Julio de 1473

En los últimos días del mes de julio hacemos un alto en el viaje de regreso a Londres, en la ciudad de Shrewsbury, para que yo pueda dar a luz en la posada de la gran abadía. Me alegro de huir de la luz deslumbrante y el calor del verano y de refugiarme en el frescor de una habitación con las ventanas cerradas. He ordenado que pongan una fuente en un rincón de mis aposentos porque el chapoteo del agua me calma mientras permanezco tumbada en el diván, aguardando a que llegue el momento.

Esta población está construida alrededor del pozo sagrado de St. Winifred y, al tiempo que escucho el rumor del agua en la fuente y la campanilla que anuncia las horas de la oración, pienso en los espíritus que se mueven en las aguas de esta región tan húmeda, tanto en los paganos como en los santos, Melusina y Winifred.

Y pienso que los manantiales y los ríos hablan a todos los seres humanos, pero tal vez sobre todo a las mujeres, que reconocen en su propio cuerpo el movimiento de las aguas de la tierra. Todo lugar sagrado de Inglaterra es un pozo o un manantial; las pilas bautismales se llenan de agua bendita que regresa, bendecida, a la tierra. Es un país para Melusina, y por todas partes abunda el elemento que a ella pertenece, unas veces fluyendo en forma de río, otras veces escondido bajo tierra, pero siempre presente.

A mediados de agosto comienzan los dolores. Al sentirlos giro la cabeza hacia la fuente y escucho el chapoteo, como si pretendiera oír en el agua la voz de mi madre. El niño nace con facilidad, tal como yo tenía previsto, y es un varón, tal como previo mi madre.

Poco después Eduardo entra en la habitación a pesar de que se supone que a los hombres no se les debe permitir tal cosa hasta que la parturienta haya sido purificada en la iglesia.

—Tenía que venir a veros —me dice—. Un hijo varón. Otro más. Dios os bendiga y os guarde a los dos. Dios os bendiga, amor mío, y gracias por haber sufrido dolores para darme otro hijo.

—Creía que no os importaba que fuera niño o niña —bromeo.

—Adoro a mis hijas —se apresura a decir—, pero la casa de York necesitaba otro varón más. Puede ser un compañero para su hermano Eduardo.

—¿Podemos llamarlo Ricardo? —pregunto.

—Yo había pensado en Enrique.

—Llamaremos Enrique al siguiente —propongo—. Éste será Ricardo. Es el nombre que me sugirió mi madre.

Eduardo se inclina hacia la cuna en la que está durmiendo el recién nacido y entonces comprende lo que quiero decir.

—¿Vuestra madre? ¿Sabía que ibais a tener un varón?

—Sí, lo sabía —respondo con una sonrisa—. O, en cualquier caso, fingió saberlo. Ya sabéis cómo era mi madre: lo que decía siempre era mitad mágico y mitad absurdo.

—¿Y éste va a ser el último varón que tengamos? ¿También lo predijo? ¿O vos creéis que habrá otro más?

—¿Por qué no ha de haberlo? —contesto lánguidamente—. Si es que aún deseáis tenerme en vuestro lecho, claro está. Si es que no os habéis cansado de mí. Si es que no preferís a vuestras otras mujeres.

Él se aparta de la cuna y viene a mi lado. Desliza las manos por debajo de mi espalda y me levanta hacia su boca.

—Ah, podéis estar segura de que aún os deseo.