Estamos en la Torre, a la espera de noticias, cuando de pronto se oye un griterío que me indica que mi esposo regresa a casa. Bajo a la carrera la escalera de piedra con un repiqueteo de tacones seguida por las niñas, pero, cuando se abre el rastrillo y entran los caballos, el que llega sonriéndome no es mi esposo, sino mi hermano Anthony.
—Hermana, alegraos, vuestro esposo se encuentra bien y ha ganado una importante batalla. Madre, dadme vuestra bendición, la necesito.
Se apea del caballo de un salto y me hace una reverencia; después se vuelve hacia mi madre, se descubre y se arrodilla para que ella le ponga una mano en la cabeza. Durante unos instantes se hace el silencio. Se trata de una bendición auténtica, no de ese gesto vacuo que realiza la mayoría de las familias. El corazón de mi madre se vuelca en Anthony, el hijo de más talento, y él inclina su cabeza rubia ante su progenitora. Seguidamente se incorpora y se vuelve hacia mí.
—Ya os lo contaré más tarde, pero podéis tener la seguridad de que Eduardo ha obtenido una gran victoria. Margarita de Anjou se encuentra en nuestro poder, es nuestra prisionera. Su hijo ha muerto, ya no tiene heredero. Las esperanzas de Lancaster yacen ahora en medio de la sangre y del barro. Eduardo habría querido venir a veros, pero ha tenido que partir hacia el norte, donde han surgido más revueltas a favor de los Neville y los Lancaster. Lo acompañan vuestros hijos, que están bien de salud y de ánimo. A mí me ha ordenado que viniera aquí con la misión de guardaros a vos y a Londres. El condado de Kent se ha alzado en nuestra contra, cuenta con el apoyo de Thomas Neville. La mitad de los insurgentes son buenos hombres mal conducidos, pero la otra mitad no son sino ladrones que buscan un botín. La facción más pequeña y más peligrosa es la que forman los que se consideran capaces de liberar al rey Enrique y capturaros a vos, y han jurado hacerlo. Neville viene hacia aquí, hacia Londres, con una pequeña flota de barcos. He de entrevistarme con el alcalde y con los padres de la ciudad para organizar la defensa.
—¿Nos van a atacar aquí?
Anthony afirma con la cabeza.
—Han sido derrotados y su heredero ha muerto, pero aun así pretenden continuar con la guerra. Elegirán a otro heredero para Lancaster, a Enrique Tudor. Jurarán cobrarse venganza. Eduardo me ha hecho venir para que os defienda. En el peor de los casos, he de organizar vuestra retirada.
—¿Corremos un peligro real?
Mi hermano asiente.
—Lo siento mucho, hermana. Ellos cuentan con barcos y con el apoyo de Francia, pero Eduardo se ha llevado el ejército entero al norte.
Me hace una reverencia, y después da media vuelta y echa a andar hacia el interior de la Torre al tiempo que ordena al alcaide que haga venir de inmediato al primer edil de la ciudad y que le prepare un informe sobre las condiciones de la Torre para soportar un asedio.
Llegan los hombres y confirman que Thomas Neville tiene barcos en el mar, frente a las costas de Kent, y que ha jurado respaldar a las tropas de Kent en una marcha que ascenderá por el río Támesis con la intención de tomar Londres. Acabamos de ganar una batalla dramática y de matar a un niño, el heredero que debía reclamar el trono; con ello deberíamos encontrarnos ya a salvo, sin embargo seguimos estando en peligro.
—¿Qué motivos puede tener para hacer eso? —pregunto—. Se acabó: Eduardo de Lancaster ha muerto, su primo Warwick también, Margarita de Anjou está prisionera, Enrique se halla cautivo dentro de esta misma Torre. ¿Qué razones puede tener un Neville para traer una flota hasta Gravesend y hacer planes de tomar Londres?
—Es que esto no ha acabado —observa mi madre.
