría cualquier cosa por tenerlo de nuevo en casa. Yo le prometí que así sería. No tiene motivos para amar al duque Ricardo. Bien podría pensar que tendrá más posibilidades de recuperar a su hijo si conserva la amistad conmigo y apoya mi retorno al poder.

Pero lo que escribe no habla de conspiración, y tampoco son palabras de apoyo. Ha escrito tan sólo unas cuantas líneas:

Ana Neville no va a acudir a Londres para la coronación. No ha solicitado caballos ni guardias para el viaje. No le han hecho ropas especiales para la ceremonia. He pensado que os gustaría saberlo.

M. S.

Sostengo la carta en la mano. Ana es una joven enfermiza y tiene un hijo débil. Es posible que prefiera quedarse en casa. Pero Margarita, lady Stanley, seguro que no se ha tomado tantas molestias ni corrido peligros sólo para decirme esto. Lo que quiere que yo sepa es que Ana Neville no se está apresurando para acudir a Londres con motivo de la solemne coronación porque no tiene ninguna necesidad de darse prisa. Si no va a venir, será porque así se lo ha ordenado su esposo, Ricardo. Él sabe que no va a haber ningún acto al que asistir. Si Ricardo no ha ordenado a su esposa que viaje a Londres a tiempo para la coronación, que es el acontecimiento más importante del nuevo reinado, debe de ser porque sabe que no va a producirse tal evento.

Me quedo contemplando el río largo rato, pensando en lo que esto supone para mí y para mis dos preciados hijos varones. Después me arrodillo ante el dominico.

—Bendecidme, padre —le suplico. Y al instante siento que posa suavemente la mano sobre mi cabeza.

La criada que sale todos los días a comprar el pan y la carne vuelve con la cara muy pálida y se dirige a mi hija Isabel. A continuación, ésta se acerca a mí.

—Señora madre, señora madre, ¿puedo hablar con vos?

Yo estoy mirando por la ventana, observando el río con gesto pensativo, como si de esas aguas que bajan con lentitud estival esperase ver surgir a Melusina para aconsejarme.

—Naturalmente, tesoro. ¿De qué se trata?

Hay algo en su actitud urgente que me pone en estado de alerta.

—No entiendo lo que está pasando, madre, pero Jemma, que acaba de regresar del mercado, dice que corre por ahí el rumor de que en el Consejo Privado ha tenido lugar una pelea, un apresamiento. ¡Una pelea en la sala del Consejo! Y que sir William… —Se queda sin aliento.

—¿Sir William Hastings? —Nombro al amigo más querido de Eduardo, el que juró defender a mi hijo, mi nuevo aliado.

—Sí, él. Madre, en el mercado están diciendo que lo han decapitado.

De pronto siento que la habitación me da vueltas y tengo que agarrarme del alféizar de la ventana.

—No puede ser… Debe de haber oído mal.

—Jemma dice que el duque Ricardo descubrió una conspiración que había contra él y apresó a dos nobles y decapitó a sir William.

—Debe de estar equivocada. Sir William es uno de los hombres más importantes de Inglaterra. No se lo puede decapitar sin antes juzgarlo.

—Es lo que dice ella —susurra Isabel—. Dice que se lo llevaron y le cortaron la cabeza en la explanada de la Torre, sobre un tronco de madera, sin previo aviso, sin juicio, sin acusación.

Se me doblan las rodillas y habría caído al suelo si mi hija no llega a sujetarme. De repente lo veo todo negro; al momento siguiente vuelvo a ver a Isabel, con el tocado torcido hacia un lado y el cabello cayéndole suelto. Mi hermosa hija me mira fijamente y me dice en susurros:

—Señora madre, habladme. ¿Os encontráis bien?

—Estoy bien —le contesto. Tengo la garganta seca y descubro que estoy tendida en el suelo, sujeta por el brazo de mi hija—. Estoy bien, tesoro. Pero es que me ha parecido que decías… me ha parecido oírte decir… que sir William Hastings ha sido decapitado. ¿Es verdad?

