Primavera de 1477

Jorge rumia la negativa de su hermano y poco después nos llega una noticia asombrosa, tan extraordinaria que empezamos a pensar si no se tratará de un rumor exagerado, ya que no puede ser verdad. Jorge declara repentinamente que Isabel no murió de fiebres de parto, sino a causa de un envenenamiento, y encierra al envenenador en la cárcel.

—¡De ningún modo! —exclamo dirigiéndome a Eduardo—. ¿Es que se ha vuelto loco? ¿Quién iba a desear hacerle daño a Isabel? ¿A quién ha apresado? ¿Por qué?

—Es peor que un encarcelamiento —replica Eduardo con expresión de estupor tras haber leído la carta que sostiene en la mano—. Debe de haber enloquecido. Ha llevado a una criada ante un jurado y ha dado la orden de que se la declare culpable de asesinato y sea decapitada. Ya está muerta. Muerta por orden de Jorge, como si en este reino no existieran leyes. Como si él tuviera un poder mayor que el de la ley, mayor que el del rey. Está gobernando mi reino como si yo hubiera dado mi consentimiento para que existiera la tiranía.

—¿Quién es esa mujer? ¿Quién era? —exijo saber—. ¿Una pobre criada?

—Ankarette Twynho —contesta Eduardo leyendo el nombre en la carta de reclamación—. Los miembros del jurado dicen que Jorge los amenazó con ejercer la violencia y que los obligó a emitir un veredicto de culpabilidad a pesar de que no había más pruebas en contra de la mujer que el testimonio de él. Dicen que no se atrevieron a negarse y que él los forzó a enviar a la muerte a una persona inocente. La acusó de envenenamiento y brujería y de servir a una importante bruja. —Levanta la vista de la carta y la posa en mi rostro, pálido como la cal—. ¿Una importante bruja? ¿Vos sabéis algo de esto, Isabel?

—Esa mujer era una espía que trabajaba para mí —confieso rápidamente—. Pero eso es todo. Yo no tenía necesidad de envenenar a la pobre Isabel. ¿Qué iba a ganar con ello? Y lo de la brujería es un absurdo. ¿Por qué razón iba yo a lanzarle un maleficio? No me agradaba, ni tampoco su hermana, pero no tenía motivos para desearles ningún mal.

Eduardo asiente.

—Lo sé. Por supuesto que vos no ordenasteis que envenenaran a Isabel. Pero ¿sabía Jorge que la mujer a la que acusaba recibía una paga de vuestra bolsa?

—Quizá. Quizá. De no ser así, ¿por qué habría de acusarla? ¿Qué otra cosa podría haber hecho ella para ofenderlo? ¿Pretende advertirme a mí? ¿Amenazarnos a nosotros?

Eduardo arroja la carta sobre la mesa.

—¡Sabe Dios! ¿Qué espera ganar asesinando a una criada si no es dar lugar a más problemas y habladurías? Voy a tener que actuar al respecto, Isabel. No puedo dejarlo pasar.

—¿Qué vais a hacer?

—Jorge cuenta con un grupo de consejeros propios, hombres peligrosos, insatisfechos. Uno de ellos es con toda certeza un adivino, si no algo peor. Voy a apresarlos. Los llevaré ante la justicia. Voy a hacerles a sus hombres lo mismo que él ha hecho a vuestra criada. Le servirá de advertencia. No puede desafiarnos ni a nosotros ni a nuestros criados sin ponerse él mismo en peligro. Únicamente espero que tenga la sensatez de comprenderlo.

Hago un gesto de asentimiento.

—¿Esos hombres no pueden hacernos daño? —pregunto.

—Sólo si vos estáis convencida, como parece creer Jorge, de que pueden arrojarnos un maleficio.

Sonrío esperando ocultar el miedo que me invade. Naturalmente que estoy convencida de que pueden arrojarnos un maleficio. Naturalmente que temo que ya hayan hecho tal cosa.

Tengo razón al preocuparme. Eduardo apresa al famoso brujo Thomas Burdett y a dos más; los tres son interrogados y comienza a salir a la luz todo una serie de historias de magia negra, amenazas y encantamientos.

Una soleada tarde de mayo, en el palacio de Whitehall, mi hermano Anthony me encuentra con el abultado vientre apoyado contra el muro que da al río y la mirada perdida en el agua. Detrás de mí, en los jardines, los niños juegan con un bastón y una pelota. Por los gritos enfadados con que se acusan de hacer trampas, adivino que mi hijo Eduardo va perdiendo y que se aprovecha de su posición de príncipe de Gales para cambiar las puntuaciones.

—¿Qué estáis haciendo aquí? —me pregunta.

—Desear que este río fuera un foso que nos protegiera a mí y a los míos de todos nuestros enemigos.

—¿Acude Melusina cuando vos la llamáis para que salga de las aguas del Támesis? —me pregunta él con una sonrisa escéptica.

—Si acudiera, le pediría que ahorcara a Jorge, duque de Clarence, y a su brujo. Y que lo hiciera de inmediato, sin necesidad de más palabras.

—No creeréis que ese hombre puede haceros daño con un maleficio, ¿verdad? —me dice—. No es ningún brujo. Esas cosas no existen, son cuentos de hadas para asustar a los niños, Isabel. —Vuelve la cabeza para señalar a mis hijos, que apelan a Isabel para que emita su juicio acerca de una bola perdida.

