Llega la Navidad y mi querido hijo, el príncipe Eduardo, viene a casa, a Westminster, para pasar las fiestas. Todo el mundo se maravilla de lo mucho que ha crecido. El año que viene cumple los siete, y ya es un muchacho muy guapo, de porte erguido y cabello rubio, dotado de una rapidez intelectual y una educación que son totalmente de Anthony y de un prometedor encanto y un atractivo físico que son totalmente de su padre.
Anthony trae a mi presencia a mis dos hijos Richard Grey y el príncipe Eduardo para que los bendiga; después los deja libres para que vayan a buscar a sus hermanos y hermanas.
—Os echo de menos a los tres. Muchísimo —le digo.
—Y yo a vos —me dice él a su vez con una sonrisa—. Pero tenéis buena cara, Isabel.
Yo hago una mueca.
—Para ser una mujer que vomita todas las mañanas…
A Anthony se le ilumina el semblante.
—¿Estáis de nuevo encinta?
—De nuevo y, teniendo en cuenta las náuseas, todos están convencidos de que va a ser un varón.
—Eduardo debe de sentirse muy feliz.
—Supongo que sí. Demuestra su felicidad coqueteando con todas las mujeres que hay en cien millas a la redonda.
Anthony lanza una carcajada.
—Ése es Eduardo.
Mi hermano está realmente contento. Se advierte en seguida en la postura de sus hombros y en la expresión relajada que muestran sus ojos.
—¿Y qué me dices de ti? ¿Te sigue gustando Ludlow?
—Al joven Eduardo, a Richard y a mi, las cosas nos van tal como queremos —responde—. Formamos una corte dedicada a la erudición, la caballería, las justas y la caza. Es una vida perfecta para los tres.
—¿Eduardo estudia?
—Tal como os estoy diciendo. Es un niño muy inteligente y pensador.
—¿Y tú le impides que se arriesgue cazando?
Mi hermano me muestra una amplia sonrisa.
—¡Naturalmente que no! ¿Queríais que criase como a un cobarde al que ha de ocupar el trono de Eduardo? Tiene que poner a prueba su valor en la caza y en el campo de justa. Tiene que conocer el miedo, mirarlo cara a cara y lanzarse contra él. Tiene que ser un rey valiente, no temeroso. Os habría hecho un flaco servicio si hubiera apartado al príncipe de cualquier riesgo y lo hubiera enseñado a temer el peligro.
—Ya sé, ya sé —contesto—. Pero es que es tan preciado…
—Todos somos seres preciados —declara Anthony— y todos tenemos que vivir una vida llena de riesgos. Lo estoy enseñando a montar cualquier caballo del establo y a enfrentarse a una pelea sin echarse a temblar. Eso le será de más ayuda para conservar la vida que si todo el tiempo procurase montar caballos que sean seguros y no acercarse siquiera a un campo de justa. Bien, hablemos ahora de cosas mucho más importantes. ¿Qué tenéis pensado regalarme esta Navidad? ¿Y vais a ponerle mi nombre a vuestro hijo, si es que es varón?
La corte se prepara para el banquete de Navidad con el derroche de siempre, y Eduardo encarga ropa nueva para todos los niños y también para nosotros; son parte del espectáculo que el mundo espera de la atractiva familia real de Inglaterra. Yo paso un rato con el príncipe Eduardo todos los días; me encanta sentarme a su lado cuando duerme y escucharlo rezar cuando se va a la cama. Todas las mañanas lo llamo para que venga a desayunar conmigo. Es un niño muy serio y formal, y se ofrece a leer para mí en latín, griego o francés hasta que termino por confesarle que sus conocimientos superan con mucho los míos.
