Noviembre de 1470

Cada vez que llegaba a mis oídos la noticia de que había gentes desesperadas que reclamaban asilo aferrándose a la argolla que hay en las puertas de las iglesias y desafiando vociferantes a los ladrones usurpadores o lanzándose por el pasillo del templo para poner la mano en el altar como si estuvieran participando en un juego infantil, siempre imaginaba que a partir de ese momento iban a tener que sobrevivir bebiéndose el vino de misa y comiéndose el pan de consagración, y dormir en los bancos de los fieles usando los cojines a modo de almohadas. Y resulta que no es tan desagradable como yo creía. Estamos viviendo en la cripta de la iglesia, construida en el camposanto de Santa Margarita, dentro del recinto de la abadía. Se asemeja un poco a residir en un sótano, pero alcanzamos a ver el río desde las ventanas bajas que hay en un lado de la estancia y, por el ventanillo de la puerta situada en el otro extremo, atisbamos la calzada. Vivimos como una familia pobre, dependiente de la buena voluntad de los seguidores de Eduardo y de los ciudadanos de Londres, que aman a la familia de York y no han flaqueado a pesar de que el mundo ha vuelto a cambiar, a pesar de que la familia de York vive escondida, y a pesar de que el rey Enrique ha sido aclamado como soberano una vez más.

Warwick, el lord que ahora se encuentra en ascenso, el asesino de mi padre y de mi hermano, el secuestrador de mi esposo, hace una entrada triunfal en la capital llevando a su lado a Jorge, su descontento yerno. Puede que Jorge sea un espía que camina entre sus filas, que secretamente esté de nuestra parte, pero también puede ser que haya cambiado de bando otra vez y que ahora espere quedarse con las migajas que caigan de la mesa real de los Lancaster. Sea como fuere, no me envía ningún mensaje ni hace nada para garantizar mi seguridad. Se deja llevar por la corriente del hacedor de reyes como si no tuviera hermano ni cuñada, tal vez aguardando todavía la oportunidad de convertirse él mismo en rey. Warwick, triunfante, saca de la Torre a su antiguo enemigo, el rey Enrique, y lo proclama apto para gobernar y plenamente restaurado. Ahora es el liberador de su soberano y el salvador de la casa de Lancaster y el país está rebosante de alegría. El rey Enrique se siente confuso por el giro que han dado los acontecimientos, pero una vez al día le explican, lentamente y con amabilidad, que vuelve a ser monarca de nuevo y que su primo, Eduardo de York, se ha ido. Es posible que incluso le digan que nosotros, los familiares de Eduardo, estamos escondidos en la abadía de Westminster, porque da la orden —o la da alguien en su nombre— de que se respete el derecho de asilo de los lugares sagrados, con lo cual estamos a salvo en esta prisión que nosotros mismos nos hemos impuesto.

Todos los días los carniceros nos hacen llegar carne, los panaderos nos mandan pan, hasta los lecheros de los verdes campos que hay en la ciudad nos traen leche para las niñas y los vendedores de fruta de Kent envían a la abadía lo mejor de su cosecha y nos lo dejan en la puerta. Dicen a los guardias de la iglesia que es para la «pobre reina», que vive momentos de aflicción, y luego se acuerdan de que ahora hay una reina nueva, Margarita de Anjou —que sólo está a la espera de que sople un viento favorable para zarpar y regresar a su trono—, y se tropiezan al hablar y dicen finalmente: «Ya sabéis a quién me refiero. Pero cercioraos de que ella reciba esta comida, porque la fruta de Kent es muy buena para una mujer que está a punto de dar a luz. Así el niño saldrá con más facilidad. Y decidle que le deseamos lo mejor y que volveremos».