—Jorge lo cree. Le pagó un buen dinero para que predijera la muerte del rey y luego le pagó otro tanto más para que la provocara echándole un mal de ojo. Jorge contrató a ese brujo para destruirnos. Sus hechizos ya flotan en el aire, en la tierra, incluso en el agua.

—Tonterías. No es más brujo que vos.

—Yo no afirmo ser una bruja —replico con voz serena—, pero tengo el legado de Melusina. Soy su heredera. Ya sabes a qué me refiero: poseo el mismo don que ella, como también lo poseía nuestra madre. Como también lo posee mi hija Isabel. El mundo me canta y yo oigo la canción. Las cosas vienen a mí, mis deseos se hacen realidad, los sueños me hablan. Veo señales y portentos. Y en ocasiones sé lo que va a suceder en el futuro. Poseo la visión.

—Todo eso podrían ser revelaciones de Dios —dice Anthony con firmeza—. Ése es el poder de la oración. Lo demás son ilusiones vanas. Y tonterías de mujeres.

Yo sonrío.

—Yo creo que provienen de Dios, nunca lo dudo. Pero Dios me habla por medio del río.

—Sois una hereje y una pagana —me dice Anthony con desdén fraternal—. Melusina es un cuento de hadas; en cambio Dios y su Hijo son la fe que habéis abrazado. Por amor de Dios, vos habéis fundado conventos, capillas y escuelas en Su nombre. Vuestro amor por los ríos y las fuentes es una superstición aprendida de nuestra madre, como las de los antiguos paganos. No podéis moldearla y convertirla en una religión particular vuestra y luego aterrorizaros con demonios que vos misma habéis inventado.

—Por supuesto, hermano —contesto con la mirada baja—, tú eres un noble erudito, estoy segura de que sabes más que yo.

—¡Basta! —Anthony alza una mano, riendo—. Basta. No es necesario que creáis que voy a intentar discutir con vos. Sé que tenéis vuestra propia teología, formada en parte por cuentos de hadas y en parte tomada de la Biblia, y toda ella una tontería. Os ruego que, por el bien de todos nosotros, la consideréis una religión secreta. Guardáosla para vos. Y no os asustéis con enemigos imaginarios.

—Pero lo que sueño se hace realidad.

—Si vos lo decís…

—Anthony, mi vida entera es una prueba de que la magia existe, de que soy capaz de predecir el futuro.

—Nombradme una cosa.

—¿Acaso no me desposé con el rey de Inglaterra?

—¿Y acaso no os vi yo esperando en aquel camino como la mujerzuela que sois?

Lanza una carcajada y yo protesto airada:

—¡No fue así! ¡No fue así! ¡Además, el anillo salió del río y vino a mí!

Anthony me toma las manos y me las besa.

—Todo eso es absurdo —me dice con dulzura—. Melusina no existe, no es más que un cuento antiguo y casi olvidado que nos contaba nuestra madre antes de acostarnos. No hay más encantamiento que el de nuestra progenitora estimulándonos con juegos. No tenéis poderes. No existe nada más que lo que podemos hacer nosotros como pecadores bajo la voluntad de Dios. Y Thomas Burdett no tiene poderes, sino mala voluntad, y sus promesas valen tanto como las de un buhonero.

Yo le sonrío y no discuto. Pero en lo más hondo de mí sé que hay más.

—¿Cómo terminó la historia de Melusina? —me pregunta mi pequeño Eduardo esa noche mientras lo escucho rezar sus oraciones antes de acostarlo. Comparte una habitación con su hermano Ricardo, que tiene tres años, y ambos me miran esperanzados, queriendo que les cuente un cuento que retrase la hora de dormir.

—¿Por qué lo preguntas?

Me siento en una silla junto al fuego y acerco un escabel para apoyar los pies. Noto cómo se mueve el niño que llevo en el vientre. Ya he cumplido seis meses y lo que aún me queda se me antoja una eternidad.

—Hoy he oído a mi tío Anthony hablar de ella contigo —dice Eduardo—. ¿Qué ocurrió cuando salió del agua y se casó con el caballero?

—Tiene un final triste —le advierto. Les indico con un gesto que deben acostarse y ellos obedecen, pero desde detrás de las sábanas dos pares de ojos brillantes se me quedan mirando sin pestañear—. Hay varias versiones diferentes. Hay quien dice que un día llegó a su casa un viajero curioso, se puso a espiarla, y vio que se transformaba en pez en la bañera. Otros dicen que su esposo incumplió la promesa de que iba a gozar de libertad para nadar a solas, la espió y la vio convertirse de nuevo en pez.

—Pero ¿por qué lo contrariaba tanto? —pregunta Eduardo con toda sensatez—. Ya era medio pez cuando la conoció.

—Ah, porque pensaba que podría cambiarla para que fuera la mujer que él quería —explico—. Hay veces que a un hombre le gusta una mujer, pero luego abriga la esperanza de poder transformarla. A lo mejor él era un hombre así.

—¿En este cuento no hay luchas? —pregunta Ricardo, soñoliento, mientras deja caer la cabeza contra la almohada.

—No, ninguna —contesto. Deposito un beso en la frente de Eduardo y acto seguido voy hasta la otra cama para besar a Ricardo. Los dos siguen oliendo aún a recién nacidos, a jabón y a piel caliente. Tienen el pelo suave y con un aroma a aire fresco.