—Eso es lo que ha dicho Jemma, madre. Pero no pensaba que sintierais ningún aprecio por él.

Me incorporo con un leve dolor de cabeza.

—Pequeña, aquí ya no se trata de sentir aprecio. Ese lord es el mayor defensor de tu hermano, el único que se ha puesto de mi parte. No me aprecia, pero sería capaz de dar la vida por sentar a tu hermano en el trono y cumplir la promesa que le hizo a tu padre. Si ha muerto, hemos perdido el aliado más importante que teníamos.

Isabel sacude la cabeza en un gesto de desconcierto y negación.

—¿Es posible que haya hecho algo muy grave, algo que haya ofendido al lord protector?

De repente se oye un leve golpe en la puerta y todos nos quedamos paralizados. A continuación se oye una voz que dice en francés:

C’est moi.

—Es una mujer, abre la puerta —ordeno.

Durante un momento he tenido la certidumbre de que era el verdugo de Ricardo que venía a buscarnos con el filo del hacha todavía manchado con la sangre de Hastings. Isabel corre a abrir la portezuela pequeña de la enorme puerta de madera, y por ella entra la ramera Elizabeth Shore, cubierta con una capucha para ocultar el color claro de su cabello y envuelta en una capa bajo la que lleva un vestido de ricos brocados. Me hace una reverencia profunda, dado que todavía estoy sentada en el suelo.

—Veo que ya estáis enterada —dice brevemente.

—¿Hastings no ha muerto?

Tiene los ojos arrasados de lágrimas, pero contesta de forma sucinta.

—Sí, ha muerto. Ése es el motivo de mi visita. Fue acusado de traición contra el duque Ricardo.

Mi hija Isabel cae de rodillas a mi lado y toma mis manos heladas en las suyas.

—El duque Ricardo acusó a sir William de haber conspirado para asesinarlo. Afirmó que sir William se había servido de una bruja para actuar contra él. Dijo que le faltaba la respiración, que había caído enfermo y que estaba perdiendo las fuerzas. Aseguró que había perdido la fuerza en el brazo de empuñar la espada; se lo descubrió en la cámara del Consejo y se lo mostró a sir William desde la muñeca hasta el hombro para que a éste no le cupiera ninguna duda de que estaba marchitándose. Dice que sus enemigos han lanzado un maleficio contra él.

Mi mirada permanece fija en el rostro de Elizabeth; ni siquiera la desvío hacia la chimenea donde se quemó el trozo de tela arrancado de la servilleta que usó el duque después de que yo me lo hubiera atado alrededor del antebrazo y lo hubiera maldecido para que le robase al duque el aliento y las fuerzas, para que le debilitase el brazo con que maneja la espada y éste terminara siendo como el de un jorobado.

—¿Ha pronunciado el nombre de esa bruja?

—Dice que habéis sido vos. —Noto que mi hija Isabel da un respingo. Seguidamente, Elizabeth agrega—: Y también yo.

—¿Las dos actuando juntas en connivencia?

—Sí —responde ella con sencillez—. Por eso he venido a advertiros. Si el duque consigue demostrar que sois bruja, ¿podría vulnerar el derecho de acogeros a sagrado y sacaros de aquí a vuestros hijos y a vos?

Afirmo con la cabeza. Sí que podría.

Y, en cualquier caso, me viene a la memoria la batalla de Tewkesbury, en la que mi esposo vulneró ese derecho sin motivo ni explicación alguna y sacó a rastras a los heridos de la abadía y los masacró en el camposanto; a continuación entró en la abadía y mató a otros cuantos más en los escalones del altar. Tuvieron que limpiar la sangre del suelo del coro y del presbiterio; tuvieron que santificar de nuevo todo el recinto, porque había quedado corrompido por la muerte.

—Sí que podría —contesto—. Cosas peores se han hecho.

