Mayo de 1483

Lo rapta, Ricardo se mueve con mayor rapidez y está mejor armado y más decidido de lo que ninguno de nosotros habría podido imaginar. Avanza tan de prisa y con tanta determinación como lo habría hecho el propio Eduardo, y es igual de despiadado. Secuestra a mi hijo en su viaje hacia Londres, despide a los hombres de Gales que nos eran leales a él y a mí, hace prisioneros a mi hermano Anthony, a mi hijo Richard Grey y a nuestro primo Thomas Vaughan, y pone a Eduardo bajo lo que él afirma que es su custodia. En nombre de Dios, mi hijo no ha cumplido aún los trece años. Todavía tiene la voz aflautada, el mentón suave como el de una niña y una ligerísima sombra de vello en el labio superior que tan sólo se aprecia cuando se lo mira de perfil, contra la luz. Cuando Ricardo despide a sus criados reales, cuando apresa a su idolatrado tío, a su querido medio hermano, él los defiende con un leve temblor en la voz. Dice que está convencido de que su padre sin duda quiso poner únicamente a hombres buenos a su alrededor y que desea conservarlos a su servicio.

No es más que un niño. Se ve obligado a enfrentarse a un hombre endurecido en la batalla que está decidido a obrar mal. Cuando Ricardo dice que mi propio hermano Anthony —que ha sido amigo de mi hijo, además de guardián y protector suyo durante toda su vida— y mi otro hijo —Richard Grey— deben separarse de él, mi pequeño intenta defenderlos. Dice que está seguro de que su tío Anthony es un hombre bueno y un guardián excelente. Dice que su medio hermano Richard ha sido para él familiar y camarada; que sabe que su tío Anthony jamás ha hecho otra cosa que lo que corresponde a un gran caballero, al noble hidalgo que es. Pero el duque Ricardo le contesta que todo eso quedará resuelto y que, mientras tanto, él y el duque de Buckingham —mi antiguo pupilo, al cual casé contra su voluntad con mi hermana Katherine y que ahora aparece en esta sorprendente compañía— serán quienes escolten al príncipe hasta Londres.

No es más que un niño pequeño. Siempre ha estado protegido con delicadeza. No sabe hacer frente a su tío Ricardo, un individuo vestido de negro que lo mira con expresión feroz y que lleva tras de sí dos mil hombres aprestados para luchar. De modo que permite que su tío Anthony se vaya; permite que su hermano Richard se vaya. ¿Cómo podría salvarlos? Luego llora amargamente. Así me lo cuentan a mí. Llora como un niño pequeño al ver que nadie le obedece, pero permite que se vayan.

Mi hija Isabel, que ya tiene diecisiete años, llega corriendo en medio de los gritos y del caos que reinan en el palacio de Westminster.

—¡Madre! ¡Señora madre! ¿Qué sucede?

—Vamos a acogernos a sagrado —le contesto con brusquedad—. Date prisa. Coge todo lo que quieras y toda la ropa de los niños. Asegúrate de que saquen todas las alfombras y todos los tapices de las dependencias reales y de que los lleven a la abadía de Westminster. Vamos a acogernos otra vez a sagrado. Y toma también tu joyero y tus pieles. Luego ve a las dependencias reales y cerciórate de que retiran todos los objetos que sean de valor.

—¿Por qué? —me pregunta ella con labios temblorosos—. ¿Qué ha pasado ahora? ¿Qué le ha sucedido a mi hermano?

—A tu hermano el rey lo ha raptado su tío, el lord protector —le explico. Mis palabras son como cuchillos y veo cómo la hieren. Ella admira a su tío Ricardo, lo ha admirado siempre. Abrigaba la esperanza de que él cuidara de todos nosotros, de que nos protegiera de verdad—. La voluntad de tu padre le ha entregado el mando de mi hijo a mi enemigo. Está por ver qué clase de lord protector será. Pero es mejor que lo veamos desde un lugar seguro. Hoy mismo nos acogemos a sagrado, en este mismo minuto.