—¿Y qué ocurre cuando él descubre que su esposa es mitad pez? —susurra Eduardo cuando ya me voy hacia la puerta.

—Que ella coge a los niños y lo abandona —respondo—. Y no vuelven a verse nunca más.

Apago de un soplido las velas de uno de los candelabros, pero dejo las del otro encendidas. El fuego de la chimenea envuelve la habitación en una luz cálida y acogedora.

—Eso es muy triste —dice Eduardo en tono lastimero—. Pobre esposo, que no pudo ver nunca más ni a su esposa ni a sus hijos.

—Es triste —le digo—, pero no es más que un cuento. A lo mejor existe otro final que a la gente se le ha olvidado contar. A lo mejor ella lo perdonó y regresó con él. A lo mejor él se transformó en pez por amor y se fue nadando tras ella.

—Sí. —Eduardo es un niño feliz, resulta fácil consolarlo—. Buenas noches, mamá.

—Buenas noches y que Dios os bendiga.

Cuando la vio con el agua resbalándole por las escamas y la cabeza sumergida en la bañera que había construido especialmente para ella —pensando en que le gustaría lavarse, no volver a transformarse en pez—, experimentó ese instante de revulsión que algunos hombres sienten cuando comprenden, quizá por primera vez, que una mujer ciertamente es «otra», que no es un niño aunque sea débil como un niño, que no es una necia aunque él la haya visto temblar de emoción como los necios, que no es una persona malvada por su capacidad de guardar rencor ni tampoco una santa por sus arrebatos de generosidad. Ella no posee ninguna de esas cualidades masculinas. Ella es una mujer, una cosa muy diferente de un hombre. Lo que vio él era un ser mitad pez, pero lo que lo aterrorizó profundamente fue el ser que era una mujer.

El rencor que siente Jorge hacia su hermano se aprecia horriblemente durante las jornadas del juicio de Burdett y sus conspiradores. Cuando se ponen a buscar pruebas, la trama se desvela y descubre una maraña de promesas y amenazas siniestras, recetas para poner veneno en la tela de las capas, un saquito de vidrio molido y maldiciones proferidas de forma abierta. Entre los papeles de Burdett encuentran no sólo el dibujo de un calendario para predecir la muerte de Eduardo, sino también un conjunto de hechizos diseñados para matarlo. Cuando mi esposo me los muestra, no puedo evitar un estremecimiento. Tiemblo como si estuviera enferma de fiebres. Con independencia de que puedan causar la muerte o no, yo sé que esos antiguos bosquejos que se esbozan sobre un papel oscuro tienen un poder malévolo.

—Me causan escalofríos —digo—. Me producen una sensación de frío y de humedad, una sensación maligna.

—Desde luego, son pruebas malignas —dice Eduardo con expresión seria—. Yo no habría siquiera soñado que Jorge hubiera podido llegar a este punto para perjudicarme. Yo habría dado cualquier cosa con tal de que viviera en paz con nosotros, o por lo menos para mantener esto en silencio. Pero ha contratado a hombres tan incompetentes que ahora ya es de conocimiento público que mi propio hermano conspiraba contra mí. Burdett será hallado culpable y lo ahorcarán por su delito. Pero seguro que saldrá a la luz que recibía órdenes directas de Jorge. Él también es culpable de traición. ¡Pero no puedo llevar a mi propio hermano ante la justicia!

—¿Por qué no? —pregunto yo con dureza. Estoy sentada en un taburete bajo y almohadillado, junto al fuego de mi dormitorio, vestida únicamente con mi capa de noche forrada de piel. Nos acostaremos en camas separadas, pero Eduardo no soporta guardarse para sí sus preocupaciones durante más tiempo. Es posible que los viles maleficios de Burdett no hayan hecho mella en su salud, pero le han ensombrecido el ánimo—. ¿Por qué no podéis llevar a Jorge ante la justicia y condenarlo a morir por traidor? Se lo merece.

—Porque lo amo —responde el rey con sencillez—. Tanto como vos amáis a vuestro hermano Anthony. No puedo enviarlo al patíbulo. Es mi hermano pequeño. Ha estado a mi lado en la batalla. Tiene mi misma sangre. Es el favorito de mi madre. Es nuestro Jorge.

—También ha luchado en el otro bando —le recuerdo yo—. Ha sido un traidor para vos y para vuestra familia en más de una ocasión. Si Warwick os hubiera capturado y hubierais podido escapar, él habría querido veros muerto. A mí me tachó de bruja, mandó apresar a mi madre, estuvo presente cuando mataron a mi padre y a mi hermano John. No permite que ni la justicia ni los sentimientos familiares se interpongan en su camino. ¿Por qué habéis de permitirlo vos?

Eduardo, sentado en el sillón situado al otro lado de la chimenea, se inclina hacia delante. Iluminado por el resplandor de las llamas, su rostro parece el de un viejo. Por primera vez descubro la huella que el transcurrir de los años y la responsabilidad de ser rey van dejando en él.

—Ya lo sé. Ya lo sé. Debería ser más duro con él, pero no puedo. Es el preferido de mi madre, nuestro niño dorado. Me cuesta trabajo creer que sea tan…

—Cruel —le ofrezco yo el término—. Vuestro niño dorado se ha transformado en un hombre cruel. Ahora es un individuo adulto, ha dejado de ser un tierno cachorrito. Y tiene una maldad innata a la que ha mimado desde que nació. Vais a tener que hacer algo con él, Eduardo, recordad lo que os digo. Cuando vos lo tratáis con bondad, él os corresponde con conspiraciones.

