El dolor que me ha causado la muerte de mi madre no termina con su funeral, no se cura con los meses que van transcurriendo lentamente. Todas las mañanas al despertarme echo de menos su presencia tanto como el primer día. Todos los días he de recordar que no puedo pedirle su opinión, ni discutirle sus consejos, ni escucharle los sarcasmos, ni solicitarle que me oriente con su magia.
Y todos los días descubro que siento todavía más rencor hacia Jorge, duque de Clarence, por haber matado a mi padre y a mi hermano. Tengo el convencimiento de que, al conocer la noticia de que ambos habían muerto a manos de él siguiendo órdenes de Warwick, a mi madre se le rompió el corazón, y de que, si él no los hubiera asesinado a traición, ella también seguiría viva ahora.
Estamos en verano, una época apropiada para entregarse a los placeres de forma irreflexiva. Sin embargo yo llevo conmigo mi pena a las comidas al aire libre, a las excursiones que hacemos a la campiña, a los paseos a caballo y a las noches de acampada bajo la luna. Eduardo nombra a mi hijo Thomas Grey conde de Huntingdon, pero eso no me produce ninguna dicha. No le hablo a nadie de mi dolor, excepto a Anthony, que también ha perdido a su madre. Y casi nunca la mencionamos; es como si no nos atreviéramos a hablar de ella como de una persona que ha muerto y tampoco pudiéramos mentirnos a nosotros mismos diciéndonos que aún está viva. Pero yo culpo a Jorge, duque de Clarence, de haberle roto el corazón y de haberle causado la muerte.
—Odio a Jorge de Clarence más que nunca —le digo a Anthony mientras vamos juntos a caballo por el camino que lleva a Kent; allí nos esperan un banquete y una semana recorriendo los verdes senderos que discurren entre los huertos de manzanos. Debería tener el corazón alegre porque la corte es feliz, pero mi sentimiento de pérdida me atenaza como si fuera un halcón que me aferrase con fuerza la muñeca.
—Porque estáis celosa —me dice mi hermano Anthony en tono provocador mientras sujetaba con una mano las riendas de su montura y con la otra guía a mi hijo pequeño, el príncipe Eduardo, que cabalga en su poni—. Sentís celos de toda persona que cuente con el cariño de Eduardo. Sentís celos de mí, sentís celos de William Hastings, sentís celos de todo aquel que agasaja al rey, y lo lleva a los burdeles, y lo devuelve a casa borracho, y lo divierte.
Yo me encojo de hombros, indiferente a las chanzas de Anthony. Sé desde hace mucho tiempo que el placer que el rey obtiene bebiendo con sus amigos y viendo a otras mujeres forma parte de su manera de ser. He aprendido a tolerarlo, sobre todo porque eso nunca lo aparta demasiado de mi lecho y porque cuando estamos juntos es como si nos hubiéramos casado en secreto esa misma mañana. Ha sido un soldado en campaña, alejado del hogar, con un centenar de rameras a su disposición; ha sido un exiliado en ciudades donde las mujeres han acudido presurosas a consolarlo; y ahora es el rey de Inglaterra, así que todas las habitantes de Londres estarían deseosas de ser suyas… Y en verdad estoy convencida de que la mitad de ellas ya lo han sido. Mi marido es el rey. Jamás pensé que fuera a casarme con un hombre corriente, de apetitos moderados. Jamás esperé tener un matrimonio en el que él se quedara sentado a mis pies, en silencio. Eduardo es el rey, y ha de hacer lo que le apetezca.
—No, te equivocas. Que Eduardo se acueste con rameras no es algo que me preocupe. Es el rey, de modo que puede obtener sus placeres donde se le antoje. Pero yo soy la reina y siempre termina volviendo conmigo. Eso lo sabe todo el mundo.
Anthony asiente para concederme la razón en ese punto.
—Pero no veo por qué concentráis vuestro odio en Jorge. Todos los familiares del rey son igual de malvados. Su madre nos odia a vos y a todos nosotros desde que aparecimos en Reading y Ricardo está cada día más intratable y más malhumorado. Está claro que la paz no le sienta bien.