—Madre. —Isabel está nerviosa a causa del pánico—. ¿No deberíamos esperar, no deberíamos consultar al Consejo Privado? ¿No deberíamos aguardar aquí a mi hermano pequeño? ¿Y si el duque Ricardo nos lo trajera sano y salvo? ¿Y si está haciendo lo que debe hacer en calidad de lord protector, precisamente salvaguardar al pequeñín?

—Para ti ya no será nunca más el pequeñín, sino el rey Eduardo —replico en tono terminante—. Ni para mí tampoco. Y voy a decirte una cosa: sólo los necios se quedan a esperar cuando se acerca el enemigo por si a éste le diera por mostrarse amistoso. Vamos a ponernos a salvo en la medida en que podamos. Acogiéndonos a sagrado. Y además vamos a llevarnos a tu hermano, el príncipe Ricardo, para protegerlo también. Y, cuando llegue a Londres el lord protector con su ejército privado, que me convenza entonces de que es seguro salir a la calle.

Le hablo con entereza a mi valiente hija, que ya es una mujer cuya vida se ha visto truncada por esta súbita caída, ha dejado de ser una princesa de Inglaterra para convertirse en una joven que vive escondida; pero lo cierto es que estamos atravesando momentos de profunda desventura, aquí, en la cripta de santa Margarita de la abadía de Westminster, a solas: mi hermano Lionel, arzobispo de Salisbury, mi hijo Thomas Grey, mi pequeño Ricardo y mis hijas Isabel, Cecilia, Ana, Catalina y Bridget. La última vez que estuvimos aquí estaba encinta de mi primer hijo varón y tenía todas las esperanzas que se pueden tener que algún día reclamaría el trono de Inglaterra. Aún vivía mi madre, que era mi compañera y mi mejor amiga. Resultaba imposible dejarse dominar por el miedo durante demasiado tiempo cuando ella se ponía a urdir maquinaciones y a tejer sus hechizos mientras se reía de su propia ambición. Mi esposo estaba vivo, en el exilio, haciendo planes para regresar. Jamás dudé de que volvería. Jamás dudé de que saldría victorioso. En todo momento supe que nunca perdería una batalla. Sabía que volvería, que vencería, que vendría a rescatarnos. Sabía que estábamos atravesando días de infortunio, pero tenía la esperanza de que habrían de llegar otros mejores.

Y ahora, estamos aquí nuevamente. Pero esta vez se hace difícil abrigar esperanzas, en esta época de principios de verano, que siempre ha sido la que más me gusta a mí, repleta de excursiones al campo, torneos y fiestas. La penumbra de la cripta resulta opresiva. Es como estar enterrado en vida. Y la verdad es que no hay muchas razones para tener esperanza. Mi hijo está en manos enemigas, mi madre hace mucho que se fue de mi lado y mi esposo acaba de morir. No va a llamar a la puerta ningún alto caballero que bloquee el paso de la luz con su figura, que entre exclamando mi nombre. Mi hijo, que en aquella otra ocasión era un recién nacido, ahora ya tiene doce años y está en poder de nuestro enemigo. Mi hija Isabel, que en aquel confinamiento era cariñosa y jugaba con sus hermanas, ya ha cumplido los diecisiete. Vuelve su rostro de piel clara hacia mí y me pregunta qué vamos a hacer. En la ocasión anterior, nos limitamos a esperar con la certeza de que sólo con que lográsemos sobrevivir acabarían rescatándonos. Pero esta vez no hay certezas.

Durante casi una semana me dedico a escuchar con atención junto al minúsculo ventanillo que hay en la puerta principal. Desde el amanecer hasta el ocaso atisbo a través de la rejilla que lo cubre y aguzo el oído para distinguir, por los ruidos de la calle, qué hace la gente. Cuando me aparto de la puerta, voy hasta el río y observo las embarcaciones que pasan buscando la barcaza real, escuchando por si oyera cantar a Melusina.