—Puede ser —contesta el rey al tiempo que deja escapar un suspiro—. Es posible que aprenda.

—No aprenderá —prometo—. Tan sólo estaréis a salvo de él cuando esté muerto. Vais a tener que hacerlo, Eduardo. Sólo os queda decidir cuándo y dónde.

Mi esposo se levanta, se estira y da unos pasos hacia la cama.

—Permitidme que os acueste antes de retirarme a mis propios aposentos. Estoy deseando que nazca el niño para que podamos volver a dormir juntos.

—Dentro de un minuto —respondo.

Me inclino hacia delante para observar el fuego. Soy la heredera de una diosa del agua, nunca veo bien a través de las llamas; pero en el resplandor de las ascuas acierto a distinguir la expresión irritante de Jorge y, detrás de él, un edificio de gran altura, lúgubre como un caserón: la Torre. A mí siempre me resulta un palacio siniestro, un lugar de muerte. Pero me encojo de hombros y pienso que a lo mejor esta visión no significa nada.

Me levanto del taburete, voy hasta la cama y me acurruco bajo los cobertores. Eduardo me toma de las manos para darme el beso de buenas noches.

—Pero si estáis helada —me dice sorprendido—. Pensaba que el fuego daba suficiente calor.

—Odio ese lugar —digo de manera impulsiva.

—¿Qué lugar?

—La Torre de Londres. La odio.

El brujo que trabajaba para Jorge, el traidor Burdett, se declara inocente en el cadalso de Tyburn frente a una muchedumbre que le lanza silbidos; lo ahorcan de todas formas. Pero Jorge, sin haber extraído ninguna lección de la muerte de su secuaz, abandona Londres furibundo e irrumpe en el Consejo del rey, que está reunido en el castillo de Windsor, para repetir el discurso y gritarle a Eduardo a la cara.

—¡No puede ser! —exclamo yo dirigiéndome a Anthony. Estoy profundamente escandalizada.

—¡Es cierto! ¡Es cierto! —Anthony se ahoga de la risa en su intento de describirme la escena. Nos encontramos en mis dependencias del castillo, ocultos en mis habitaciones privadas, para que mi hermano me cuente esta noticia tan escandalosa. Mientras, mis damas se han quedado sentadas en mi sala de recibir—. Eduardo estaba a un lado, tan furioso que parecía mucho más alto. Al otro lado estaban los miembros el Consejo Privado, todos con caras de estupor. ¡Deberíais haberlos visto! ¡Thomas Stanley tenía la boca abierta como un pez! Nuestro hermano Lionel asía con desesperación la cruz que llevaba sobre el pecho, horrorizado. Y allí estaba Jorge, plantado ante el rey y declamando su discurso como si fuera un cómico de teatro. Como es natural, la mitad de los presentes no le encontraron sentido alguno, porque no se dieron cuenta de que Jorge estaba recitando de memoria el discurso del patíbulo, igual que hacen los juglares. Por eso cuando dijo lo de «Soy un hombre anciano, un hombre sabio…» se quedaron todos muy desconcertados.

Yo dejo escapar una risita.

—¡Anthony! ¡No es posible!

—Os lo juro, ninguno de los que nos hallábamos presentes sabíamos lo que estaba pasando excepto Jorge y Eduardo. ¡Y de repente Jorge lo llama tirano!

Dejo de reír al instante.

—¿Ante su propio Consejo?

—Tirano y asesino.

—¿Lo llamó eso?

—Sí. Y a la cara. ¿A qué se refería? ¿A la muerte de Warwick?

—No —contesto con brevedad—. A otra cosa peor.

—¿A Eduardo de Lancaster, el joven príncipe?

Yo niego con la cabeza.

—El príncipe murió en la batalla.

—¿No se referiría al antiguo rey…?

—Jamás hablamos de eso —replico—. Jamás.

—Pues ahora Jorge va a hablar de ello. Según parece, está dispuesto a decir cualquier cosa. ¿Sabéis que afirma que Eduardo ni siquiera es hijo de la casa de York, sino que es hijo bastardo de Blaybourne, el arquero, y que por lo tanto el auténtico heredero es él?

Hago un gesto de asentimiento.

—Eduardo va a tener que silenciarlo. Esto no puede continuar.

—Eduardo tendrá que hacerlo callar de inmediato —me advierte Anthony—, o de lo contrario Jorge acabará con vos y con la casa de York entera. Así son las cosas. El emblema de vuestra casa no debería ser la rosa blanca, sino el antiguo símbolo de la eternidad.

—¿De la eternidad? —repito yo con la esperanza de que vaya a decir algo que resulte tranquilizador en los amargos momentos que estamos viviendo.

—Sí, la serpiente que se devora a sí misma. Los hijos de York se destruirán entre sí, un hermano destruirá al otro, los tíos devorarán a sus sobrinos, los padres decapitarán a los hijos. Son una familia que necesita ver la sangre y, si no tienen otro enemigo, son capaces de derramar la suya propia.

Apoyo las manos en el vientre como si quisiera proteger a mi hijo de tan siniestras predicciones.

—No, Anthony. No digas esas cosas.