—Tengo que irme —dice ella con temor—. Es posible que me estén vigilando. William habría querido que hiciera lo que estuviera en mi mano para velar por la seguridad de vuestros hijos, pero ya no puedo hacer más. He de deciros que lord Stanley hizo todo lo posible por salvar a William. Lo advirtió de que el duque actuaría contra él. Vio en sueños que iban a ser devorados por un oso de colmillos ensangrentados. Advirtió a William. Pero William no creyó que todo fuera a suceder tan rápido… —A estas alturas las lágrimas ya le resbalan por las mejillas y habla con la voz entrecortada—. Es muy injusto —susurra—. Actuar así contra un hombre tan bueno, ¡ordenar a los soldados que lo sacaran del Consejo por la fuerza! ¡Cortarle la cabeza sin que hubiera siquiera un sacerdote presente! ¡Sin darle tiempo para rezar!

—Era un hombre bueno —concedo.

—Ahora ya no está y vos habéis perdido un protector. Corréis grave peligro —afirma—. Lo mismo que yo. —Vuelve a echarse la capucha por la cabeza y se encamina hacia la puerta—. Os deseo mucha suerte. Y también a los hijos de Eduardo. Si en algo puedo serviros, os serviré. Pero entretanto no deben ver que vengo a hablar con vos. No me atrevo a volver más.

—Esperad —le digo—. ¿Habéis dicho que lord Stanley sigue siendo leal al joven rey Eduardo?

—Stanley, el obispo Morton y el arzobispo Rotherham están en prisión por orden del duque. Pesa sobre ellos la sospecha de que han trabajado para vos y para los vuestros. Ricardo cree que han estado conspirando contra él. Los únicos hombres del Consejo que quedan libres son los que están dispuestos a hacer lo que ordene el duque.

—¿Es que se ha vuelto loco? —pregunto con incredulidad—. ¿Ricardo ha perdido el juicio?

Elizabeth niega con la cabeza.

—En mi opinión, ha decidido reclamar el trono —dice sin más—. ¿Recordáis que el rey decía que Ricardo siempre cumplía lo que prometía? ¿Que si Ricardo juraba hacer algo lo hacía costara lo que costase?

No me gusta que esta mujer me cite frases de mi esposo, pero estoy de acuerdo con ella.

—Yo creo que Ricardo ha tomado una decisión, creo que se ha hecho una promesa a sí mismo. Ha resuelto que lo mejor para él, y también para Inglaterra, es que el nuevo soberano sea un hombre fuerte y no un niño de doce años. Y ahora que lo ha decidido, hará lo que sea necesario con tal de sentarse en el trono. Cueste lo que cueste.

Abre ligeramente la puerta y se asoma al exterior. Acto seguido coge el cesto para dar la impresión de que ha venido a traernos víveres. Antes de salir vuelve a dirigirse a mí:

—El rey siempre decía que Ricardo, una vez que había concebido un plan, no se detenía ante nada. Si ahora no se detiene ante nada, vos no estaréis segura. Espero que podáis poneros a salvo, excelencia, vos y los niños… vos y los hijos de Eduardo. —Finalmente se inclina en una pequeña reverencia y susurra—: Dios os bendiga por él.

Y se va dejando que la puerta se cierre con suavidad.

No dudo ni un instante. Es como si el golpe sordo que produjo el hacha al cortar el cuello de Hastings fuera el toque de trompeta que da inicio a una carrera. Pero se trata de una carrera cuyo fin es poner a mi hijo a salvo de la amenaza que representa su tío, que ya se ha lanzado por el camino del asesinato. Mi pensamiento ya no alberga la menor duda de que el duque Ricardo matará a mis dos hijos varones para despejar el camino que conduce al trono. Y tampoco apostaría por la supervivencia del hijo de Jorge, dondequiera que se encuentre. Vi a Ricardo entrar en la habitación del rey Enrique, que estaba dormido, con la intención de darle muerte a un hombre indefenso cuyo derecho al trono valía tanto como el de Eduardo. Ya no me cabe la menor duda de que el duque empleará la misma lógica que empleó aquella noche junto a sus dos hermanos. Un rey sagrado y ordenado se interponía entre el trono y ellos… y lo mataron. Ahora es mi hijo el que se interpone entre el trono y Ricardo. Lo matará si puede, y es probable que yo no sea capaz de impedirlo. Pero juro que no le pondrá una mano encima a mi hijo pequeño, a Ricardo.

