Hace un frío impropio de esta época del año y los ríos bajan muy crecidos. Estamos en Westminster para pasar la Semana Santa y desde mi ventana contemplo el río, que ha aumentado mucho de caudal y de velocidad; pienso en mi hijo Eduardo, que se encuentra más allá del ancho cauce del río Severn, muy lejos de mí. Tengo la sensación de que Inglaterra es un país surcado por cursos de agua que se entrecruzan unos con otros, lagos, arroyos y ríos. Melusina debe de estar en todas partes; éste es un país creado con su elemento.
Mi esposo Eduardo, un hombre amante de los espacios abiertos, tiene el capricho de salir de pesca; pasa la jornada entera al aire libre y regresa a casa empapado y feliz. Insiste en que para cenar tomemos el salmón que ha pescado en el río; lo llevan al comedor en bandejas bien altas y con un toque de trompetas, porque lo ha pescado el rey.
Esa noche Eduardo tiene un poco de fiebre y yo lo reprendo por haberse mojado y enfriado como si todavía fuera un niño y pudiera arriesgar de ese modo su salud. Al día siguiente se encuentra peor; se levanta un rato, pero en seguida vuelve a la cama, está demasiado cansado. Al día siguiente el físico dice que es necesario sangrarlo y Eduardo jura que nadie ha de tocarlo. Yo les digo a los médicos que se hará lo que ordena el rey, pero luego entro en su habitación cuando está dormido y examino su rostro congestionado para cerciorarme de que no es nada más que una dolencia pasajera, de que no se trata de la peste ni de fiebres graves. El rey es un hombre fuerte y goza de buena salud, puede resfriarse y estar repuesto al cabo de una semana.
Pero no mejora. Ahora empieza a quejarse de retortijones en el vientre y de un calor insoportable. Al cabo de una semana, la corte está ya temerosa y yo me encuentro en un estado de mudo terror. Los médicos resultan inútiles, ni siquiera saben cuál es el mal que aqueja al rey; no saben qué es lo que le ha causado la fiebre; no saben con qué puede curarse. Eduardo no es capaz de retener nada de lo que come. Lo vomita todo y lucha contra el dolor del vientre como si fuera otra guerra más. Yo guardo vigilia en su habitación, con mi hija Isabel a mi lado, las dos cuidándolo junto con dos curanderas que gozan de mi confianza. Hastings, amigo del rey desde la infancia y compañero suyo en todas sus empresas —incluida esta estúpida excursión de pesca—, guarda vigilia en la habitación de fuera. Su amante, Elizabeth Shore, ha decidido vivir arrodillada ante el altar de la abadía de Westminster, según me dicen, temiendo angustiada por el hombre que ama.
—Permitidme que lo vea —me implora Hastings.
Pero yo me vuelvo hacia él con una expresión de frialdad.
—No. Está enfermo. No necesita ningún amigo que lo acompañe a visitar mujerzuelas, a beber ni a apostar. No tiene necesidad de vos. Vos sois el culpable de que haya echado a perder su salud, y también todos los que son como vos. Esta vez yo voy a cuidar de él hasta que se reponga y, si consigo lo que me he propuesto, cuando se recupere no volverá a veros más.
—Permitidme que lo vea —repite Hastings sin siquiera defenderse contra mi rabia—. Lo único que quiero es verlo. No soporto no poder verlo.
—Esperad aquí fuera como un perro —digo con crueldad— o volved con la tal Shore y decidle que a partir de ahora puede prestaros sus servicios a vos, porque el rey ha terminado con ambos.
—Esperaré —afirma él—. Eduardo solicitará mi presencia, querrá verme. Sabe que estoy aquí, aguardando a verlo. Sabe que estoy aquí fuera.
Lo dejo a un lado para dirigirme a la alcoba del rey y cierro la puerta para que ni siquiera alcance a vislumbrar un momento al hombre al que ama, que está luchando por respirar acostado en su enorme cama de cuatro pilares.
Eduardo, al verme entrar, levanta la vista.
—Isabel.
Yo voy a su lado y lo tomo de la mano.
—Sí, amor.
—¿Os acordáis del día en que regresé a casa y os dije que había pasado mucho miedo?
—Me acuerdo.
—Pues ahora tengo miedo otra vez.
—Os repondréis —le digo en un susurro—. Os repondréis, esposo mío.
Él asiente y sus ojos se cierran durante unos instantes.
—¿Hastings está fuera?
—No —respondo.
Él sonríe.
—Deseo verlo.
—Ahora no —le digo. Le acaricio la cabeza. Está ardiendo de fiebre. Tomo una toalla, la mojo con agua de lavanda y se la paso con suavidad alrededor de la cara—. En estos momentos no estáis lo bastante fuerte para ver a nadie.