—Son la verdad —responde él con gesto grave—. La casa de York caerá; no importa lo que hagamos vos o yo, porque terminarán devorándose unos a otros.

Cuando me quedan seis semanas para dar a luz, inicio el confinamiento previo al parto retirándome a mi dormitorio puesto en penumbra y dejando el asunto sin solucionar. A Eduardo no se le ocurre qué hacer. Un hermano desleal no es algo nuevo en Inglaterra, ni tampoco en esta familia, pero a mi esposo le supone un tormento.

—Dejadlo hasta que yo salga de aquí —le digo en el umbral mismo de mi cámara—. A lo mejor entra en razón y suplica el perdón. Cuando salga, podremos decidir.

—Y vos sed valiente. —Recorre con la mirada la habitación oscurecida, caldeada por una pequeña chimenea y con las paredes vacías porque han quitado todas las imágenes que puedan afectar a la forma del niño que está esperando a nacer. Se inclina hacia delante y me susurra—: Ya vendré a visitaros.

Yo sonrío. Eduardo siempre infringe la prohibición que establece que la habitación de confinamiento debe estar reservada a las mujeres.

—Traedme vino y dulces —le pido nombrando alimentos que también están prohibidos.

—Sólo si me besáis con dulzura.

—¡Eduardo, me avergonzáis!

—Entonces habré de esperar a que salgáis de aquí.

Da un paso atrás y, delante de la corte, expresa formalmente el deseo de que todo salga bien. A continuación me hace una reverencia; yo le respondo con otra y cierro la puerta dejándolos fuera a él y a los sonrientes miembros de la corte. Me quedo a solas con las parteras en esas exiguas dependencias, sin otra cosa que hacer salvo esperar a que nazca el niño.

Tengo un alumbramiento largo y difícil al final del cual me espera el deseado tesoro: un varón. Es un encantador niñito York: cabello rubio y fino, ojos azules como un huevo de petirrojo. Es pequeño y liviano y, cuando me lo ponen en los brazos, experimento al instante una punzada de miedo porque me resulta diminuto.

—Ya crecerá —dice la partera para tranquilizarme—. Los niños crecen muy de prisa.

Yo sonrío y toco esa miniatura de mano y veo que la criatura gira la cabeza y frunce los labios.

Lo amamanto yo misma durante los diez primeros días y después permito que se encargue de esa tarea una corpulenta ama de cría que entra en la habitación y lo coge en brazos. Al verla sentada en el sillón y observar la firmeza con que se acerca el niño al pecho, siento la certidumbre de que va a cuidar bien de él. Lo bautizamos con el nombre de Jorge, tal como le prometimos a su desleal tío, y, cuando tras los ritos de purificación en la iglesia salgo de mi oscuro confinamiento al sol fuerte de mediados de agosto, descubro que durante mi ausencia la nueva amante del rey, Elizabeth Shore, casi se ha convertido en la reina de mi corte. Eduardo ha dejado de salir a emborracharse y a retozar con mujeres en las casas de baños de Londres y le ha comprado a Elizabeth una casa cerca del palacio de Whitehall. Cena con ella y se acuesta con ella. Disfruta de su compañía y la corte está al tanto.

—Esta misma noche se va —le digo a Eduardo con voz enérgica cuando, resplandeciente con un traje escarlata recamado de oro, entra en mis habitaciones.

—¿Quién? —me pregunta él con tono manso al tiempo que coge una copa de vino que hay junto a mi chimenea con un gesto de total inocencia. Obedeciendo un ademán suyo, los sirvientes se apresuran a salir de la estancia, sabedores de que se avecina un vendaval.

—Esa tal Shore —contesto sin más—. ¿No se os ocurrió pensar que alguien vendría a contarme el chismorreo en cuanto saliera de mi confinamiento? Lo sorprendente es que se hayan reprimido durante tanto tiempo. Apenas había salido por la puerta de la capilla cuando ya estaban todos amontonándose y pisándose unos a otros para ponerme al corriente. Margarita Beaufort mostró especial compasión hacia mí.

Eduardo deja escapar una leve risa.

—Perdonadme. Desconocía que mis actividades despertaran tan vivo interés.

No contesto nada a esa falsa afirmación, me limito a esperar.

—Ah, querida mía, ha pasado mucho tiempo —dice el rey—. Sé que habéis estado confinada y más tarde pasando por los dolores del parto; mi corazón estaba a vuestro lado, pero un hombre necesita tener un lecho caliente.

—Pues ya he salido de mi confinamiento —replico con rapidez—, y vais a tener un lecho helado, un témpano por almohada, un montón de nieve por cama, si para mañana por la mañana esa mujer no se ha ido.

Eduardo me tiende una mano y yo me levanto y me pongo a su lado. Al momento, me siento abrumada por la familiaridad de su contacto y por el aroma de su piel cuando me inclino para besarlo en el cuello.

—Decid que no estáis enfadada conmigo, amor mío —me susurra él con una voz que más parece un arrullo.

—Sabéis que sí estoy enfadada.

—Pues entonces decid que me perdonáis.

—Ya sabéis que siempre os perdono.

—Pues entonces decid que podemos acostarnos y volver a sentirnos felices de estar juntos. Lo habéis hecho magníficamente bien con este nuevo hijo que me habéis dado. Resultáis encantadora cuando estáis regordeta y volvéis a mí otra vez. Os deseo más que nunca. Decid que podemos ser felices.