Lo he preparado para este momento, pero cuando le digo que va a tener que marcharse de inmediato, esta misma noche, se sorprende de que la hora haya llegado tan pronto. Su semblante ha palidecido bruscamente, pero su valentía infantil lo incita a mantener la cabeza bien alta y a morderse el labio para no llorar. Sólo tiene nueve años, pero ha sido criado para ser un príncipe de la casa de York. Ha sido educado para demostrar valor. Lo beso en la cabeza, sobre su cabellera rubia, y le digo que sea bueno y que no olvide lo que le hemos dicho que haga. Cuando empieza a oscurecer, ambos vamos hasta el otro extremo de la cripta y bajamos la escalera para descender todavía más, hasta la catacumba que hay debajo del edificio. Hemos de cruzarla pasando por delante de los ataúdes de piedra y atravesando las estancias abovedadas de las cámaras de enterramiento. Sostengo un farol en una mano y agarro a mi pequeño con la otra. La luz no parpadea. Ricardo no tiembla, ni siquiera cuando dejamos a nuestro costado las tumbas sumidas en la penumbra. Camina a mi lado con paso vivo y la cabeza erguida.

El pasadizo conduce a una verja de hierro oculta tras la cual hay un embarcadero de piedra que llega hasta el río. Allí aguarda un bote de remos que se mece en silencio. Es una pequeña chalana, de las que se alquilan para navegar por el río, una entre centenares. Abrigaba la esperanza de hacer escapar a mi hijo a bordo del navío de guerra que mandaba mi hermano Edward, junto con hombres armados que jurasen protegerlo; a saber dónde estará Edward esta noche. Y además la flota se ha vuelto contra nosotros y se ha puesto a las órdenes de Ricardo, el duque. Yo no tengo naves bajo mi mando, así que tendremos que arreglarnos con este bote. Mi hijo se ve obligado a partir sin protección alguna, acompañado tan sólo por dos sirvientes leales y la bendición de su madre. En Greenwich lo está esperando uno de los amigos de Eduardo, sir Edward Brampton, que sentía un gran afecto por él. O eso espero. No puedo saberlo. Ya no puedo estar segura de nada.

Los dos hombres aguardan en silencio en el bote, sujetándolo a contracorriente con una soga que han pasado por el aro que hay en los escalones de piedra. Empujo a mi hijo hacia ellos, lo subo a bordo y lo siento en la popa. No hay tiempo para despedidas y, de todos modos, no hay nada que yo pueda decir, salvo entonar una plegaria para que no le ocurra nada, una oración que se me queda trabada en la garganta como si me hubiera tragado una daga. La embarcación se despega del muelle y yo levanto la mano para decir adiós a mi hijo; veo su carita blanca cubierta por ese sombrero tan grande, mirándome.

Al regresar cierro la verja de hierro con llave y vuelvo a subir la escalera de piedra; atravieso en silencio las silenciosas catacumbas y vuelvo a mirar por mi ventana. Veo la chalana alejarse en dirección al tránsito del río, los dos hombres a los remos y mi hijo en la popa. No hay razón para que nadie los detenga; hay decenas de embarcaciones como la suya, cientos de botes que cruzan el río en todas direcciones, cada uno a lo suyo; dos hombres adultos y un muchacho cumpliendo recados. Abro la ventana, pero no voy a llamar a mi hijo. No pienso llamarlo para que vuelva. Tan sólo quiero que pueda verme si levanta la vista. Quiero que sepa que no lo he dejado marchar a la ligera, que he buscado su figura hasta el último momento. Quiero que me vea buscarlo en medio de la oscuridad y que sepa que seguiré buscándolo durante el resto de mi vida, que lo buscaré hasta la hora de mi muerte, que lo buscaré aun después de muerta, y que el río susurrará su nombre.