Para mis hijas es doloroso recibir tan pocas noticias de su padre, es doloroso vivir confinadas en espacios tan pequeños, dado que nacieron para disfrutar de las mejores cosas. Durante toda su vida han habitado en los palacios más lujosos de Inglaterra y ahora se encuentran encerradas. Pueden subirse de pie a un banco para asomarse por las ventanas que dan al río por el que antes subían y bajaban a bordo de una barcaza, entre un palacio y otro, y también pueden turnarse para subirse a una silla y mirar a través del ventanillo las calles de Londres por las que antes circulaban a caballo recibiendo las bendiciones de las gentes que las veían pasar, tan bonitas. Isabel, mi hija mayor, tiene sólo cuatro años, pero parece que entiende que nos ha sobrevenido una época de gran aflicción y dificultad. Nunca me pregunta dónde están sus aves domesticadas; nunca se interesa por las criadas que antes la cubrían de mimos y jugaban con ella; nunca pregunta por su cofia dorada ni por su perrito, ni tampoco por sus preciados juguetes. Actúa como si hubiera nacido y se hubiera criado en este reducido espacio y juega con sus hermanas pequeñas como si fuera una niñera de pago a la que hubieran impartido la orden de estar alegre. La única pregunta que hace es dónde está su padre, y yo he de aprender a acostumbrarme a que me mire con expresión de desconcierto en su carita redonda y me interrogue: «¿Mi padre sigue siendo el rey, mi señora madre?»

Pero para quien esto resulta más doloroso es para mis hijos varones, que parecen cachorros de león encerrados en este estrecho cubículo y no dejan de pasearse arriba y abajo, inquietos. Al final mi madre les impone ejercicios, prácticas de espada con palos de escoba, poemas que aprender, juegos consistentes en saltar y atraparse que deben repetir todos los días. Y ellos llevan un tablero de puntuaciones y esperan que dichos ejercicios los hagan más fuertes en la batalla que ansían librar, la que restaurará a Eduardo en el trono.

A medida que los días van haciéndose más cortos y las noches más oscuras, sé que se está cumpliendo mi tiempo y que el niño está a punto de nacer. Mi gran terror es morir aquí mismo, en el parto, y que mi madre se quede sola, en la ciudad de nuestro enemigo, guardando a mis hijos.

—¿Sabéis qué va a suceder? —le pregunto bruscamente—, ¿lo habéis previsto? Y ¿qué les va a suceder a mis hijas?

Percibo en sus ojos que algo sabe, pero la expresión que me devuelve no revela preocupación.

—No vas a morir, si eso es lo que me preguntas —me responde sin rodeos—. Eres una mujer joven y sana, y el Consejo del rey va a hacer venir a lady Scrope para que te asista, y también a un par de comadronas. No hay motivos para pensar que vas a perecer, este parto no tiene por qué ser distinto de los anteriores. Preveo que sobrevivirás, y también que tendrás más hijos.

—¿Y el niño? —pregunto yo intentando leer su expresión.

—Ya sabes que está sano —responde sonriente—. Cualquiera que haya notado las patadas que da ese niño sabe que es fuerte. No hay razón para que temas nada.

—Pero hay algo —digo con certeza—, prevéis algo relacionado con Eduardo, mi príncipe Eduardo.

Mi madre me mira durante un instante y entonces decide hablar con sinceridad.

—No logro verlo convertido en rey —confiesa—. He leído las cartas y he estudiado el reflejo de la luna en el agua. He probado a preguntar al cristal y a observar el humo. La verdad es que he tanteado todos los métodos que conozco que están dentro de las leyes de Dios y permitidos dentro de este sagrado recinto. Pero, para decirte la verdad, Isabel, no logro verlo convertido en soberano.

Yo lanzo una sonora carcajada.

—¿Era eso? ¿Eso es todo? ¡Dios santo, madre, tampoco veo yo a su propio padre convertido de nuevo en rey, y eso que fue coronado y ordenado! Como tampoco me veo a mí misma siendo reina de nuevo, a pesar de que fui ungida en el pecho con el óleo sagrado y sostuve el cetro en la mano. No espero que venga un príncipe de Gales, sino únicamente un varón sano. Que nazca fuerte y que crezca para hacerse hombre, y con eso me contentaré. No necesito que sea rey de Inglaterra, sólo quiero saber que él y yo vamos a sobrevivir a esto.

—Oh, sobreviviréis a esto —me confirma mi madre al tiempo que hace un gesto de displicencia con la mano para indicar las estrechas habitaciones; los camastros de las niñas arrimados a un rincón; en otra esquina, los colchones de paja de las criadas colocados en el suelo; la pobreza que impera en este lugar; el frío del sótano; la humedad que rezuman las piedras de los muros; el humo que despide la chimenea; el valor tenaz de mis hijos, que comienzan a olvidarse de que antes han llevado una vida mejor—. Esto no es nada. Preveo que lo superaremos pronto.

—¿Cómo? —inquiero yo en tono de incredulidad.