A diario envío mensajeros a buscar noticias de mi hermano y de mi hijo y también para hablar con los lores que deberían estar alzándose para defendernos, con aquellos cuyos arrendatarios deberían estar tomando las armas por nosotros. Al quinto día lo oigo: un rumor cada vez más intenso —los vítores de los jóvenes aprendices—, y también otro clamor al fondo, más grave; un abucheo. Distingo el traqueteo de los arneses y el golpeteo de los cascos de un gran número de caballos. Es el ejército de Ricardo, duque de Gloucester, el hermano de mi esposo, el hombre al que éste confió nuestra seguridad, que entra en la capital de mi esposo y es recibido con sentimientos encontrados. Al mirar por la ventana hacia el río, veo una ristra de barcazas suyas que rodea el palacio de Westminster, una barricada flotante que nos mantiene a nosotros cautivos. Nadie puede entrar ni salir.

Me llega el estruendo de una carga de caballería y unas cuantas órdenes dadas a voces; empiezo a pensar: si yo hubiera armado la ciudad contra él, si le hubiera declarado la guerra desde el primer momento, ¿podría haberle hecho frente ahora? Pero luego me digo: ¿y qué le habría ocurrido a mi hijo Eduardo, que avanza dentro del séquito de su tío? ¿Qué les habría sucedido a mi hermano Anthony y a mi hijo Richard Grey, que están presos como rehenes y dependen de mi buena conducta? Y después vuelvo a pensar que a lo mejor no tengo nada que temer. Simplemente no lo sé. No sé si mi hijo es un joven rey que desfila en medio de grandes honores para dirigirse a su coronación o un niño raptado. Ni siquiera sé con seguridad cuál de las dos posibilidades es la más acertada.

Por la noche me acuesto con esa pregunta retumbándome en la cabeza igual que un tambor. Me tiendo en la cama vestida y no logro conciliar el sueño. Sé que en alguna parte, no muy lejos de mí, mi hijo también yace despierto en su lecho. Me siento inquieta, como una mujer atormentada, ansío estar con él, verlo, decirle que vuelve a estar sano y salvo conmigo. Me cuesta creer, como hija de Melusina que soy, que no sea capaz de escabullirme por entre los barrotes de las ventanas y llegar hasta él nadando. Es mi pequeño; tal vez se sienta asustado, tal vez corra peligro. ¿Cómo es que no puedo estar a su lado?

Pero he de quedarme quieta en la cama y esperar a que el cielo cambie del negro al gris en los cristales de la ventana; entonces me daré permiso para levantarme, bajar a la cripta y abrir el ventanillo de la puerta para asomarme al exterior y ver las calles silenciosas. En ese momento caigo en la cuenta de que nadie se ha armado para proteger a mi pequeño Eduardo, que nadie va a acudir en su rescate, que nadie va a liberarme a mi. Puede que hayan abucheado al lord protector que avanzaba a la cabecera de su ejército llevando a mi hijo en su séquito, puede que hayan creado un pequeño alboroto y que hayan organizado alguna que otra escaramuza, pero esta mañana no se ve que hayan tomado las armas para asaltar el castillo de Ricardo. Anoche yo era la única persona de todo Londres que guardaba vigilia, viviendo largas horas de espera preocupada por el pequeño rey.

La ciudad está aguardando a ver qué hace el lord protector. Todo gira en torno a eso. ¿Decidirá Ricardo, duque de Gloucester, amado y leal hermano del fallecido rey, cumplir la orden que dio Eduardo en el lecho de muerte y sentar a su hijo en el trono? ¿Determinará, fiel como siempre, cumplir con la responsabilidad que tiene como lord protector y guardar a su sobrino hasta el día de la coronación? ¿O por el contrario Ricardo, duque de Gloucester, falso como todos los de York, asumirá el poder que le otorgó el fallecido rey, desheredará a su sobrino, se pondrá él mismo la corona y nombrará príncipe de Gales a su propio hijo? Nadie sabe qué puede hacer el duque Ricardo, y muchos, como siempre, desean tan sólo estar en el bando vencedor. Todos tendrán que esperar a ver qué ocurre. Únicamente yo lo atacaría en este instante, si pudiera. Sólo para asegurarme.