Es paciente con su hermano menor, Ricardo —que lo idolatra y lo sigue a todas partes a paso vivo—, y es tierno con la pequeña Ana; se asoma a su cuna y observa maravillado sus manitas. Todos los días componemos una obra de teatro o una mascarada, todos los días salimos a cazar, todos los días celebramos una cena solemne y ceremoniosa y bailamos y nos divertimos. La gente dice que los York tienen una corte encantada y una vida encantada, y yo no puedo negarlo.
Hay una sola cosa que proyecta sombra sobre las jornadas que preceden a la Navidad: Jorge, el duque de la Insatisfacción.
—Estoy convencida de que vuestro hermano se vuelve más peculiar con cada día que pasa —me quejo ante Eduardo cuando acude a mis aposentos del palacio de Whitehall para acompañarme a la cena.
—¿Cuál de ellos? —contesta el rey con gesto perezoso—. Porque sabéis que nunca me libro de las críticas ni del uno ni del otro. Cabría pensar que estarían contentos de tener a un York en el trono y paz en la cristiandad, además de uno de los mejores banquetes de Navidad que hayamos organizado nunca, pero no es así: Ricardo va a dejar la corte y regresar al norte en cuanto haya finalizado el banquete para demostrar lo enfadado que está por el hecho de que no nos hayamos enzarzado en una batalla contra los franceses; y Jorge, simplemente, tiene mal humor.
—No es el mal humor de Jorge lo que me preocupa.
—¿Por qué, qué ha hecho ahora? —me pregunta el rey.
—Le ha dicho a su sirviente que no piensa comer nada que le enviemos desde nuestra mesa —le explico—. Le ha comentado que tiene intención de comer únicamente en privado, en su propia habitación, después de que los demás hayamos cenado. Cuando le enviemos un plato como gesto de cortesía para que lo pruebe, lo rechazará. Al parecer, tiene planeado devolvérnoslo como un insulto descarado. Se sentará con los demás a la mesa, pero con un plato vacío ante sí. Y tampoco piensa beber nada. Eduardo, vais a tener que hablar con él.
—Si se niega a beber, eso es más que un insulto, ¡es un milagro! —Eduardo sonríe—. Jorge no es capaz de rechazar una copa de vino ni aunque provenga del diablo en persona.
—No es cosa de risa que utilice nuestra mesa para insultarnos.
—Sí, ya lo sé. He hablado con él. —Se vuelve hacia el séquito de lores y ladies que forman una fila por detrás de nosotros y les dice—: Perdonadnos un momento. —Me lleva hasta una ventana en cuyo antepecho puede hablar sin que lo oigan—. Lo cierto es que la situación es peor de lo que vos creéis, Isabel. Me parece que está propagando rumores en nuestra contra.
—¿Qué está diciendo? —inquiero yo. El resentimiento de Jorge hacia su hermano mayor no quedó curado con el fracaso de su rebelión y el perdón que se le concedió. Yo había abrigado la esperanza de que se conformase con ser uno de los dos grandes duques de Inglaterra. Había creído que sería feliz con su esposa, la pálida Isabel, y con la enorme fortuna que ésta poseía, aunque se hubiera quedado sin el control de su cuñada Ana cuando la joven se casó con Ricardo. Pero, al igual que todo hombre ambicioso y mezquino, cuenta sus pérdidas más que sus ganancias. Sintió rencor contra Ricardo por casarse con su esposa, la pequeña Ana Neville; sintió rencor contra Ricardo por la fortuna que ella le aportó. A Eduardo no puede perdonarle que diera permiso a Ricardo para que la desposara, y vigila toda concesión que el rey hace a mi familia y mis parientes, todo acre de tierra que le regala a Ricardo. Cabría pensar que Inglaterra es un trocito de terreno tan minúsculo que él teme perder unos granos de tierra, de tan angustiosa que resulta su suspicacia—. ¿Qué puede decir contra nosotros? Vos no habéis dejado de mostrar generosidad con él.
—Está afirmando otra vez que mi madre traicionó a mi padre y que yo soy bastardo —me dice Eduardo al oído.