—No. Decid vos una cosa.

Desliza una mano por mi brazo, subiendo por dentro de la manga, y la cierra en torno al codo. Como siempre, su contacto es tan íntimo como una caricia de amor.

—Lo que deseéis. ¿Qué queréis que diga?

—Decid que esa mujer se habrá ido mañana.

—Se habrá ido —acepta el rey con un suspiro—. Pero habéis de saber que si la conocierais os agradaría. Es una joven de carácter jovial, muy leída y alegre. Una compañera excelente. Y una de las jóvenes más dulces que he conocido jamás.

—Mañana se habrá ido —repito yo haciendo caso omiso de los encantos de Elizabeth Shore y sin que me importe que sea una persona leída o no. Como si a Eduardo le importase. Como si él tuviera capacidad para distinguir cómo es verdaderamente una mujer. Él persigue a las damas igual que un perro excitado persigue a una hembra en celo. Juro que no sabe una palabra de cuán leídas están ni de cuál es su temperamento.

—A primera hora de la mañana, amor mío. A primera hora.

En junio, Eduardo manda apresar a Jorge por traición y lo hace comparecer ante el Consejo. Sólo yo sé lo que le cuesta a mi esposo acusar a su hermano de haber planeado su muerte; la pena y la vergüenza que lo inundan permanecen ocultas para todas las demás personas. En la reunión del Consejo Privado no se presentan pruebas; no hay necesidad de ellas. El rey mismo declara que se ha cometido traición y nadie puede discutirle al soberano una acusación como ésa. Y, ciertamente, en dicho consejo no hay un solo hombre al que Jorge no haya sujetado de la manga en algún pasillo oscuro para susurrarle sus sospechas demenciales. Allí no hay un solo hombre que no haya oído la promesa de recibir un ascenso si formase partido en contra de Eduardo. Allí no hay un solo hombre que no haya visto a Jorge rechazar todo alimento que se haya preparado en la cocina por orden mía, o echarse sal por encima del hombro antes de tomar asiento a nuestra mesa para cenar, o cerrar el puño haciendo el gesto de repeler la brujería cuando yo paso por su lado. Allí no hay un solo hombre que no sepa que Jorge lo ha hecho todo, salvo escribir él mismo la acusación de traición y firmar su propia confesión. Pero ninguno de ellos, ni siquiera ahora, sabe lo que Eduardo desea hacer al respecto. Lo hallan culpable de traición, pero no imponen ningún castigo. Ninguno de ellos sabe hasta qué punto está dispuesto este rey a escarmentar a un hermano al que todavía ama.

Celebramos la Navidad en Westminster, pero es extraña, ya que Jorge, duque de Clarence, falta en su sitio en el gran salón, y su madre muestra todo el tiempo una expresión furibunda. Jorge se encuentra en la Torre acusado de traición, bien servido y alimentado, bebiendo bien, no me cabe duda; pero en el cuarto de los niños tenemos a un pequeño que lleva su mismo nombre, y lo apropiado sería que estuviera con nosotros.

Estoy con mis hijos, lo cual me proporciona toda la dicha que puedo desear: Eduardo ha venido de Ludlow; Richard lo ha acompañado; Thomas ha vuelto de una visita a la corte de Borgoña; los demás, sanos y fuertes; el recién nacido, Jorge, en el cuarto de los niños.

En enero celebramos los esponsales más grandiosos que se han visto en Inglaterra: mi pequeño Ricardo sella su compromiso con la heredera Anne Mowbray. En el banquete nupcial, el príncipe, que tiene cuatro años, y la niña suben a la mesa vestidos con sus hermosos ropajes de boda en miniatura y se toman de las manos como dos muñequitos. Vivirán separados hasta que tengan edad suficiente para casarse, pero es maravilloso haber logrado asegurar semejante fortuna para mi hijo; va a ser el príncipe más rico que jamás haya existido en este país.

Pero después de la noche de Reyes, Eduardo viene a verme y me dice que el Consejo Privado lo está presionando para que tome una decisión final acerca del destino de su hermano Jorge.

—Y ¿qué opináis vos? —le pregunto. Tengo una especie de presentimiento. Pienso en mis tres hijos varones que llevan el apellido de York: Eduardo, Ricardo y Jorge. ¿Qué sucedería si terminaran volviéndose el uno contra el otro como han hecho éstos?

—Opino que he de seguir adelante —afirma el rey con tristeza—. La traición se castiga con la muerte. No tengo otra alternativa.

—Ni se os pase por la cabeza ejecutarlo.

La madre del rey pasa veloz junto a mí y entra en la cámara privada de Eduardo en su apresuramiento por hablar con su hijo.

Yo me pongo en pie y hago una breve reverencia.

—Mi señora madre —digo.

—Madre, no sé qué he de hacer —contesta Eduardo al tiempo que dobla una rodilla para implorar su bendición. Ella le posa una mano en la cabeza con aire ausente, de forma rutinaria. No siente la menor ternura hacia él; no piensa en nadie más que en Jorge. Me hace una pequeña venia a mí y se vuelve de nuevo hacia su hijo.

—Es vuestro hermano. No lo olvidéis.

Eduardo se encoge de hombros con el gesto descompuesto.