—Isabel, traédmelo. Y traed también a todos los miembros de mi Consejo Privado que se encuentren en palacio. Mandad que venga mi hermano Ricardo.
Por un momento pienso que me he contagiado del mal que aqueja al rey, porque de repente el estómago se me encoge de dolor. Pero en seguida me doy cuenta de que es pánico.
—No es preciso que los veáis, Eduardo. Lo único que necesitáis es descansar y recobrar las fuerzas.
—Id a buscarlos —insiste él.
Me vuelvo y le doy una orden tajante a la doncella; ésta corre a la puerta para transmitírsela al guardia. De inmediato se extiende por toda la corte la noticia de que el rey ha llamado a sus consejeros y todo el mundo comprende que debe de estar agonizando.
Voy hasta la ventana, pero permanezco de espaldas a la vista del río. No quiero ver el agua; no quiero ver el reflejo luminoso de la cola de una sirena; no quiero oír a Melusina cantando, avisando de que se aproxima una muerte.
Poco después entran en la habitación los lores: Stanley, Norfolk, Hastings, el cardenal Thomas Bourchier, mis hermanos, mis primos, mis cuñados y otra media docena de hombres más. Todos los grandes del reino: hombres que han estado con mi esposo desde los primeros tiempos, los tiempos difíciles, o bien hombres como Stanley, que siempre están perfectamente alineados con el bando vencedor. Los miro a todos con expresión dura y ellos se inclinan ante mí con gesto grave.
Las mujeres han incorporado a Eduardo en la cama para que pueda ver al Consejo. Hastings tiene los ojos llenos de lágrimas y el rostro contorsionado por el dolor. Eduardo le tiende una mano y se abraza a él con fiereza, como si su amigo pudiera sujetarlo a la vida.
—Me temo que no tengo mucho tiempo —dice el monarca. Su voz suena áspera y débil.
—No —susurra Hastings—. No digáis eso. No.
Eduardo vuelve la cabeza y se dirige a todos los presentes:
—Dejo un hijo joven. Abrigaba la esperanza de verlo convertirse en hombre. Abrigaba la esperanza de marcharme dejando en el trono a un hombre hecho y derecho. Pero en cambio he de confiaros el cuidado de un niño.
Yo me muerdo el puño para no romper a llorar.
—No —digo.
—Hastings —dice Eduardo.
—Mi señor.
—Y todos vosotros, y mi reina Isabel.
Me acerco a su lecho y él toma mi mano en la suya y la junta con la de Hastings, como si nos estuviera casando.
—Vais a tener que trabajar juntos. Todos habéis de olvidar vuestras enemistades, vuestras rivalidades, vuestros odios. Todos tenéis cuentas que saldar, todos tenéis ofensas que no podéis olvidar. Pero tenéis que dejarlas de lado. Tenéis que estar todos unidos para velar por la seguridad de mi hijo y verlo ascender al trono. Así os lo pido, así os lo mando desde mi lecho de muerte. ¿Lo haréis?
Pienso en todos los años que llevo odiando a Hastings, el amigo y compañero más querido de Eduardo, camarada suyo en todas sus borracheras y en todos los burdeles, siempre a su lado en la batalla. Recuerdo que sir William Hastings, desde el primer momento, desde aquel día en que me vio de pie junto al camino, me miró con desprecio desde lo alto de su caballo; me acuerdo de que se opuso al ascenso de mi familia y que siempre instó al rey a que prestara oídos a otros consejeros e hiciera uso de otras amistades. Ahora veo que me mira y que, aunque le corren las lágrimas por la cara, la expresión de sus ojos es de dureza. Continúa pensando que yo me puse junto a aquel camino y le lancé a un joven muchacho un hechizo que fue causa de su destrucción. Jamás entenderá lo que sucedió aquel día entre dos jóvenes, un hombre y una mujer. Aquel día sucedió algo mágico, y ese algo mágico se llama amor.
—Trabajaré con Hastings por la seguridad de mi hijo —prometo—. Colaboraré con todos vosotros y olvidaré todas las ofensas para que mi hijo llegue al trono sano y salvo.
—Y yo también —declara Hastings. Y a continuación todos van diciendo lo mismo, uno detrás de otro.
—Y yo.
—Y yo.
—Y yo.
—Su guardián ha de ser mi hermano Ricardo —ordena Eduardo. Yo doy un respingo y hago ademán de retirar la mano, pero Hastings me la sujeta con fuerza.
—Se hará como deseáis, sire —contesta mientras me fulmina a mí con la mirada. Sabe que tengo recelos hacia Ricardo y hacia el poder que ejerce en el norte del país.
—Pero Anthony, mi hermano… —digo yo en un susurro para incitar al rey.