Pero él no levanta la vista. Hace lo que le han dicho que debe hacer. Es un niño bueno, valiente. Recuerda que tiene que mantener la cabeza baja y el sombrero bien calado sobre la frente para no dejar que se vea el color rubio de su cabello. Debe acordarse de atender por el nombre de Peter y no esperar que nadie lo sirva doblando una rodilla. Ha de olvidar los desfiles y las procesiones de la realeza, los leones de la Torre y el bufón que se pone boca abajo para hacerlo reír. Ha de olvidar las muchedumbres que vitoreaban su nombre y también a sus bonitas hermanas, que jugaban con él y le enseñaban francés y latín y hasta un poquito de alemán. Ha de olvidarse del adorado hermano que nació para ser rey. Tiene que ser como un pájaro, una golondrina, que en invierno se introduce por debajo de las aguas de los ríos y se queda congelada, inmóvil, en silencio, y no vuelve a volar hasta que llega la primavera para destrabar las aguas y permitirles que fluyan de nuevo. Ha de ser como una pequeña golondrina y meterse en el río, ponerse bajo la custodia de Melusina, su antepasada. Debe confiar en que el río lo ocultará y lo mantendrá a salvo, porque a mí ya no me es posible.

Contemplo el bote desde mi ventana y al principio distingo a mi hijo en la popa, meciéndose al ritmo del agua que lo impulsa con la cadencia de cada golpe de remo. Luego, cuando lo atrapa la corriente, comienza a moverse más de prisa y termina confundiéndose con otras embarcaciones: barcazas, botes de pesca, naves de transporte, barcas de pasajeros, chalanas, incluso un par de enormes balsas de troncos, y dejo de ver a mi hijo. Se ha ido río abajo y he de confiárselo a Melusina y al agua. Me he quedado sin él, privada de mi último vástago varón, varada en la orilla del río.

Mi hijo adulto, Thomas Grey, se marcha esa misma noche. Sale por la puerta vestido como un mozo de cuadra y se pierde por las callejuelas de Londres. Necesitamos tener a alguien en el exterior que reciba noticias y agrupe nuestras fuerzas. Hay centenares de hombres fíeles a nosotros y millares que lucharían contra el duque. Pero es preciso concentrarlos y organizados, y eso tiene que hacerlo Thomas. No queda nadie más que pueda ocuparse de ello. Ya tiene veintisiete años. Sé que lo envío al peligro, acaso a la muerte.

—Buena suerte —le digo. Él se arrodilla ante mí y yo le poso la mano en la cabeza para darle mi bendición—. ¿Adónde piensas dirigirte?

—Al lugar más seguro de todo Londres —contesta él con una sonrisa irónica—. Un lugar en el que adoraban a vuestro esposo y en el que jamás perdonarán al duque Ricardo por haberlo traicionado. Al único negocio honrado que existe en Londres.

—¿A qué lugar te refieres?

—Al prostíbulo —contesta Thomas con una amplia sonrisa.

Ya continuación se interna en la oscuridad y desaparece.

A la mañana siguiente, temprano, Isabel me trae al pequeño paje. Estuvo a nuestro servicio en Windsor y ha aceptado servirnos de nuevo. Isabel lo trae de la mano porque es bondadosa, pero el chico huele a los establos, que es donde ha dormido.

—Responderás cuando se dirijan a ti por el nombre de Ricardo, duque de York —le ordeno—. La gente te llamará mi señor y sire. Pero tú no deberás corregir a nadie. No dirás una sola palabra. Te limitarás a asentir con la cabeza.

—Sí, señora —musita el pequeño.

—Y a mí me llamarás señora madre —lo instruyo.

—Sí, señora.

—Sí, señora madre.

—Sí, señora madre —repite él.

—Y tomarás un baño y te pondrás ropa limpia.

De repente me mira con una expresión de terror reflejada en su carita.