—A decir verdad, él mismo dice que no lo es —señalo yo—. Jorge afirma que es sólo medio hermano de Eduardo, dado que el rey es hijo bastardo de un arquero inglés. Os está traicionando también a vos, además de a nosotros. Es generoso en sus calumnias. No se abstiene de difamarnos a ninguno. A mí me llama bruja, pero a vos os llama meretriz.

—Es falso que él haya dicho algo así —declara la madre del rey con rotundidad.

—Madre, es cierto —replica el monarca—. Y nos ha insultado a Isabel y a mí.

A juzgar por la expresión de su progenitora, esto último no le parece tan grave.

—Está socavando la casa de York con sus injurias —insisto—. Y contrató a un mago para que le echara mal de ojo al rey.

—Es vuestro hermano, tendréis que perdonarlo —declara ella.

—Es un traidor, tendrá que morir —replico yo con sencillez—. ¿Qué, si no? ¿Es perdonable tramar la muerte del rey? Entonces ¿por qué no habría de hacer lo mismo la derrotada casa de Lancaster? ¿Por qué no habrían de hacer lo mismo los espías de Francia? ¿Por qué no habría de venir cualquier maleante de los caminos y atacar con un cuchillo a vuestro hijo más querido?

—Jorge está desilusionado —le dice a Eduardo en tono de urgencia e ignorándome a mí—. Si le hubierais dado licencia para que se casara con la de Borgoña, tal como él quería, o con la princesa escocesa, nada de esto habría sucedido.

—No podía fiarme de él —responde Eduardo sin más—. Madre, mi mente no alberga ninguna duda de que si tuviera un reino propio invadiría el mío. Si tuviera una fortuna, la emplearía únicamente en reclutar un ejército para usurpar mi trono.

—Nació para la grandeza —afirma ella.

—Nació en tercer lugar —replica Eduardo animándose por fin a decirle la verdad—. Sólo podrá gobernar Inglaterra si yo muero, y si muere también mi hijo y heredero, y también mi segundo hijo Ricardo, y también Jorge, que acaba de nacer. ¿Es eso lo que hubierais preferido vos, madre? ¿Deseáis mi muerte y también la de mis tres preciados hijos varones? ¿Tanto favorecéis a Jorge? ¿Deseáis mi mal igual que ese brujo que contrató él? ¿Seréis capaz de ordenar que me pongan cristales molidos en la carne y veneno en polvo en el vino?

—No —contesta ella—. No, por supuesto que no. Vos sois el hijo y heredero de vuestro padre y ganasteis el trono por derecho propio. Y después de vos debe tenerlo vuestro hijo. Pero Jorge es hijo mío y sufro por él.

Eduardo hace rechinar los dientes para no precipitarse al contestar; se vuelve hacia el fuego de la chimenea y guarda silencio con los hombros encorvados. Todos esperamos sin decir nada hasta que el rey habla por fin.

—Lo único que puedo hacer por vos y por él es permitir que escoja él mismo la forma de morir. Debe morir, pero si desea un espadachín francés mandaré que lo traigan. En su caso no tiene por qué intervenir un verdugo. También se puede hacer con veneno, si asilo desea; puede tomarlo en privado. O con una daga que se le deposite sobre la mesa para que lo haga él mismo. Y será en la intimidad, sin que haya espectadores, ni siquiera testigos. Puede ser en su celda de la Torre, si quiere. Él mismo puede meterse en la cama y darse muerte abriéndose las venas. Y sin que haya nadie presente, salvo el sacerdote, si es su deseo.

Su madre deja escapar una exclamación ahogada. No esperaba esto. Yo permanezco muy quieta, observándolos a ambos. No creí que Eduardo fuera a llegar tan lejos.

El rey contempla el rostro compungido de su progenitora.

—Madre, lamento profundamente vuestra pérdida.

Ella está blanca como la cal.

—Debéis perdonarlo.

—Vos misma estáis viendo que no puedo.

—Lo ordeno. Soy vuestra madre. Me debéis obediencia.

—Y yo soy el rey. Él no puede enfrentarse a mí. Ha de morir.

Ella se vuelve hacia mí.

—¡Esto es obra vuestra!

Yo extiendo las manos.

—Jorge se ha buscado la muerte sin ayuda de nadie, señora madre. No podéis echarnos la culpa ni a mí ni a Eduardo. No le ha dejado ninguna alternativa al rey. Es un traidor para nuestro gobierno y representa un peligro para nosotros y para nuestros hijos. Ya sabéis lo que les sucede a los que pretenden el trono. Así se hacen las cosas en la casa de York.

Ella guarda silencio. Luego va hasta la ventana y apoya la cabeza contra el grueso cristal. Mientras observo su espalda y la postura rígida de sus hombros, me pregunto qué debe de sentir una al saber que su hijo va a morir. En cierta ocasión le prometí el dolor de una madre que sabe que ha perdido a su retoño. Ahora lo estoy viendo.

—No puedo soportarlo —dice con la voz atenazada por la congoja—. Se trata de mi hijo, de mi hijo más querido. ¿Cómo sois capaz de arrebatármelo? Antes hubiera preferido morir yo misma que llegar a ver este día. Se trata de mi Jorge, del hijo más preciado que tengo. ¡Me resulta imposible creer que vayáis a enviarlo a la muerte!

—Lo siento —dice Eduardo con pesar—, pero no veo el modo de ponerle a esto otra solución que no sea la muerte.

—¿Podrá elegir la manera? —pide confirmación—. ¿No lo expondréis al verdugo?