Ella se inclina hacia mí y me acerca la boca al oído.

—Porque en Flandes tu esposo no va a dedicarse a cultivar viñedos y a fabricar vino —me dice—. No está cardando lana ni aprendiendo a tejer. Está equipando una expedición, reclutando aliados, recaudando dinero, planeando invadir Inglaterra. Los comerciantes de Londres no son los únicos de este país que prefieren York antes que Lancaster. Y Eduardo nunca ha perdido una batalla, ¿recuerdas?

Yo afirmo con la cabeza sin estar segura del todo. Aunque se encuentre vencido y en el exilio, es cierto que nunca ha perdido una batalla.

—Así pues, cuando arremeta contra las fuerzas de Enrique, incluso aunque éstas estén capitaneadas por Warwick y espoleadas por Margarita de Anjou, ¿no crees que ganará?

El confinamiento previo al parto no es el adecuado, el que debería corresponder a una reina, con un ceremonioso retiro de la corte seis semanas antes de la fecha del nacimiento, con los postigos de las ventanas cerrados y una bendición de la habitación.

—Tonterías —dice mi madre con optimismo—. Ya te has retirado de la misma luz del día, ¿no es así? ¿Confinarte para el parto, dices? Yo diría que ninguna reina ha estado nunca tan confinada como tú. ¿Cuál de ellas ha estado encerrada en un lugar sagrado?

Y el parto tampoco es el alumbramiento propio de un hijo de la familia real, con tres parteras y dos amas de cría, y con cunas, en presencia de madrinas y gobernantas del cuarto de los niños, y con embajadores esperando para hacer entrega de hermosos regalos. La corte de Lancaster envía a lady Scrope para asegurarse de que tengo todo lo que necesito y, ciertamente, considero que es un gentil gesto que el conde de Warwick ha tenido conmigo. Pero debo traer a mi hijo al mundo sin un padre ni una corte que lo esté aguardando a la puerta, sin contar con casi nadie que me ayude; sus padrinos van a ser el abad de Westminster y el prior, y su madrina será lady Scrope. Éstas son las únicas personas que están conmigo: ni grandes lores del país ni reyes extranjeros, que son normalmente los padrinos de un vástago de la realeza, sino personas buenas y amables que han quedado atrapadas en Westminster con nosotros.

Le pongo por nombre Eduardo, tal como quiere su padre y como predijo la cucharita de plata que saqué del río. Margarita de Anjou, cuya flota invasora ha quedado retenida en puerto por culpa de las tormentas, me manda un mensaje para decirme que lo llame Juan. No desea que haya en Inglaterra otro príncipe Eduardo que rivalice con su propio hijo. Pero yo hago caso omiso, como si esas palabras provinieran de un don nadie. ¿Por qué iba yo a tomar en cuenta las preferencias de Margarita de Anjou?

Mi esposo le puso el nombre de Eduardo y la cucharita de plata que salió del río llevaba grabado ese mismo nombre. Será Eduardo, príncipe de Gales, aunque mi madre tenga razón y jamás llegue a ser el rey Eduardo.

Entre nosotras lo llamamos pequeñín, y nadie se refiere a él como príncipe de Gales; y mientras voy sumiéndome en la somnolencia de después del parto, con su cuerpecillo caliente en mis brazos y medio ebria por el vino que me han hecho beber, pienso que tal vez este niño no sea rey. No se han disparado salvas de cañón en su honor ni se han encendido hogueras en lo alto de los cerros. Las fuentes y los acueductos de Londres no se han llenado de vino, los ciudadanos no se han emborrachado para demostrar su alegría; no se han enviado a toda prisa anuncios de su llegada a las grandes cortes de Europa. Ha sido como si hubiera nacido un niño corriente, no un príncipe. Tal vez sea un niño corriente y yo vuelva a ser una mujer corriente también. Quizá no seamos nunca personas importantes, escogidas por Dios, sino simplemente personas felices.