—¡No! ¡No puedo bañarme! —protesta.

Isabel está horrorizada.

—Entonces se darán cuenta en seguida —razona.

—Diremos que está enfermo —propongo yo—. Diremos que está resfriado o que tiene dolor de garganta. Le ataremos el mentón con una banda de franela y le taparemos la boca con una bufanda. Le ordenaremos que no hable. Sólo van a ser unos días, lo justo para ganar un poco de tiempo.

Isabel hace un gesto de asentimiento.

—Ya me encargo yo de bañarlo —se ofrece.

—Que te ayude Jemma. Y lo más seguro es que tenga que ayudarte uno de los hombres a sujetarlo dentro del agua.

Isabel logra esbozar una sonrisa, pero la expresión de sus ojos es seria.

—Madre, ¿de verdad creéis que mi tío el duque será capaz dé hacer daño a su propio sobrino?

—No lo sé —contesto—. Y por eso he apartado de mí a mi querido hijo, y por eso mi otro hijo Thomas Grey ha tenido que salir a la oscuridad de las calles. Ya no sé qué es capaz de hacer el duque.

Jemma, la criada, pregunta si puede salir el domingo por la tarde para ver a la puta Shore cumplir su penitencia.

—¿Cómo dices?

Se inclina en una reverencia, con la cabeza baja, pero está tan deseosa de irse que incluso está dispuesta a correr el riesgo de ofenderme.

—Perdonadme, excelencia, pero es que va a recorrer la ciudad vestida sólo con unas enaguas y llevando una vela encendida en la mano; va a verla todo el mundo. Tiene que hacer penitencia por los pecados cometidos, por ser una ramera. He pensado que si la próxima semana vengo un poco antes todos los días, a lo mejor vos podríais darme permiso para…

—¿Elizabeth Shore?

La joven afirma con la cabeza.

—La famosa meretriz —explica—. El lord protector ha ordenado que haga penitencia en público para expiar los pecados de la carne.

—Puedes ir a verla —le digo sin delicadeza.

Dará lo mismo que haya otra persona más mirando entre la muchedumbre. Pienso en esa joven amada por Eduardo, amada por Hastings, y la imagino caminando descalza y vestida únicamente con las enaguas, llevando un cirio en la mano, protegiendo la frágil llamita mientras el gentío la insulta o la escupe al pasar. A Eduardo no le gustaría esto y por respeto a él, si no por respeto a ella, yo lo impediría si estuviera en mi mano. Pero no hay nada que yo pueda hacer para salvaguardarla. Ricardo, el duque, se ha convertido en un hombre cruel, y hasta una mujer hermosa ha de sufrir por haber sido amada.

—Van a castigarla tan sólo por su belleza —comenta mi hermano Lionel, que ha estado escuchando en la ventana los murmullos de aprobación de la gente al verla pasar por los límites de la ciudad—, y porque ahora Ricardo sospecha que ella tiene escondido a vuestro hijo Thomas. Registró su casa, pero no logró encontrarlo. Ella lo ocultó sano y salvo donde los hombres de Gloucester no pudieron hallarlo y después lo hizo desaparecer.

—Dios la bendiga por eso —respondo.

Lionel sonríe.

—Al parecer, este castigo ha resultado contraproducente para el duque Ricardo. Nadie habla mal de Elizabeth cuando la ve pasar —comenta—. Uno de los hombres de las barcas del río me ha contado unas cuantas cosas al verme en la ventana. Me ha dicho que las mujeres le gritan insultos y que los hombres simplemente la admiran. No todos los días se ve a una dama tan encantadora vestida sólo con una enagua. Dicen que parece un ángel desnudo, hermoso y caído.

Yo sonrío.

—Bien, pues que Dios la bendiga de todas formas, ya sea ángel o puta.

Mi hermano el obispo también sonríe.

—Yo creo que sus pecados fueron de amor, no de maldad —observa—. Y en estos tiempos difíciles, puede que eso sea lo que más importe.