En los fríos días de enero, Eduardo viene a mis habitaciones, donde me encuentro sentada frente al fuego con un escabel delante de mí para poder tener los pies levantados. Cuando me ve sentada, una inactividad impropia de mí, se detiene en el umbral y, tras hacer una seña a los hombres que tiene a su espalda y a mis damas de compañía, ordena:
—Dejadnos.
Todos se van con un leve rumor, entre ellos la recién llegada lady Margarita Stanley, que revolotea alrededor de Eduardo como hacen todas las mujeres.
El rey los despide con un gesto hasta que por fin se cierra la puerta.
—Quería preguntaros por lady Margarita. ¿Es una compañía alegre y reconfortante para vos?
—Es suficiente —respondo yo con una sonrisa—. Ella sabe tan bien como yo que, cuando yo estaba acogida a sagrado, ella pasó a bordo de la barcaza de los Tudor por delante de mi ventana y que en aquel momento saboreó un instante de triunfo. E igualmente sabe tan bien como yo que ahora soy yo quien tiene el mando. Ninguna de las dos se olvida de eso. No somos hombres, que se dan una palmada en la espalda después de haber luchado el uno contra el otro en la batalla y se dicen que van a continuar tratándose «sin resentimientos». Pero también sabemos que el mundo ha cambiado y que nosotras tenemos que cambiar asimismo, y ella jamás dice una sola palabra que sugiera que desea que su hijo sea reconocido como heredero del trono de Lancaster con mayor justificación que la que tiene nuestro hijo para ser reconocido como heredero del de York.
—He venido para hablar con vos de nuestro pequeño —dice Eduardo—. Pero veo que sois vos quien debería hablar conmigo.
Yo le miro con sorpresa y le ofrezco una sonrisa.
—Oh. ¿Y de qué?
El rey deja escapar una leve risa, toma un cojín de un banco y lo deja caer al suelo para poder sentarse a mi lado. Las hierbas aromáticas que acaban de esparcirse por el suelo de la habitación desprenden aroma a agua de menta.
—¿Creéis que estoy ciego? ¿O que soy un lerdo?
—Ni lo uno ni lo otro, mi señor —contesto yo con aire coqueto—. ¿Debería?
—A lo largo de todo el tiempo que hace que os conozco, siempre os habéis sentado tal como os enseñó vuestra madre: erguida, con los pies juntos y las manos sobre el regazo o apoyadas en los brazos de la silla. ¿No es así como os enseñó que debíais sentaros? ¿Como una reina? ¿Como si ella hubiera sabido desde siempre que ibais a tener un trono?
Yo sonrío.
—Y probablemente lo sabía, en efecto.
—Y he aquí que ahora os encuentro sentada en una postura indolente en mitad del día y con los pies apoyados en un escabel. —Se inclina hacia atrás y me levanta el borde del vestido para verme los pies—. ¡Y además descalza! Estoy escandalizado. Se ve a las claras que os estáis convirtiendo en una mujer dejada y que mi corte real se halla bajo el mando de una mujerzuela de baja estofa, tal como me advirtió mi madre.
—¿Y bien? —le pregunto impertérrita.
—Y bien, sé que estáis encinta. Porque la única ocasión en que os sentáis con los pies en alto es cuando estáis en ese estado. Y por esa razón os pregunto si pensáis que estoy ciego o que soy un lerdo.
—¡Si queréis saber lo que pienso, os diré que sois más fértil que un semental! —exclamo—. Tengo un hijo vuestro un año sí y otro no.
—Y todos los demás —agrega él en tono impenitente—. No os olvidéis de ellos. ¿Y cuándo ha de nacer este preciado retoño?
—En verano —contesto—. Y hay algo más…
—¿Sí?
Acerco su rubia cabeza a la mía y le susurro al oído:
—Creo que va a ser un varón.
El rey yergue la cabeza bruscamente, con el semblante resplandeciente de alegría.
—¿De veras? ¿Tenéis algún indicio?
—Cosas de mujeres —replico yo acordándome de que mi madre inclinaba la cabeza hacia un lado, como si pretendiera oír en los cielos el taconeo de unas botitas de montar—. Pero me parece que sí. Espero que sí.
—Un varón que le nace a la casa de York en época de paz —dice Eduardo con gesto soñador—. Ah, querida, sois una buena esposa. Sois mi dama, mi único amor.
—¿Y qué pasa con todas las demás?
Él descarta a todas sus amantes y sus respectivos hijos con un gesto de la mano.