Pasamos la Navidad acogidos a sagrado. Los carniceros de Londres nos mandan un ganso bien gordo, y mis dos hijos mayores y la pequeña Isabel y yo jugamos a las cartas. Me aseguro de perder una moneda de plata y que la gane mi hija; esa noche se va a la cama emocionada, creyendo ser una jugadora excelente. La noche de Reyes la pasamos aún acogidos a sagrado, y mi madre y yo componemos una obra de teatro para los niños, con disfraces, máscaras y hechizos. Les narramos la historia de nuestra pariente Melusina, la hermosa mujer mitad humana, mitad pez, que se encuentra en la fuente del bosque y que se casa con un mortal por amor. Yo me envuelvo en una sábana; después la anudamos a los pies para formar una gran cola de pez y me suelto el cabello. Cuando me levanto del suelo las niñas se quedan fascinadas por Melusina, la mujer pez, y los niños aplauden. En eso entra mi madre con una cabeza de caballo confeccionada con papel y pegada al palo de una escoba; va ataviada con el justillo del portero y con una corona de papel. Las niñas no la reconocen en absoluto y contemplan la obra de teatro como si fuéramos actrices pagadas actuando en la corte más grandiosa del mundo. Les contamos la historia de cómo fue cortejada la bella mujer que es mitad humana, mitad pez y de cómo su amante la convence para que abandone la fuente del bosque en la que habita y pruebe a vivir en el gran mundo. Les contamos sólo media historia: que se va a vivir con él, le da hermosos hijos y ambos son felices para siempre.

La historia no termina ahí, naturalmente. Pero descubro que no me apetece pensar en matrimonios por amor que terminan en separaciones. No me apetece pensar en ser una mujer que no puede vivir en el nuevo mundo que los hombres están forjando. No me apetece imaginar a Melusina saliendo de su fuente y encerrándose en un castillo mientras yo esté enclaustrada y acogida a sagrado, mientras todas nosotras, hijas de Melusina, estemos acorraladas en un lugar en el que no podemos ser del todo nosotras mismas.

El esposo mortal que tenía Melusina la amaba, pero no acababa de entenderla. No comprendía su naturaleza y no estaba contento de vivir con una mujer que para él era un misterio. Permitió que un invitado lo persuadiera de espiar sus movimientos. Se ocultó detrás de las colgaduras de su cuarto de baño y la vio nadar bajo el agua, vio horrorizado cómo brillaban, ondulantes, sus escamas, descubrió su secreto: que aunque ella lo amara, aunque lo quisiera de verdad, seguía siendo mitad mujer, mitad pez. Él no podía soportar lo que ella era y ella no podía evitar ser lo que era. Así que él la dejó, porque en el fondo de su alma temía que fuera una mujer de naturaleza dividida… y no se dio cuenta de que todas las mujeres son criaturas que poseen una naturaleza dividida. No podía soportar el hecho de pensar en que guardara un secreto, en que tuviera una vida que permanecía oculta para él. De hecho, no podía tolerar la verdad de que Melusina era una mujer que conocía las profundidades desconocidas, que nadaba en ellas.

Pobre Melusina, que se esforzó tanto por ser una buena esposa, que tuvo que dejar a un hombre que la amaba y regresar al agua porque la tierra le resultaba demasiado dura. Al igual que muchas mujeres, no consiguió coincidir exactamente con el punto de vista de su marido. Le dolían los pies, no podía caminar por la senda que su esposo había escogido. Intentó bailar a fin de complacerlo, pero no pudo evitar el dolor. Ella es la antepasada de la casa real de Borgoña, y nosotras, sus descendientes, aún seguimos intentando caminar por la senda de los hombres; en ocasiones, también nos resulta de una dureza insoportable.

Me ha llegado la noticia de que la nueva corte celebra una alegre fiesta de Navidad. Enrique, el rey, ha recuperado el juicio, y la casa de Lancaster se siente triunfante. Desde las ventanas de la abadía vemos las barcazas subir y bajar por el río transportando a los nobles que se dirigen desde sus palacios situados en la ribera hacia Whitehall. Veo pasar la barcaza de Stanley. Lord Stanley, el que me besó la mano en el torneo de mi coronación y me dijo que su lema era «Sans Changer», fue uno de los primeros que acudieron al encuentro de Warwick cuando éste desembarcó en Inglaterra. Resulta que, después de todo, es partidario de Lancaster; a lo mejor con ellos no cambia.