—No le sienta bien nada que tenga que ver con nosotros —afirmo—. No se parece en nada a sus dos hermanos; son como el agua y el vino. Él es menudo y moreno, y lo inquietan tanto su salud, su posición y su alma que siempre está anhelando hacer fortuna y rezando oraciones.
—Eduardo vive como si el mañana no existiera, Ricardo como si no quisiera que llegara un mañana, y Jorge como si hubieran de dárselo de forma gratuita.
Lanzo una carcajada.
—Bueno, pues a mí Ricardo me agradaría más si fuera tan sinvergüenza como lo sois los demás —observo—. Y desde que se ha casado es más santurrón todavía. Siempre nos ha despreciado a nosotros, los Rivers, y ahora también desprecia a Jorge. Es justo esa beatería tan pomposa lo que no puedo soportar. Hay ocasiones en que me mira como si yo fuera una especie de…
—¿Una especie de qué?
—Una especie de pescadera gordinflona.
—Pues —responde mi hermano—, para seros sincero, ya no sois precisamente joven, y con determinada luz, ya sabéis…
Le propino un golpecito en la rodilla con mi fusta y él ríe y le guiña un ojo al pequeño Eduardo, que va montado en su poni.
—No me gusta que se haya apoderado de todo el norte. Eduardo le ha concedido un poder excesivo, lo ha convertido en un príncipe dueño de un principado propio. Representa un peligro para nosotros y para nuestros herederos. Eso va a dividir el reino.
—Con algo tenía que recompensarlo. Ricardo ha arriesgado una y otra vez la vida en las apuestas que Eduardo ha jugado. Ricardo ganó el reino para Eduardo, y era justo que recibiera su parte.
—Pero eso lo convierte casi en un rey que cuenta hasta con un territorio propio —protesto—. Le entrega el reino del norte.
—Nadie duda de su lealtad, excepto vos.
—Es leal a Inglaterra y a su casa, pero no le gustamos ni los míos ni yo. Siente envidia de todo lo que tengo y no admira mi corte. ¿Y qué significa eso de que piensa en nuestros hijos? ¿Será leal a mi vástago varón, porque también lo es de Eduardo?
Anthony se encoge de hombros.
—Hemos subido muy alto, ya lo sabéis. Vos habéis elevado nuestra posición. Hay muchas personas que opinan que vivimos por encima de lo que merecemos, y tan sólo por obra y gracia de que vos mostrasteis vuestros encantos en un camino.
—No me gusta que Ricardo se haya casado con Ana Neville.
Anthony deja escapar una breve risa.
—Ah, hermana, a nadie le ha gustado ver a Ricardo, el joven más rico de toda Inglaterra, desposado con la joven más rica de toda Inglaterra. ¡Pero jamás habría imaginado que ibais a poneros del lado de Jorge, duque de Clarence!
Yo río de mala gana. La rabia que invadió a Jorge al ver que las manos de su propio hermano arrancaban de su misma casa a su acaudalada cuñada lleva medio año haciéndonos reír a todos.
—Sea como sea, es vuestro esposo el que ha obligado a Ricardo —señala Anthony—. Si Ricardo deseaba casarse con Ana por amor, podría haberlo hecho y haber obtenido como recompensa el amor de ella. Pero fue necesario que el rey interviniera para declarar que la fortuna de su madre debía dividirse entre las dos hermanas. Fue preciso que vuestro honorable esposo declarase a la madre legalmente muerta, aunque creo que esa anciana continúa insistiendo con tozudez en que aún está viva y exige ejercer el derecho a reclamar sus tierras; fue vuestro esposo el que le arrebató toda la fortuna a esa pobre mujer para entregársela a sus dos hijas y así, de esa manera tan cómoda, a los hermanos de él.
—Yo le dije que no hiciera tal cosa —contesto irritada—. Pero no me hizo caso. Él siempre favorece a sus hermanos, y a Ricardo muy por encima de Jorge.
