Primavera de 1473

Un joven Eduardo, príncipe de Gales, junto con su tío el conde de Rivers, mi hijo Richard Grey —que ahora es sir por orden de su padrastro el rey—, y yo misma, emprendemos una solemne marcha en dirección a Gales para que vea su país y que tanta gente como sea posible lo vea a él. Su padre dice que de ese modo afianzaremos nuestro gobierno; mostrándonos al pueblo y haciendo gala de nuestra riqueza, nuestra fertilidad y nuestra elegancia, conseguiremos que las gentes se sientan seguras de su monarquía.

Vamos avanzando en etapas cortas. Eduardo es fuerte, pero aún no tiene ni tres años, así que pasar la jornada entera a lomos de un caballo es demasiado extenuante para él. Doy la orden de que todos los días repose un rato después del almuerzo y de que por la noche se acueste temprano, en mi cámara. También me alegro del ritmo pausado de este viaje por mí misma, ya que cabalgo al estilo amazona para poder sentarme de lado, ahora que ya se me empieza a notar la curva del vientre. Llegamos a la bella ciudad de Ludlow sin incidentes y tomo la decisión de pasar en Gales con mi hijo el primer medio año, hasta tener la certeza de que la casa está organizada para procurarle comodidad y seguridad y de que él mismo se siente adaptado y feliz en su nuevo hogar.

El pequeño está encantado; no se queja de nada. Echa de menos la compañía de sus hermanas, pero adora ser el principito de su corte y disfruta teniendo consigo a su medio hermano Richard y a su tío. Empieza a conocer el terreno que circunda el castillo, los profundos valles y las hermosas montañas. Lo atienden los mismos criados que han estado con él desde que era un recién nacido. Ha hecho amigos nuevos entre los niños que hay en su corte, los que han venido a aprender y jugar con él, y cuenta con la atenta vigilancia de mi hermano. Soy yo la que no puede conciliar el sueño durante la semana anterior a mi partida. A Anthony se le ve tranquilo, Richard está contento y el pequeño Eduardo se siente dichoso en su nueva casa.

Como es natural, me resulta casi insoportable separarme de él, ya que no hemos sido una familia real normal. No hemos tenido una vida repleta de formalidades y distancia. Este niño nació acogido a sagrado, bajo amenaza de muerte. Durante los primeros meses de su vida durmió en mi cama, algo inaudito en un príncipe de la realeza. No tuvo ama de cría, yo misma lo amamanté, y mis dedos fueron lo primero que sus manitas agarraron cuando aprendió a andar. Ni él ni ninguno de mis otros hijos fueron apartados de mí para que los criaran nodrizas o para vivir en otro palacio. El rey Eduardo ha tenido siempre a sus hijos junto a sí, y éste, su primer varón, es el primero que nos abandona para asumir sus deberes de futuro rey. Yo lo amo apasionadamente, es mi niño dorado, el que llegó por fin para afianzar mi posición como reina y dar a su padre, que hasta entonces no era más que un pretendiente de York, un motivo más fuerte para reclamar el trono. Es mi príncipe, el que corona nuestro matrimonio, nuestro futuro.

En junio, Eduardo viene a Ludlow para pasar conmigo el último mes de mi estancia y me trae la noticia de que lady Elizabeth, la esposa de Anthony, acaba de morir. Llevaba varios años sufriendo de mala salud a causa de una enfermedad que la iba debilitando. Anthony ordena que se oficien misas por su alma y yo, en secreto y avergonzada de mí misma, empiezo a pensar en quién va a ser la próxima esposa de mi hermano.

—Ya habrá tiempo para eso —dice Eduardo—. Pero Anthony va a tener que poner de su parte a fin de velar por la seguridad del reino. Es posible que tenga que desposarse con una princesa francesa. Necesito tener aliados.

—Pero sin marcharse de aquí —replico yo—. Y sin dejar a Eduardo.

—Claro. Me doy cuenta de que ha convertido Ludlow en su propio hogar. Además, Eduardo necesitará tenerlo aquí cuando nosotros nos vayamos, y hemos de marcharnos pronto. He dado la orden de partir antes de fin de mes.