Estamos paseando por el tejado de la Torre, yo con el pequeñín en brazos para que tome el aire y con las niñas detrás de nosotras. Si miramos hacia abajo vemos a Anthony supervisando la colocación del cañón, que ha de quedar orientado hacia el río, y ordenando que se apilen sacos de arena detrás de las puertas y las ventanas de la Torre Blanca. Si volvemos la vista hacia el Támesis divisamos a los hombres que están trabajando en los muelles amontonando sacos de arena y preparando cubos de agua, ya que temen que pueda estallar un incendio en los almacenes cuando Neville traiga sus barcos río arriba.
—Si Neville toma la Torre y Eduardo es derrotado en el norte, todo volverá a empezar otra vez —señala mi madre—. Neville liberará al rey Enrique de su encierro. Margarita se reunirá con su esposo; incluso es posible que engendren otro hijo. La única manera de poner fin con seguridad a su estirpe, el único modo de poner fin a estas guerras para siempre, es la muerte. La muerte de Enrique. Hemos eliminado al heredero y ahora tenemos que matar al padre.
—Pero Enrique tiene otros herederos —apunto yo—, aunque haya perdido a su hijo. Por ejemplo, Margarita Beaufort. La casa de Beaufort sigue adelante con el hijo de Margarita, Enrique Tudor.
Mi madre se encoge de hombros.
—Una mujer —dice—. Nadie va a luchar por sentar en el trono a una reina. ¿Quién iba a sujetar las riendas de Inglaterra sino un soldado?
—Tiene un hijo, de apellido Tudor.
Mi madre se encoge de hombros de nuevo.
—Nadie va a luchar por un mozalbete imberbe. Enrique Tudor carece de importancia. Enrique Tudor jamás podría ser rey de Inglaterra. Nadie batallaría por un Tudor frente a un Plantagenet. Los Tudor son de la realeza sólo a medias, y eso gracias a la familia soberana de Francia. No representa ninguna amenaza para ti. —Baja la mirada por la pared blanca hasta la ventana provista de barrotes en la que se encuentra prisionero el olvidado rey Enrique, que ha vuelto a entregarse a sus plegarias—. No; una vez que Enrique haya muerto, la estirpe de Lancaster se extinguirá y todos estaremos a salvo.
—¿Pero quién iba a atreverse a matarlo? Es un hombre desvalido, medio loco. ¿Quién iba a tener tan mal corazón como para asesinarlo mientras sea nuestro prisionero? —Luego bajo el tono de voz porque sus dependencias se encuentran justo debajo de nosotras—. Pasa los días arrodillado en un reclinatorio, vuelto hacia la ventana con la mirada perdida, sin hablar. Matarlo sería como masacrar a un demente. Y hay quienes dicen que es un trastornado que despide santidad; hay quienes dicen que es un santo. ¿Quién osaría asesinar a un santo?
—Espero que tu esposo —responde mi madre sin rodeos—. Porque el único modo de asegurar el trono de Inglaterra es aplastarle la cara con una almohada y hacerlo dormir el sueño eterno.
De pronto el sol se oculta tras una sombra y yo estrecho a mi pequeño Eduardo con más fuerza, como para impedir que oiga tan malévola sugerencia. Me recorre un escalofrío, como si la muerte que mi madre está prediciendo fuese la mía.
—¿Qué sucede? —me pregunta—. ¿Tienes frío? ¿Quieres que volvamos adentro?
—Es por la Torre —contesto yo irritada—. Siempre he odiado la Torre. Y por vos, que decís cosas horribles, como que se ha de asesinar a un prisionero de la Torre que se encuentra indefenso. Ni siquiera deberíais hablar de esas cosas, sobre todo delante del pequeñín. Estoy deseando que todo esto termine y podamos regresar al palacio de Whitehall.
De repente, allá abajo, mi hermano Anthony levanta la vista hacia nosotras y me indica con un gesto de la mano que el cañón ya está colocado en su sitio y que estamos preparados.