—Olvidaos de ellas. Yo las he olvidado ya. La única mujer que me importa en el mundo sois vos. Ahora y siempre.
Me besa con dulzura, reprimiendo su excitación sexual, siempre a punto. No volveremos a ser amantes hasta que el niño haya nacido y yo haya pasado por los oficios de la Iglesia.
—Amor mío —me dice en un susurro.
Dejamos pasar varios minutos en silencio, contemplando el fuego de la chimenea.
—Pero ¿para qué habéis venido a verme? —pregunto.
—Ah, sí. Supongo que no resultará un problema. Quiero enviar al joven Eduardo a Gales, a que inicie su pequeño reino. Al castillo de Ludlow.
Yo asiento con un gesto. Así es como debe ser. Eso es lo que significa tener un príncipe en lugar de una princesa. Mi hija mayor, Isabel, puede permanecer a mi lado hasta que se case; pero mi hijo ha de marcharse a comenzar el aprendizaje de ser rey. Ha de marcharse a Gales porque es el príncipe de Gales y ha de gobernar dicha región con un Consejo propio.
—Pero si aún no tiene ni tres años —me quejo.
—Es edad suficiente —replica mi esposo—. Y vos viajaréis con él a Ludlow, si juzgáis que tenéis bastantes fuerzas, y lo dispondréis todo conforme a vuestros deseos; os aseguraréis de que tenga los acompañantes y los tutores que sean de vuestro agrado. Yo me encargaré de nombraros ante el Consejo y podréis elegir a los demás miembros; daréis orientación a Eduardo y dirigiréis sus estudios y su vida hasta que cumpla los catorce años.
Nuevamente acerco el rostro de Eduardo al mío y lo beso en la boca.
—Gracias —le digo. Está poniendo a mi hijo bajo mi custodia cuando la mayoría de los monarcas dirían que el niño ha de vivir acompañado únicamente por hombres, apartado de los juicios de las mujeres. Pero Eduardo me convierte en guardiana de mi hijo, honra el amor que siento por él, respeta mi criterio. Podré soportar verme separada de mi niño si se me permite escoger quiénes han de ser los miembros de su Consejo, porque eso significará que lo visitaré con frecuencia y que su vida seguirá estando bajo mi custodia.
—Y podrá venir a casa en los días festivos y sagrados —afirma Eduardo—. Yo también lo echaré de menos, no lo dudéis. Pero debe estar en su principado. Debe empezar a gobernar. Gales ha de conocer a su príncipe y aprender a amarlo. Es necesario que él conozca su tierra desde la infancia; de ese modo nos ganaremos la lealtad de sus gentes.
—Ya lo sé —contesto yo—. Ya lo sé.
—Además, Gales siempre ha sido leal a los Tudor —agrega Eduardo casi en un aparte—. Y quiero que los olvide.
Estudio con detenimiento quién ha de encargarse de educar a mi hijo en Gales y quién ha de encabezar su Consejo y gobernar la región por él hasta que alcance la mayoría de edad. Finalmente tomo la decisión que habría tomado si hubiera escogido el primer nombre que me vino a la mente, sin pensar. Por supuesto. ¿A quién si no iba yo a confiar la posesión más preciada que tengo en el mundo?
Voy a las habitaciones de mi hermano Anthony, que se encuentran muy retiradas de la escalinata principal pues dan a los jardines privados. Su sirviente guarda su puerta; la abre y anuncia mi llegada respetuosamente, en voz baja. Cruzo la sala de recibir, llamo a la puerta de la cámara privada y entro.
Lo encuentro sentado a una mesa, delante del fuego, con una copa de vino en la mano. Tiene frente a sí una docena de plumas bien afiladas y varias hojas de carísimo papel cubiertas de rayas que las atraviesan de un lado al otro. Está escribiendo, tal como hace muchas tardes en las que la temprana oscuridad invernal obliga a todo el mundo a refugiarse puertas adentro. Ahora escribe a diario y ya no da a conocer sus poemas en las justas; para él son demasiado importantes.
Sonríe y coloca una silla junto al fuego para que tome asiento. Acto seguido, sin hacer ningún comentario, me pone un escabel bajo los pies. Habrá adivinado que estoy encinta. Anthony es un poeta a la hora de escribir y también a la hora de fijarse en lo que ve. No se le escapa nada.
—Me siento honrado —me dice con una sonrisa—. ¿Tenéis algún recado que encomendarme, excelencia, o se trata de una visita particular?