Voy hasta las ventanas y observo el río, que pasa tan cerca de aquí que casi podría tocarlo estirando la mano. En la puerta de entrada a la abadía hay una barcaza repleta de hombres armados. Me están guardando a mí, y están impidiendo que se acerquen mis aliados. Cualquier amigo que intente llegar hasta mí será rechazado.

—Va a apoderarse de la corona —musito en voz baja con el rostro vuelto hacia el río y dirigiéndome a Melusina, a mi madre. Ambas me están escuchando en el fluir del agua—. Si tuviera que apostar mi fortuna, la apostaría. Va a apoderarse de la corona. Todos los varones de la casa de York están enfermos de ambición, y Ricardo, duque de Gloucester, no es distinto. Eduardo arriesgó la vida, un año tras otro, luchando por el trono. Jorge prefirió meter la cabeza en un tonel de vino a prometer que no volvería a reclamarlo jamás. Y ahora Ricardo entra en Londres trayendo consigo varios miles de hombres armados. Eso no lo está haciendo por el bien de su sobrino; piensa reclamar la corona para sí. No puede evitarlo, es un príncipe de York. Buscará un centenar de razones para obrar de ese modo, y pasarán años y las gentes todavía continuarán discutiendo lo que hizo hoy. Pero yo estoy segura de que va a apoderarse de la corona porque no puede evitarlo, como tampoco pudo evitar Jorge ser un necio ni Eduardo ser un héroe. Ricardo se apoderará del trono y nos apartará a un lado a mí y a los míos.

Callo unos instantes para hablar con sinceridad.

—Y yo tampoco puedo evitar pelear por lo que me pertenece —digo—. Lo esperaré preparada. Estaré lista para lo peor que pueda hacer. Me dispondré para perder a mi hijo Richard Grey y a mi queridísimo hermano Anthony, como ya he perdido a mi padre y a mi hermano John. Vivimos tiempos difíciles; en ocasiones se me antojan demasiado difíciles. Pero esta mañana estoy preparada. Pienso luchar por mi hijo y por su herencia.

Justo en el momento en que tomo esta firme determinación, llega un visitante a la entrada de la abadía. Da un breve golpecito, con cierta ansiedad; después da otro. Echo a andar muy despacio hacia la enorme puerta enrejada, tratando de apartar el miedo a cada paso que doy. Al abrir el ventanillo descubro a la ramera de Elizabeth Shore con el cabello rubio cubierto por una capucha y los ojos enrojecidos por el llanto. A través de la reja ella ve mi rostro blanco, como el de una prisionera que la observa ceñuda.

—¿Qué queréis? —le pregunto con frialdad.

Ella se sobresalta al oír mi voz. A lo mejor pensaba que seguía teniendo a mi servicio al caballerizo mayor y a una docena de criados que me abriesen la puerta.

—¡Excelencia!

—La misma. ¿Qué queréis, Shore?

Durante un momento dejo de verla, porque me ha hecho una reverencia tan profunda que se ha inclinado por debajo de la abertura del ventanillo; me resulta cómico verla levantarse otra vez como si fuera una luna en el horizonte.

—Vengo a traeros varios obsequios, excelencia —dice con nitidez. Y, seguidamente, baja la voz y añade—: Y noticias. Dejadme entrar, os lo ruego, es por el bien del rey.

Me encolerizo al ver que se atreve a mencionar su persona, pero al momento recapacito y me digo que, por lo visto, esta mujer se considera todavía al servicio del monarca y me sigue considerando a mí su esposa, de modo que retiro los cerrojos de la puerta para dejarla pasar. En cuanto se ha colado en el interior igual que una gata asustada, me apresuro a cerrar de nuevo.

—¿De qué se trata? —le pregunto en tono tajante—. ¿Qué pretendéis al venir aquí sin que se os haya llamado?