—¡Es vergonzoso! ¡Esa historia tan antigua! —exclamo.
—Y asegura que estableció un pacto con Warwick y con Margarita de Anjou según el cual él debía convertirse en rey a la muerte de Enrique. De modo que él es ahora el soberano legítimo, ya que fue nombrado heredero de Enrique.
—¡Pero si a Enrique lo mató él mismo!
—Callad, callad. No es nada de eso.
Sacudo la cabeza en un gesto de negación de forma que hago bailar el velo de mi tocado.
—No. Habladme claro a ese respecto ahora que estamos los dos solos. En su momento dijisteis que a Enrique se le había cansado el corazón y que eso era una ventaja para todos. Pero Jorge no puede decir ahora que es el hombre elegido y nombrado heredero de Enrique cuando en realidad fue su asesino.
—Dice cosas peores —advierte mi esposo.
—¿De mí? —sugiero.
Eduardo asiente.
—Dice que vos… —Se interrumpe y mira en derredor para cerciorarse de que nadie pueda oírnos—. Dice que vos sois una b… —Lo dice en voz tan baja que ni siquiera pronuncia la palabra.
Yo me encojo de hombros.
—¿Una bruja?
Eduardo afirma con la cabeza.
—No es el primero que lo dice. Y supongo que tampoco será el último. Pero no puede hacerme nada mientras vos seáis rey de Inglaterra.
—No me gusta que se digan esas cosas de vos no sólo por vuestra reputación, sino también por vuestra seguridad. Es peligroso que a una mujer la llamen eso, con independencia de quién sea su marido. Además, todo el mundo continúa diciendo que nuestra boda fue un hechizo. Y eso lleva a la gente a pensar que no hubo un casamiento de verdad.
Dejo escapar un leve siseo, igual que una gata furiosa. Me importa un comino mi propia reputación; mi madre me enseñó que una mujer poderosa siempre atrae sobre sí las calumnias. Pero los que dicen que no estoy casada de verdad están convirtiendo a mis hijos en bastardos. Y eso equivale a desheredarlos.
—Vais a tener que hacerlo callar.
—Ya he hablado con él, le he advertido. Pero imagino que, a pesar de todo, sigue creando una causa contra mí. Tiene seguidores, cada día más, y creo que podría estar en contacto con Luis de Francia.
—Con el rey Luis tenemos un tratado de paz.
—Eso no impide sus manejos. Creo que no hay nada capaz de frenar sus maquinaciones. Y Jorge es lo bastante necio como para aceptar dinero de él y causarme problemas a mí.
Yo miro a mi alrededor. La corte nos está esperando.
—Tenemos que ir a cenar —le digo—. ¿Qué vais a hacer?
—Hablaré con él otra vez. Pero mientras tanto no le enviéis ningún plato desde nuestra mesa. No quiero que pueda presumir de rechazarlo.
Yo hago un gesto negativo.
—Los platos son para los favoritos —apunto—. Y él no es ningún favorito mío.
El rey ríe mi comentario y me besa la mano.
—Tampoco lo convirtáis en sapo, brujilla mía —me dice en un susurro.
—No necesito hacer tal cosa. Ya es un sapo en el fondo de su corazón.
Eduardo no me cuenta lo que le dice al más difícil de sus hermanos, y no es la primera vez que lamento que mi madre no esté conmigo, porque necesito de sus consejos. Jorge, después de pasar varias semanas enfurruñado y negándose a cenar con nosotros, moviéndose por el palacio como si tuviera miedo de sentarse, evitándome a mí como si sólo con mirarlo pudiera convertirlo en piedra, anuncia que Isabel, que se encuentra en los últimos meses del embarazo, está indispuesta. Ha enfermado a causa del aire, declara Jorge con intención, y se dispone a apartarla de la corte.