—Se trata de una petición —respondo—. Eduardo va a enviar a mi hijo pequeño a Gales para que establezca una corte propia, y deseo que tú lo acompañes en calidad de primer consejero.
—¿Eduardo no preferirá que vaya Hastings? —pregunta mi hermano.
—No. Voy a ser yo quien nombre a los miembros del Consejo. Anthony, es mucho lo que tenemos que ganar con Gales. Es una región que precisa de una mano fuerte, y deseo que esté bajo el mando de nuestra familia. No pueden ser ni Hastings ni Ricardo. Hastings no me agrada ni me agradará nunca, y Ricardo ya posee las tierras de Neville en el norte… No podemos permitir que se apodere también de las del oeste.
Anthony se encoge de hombros.
—Ya tenemos suficientes riquezas e influencia, ¿no es así?
—Nunca se tiene demasiado —replico constatando algo que resulta obvio—. Y sea como fuere, lo más importante es que quiero que seas tú el guardián de mi pequeñín.
—Si ha de ser el príncipe de Gales y tener una corte propia, deberíais dejar de llamarlo pequeñín —me recuerda mi hermano—. Va a asumir la condición de hombre adulto: mando propio, corte propia, un país propio. No tardaréis en buscarle una princesa con quien casarlo.
Yo sonrío con el rostro vuelto hacia el calor de las llamas.
—Ya lo sé, lo sé. Ya estamos pensando en ello. Me cuesta creerlo. Lo llamo pequeñín porque me gusta recordarlo tal como era cuando llevaba ropas de recién nacido, pero ahora ya viste como un hombrecito y hasta tiene su poni propio. Crece con cada día que pasa. Todos los trimestres le cambio las botas de montar.
—Es un niño encantador —dice Anthony—. Y, aunque se parece a su padre, hay veces que tengo la impresión de ver en él a su abuelo. Se nota a las claras que es un Woodville, uno de los nuestros.
—No quiero que tenga ningún otro guardián más que tú —declaro—. Ha de ser educado como un Rivers en una corte formada por Rivers. Hastings es un bruto, y tampoco quiero confiarle el cuidado de mi retoño a ninguno de los hermanos de Eduardo. Jorge no piensa en nada que no sea él mismo y Ricardo es demasiado joven. Quiero que mi príncipe Eduardo aprenda de ti, Anthony. Tú no consentirías que nadie más influyera en él, ¿verdad que no?
Él niega con la cabeza.
—No consentiría que lo educase ninguna de esas personas. No me había dado cuenta de que el rey iba a enviarlo a Gales tan pronto.
—Esta primavera —le digo—. No sé si podré soportar su partida.
Anthony calla unos instantes.
—No voy a poder llevarme conmigo a mi esposa —dice—, por si estabais pensando en que pudiera convertirse en señora de Ludlow. No es lo bastante fuerte, y este año se encuentra peor que nunca, más débil.
—Lo sé. Si desea vivir en la corte, yo me encargaré de que esté bien atendida. Pero ¿no irás a quedarte aquí por causa de ella?
Anthony niega otra vez.
—Dios la bendiga, pero no.
—Entonces, ¿irás?
—Iré, y vos podréis venir a visitarnos —dice Anthony con solemnidad—. A nuestra nueva corte. ¿Dónde va a estar? ¿En Ludlow?
Hago un gesto de afirmación.
—Podrás aprender galés y hacerte bardo —le digo.
—Bueno, puedo prometeros que educaré al pequeño tal como vos y nuestra familia querríais —me responde él—. Cuidaré de que se aplique a los estudios y a los deportes. Puedo enseñarle lo que necesita para ser un buen monarca de York. Y no es cosa pequeña, educar a un rey. Es un legado que hay que transmitir: el de dar forma al niño que un día será soberano.
—¿Es suficiente para que sacrifiques tu peregrinación durante otro año más? —le pregunto.
—Sabéis que no soy capaz de negaros nada. Y que vuestra palabra equivale a una orden del rey, y a eso no puede negarse nadie. Pero en verdad os digo que no rehusaría servir al joven príncipe Eduardo, será una misión importante ser el guardián de un niño como él. Me sentiré orgulloso de tener en mis manos la formación del próximo soberano de Inglaterra. Y será un placer vivir en la corte del príncipe de Gales.
—¿Voy a tener que llamarlo así de ahora en adelante? ¿Ya no es mi pequeñín?
—Efectivamente.