Ella no se atreve a profanar el lugar y se queda junto a la puerta. Deja en el suelo un cesto que traía en el brazo como hacen las criadas de la cocina. Yo me fijo en seguida en el jamón curado y en el pollo asado.

—Me envía sir William Hastings, con sus saludos y la reafirmación de su lealtad —dice precipitadamente.

—Oh, ¿ahora habéis cambiado de guardián? ¿Ahora sois la puta de Hastings?

Ella me mira con fijeza a los ojos y me veo obligada a contener una exclamación al apreciar su hermosura. Tiene los ojos grises y el cabello rubio. Es tan bella como lo era yo hace veinte años. Se parece a mi hija Isabel de York: posee la fría belleza inglesa, es una rosa de Inglaterra. Siento deseos de odiarla por ello, pero descubro que no me es posible. Hace veinte años, si Eduardo hubiera estado casado, yo no habría sido mejor que ella y habría preferido convertirme en su puta antes que no volver a saber nada más de él.

De pronto, a mi espalda, mi hijo Thomas Grey sale de las sombras de la cripta y le hace una venia igual que si fuera una dama de la nobleza. Ella esboza una breve sonrisa, como si ambos fueran buenos amigos y no necesitaran decirse nada.

—Sí, ahora soy la puta de sir William —afirma ella con voz calma—. El difunto rey envió a mi esposo al extranjero y anuló nuestro matrimonio. Mi familia no me permite que regrese a casa. Ahora que el monarca ha muerto, carezco de toda protección. Sir William Hastings me ofreció un hogar y estoy contenta de encontrarme a salvo con él.

Hago un gesto de asentimiento.

—¿Y bien?

—Me pide que os entregue este recado. No puede venir él en persona, teme a los espías del duque Ricardo. Pero os dice que conservéis la esperanza y que, en su opinión, todo va a salir bien.

—Y ¿por qué he de fiarme de vos?

Thomas da un paso al frente.

—Escuchadla, señora madre —me aconseja con delicadeza—. Amaba de verdad a vuestro esposo y es una dama sumamente honorable. No es capaz de venir a transmitiros informaciones falsas.

—Entra —le ordeno a mi hijo con voz dura—. Ya me encargo yo de esta mujer. —Me vuelvo hacia ella—. Vuestro nuevo protector ha sido mi enemigo desde la primera vez que posó la mirada en mí —digo con acritud—. No veo por qué habría de ofrecerme ahora su amistad. Nos impuso al duque Ricardo y todavía le ofrece su apoyo.

—Creía estar defendiendo al joven rey —replica la Shore—. No pensaba en nada que no fuera la seguridad del joven soberano. Desea que sepáis eso, y también que está seguro de que todo va a salir bien.

—Ah, ¿sí? —Estoy impresionada, a pesar de la mensajera. Hastings es leal a mi esposo en la vida y en la muerte. Si él cree que las cosas van a salir bien, si está convencido de que mi hijo está a salvo, es posible que todo vaya bien—. ¿Por qué se siente tan seguro?

Ella se acerca un poco más para poder hablarme en susurros.

—El joven rey está alojado en el palacio del obispo —me informa—, muy cerca de aquí. Pero el Consejo Privado está de acuerdo en que debería instalarse en las dependencias reales de la Torre y en que se debería proceder a los preparativos de su coronación. Ha de asumir inmediatamente su dignidad de nuevo rey de Inglaterra.

—¿El duque Ricardo está dispuesto a coronarlo?

Ella afirma con la cabeza.

—Se están acondicionando las dependencias reales para recibirlo. Están ajustando los ropajes para la coronación. Se está preparando la abadía. Están encargando los desfiles y recaudando el dinero necesario para los festejos del evento. Han enviado las invitaciones y han convocado al Parlamento. Se está disponiendo todo lo necesario. —Titubea unos instantes—. Todo de manera precipitada, como es natural. ¿Quién habría pensado que…?