—No —niega Eduardo obstinado—. Ricardo, duque de Gloucester, será su guardián y Protector del Reino hasta que el príncipe Eduardo asuma el trono.
—No —susurro. Si pudiera hablar con el rey a solas, le explicaría que si Anthony fuera el protector los Rivers podríamos mantener la unidad del reino. No quiero que mi poder se vea amenazado por Ricardo. Quiero que mi hijo esté rodeado de mi familia. No quiero que ningún pariente de la rama de York esté presente en el nuevo gobierno que voy a formar alrededor de mi hijo. Quiero que sea un Rivers el que se siente en el trono de Inglaterra.
—¿Lo juráis? —dice Eduardo.
—Lo juro —dicen todos.
Hastings posa la mirada en mí.
—¿Lo juráis vos? —me pregunta—. ¿Juráis que, de igual modo que nosotros prometemos sentar a vuestro hijo en el trono, vos prometéis aceptar a Ricardo, duque de Gloucester, como protector?
Naturalmente que no. Ricardo no es amigo mío y ya manda en media Inglaterra. ¿Por qué habría de confiar en que sentará en el trono a mi hijo siendo él mismo un príncipe de York? ¿Por qué no habría de aprovechar él la oportunidad para apoderarse de la corona? Además tiene un hijo varón nacido de la pequeña Ana Neville, un niño que podría ser príncipe de Gales en sustitución de mi principito. ¿Por qué no iba a querer Ricardo, que ha combatido en media docena de batallas a favor de Eduardo, librar otra más a favor de si mismo?
En el semblante de Eduardo se aprecian claros signos de fatiga.
—Juradlo, Isabel —me susurra—. Juradlo por mi. Por nuestro hijo Eduardo.
—¿Creéis que Eduardo estará seguro así?
El rey afirma con la cabeza.
—Es el único modo. Estará seguro si vos y los lores estáis de acuerdo, y si Ricardo está de acuerdo.
Me siento acorralada.
—Lo juro —digo.
Eduardo deja de sujetar nuestras manos y se deja caer contra las almohadas. Hastings aúlla como un perro y hunde el rostro en los cobertores de la cama. La mano del rey busca a ciegas la cabeza de su viejo amigo para tocársela a modo de bendición. Después, los demás van abandonando la estancia hasta que quedamos únicamente Hastings y yo, uno a cada lado de la cama, y el rey agonizante en el medio.
No tengo tiempo para afligirme, no tengo tiempo para cuantificar mi pérdida. Dentro de mi, mi corazón se parte en dos por el hombre al que amo, el único hombre al que he amado en toda mi vida, el único al que amaré jamás: Eduardo, aquel muchacho que acudió a mi lado al galope mientras yo lo aguardaba; mi amado. No tengo tiempo para pensar en eso cuando el futuro de mi hijo y el de mi familia dependen de que yo conserve una voluntad fuerte y los ojos secos.
Esa noche escribo a mi hermano Anthony.
El rey ha muerto. Trae al nuevo rey Eduardo a Londres tan rápido como sea posible. Trae tantos hombres como puedas en calidad de guardia real, porque vamos a necesitarlos. Eduardo cometió la necedad de nombrar protector a Ricardo, duque de Gloucester. Ricardo nos odia a ti y a mí por igual, porque el rey nos amaba y por el poder propio que tenemos. Hemos de coronar a Eduardo de inmediato y defenderlo del duque, que de ningún modo renunciará a su papel de protector sin presentar batalla. Ve reclutando hombres sobre la marcha y reúne las armas que están escondidas a lo largo del camino. Prepárate para una batalla en defensa de nuestro heredero. Yo retrasaré todo lo que pueda el momento de anunciar la muerte del rey para que Ricardo, que aún se encuentra en el norte, no sepa todavía lo que está ocurriendo. De modo que date prisa.
Isabel
Lo que desconozco es que Hastings está escribiendo a Ricardo, en un papel humedecido con sus propias lágrimas pero suficientemente legible, para decirle que la familia Rivers se está armando en torno a su príncipe y que si él desea asumir su papel de protector, si desea guardar al joven príncipe Eduardo frente a la rapacidad de su familia, más vale que actúe de forma inmediata con tantos hombres como pueda reclutar en sus tierras del norte antes de que el príncipe sea raptado por los suyos. Le escribe lo siguiente:
El rey ha dejado todo bajo vuestra protección: sus bienes, su heredero, su reino. Velad por la seguridad de nuestro soberano lord Eduardo V y regresad a Londres antes de que los Rivers se nos echen encima.
Lo que desconozco, y ni siquiera me permito pensar, es que, aun habiendo aprendido a temer las constantes guerras por el trono de Inglaterra, estoy a punto de provocar una yo misma, y que lo que está en juego esta vez es la herencia y hasta la vida de mi amado hijo.