—Tal vez sea para mejor —me comenta mi hermano Anthony una mañana durante el camino de regreso a mis aposentos después de oír misa. Me siguen mis damas, a excepción de lady Margarita Stanley, que se ha quedado arrodillada en la capilla, Dios la bendiga. Reza igual que una mujer que ha pecado contra el mismísimo Espíritu Santo, pero yo sé con certeza que es inocente de todo. Ni siquiera yace con su esposo; me parece que no siente deseo. Imagino que a ese célibe corazón Lancaster no lo estimula nada más que la ambición—. Todo el mundo anda preguntando qué ha hecho Eduardo para enfurecerlo, y además Jorge os insulta a ambos. La gente no deja de discutir sobre si el príncipe Eduardo se parece a su padre o no y sobre si es posible saber con seguridad que es hijo vuestro, ya que nació acogido a sagrado sin que estuvieran presentes los debidos testigos. He solicitado permiso a Eduardo para desafiarlo a una justa; no se le puede permitir que hable así de vos. Deseo defender vuestro nombre.
—¿Y qué ha dicho Eduardo?
—Que era mejor ignorarlo que dar pábulo a sus embustes desafiándolo. Pero no me gusta. Está insultándonos a vos y a nuestra familia, y también a nuestra madre.
—Eso no es nada en comparación con lo que les está haciendo a los suyos —señalo yo—. Puede que esté llamando bruja a nuestra madre, pero a la suya la está tachando de prostituta. No es un hombre al que le asuste levantar calumnias. Me sorprende que su madre no lo mande callar.
—Me parece que ya lo ha hecho; y Eduardo lo ha reprendido en privado, pero no se detiene ante nada. Está fuera de sí de puro despecho.
—Al menos, si permanece lejos de la corte, no se pasará los días cuchicheando en los rincones y negándose a bailar.
—Siempre y cuando no conspire contra nosotros. Una vez que se encuentre en su casa, rodeado por sus criados, Eduardo no sabrá a quién está reclutando para su causa hasta que haya reunido de nuevo un contingente de soldados y el rey tenga otra rebelión a la que enfrentarse.
—Oh, por supuesto que Eduardo se enterará —replico yo ladinamente—. Tendrá espías vigilando a Jorge. Hasta yo misma tengo una persona pagada en su casa. Eduardo tendrá docenas. Me enteraré de lo que se propone hacer antes de que lo haga.
—¿Quién es vuestro hombre? —me pregunta Anthony.
Yo esbozo una sonrisa.
—La persona que vigila, entiende e informa no tiene por qué ser un hombre. Tengo a una mujer a su servicio, y ella me lo cuenta todo.
Mi espía, Ankarette, me envía informes todas las semanas y me dice que, efectivamente, Jorge recibe cartas de Francia, nuestro enemigo. Luego, justo antes del día de Navidad, me informa de la débil salud de su esposa, Isabel. La duquesita da a luz a otro hijo, el cuarto, pero no recupera las fuerzas y sólo unas semanas después del parto renuncia a luchar por vivir, le da la espalda al mundo y fallece.
Yo rezo por su alma con sentimiento sincero. Fue una joven terriblemente desgraciada. Su padre, Warwick, la adoraba y pensó en convertirla en duquesa; después creyó que podría convertir a su esposo en rey, pero su marido, en lugar de ser un apuesto soberano de la casa de York, era un segundón malhumorado que cambió de bando no una vez, sino dos. Tras haber perdido a su primer retoño en el mar frente a Calais, a bordo de un barco azotado por los vientos de las brujas, tuvo dos hijos más: Margarita y Eduardo. Ahora van a tener que arreglárselas sin su madre. Margarita es una niña muy inteligente, pero Eduardo es lento de entendederas, tal vez incluso simplón. Dios los ayude a los dos teniendo a Jorge como único progenitor. Envío una carta para expresar mi aflicción y la corte guarda luto por ella, hija de un gran conde y esposa de un duque de la realeza.