Yo dejo escapar una exclamación ahogada, aunque lo cierto es que sabía que iba a llegar este día.

—Ya volveremos para ver a nuestro hijo —me promete—. Y él vendrá a visitarnos. No hay necesidad de poner esa cara de tragedia, amor mío. Está iniciándose en su papel de príncipe de la casa de York, éste es su futuro. Debéis estar contenta por él.

—Estoy contenta —respondo sin ninguna convicción en absoluto.

Cuando llega el momento de marcharme, me veo obligada a pellizcarme las mejillas para que tengan un poco de color y a morderme los labios para no llorar. Anthony sabe lo mucho que me cuesta separarme de ellos tres, pero el pequeño Eduardo está feliz, seguro de que no tardará en acudir a la corte de Londres a hacerme una visita, disfrutando de su nueva libertad y de la importancia de ser príncipe de un país que le pertenece. Me permite que lo bese y que lo abrace sin intentar zafarse. Hasta me susurra al oído:

—Te quiero, mamá.

Luego se arrodilla para recibir mi bendición, pero cuando se levanta está sonriente.

Anthony me iza hasta la silla de montar colocada detrás de mi caballerizo mayor y yo me agarro con fuerza al cinturón de éste.

Ya me muevo con cierta torpeza, pues estoy en el séptimo mes de mi embarazo. De repente me invade una oleada de preocupación y miro alternativamente a mi hermano y a mis dos hijos; me atenaza un pánico verdadero.

—Cuídate mucho —le digo al principito—. Cuida de él —le digo después a Anthony—. Escríbeme. No le permitas que salte con el poni; ya sé que quiere saltar, pero es demasiado pequeño. Y no dejes que coja frío, ni que lea con poca luz, ni que se acerque a nadie que esté enfermo. Si estalla un brote de peste en el pueblo, llévatelo en seguida. —No se me ocurre de qué más advertirle; estoy tan abrumada por la preocupación que no dejo de mirar al uno y al otro—. En serio —digo en tono débil—. En serio, Anthony, guárdalo bien.

Mi hermano se acerca a mi caballo, agarra la punta de mi bota y la sacude suavemente.

—Excelencia —me dice con sencillez—, estoy aquí para guardar al príncipe y lo guardaré. Velaré por su seguridad.

—Y tú también —le susurro—. Tú también debes cuidarte, Anthony. Tengo mucho miedo, pero no sé qué es lo que he de temer. Quiero advertirte, pero no sé en qué consiste el peligro. —Vuelvo la vista hacia mi hijo Richard Grey, que está apoyado contra la entrada del castillo y es ya un joven alto y bien parecido—. Y cuida también de mi hijo mayor —le digo—, de mi Richard. No sé decirte por qué, pero temo por todos vosotros.

Anthony se aparta del caballo y se encoge de hombros.

—Hermana —me dice con ternura—, el peligro existe siempre. Vuestros hijos y yo somos hombres y lo afrontaremos como hombres. No os asustéis vos sola pensando en amenazas imaginarias. Os deseo un buen viaje y un buen alumbramiento. ¡Todos hemos depositado nuestras esperanzas en tener otro príncipe tan sano como éste!

Eduardo da la orden de que nos pongamos en marcha y se sitúa a la cabecera, precedido por el portaestandartes y flanqueado por su guardia personal. El cortejo real comienza a desplegarse como una cinta escarlata a través de las puertas del castillo, el rojo vivo de las libreas tachonado por el ondear de las enseñas. Suenan las trompetas y los pájaros que estaban posados en los tejados de la fortaleza salen volando y se pierden en el cielo; anuncian que el rey y la reina se están separando de su preciado hijo. No puedo detener el avance imparable y no debería detenerlo, pero vuelvo la vista atrás para mirar a mi hijo pequeño, a mi hijo adulto y a mi hermano, hasta que la inclinación del camino que va desde la torre interior hasta la muralla exterior termina por ocultarlos y dejo de verlos. En el momento en que dejo de verlos me inunda tal sensación de oscuridad que por un instante tengo el convencimiento de que se ha hecho de noche y de que jamás volverá a existir un amanecer.