Me encuentro en los últimos meses del embarazo y la corte está alojada en el hermoso palacio Nonesuch, en Sheen, un lugar apropiado para la primavera ahora que todos estamos convulsos tras el enorme y delicioso escándalo que ha supuesto el casamiento de Ricardo, el hermano de Eduardo; un enlace que resulta tanto más maravilloso porque nadie habría pensado que Ricardo haría algo que resultara indecoroso. Jorge sí, con su incesante búsqueda de sus propios intereses. Jorge siempre proporcionará grandes cantidades de material a los encargados de tejer los chismorreos, dado que no le importa nadie que no sea él mismo. No hay honor ni lealtad ni afecto que impida a Jorge hacer lo que más le convenga.
Y también Eduardo, que siempre hace lo que le apetece sin preocuparse de lo que diga la gente. ¡Pero Ricardo! Ricardo es el decente de la familia, el que más se ejercita para ser fuerte, el que estudia para ser un hombre culto, el que reza devotamente para obtener el favor de Dios, el que se esfuerza mucho para conseguir el amor de su madre aun sabiendo que siempre resulta eclipsado. Que Ricardo cause un escándalo es como si mi mejor perro de caza declara de repente que ya no quiere cazar. No es propio de él.
Bien sabe Dios que yo intento amar a Ricardo, ya que ha sido un amigo sincero para mi esposo y un buen hermano. Debería amarlo; él se puso al lado de mi esposo sin pensárselo dos veces cuando tuvieron que huir de Inglaterra en un minúsculo barco de pesca; soportó el destierro con él y volvió a casa con él arriesgando la vida media docena de veces. Y Eduardo ha dicho siempre que, si Ricardo tuviera bajo su mando el ala izquierda, podría estar seguro de que el ala izquierda resistiría. Y, si lo que tuviera bajo su mando fuera la protección de la retaguardia, estaría convencido de que por dicho lado no llegaría ningún ataque por sorpresa. Si Eduardo confía en él como hermano y como vasallo y lo ama profundamente, ¿por qué no he de amarlo yo? ¿Qué tiene ese joven que me impulsa a entrecerrar los ojos cuando lo miro, como si tuviera algún fallo que se me escapa? Pero he aquí que ahora este joven cachorro, que aún no ha cumplido veinte años, se ha convertido en un héroe, en un héroe de balada.
—¿Quién habría pensado que el insípido joven Ricardo llevaba dentro tanta pasión? —le pregunto a Anthony, que está sentado a mis pies bajo un emparrado que mira al río. Mis damas están repartidas a mi alrededor, acompañadas por media docena de jóvenes de la corte de Eduardo, mientras cantan y juegan con una pelota y, en general, coquetean y pasan el rato. Yo estoy trenzando una corona de flores silvestres para el vencedor de una carrera que se va a disputar más tarde.
—Es muy profundo —sentencia Anthony. Y al oírlo mi hijo Richard Gray, que tiene dieciséis años, suelta una risa ahogada.
—Calla —lo reprendo—. Muestra respeto a tu tío, por favor. Y pásame unas cuantas hojas.
—Profundo y apasionado —prosigue Anthony—. Y nosotros que creíamos que no era más que un ser insípido. Asombroso.
—Lo cierto es que es apasionado de veras —tercia mi hijo—. Lo subestimáis porque no es pomposo ni arrogante como sus otros hermanos.
Mi hijo Thomas Grey, que está sentado a su lado, afirma con la cabeza.
—Es verdad.
Anthony eleva una ceja al captar la crítica al rey que implica dicho comentario.
—Vamos, id los dos a prepararos para la carrera —los despido.