—Pronto podremos marcharnos —me dice mi madre para reconfortarme—. Eduardo volverá a casa, y tú volverás a estar segura y a salvo con el niño.
Pero esa noche suena la alarma y todos saltamos de la cama. Yo me apresuro a coger al pequeñín; las niñas corren a mi lado y Anthony abre de golpe la puerta de mi cámara y me dice:
—Sed valientes, se acercan por el río y va a haber fuego de artillería. No os acerquéis a las ventanas.
Cierro los postigos y echo el pestillo; corro las cortinas que rodean la gran cama y me meto dentro de ella con las niñas y con el pequeñín; me pongo a escuchar. Nos llegan el estruendo del fuego de los cañones y el silbido de las balas surcando el aire, seguido del crujido que producen al estrellarse contra los muros de la Torre. Isabel, mi hija mayor, se vuelve hacia mí con la cara muy pálida y el labio tembloroso y me susurra:
—¿Es la reina malvada?
—Tu padre ha vencido a la reina malvada y ahora es nuestra prisionera, igual que el antiguo rey —le explico mientras pienso en Enrique, que se encuentra allá abajo; me pregunto si se le habrá ocurrido a alguien cerrar los postigos de sus ventanas o advertirle que no se acerque a ellas. Neville tendría bien merecido, y a nosotras nos ahorraría muchos esfuerzos, que esta noche su rey resultara muerto por su propia mano a causa de una bala de cañón.
De pronto se oyen rugir nuestros cañones, situados delante de la Torre, y las ventanas se iluminan brevemente con el fogonazo del disparo. Isabel se encoge y se refugia detrás de mí.
—Ése es nuestro cañón, que ha disparado contra los barcos de los malos —le digo en tono jovial—. Es un primo de Warwick, Thomas Neville, que es demasiado tonto para saber que ya se ha terminado la guerra y que la hemos ganado nosotros.
—¿Qué es lo que quiere? —pregunta Isabel.
—Empezarla de nuevo —respondo con rencor—. Pero tu tío Anthony está preparado para hacerle frente y cuenta con la ayuda de hombres entrenados y apostados en las murallas de Londres y con todos los jóvenes aprendices, que están deseosos de luchar y de defender la ciudad. Después, tu padre regresará a casa.
Ella me mira con sus enormes ojos grises. Siempre piensa más cosas de las que dice, mi pequeña Isabel. Ha conocido la guerra desde que era una recién nacida; sabe que incluso en estos momentos ella misma es una pieza del juego de ajedrez de Inglaterra; es consciente de que negociarán con ella, de que posee un valor, de que lleva toda la vida corriendo grave peligro.
—¿Y entonces se terminará? —me pregunta.
—Sí —le prometo mirando su expresión de incertidumbre—. Entonces se terminará.
Tres días pasamos bajo asedio, tres días de bombardeos y ataques de los insurgentes de Kent y los barcos de Neville contra Anthony y nuestro pariente Henry Bourchier, conde de Essex, que organizan la defensa. Cada día vienen a refugiarse en la Torre más miembros de mi familia y más personas afines: mis hermanas con sus maridos, la esposa de Anthony, mis antiguas damas de compañía; todos creen que éste es el lugar más seguro que hay en una ciudad que se encuentra sitiada, hasta que Anthony decreta que ya contamos con suficientes oficiales y hombres para lanzar un contrataque.
—¿A qué distancia se encuentra Eduardo? —pregunto yo nerviosa.
—Según las últimas noticias, a cuatro días de aquí —me responde—. Demasiado lejos. No podemos permitimos esperar a que llegue. Calculo que podemos vencer a nuestros enemigos con las fuerzas de que dispongo.
—¿Y si pierdes? —inquiero inquieta.
Él suelta una carcajada.