—Hace bien en preferir a Ricardo, pero no debería infringir las leyes que él mismo ha impuesto en su propio reino —replica Anthony con una súbita seriedad—. Ésa no es forma de gobernar. Robar a una viuda es ilegal, y es justamente lo que él ha hecho. Además, es la viuda de su enemigo y se ha acogido a sagrado en un convento. Debería mostrarse gentil con ella, debería ser misericordioso. Si fuera un auténtico y noble caballero, la animaría a que saliera del convento y asumiera el control de sus tierras, protegiera a sus hijas y frenara la codicia de sus hermanos.
—La ley es lo que los hombres poderosos dicen que es —sentencio enfadada—. Y el derecho de acogerse a sagrado es de obligado respeto. Si tú no fueras un soñador, como los de Camelot, ya sabrías eso a estas alturas. Estuviste en Tewkesbury, ¿no es cierto? ¿Viste la santidad del suelo sagrado cuando sacaron a rastras a los nobles de la abadía y los apuñalaron en el camposanto? ¿Defendiste entonces el derecho de asilo de la Iglesia? Porque, según ha llegado a mis oídos, todo el mundo desenvainó la espada y dio muerte a los hombres que se acercaban ofreciendo sus armas con la empuñadura por delante.
Anthony sacude la cabeza en un gesto negativo.
—Soy un soñador —concede—, no lo niego. Pero he visto suficientes cosas para conocer el mundo. Puede que mi sueño consista en crear uno mejor. A veces este reinado de los York supone demasiado para mí, Isabel. No soporto ver a Eduardo favorecer a un hombre y dejar a otro de lado sin otra razón que la de hacerse él mismo más fuerte o afianzarse más en el trono. Y vos habéis convertido la corona en vuestro feudo: distribuís favores y riquezas a vuestros favoritos, no a quienes los merecen. Ambos os habéis creado enemigos. La gente dice que no nos importa nada que no sea nuestro propio éxito. Cuando veo lo que hacemos ahora que estamos en el poder, hay ocasiones en que me arrepiento de haber luchado por la rosa blanca; hay veces en que pienso que los de Lancaster lo habrían hecho igual de bien o, en cualquier caso, no peor que nosotros.
—Entonces te estás olvidando de Margarita de Anjou y de su esposo demente —replico con frialdad—. Hasta mi madre me dijo el día en que partimos en dirección a Reading que yo no podría hacerlo peor que Margarita de Anjou, y así ha sido.
Anthony me da la razón.
—De acuerdo. Vos y vuestro esposo no sois peores que un trastornado y una arpía. Muy bien.
Me quedo sorprendida por la gravedad con que habla.
—Así es el mundo, hermano mío —le recuerdo—. Y tú también has obtenido favores del rey y de mí. Y ahora eres conde de Rivers, cuñado del rey y tío del futuro monarca.
—Creía que estábamos haciendo algo más que forrarnos los bolsillos —comenta él—. Pensaba que estábamos haciendo algo más que sentar en el trono a un rey y una reina que son sólo un poco mejores de lo peor que podían ser. Veréis, a veces preferiría llevar puesta una túnica blanca con una cruz roja y estar luchando por Dios en el desierto.
Me viene a la memoria la predicción que hizo mi madre en cuanto a que algún día la espiritualidad de Anthony triunfaría por encima del carácter mundano de su apellido Rivers y se iría de mi lado.
—Ah, no digas eso —le digo—. Te necesito. Y, cuando el pequeño Eduardo se haga hombre y tenga un Consejo propio en calidad de príncipe, también te necesitará. No se me ocurre un hombre mejor que tú para guiarlo y enseñarlo. No existe en toda Inglaterra un caballero más leído. No existe ningún poeta que sepa luchar tan bien. No digas que vas a marcharte, Anthony. Sabes que debes quedarte aquí. Yo no puedo ser reina sin ti. Sin ti no puedo ser yo misma.
Él me hace una venia luciendo su sonrisa ladeada, me toma la mano y la besa.
—No me marcharé mientras preciséis de mí —promete—. Jamás me iré voluntariamente mientras vos me necesitéis. Y tened por seguro que los buenos tiempos están a punto de llegar.
Yo sonrío. Pero, por la manera en que mi hermano pronuncia esas palabras tan optimistas, parece más bien un lamento.