La corte se ha quedado fascinada con la pobre Ana Neville, la joven viuda del príncipe niño Eduardo de Lancaster. Llevada a Londres como parte de nuestro desfile de la victoria tras la batalla de Tewkesbury, ella y su fortuna captaron de inmediato el interés de Jorge, duque de Clarence, ya que constituían un modo de acceder a la riqueza de Warwick en su totalidad. Dado que la madre de las jóvenes Neville, la pobre condesa de Warwick, se había retirado del mundo y se había encerrado en un convento presa de una profunda desesperación, Jorge hizo planes para apoderarse de todo: ya era dueño de la mitad de la fortuna de los Warwick debido a su matrimonio con Isabel Neville, y a continuación, con grandes alardes, se hizo cargo de la custodia de la hermana menor de ésta. Tomó a la pequeña Ana Neville, se condolió con ella por la muerte de su padre y la ausencia de su madre, la felicitó por haber escapado de la pesadilla que representaba estar casada con aquel pequeño monstruo, el príncipe Eduardo de Lancaster, y pensó en ponerla bajo su protección, alojarla en casa de su esposa, que era hermana de ella, y plantar sus pegajosas zarpas en la fortuna que poseía.
—Fue un acto caballeroso —dice Anthony para irritarme.
—Fue una oportunidad, y ojalá la hubiera visto yo primero —replico.
Ana, peón en la lucha que libraba su padre por el poder, viuda de un monstruo, hija de un traidor, tenía sólo quince años cuando se fue a vivir con su hermana y el marido de ésta, Jorge, duque de Clarence. No tenía ni idea, más de la que podría tener mi gata, de cómo hacer para sobrevivir en este reino poblado de enemigos suyos. Debió de pensar que Jorge era su salvador.
Pero no durante mucho tiempo.
Nadie sabe con certeza qué sucedió a continuación, pero lo cierto es que algo se torció en el magnífico plan que Jorge había trazado para apoderarse de las dos jóvenes Neville y quedarse para sí la cuantiosa fortuna de ambas. Hay quien dice que Ricardo, en una visita que efectuó a la gran mansión en la que vivía su hermano, volvió a encontrarse con Ana, a la que había conocido en la infancia, y que ambos se enamoraron; que él la rescató, cual caballero de una fábula, de algo que era poco menos que un encarcelamiento. Comentan que Jorge la había disfrazado de criada de la cocina con el fin de que no se acercara a su hermano. Cuentan que la tenía encerrada en su habitación. Pero prevaleció el amor verdadero y el joven duque y la joven princesa viuda se arrojaron el uno a los brazos del otro. En cualquier caso, esta versión de la historia es tremendamente romántica y maravillosa. Gusta mucho a los necios de todas las edades.
—A mí me gusta que se relate de ese modo —dice mi hermano Anthony—. Estoy pensando en componer un poema.
Pero existe otra versión. Otras personas, que admiran a Ricardo, duque de Gloucester, tanto como yo, afirman que éste vio en aquella joven solitaria, recientemente enviudada, a una mujer que podría proporcionarle la popularidad que su apellido de soltera inspiraba en el norte de Inglaterra, que podría aportarle una gran cantidad de tierras adyacentes a las que él ya había recibido de Eduardo y que podría ponerle en las manos una fortuna en concepto de dote sólo con que él se la arrebatara a su madre. Ana era una niña tan sola y tan desprotegida que no podría rechazar a Ricardo, una niña tan acostumbrada a que le dieran órdenes que resultaría fácil intimidarla para que traicionara a su propia progenitora. Esta versión sugiere que Ana, encarcelada por uno de los hermanos de York, fue raptada por otro y obligada a casarse con él.
—No es tan bonita —le comento a Anthony.
—Vos podríais haberlo impedido —me dice en uno de sus repentinos momentos de seriedad— si hubierais acogido a Ana bajo vuestra protección, si hubierais obligado a Eduardo a que ordenase a Ricardo y a Jorge que no la hicieran pedazos igual que dos perros que se disputan un hueso.
—Debería haberlo hecho —reflexiono yo—, porque ahora Ricardo tiene en su poder a una de las Neville, la fortuna de Warwick y el apoyo del norte; y Jorge tiene a la otra. Es una combinación peligrosa.
Anthony eleva una ceja.
—Deberíais haberlo hecho porque era la manera más recta de obrar —me dice con toda la pomposidad de un hermano mayor—. Pero veo que seguís pensando únicamente en el provecho y en el poder.