—Entonces, mi querida hermana y soberana, deberéis convertiros en una reina militante y dirigir vos misma la defensa de la Torre. Podréis resistir durante días. Lo que tenemos que hacer es obligar al enemigo a retroceder ahora, antes de que comience a acercarse más. Si estrechan el sitio a la Torre o incrementan el fuego de cañón, o si, Dios no lo quiera, consiguen entrar de algún modo, podríais morir antes de que regresara Eduardo.
Hago un gesto de asentimiento.
—Adelante, pues —digo con expresión grave—. Atácalos.
Mi hermano me hace una venia.
—Habéis hablado como una verdadera partidaria de York —me dice—. Todos los miembros de la familia de York son seres sedientos de sangre, nacidos y criados en el campo de batalla. Esperemos que cuando hallemos finalmente la paz no se maten unos a otros impulsados simplemente por la costumbre.
—Ocupémonos de conseguir la paz antes de preocuparnos porque los hermanos de York puedan echarla a perder —replico.
Al amanecer, Anthony ya está preparado. Las bandas entrenadas de Londres están bien armadas y ejercitadas. Ésta es una ciudad que lleva dieciséis años en guerra, así que todos los aprendices tienen armas y saben usarlas. Los hombres de Kent, bajo el mando de Neville, están acampados en todo el perímetro de la Torre y de las murallas de la ciudad, pero, cuando se abre la poterna de la Torre duermen y Anthony y sus hombres salen por ella sin hacer ruido. Yo les sostengo la puerta; el último en salir es Henry Bourchier.
—Excelencia, prima, cerrad bien cuando hayamos salido todos y escondeos en un lugar seguro —me dice.
—No, pienso aguardar aquí —le contesto—. Si sufrís algún contratiempo, estaré aquí para dejaros entrar a mi hermano y a todos vosotros.
Bourchier sonríe.
—Bueno, espero que regresemos trayendo una victoria —me dice.
—Buena suerte —respondo.
Una vez que todos han salido he de cerrar la poterna y echar el pestillo, pero no lo hago. Me quedo a observar. Me siento igual que la heroína de un cuento, la hermosa reina que envía a sus caballeros a la batalla y después vela por ellos como un ángel.
Al principio, así parece ser. Mi hermano, con la cabeza descubierta y protegido con su bella armadura torneada, se encamina en silencio hacia el campamento, espada en mano, seguido por sus hombres, los amigos que nos son leales y los que están emparentados con nosotros. A la luz de la luna parecen caballeros andantes que dejan a su espalda la cinta reluciente del río y que avanzan bajo la negrura del firmamento. Los rebeldes se encuentran acampados junto a la orilla, y también se han acomodado en las calles angostas y sucias de alrededor. Son hombres pobres; hay unos cuantos que tienen tiendas de campaña y refugios, pero en su mayoría duermen en el suelo, al lado de las fogatas. Las calles que quedan fuera de la ciudad están llenas de tabernas y prostíbulos, y la mitad de los soldados se han emborrachado. El grupo de Anthony se divide en tres y, cuando se da la orden, todo cambia de pronto. Se ponen los yelmos, se bajan la visera para cubrirse los ojos, desenvainan las espadas, liberan las pesadas bolas de las mazas de asalto, dejan de ser mortales y se transforman en hombres de metal.
No sé por qué, pero desde la puerta en la que estoy vigilando percibo el cambio que se opera en ellos y, aunque los he enviado yo a combatir y es a mí a quien están defendiendo, me invade la sensación de que está a punto de tener lugar un suceso desagradable y sangriento.
—No —susurro como si quisiera impedir que continuaran avanzando al ver que echan a correr blandiendo las espadas y haciendo girar las hachas.