—Podrá elegir la manera, pero debe morir —repite Eduardo—. Él ha querido que sea una cuestión de escoger entre él y yo. Naturalmente, tendrá que morir.

La madre del rey da media vuelta sin pronunciar otra palabra y sale de la habitación. Por espacio de un instante, un instante nada más, siento lástima de ella.

Jorge, el necio, elige una muerte propia de un necio.

—Desea morir ahogado en un tonel de vino —me informa mi hermano Anthony, que ha salido de la reunión del Consejo Privado. Me encuentra sentada en la mecedora del cuarto de los niños con el pequeño Jorge en brazos, deseando que todo esto termine de una vez y que el tocayo de mi principito esté por fin muerto y olvidado.

—¿Estás intentando ser gracioso?

—No, me parece que el que intenta ser gracioso es él.

—¿A qué se refiere?

—Imagino que exactamente a lo que dice. Desea que lo ahoguen en un tonel de vino.

—¿De verdad ha dicho eso? ¿Y lo ha dicho en serio?

—Acabo de salir del Consejo Privado. Quiere ahogarse en vino, ya que ha de morir.

—Es una muerte propia de un borrachín —comento, asqueada sólo de pensarlo.

—Supongo que es una forma de burlarse de su hermano.

Apoyo a mi pequeño sobre mi hombro y le acaricio la espalda como si quisiera protegerlo de la crueldad del mundo.

—La verdad es que se me ocurren maneras peores de morir —observa Anthony.

—Pues a mí se me ocurren otras mejores. Yo preferiría que me ahorcasen antes que ahogarme en vino.

Mi hermano se encoge de hombros.

—A lo mejor piensa que puede mofarse de Eduardo y de la condena a muerte. Quizá cree que así obligará a Eduardo a perdonarlo con tal de no ejecutarlo como a un borracho. A lo mejor piensa que la Iglesia protestará y que eso dará lugar a un aplazamiento y él terminará salvándose.

—Esta vez no —contesto yo—. A ese borrachín se le ha acabado la suerte. Es justo que tenga el fin de un bebedor. ¿Dónde van a hacerlo?

—En su celda, en la Torre de Londres.

De pronto siento un escalofrío.

—Que Dios lo perdone —digo en voz baja—. Hoy es un día horrible para morir.

De la tarea se encarga el verdugo, que deja el hacha a un lado pero lleva la cara cubierta con la máscara negra. Es un hombre corpulento, de manos grandes y fuertes, y se ha llevado consigo a su aprendiz. Ambos transportan rodando un tonel de vino de malvasía hasta la celda de Jorge, y el necio hace un chiste al respecto y ríe a carcajadas abriendo mucho la boca, como si ya le faltara el aire, a medida que su semblante se va tornando blanco por el pánico.

Abren la tapa del barril y buscan una caja para que el condenado se suba a ella y así pueda inclinarse sobre el borde y ver su expresión de miedo reflejada en la superficie del líquido. La celda se llena del olor del vino. Jorge musita un «Amén» como respuesta a las plegarias del sacerdote, igual que si no supiera lo que está oyendo.

Acerca la cara a la superficie color rubí del vino de la misma forma que si estuviera posando la cabeza en el tajo y comienza a beber a grandes tragos, como para alejar el peligro. A continuación, saca las manos a modo de señal y los dos hombres le agarran la cabeza y, sujetándolo por el cabello y por el cuello del jubón, se la sumergen por completo al tiempo que le levantan ligeramente los pies del suelo. Las piernas patalean como si estuviera nadando y parte del vino se derrama por fuera a resultas del forcejeo. El líquido se va vertiendo en cascada alrededor de los pies de los verdugos a medida que el aire va saliendo de los pulmones del condenado en bocanadas que forman enormes burbujas. El sacerdote da un paso atrás para no pisar el charco de color rojo y procede a leer los últimos ritos con voz firme y reverente mientras los dos verdugos sujetan dentro del barril la cabeza del hijo más tonto de la familia York. Por fin los pies del condenado quedan colgando inertes y ya no hay más burbujas de aire; la celda entera termina impregnada de un olor que recuerda a una taberna vieja.

Esa noche a las doce, en el palacio de Westminster, me levanto de mi lecho y me dirijo a mi vestidor. Encima de un armario alargado en el que guardo mis pieles hay un cofrecillo que contiene mis cosas privadas. Lo abro. Dentro hay un viejo relicario de plata tan renegrido por el paso del tiempo que parece de ébano. Al retirar el cierre se oye el crujido de un papel viejo, arrancado de una esquina de la carta de mi padre. En él, escrito con sangre, con la mía, figura el nombre de Jorge, duque de Clarence. Arrugo el papel entre los dedos y lo arrojo a las ascuas de la chimenea para contemplar cómo se retuerce en el calor de las cenizas antes de estallar súbitamente en una llama.

—Vete, pues —digo en voz alta cuando el nombre de Jorge desaparece convertido en humo y la maldición que le eché se completa—. Pero que seas el último York que muere en la Torre de Londres. Que esto termine aquí, tal como le prometí a mi madre. Que acabe aquí.

Ojalá hubiera recordado, como ella me enseñó, que es más fácil dar rienda suelta al mal que volver a encerrarlo luego donde estaba. Cualquier necio puede provocar una tormenta, pero ¿quién puede saber hacia dónde soplará el viento y cuándo habrá de cesar?