Deja la frase sin terminar. Es obvio que se ha prometido a sí misma no revelar ningún signo de aflicción en mi presencia.

Y ¿cómo iba a hacer semejante cosa? ¿Cómo iba a atreverse esta ramera a llorar delante de su reina por haber perdido a su amante, el rey? De modo que no dice nada, pero se le llenan los ojos de lágrimas y parpadea para reprimirlas. Yo tampoco digo nada, pero también se me llenan los ojos de lágrimas y desvío el rostro. No soy de esas mujeres que se ven superadas por un momento de sentimentalismo. Esta mujer es la puta de Eduardo y yo soy su reina. Pero bien sabe Dios que ambas lo echamos de menos. Compartimos la pena igual que antes compartíamos la dicha de tenerlo.

—Pero ¿estáis segura? —le pregunto en un tono de voz muy bajo—. ¿Están preparando los ropajes de la coronación? ¿Se están haciendo todos los preparativos?

—Han fijado la fecha para el veinticinco de junio y se está convocando a los lores del reino para que acudan. No hay duda —afirma—. Sir William me ha ordenado que os diga que mantengáis el ánimo elevado y que no duda de que veréis a vuestro hijo sentado en el trono de Inglaterra. Me ha pedido que os anuncie que él mismo vendrá aquí por la mañana para escoltaros hasta la abadía y que veréis a vuestro hijo coronado. Asistiréis a la ceremonia como la primera persona de su séquito.

Hago una inspiración profunda, henchida de esperanza. Pero me doy cuenta de que es posible que esta mujer esté en lo cierto, que Hastings esté en lo cierto, y que yo esté acogida a sagrado como una liebre asustada que corre cuando no hay sabuesos y permanece agazapada, con las orejas gachas, mientras los cazadores pasan de largo y se van a otro prado.

—Y Eduardo, el joven conde de Warwick, ha sido enviado al norte con la familia de Ana Neville, la esposa del duque de Gloucester —continúa diciendo ella.

Warwick es el niño que quedó huérfano tras el episodio del tonel de vino. Tiene sólo ocho años y es un mozalbete tonto y asustadizo, un auténtico hijo del necio de su padre, Jorge de Clarence. Pero su derecho al trono está por detrás del de mis hijos, si bien por delante del duque Ricardo, y aun así éste lo está protegiendo.

—¿Estáis segura? ¿Ha enviado a Warwick a casa de su esposa?

—Mi señor dice que Ricardo tiene miedo de vos y de vuestro poder, pero que no desea hacerles la guerra a sus propios sobrinos, que todos los niños están a salvo con él.

—¿Tiene Hastings noticias de mi hermano y de mi hijo Richard Grey?

Ella asiente.

—El Consejo Privado se ha negado a acusar a vuestro hermano sin motivo. Dice que ha sido un servidor eficaz y fiel. El duque Ricardo quería acusarlo de haber raptado al joven rey, pero el Consejo Privado discrepó y no quiso aceptar acusación alguna. Ha denegado la propuesta del duque Ricardo y éste ha aceptado su resolución. Mi señor cree que vuestro hermano y vuestro hijo serán liberados después de la coronación, excelencia.

—¿El duque Ricardo desea llegar a un acuerdo con nosotros?

—Mi señor dice que el duque se opone enérgicamente a vuestra familia, excelencia, y a la influencia que ejercéis. En cambio, por respeto al rey Eduardo, es leal al joven soberano. Ha dicho que podéis tener la seguridad de que vuestro hijo será coronado.

Hago un gesto de asentimiento.

—Decidle que me sentiré dichosa cuando llegue ese día, pero que hasta entonces me quedaré aquí. Tengo otro hijo y cinco hijas, y preferiría conservarlos a todos sanos y salvos a mi lado. Además, no me fío del duque Ricardo.