Los que dormían se incorporan de repente con un grito de terror y una cuchillada en el corazón o un hachazo en la cabeza. No hay ninguna advertencia; salen de un sueño en el que saboreaban la victoria o regresaban al hogar para encontrarse con una hoja gélida y una muerte dolorosa. Los centinelas que estaban adormilados se despiertan de golpe y dan la voz de alarma, pero una daga que se les clava en la garganta los silencia y caen impotentes agitando los brazos. Un hombre se precipita a las llamas de la fogata y lanza chillidos de dolor, pero nadie se detiene para socorrerlo. Nuestros soldados empiezan a dar patadas a las ascuas de las hogueras y algunas de las tiendas y de las mantas se prenden. Los caballos se alzan y lanzan relinchos de miedo al ver estallar en llamas sus sacos de forraje. Al instante el campamento entero está despabilado e invadido por el pánico. El ejército de Anthony lo recorre a modo de asesinos silenciosos, apuñalando a hombres que dormían justo en el momento en que se dan media vuelta para intentar despertarse, empujando al suelo a otros que han conseguido levantarse, rajando el vientre de un soldado desarmado, golpeando la cabeza de otro que trata de alcanzar su espada. Las tropas venidas de Kent se desperezan del sueño y echan a correr. Los que no han sido abatidos agarran lo que pueden y salen huyendo. Sacuden a los que duermen en las calles aledañas a la Torre y algunos acuden al campamento a toda prisa. Pero los hombres de Anthony, rugiendo de rabia, cargan contra ellos con las espadas ya enrojecidas por la sangre, y los rebeldes, en su mayoría muchachos venidos de la campiña, dan media vuelta y ponen pies en polvorosa.
Las tropas de Anthony se lanzan en su persecución, pero su jefe los hace volver; no quiere dejar la Torre indefensa. Envía un grupo al muelle a capturar los barcos de Neville. El resto regresa a la Torre entre risas y gritos de excitación que resuenan en el aire frío de la mañana; se cuentan unos a otros cómo han apuñalado a un hombre que dormía, cómo han cortado la cabeza a una mujer que se dio la vuelta, o cómo se partió el pescuezo un caballo que reculaba asustado por el fuego.
Yo abro de nuevo la poterna para dejarlos entrar. No quiero darles la bienvenida, no quiero ver nada más, no quiero oír nada más. Subo a mis habitaciones, recojo a mi madre, mis hijas y el pequeñín, y echo el pestillo a la puerta del dormitorio sin pronunciar palabra, igual que si temiera a mi propio ejército. Ya he oído narrar muchas batallas en esta guerra entre primos, y siempre hablan de heroísmo, del valor que tienen los hombres, de la fuerza de la camaradería que los une, de la ferocidad en el enfrentamiento y de la fraternidad en la supervivencia. He oído cantar baladas referidas a grandes lides y poemas que hablaban de la belleza de una embestida y de la elegancia del personaje que los comanda. Pero no sabía que la guerra no era más que una carnicería, tan salvaje y tan burda como clavar un pincho en la garganta de un cerdo y dejar que se desangre para que la carne sea más tierna. No sabía que el estilo y la nobleza que se exhiben en el campo de justa no tenían nada que ver con esta forma de arremeter y de apuñalar. Es igual que matar a un cochinillo que no deja de lanzar berridos después de que lo hayan perseguido alrededor de la pocilga. Y tampoco era consciente de que la guerra enardeciera tanto a los hombres: vuelven a casa riendo como escolares excitados tras haber cometido una fechoría, pero traen sangre en las manos, una suciedad extraña en las capas, olor a humo en el pelo y una terrible expresión de sórdido frenesí en la cara.
Ahora comprendo por qué irrumpen en los conventos, fuerzan a las mujeres en contra de su voluntad y desafían el derecho de acogerse a sagrado para dar por finalizada la cacería. Se provocan a sí mismos una sed de agresividad salvaje, más propia de animales que de seres humanos. Yo no sabía que la guerra era así. Tengo la sensación de haber sido tonta por no saberlo, ya que me crie en un reino que estaba en guerra y soy hija de un hombre que fue capturado en una batalla, viuda de un caballero que luchaba, esposa de un soldado despiadado. Pero ahora lo sé.