—Mi señor dice que vos misma tampoco habéis sido muy de fiar. —Tras este insulto, ejecuta una profunda reverencia y permanece con la cabeza baja—. Me ordena que os diga que no podéis derrotar al duque Ricardo, que vais a tener que colaborar con él. Me ordena que os diga que fue vuestro propio esposo el que nombró lord protector al duque y que el Consejo Privado prefiere la influencia de él a la vuestra. Excusadme, excelencia, pero me ha encargado que os informe de que son muchos los que sienten desagrado hacia vuestra familia y desean ver al joven rey libre de la influencia de sus numerosos tíos y a los Rivers fuera de los muchos lugares que ocupan. Además, todos se han percatado de que vos robasteis el tesoro real cuando vinisteis aquí a acogeros a sagrado, que os llevasteis el Gran Sello y que vuestro hermano, el lord Almirante Edward Woodville, ha hecho zarpar a la flota entera.

Me rechinan los dientes. Esto representa un insulto para mí y para todos mis familiares, sobre todo para mi hermano Anthony, que influye más que nadie en Eduardo, que lo ama como si fuera hijo suyo, que en este mismo día está en la cárcel por él.

—Podéis decirle a sir William que el duque Ricardo debe dejar a mi hermano en libertad sin cargos de inmediato —replico en tono terminante—. Podéis decirle que convendría recordarle al Consejo Privado los derechos que asisten a la familia Rivers y a la viuda del rey. Sigo siendo reina. No es la primera vez que este país ve a una soberana luchar por sus derechos, deberíais estar todos advertidos. El duque ha raptado a mi hijo y ha entrado en Londres armado hasta los dientes. Pienso obligarlo a rendir cuentas de ello lo antes que pueda.

El semblante de la Shore refleja miedo. Se nota a las claras que no quiere hacer las veces de intermediaria entre un cortesano de carrera y una reina vengativa. Pero ese papel es el que está llamada a interpretar en este momento, y va a tener que desempeñarlo lo mejor que sepa.

—Se lo diré, excelencia —contesta. Ejecuta otra profunda reverencia y seguidamente se encamina hacia la puerta—. Permitid que os exprese mis condolencias por la pérdida de vuestro esposo. Era un gran hombre. Fue un honor poder amarlo.

—Él no os amaba a vos —respondo con súbito despecho; advierto que su rostro, ya de natural blanco, palidece todavía más.

—No, nunca amó a nadie como os amó a vos —me contesta con una delicadeza tal que no puedo por menos de sentirme conmovida ante su ternura. En su expresión se aprecia una leve sonrisa, pero vuelve a tener los ojos humedecidos—. Jamás ha habido en mi pensamiento la menor duda de que sólo había una reina en el trono y la misma reina en su corazón. Ya se aseguró él de que yo lo supiera. De que lo supiera todo el mundo. Para él únicamente existíais vos.

Desliza el cerrojo y abre la puerta pequeña encajada dentro de la grande.

—Vos también erais muy querida para él —le digo sin querer, impulsada por el deseo de ser justa con ella—. Yo me sentía celosa porque sabía que a vos os tenía un gran aprecio. Decía que erais la más alegre de sus putas.

De pronto, a Elizabeth Shore se le ilumina el rostro igual que cuando se prende una cálida llama dentro de un farol.

—Me alegra que pensara eso de mi y que vos hayáis tenido la amabilidad de decírmelo —responde—. Nunca me ha guiado la ambición ni de influir en la política ni de obtener puesto alguno. Simplemente adoraba estar con él y hacerlo feliz en la medida de mi capacidad.

—Sí, muy bien, muy bien —me apresuro a decir, ya agotada toda mi generosidad—. Adiós, pues.

—Quedad con Dios, excelencia —me dice ella—. Es posible que vuelvan a pedirme que regrese para traeros algún otro recado. ¿Querréis recibirme?

—A vos igual que a las demás. Bien sabe Dios que, si Hastings va a servirse de las putas de Eduardo como mensajeras, voy a tener que recibir a varios cientos —replico irritada. Veo la ligera sonrisa que ella esboza al escabullirse por la portezuela antes de que yo la cierre otra vez de golpe.