Veo la barcaza de Beaufort, que lleva la bandera del dragón rojo de Gales ondeando en la popa. Jasper Tudor, el gran poder de Gales, lleva a su joven sobrino, Enrique Tudor, a la corte para que visite al rey, que es pariente suyo. Medio proscrito, medio príncipe. Jasper volverá a habitar los castillos de Gales y lady Margarita Beaufort llorará lágrimas de alegría por su hijo de catorce años, Enrique Tudor, no me cabe duda. Lo separaron de ella cuando nosotros lo pusimos bajo la custodia de esos buenos guardianes de York, los Herbert, y su madre tuvo que hacer frente a la posibilidad de que se desposara con la hija de esa familia, un clan defensor de la casa de York. Pero ahora que William Herbert ha muerto sirviéndonos, Margarita Beaufort vuelve a tener consigo a su hijo. Lo hará prosperar en la corte, lo situará de forma que obtenga favores y cargos. Querrá que le sean devueltos sus títulos, que le sea garantizada su herencia. Jorge, duque de Clarence, robó tanto su título como sus tierras, y desde entonces ella habrá incluido ambas cosas en sus oraciones. Es una mujer sumamente ambiciosa y una madre decidida. No tengo la menor duda de que en el plazo de un año le habrá quitado a Jorge el condado de Richmond y de que, si puede, logrará que su hijo sea nombrado heredero de Lancaster por detrás del príncipe.

También veo la barcaza de lord Warwick, la más hermosa que navega por el río, con sus remeros bogando todos a una al son del tambor de la popa, moviéndose con rapidez contracorriente, como si nada pudiera detener su avance, ni siquiera el fluir del lecho. Incluso logro distinguirlo a él, de pie en la proa como si gobernara el caudal del propio Támesis, con la cabeza descubierta para poder sentir el aire frío en el pelo. Frunzo los labios para silbar y llamar al viento, pero lo dejo pasar. Da lo mismo.

Es posible que Isabel, la hija mayor de Warwick, vaya cogida de la mano con mi cuñado Jorge en los asientos que hay en la parte posterior de la barcaza mientras pasan frente a mi prisión subterránea. Es posible que se acuerde de aquella Navidad en que acudió a la corte en calidad de mujer recién casada de mala gana cuando yo era la reina de la rosa blanca. Jorge sabrá que aquí se encuentra la esposa de su hermano, la mujer que continuó siendo leal cuando él dejó de serlo, viviendo en la pobreza y en la semioscuridad. Sabrá que estoy aquí, puede que incluso perciba que lo estoy mirando, que lo estoy observando con los ojos entrecerrados, a él, al que fue en otro tiempo Jorge de la casa de York y que ahora es un pariente favorecido que vive en la corte de Lancaster.

Mi madre me posa una mano en el hombro.

—No les desees nada malo —me advierte—. Ya recuperarás lo que era tuyo. Es mejor esperar. Eduardo está en camino. No tengo ninguna duda. No desconfío de él ni por un instante. Este período nos parecerá una pesadilla. Es como dice Anthony: sombras en la pared. Lo que importa es que Eduardo reúna un ejército lo bastante grande para derrotar a Warwick.

—¿Y cómo va a hacer eso? —replico yo contemplando la ciudad que ahora se declara totalmente a favor de Lancaster—, ¿cómo va a lograrlo?

—Ha permanecido en contacto con tus hermanos y con todos nuestros parientes. Está reuniendo fuerzas y jamás ha perdido una batalla.

—Pero nunca ha luchado contra Warwick. Y fue él quien le enseñó todo lo que sabe de la guerra.

—Es rey —dice mi madre—. Aunque ahora digan que eso no significa nada. Fue coronado, ha sido ordenado por Dios, ha recibido el óleo sagrado en el pecho… no pueden negar que es soberano. Aunque se siente en el trono otro rey coronado y ordenado. Pero Eduardo es afortunado, y Enrique no. Quizá todo se reduzca solamente a eso, a ser un hombre con suerte. Y los York son una casa afortunada. —Sonríe—, y por supuesto nos tiene a nosotras. Nosotras podemos desearle fortuna, no hay nada de malo en hacer un pequeño encantamiento que le depare buena estrella. Y, si con eso no mejoran sus posibilidades, ya no mejorarán con nada.

Mi madre prepara tisanas y a continuación se asoma por la ventana y las vierte en el rio susurrando palabras que nadie puede oír; arroja al fuego unos polvos que al quemarse adquieren un color verdoso y despiden una nube de humo; nunca remueve las gachas de los niños sin musitar una plegaria; antes de acostarse da dos vueltas a la almohada y siempre golpea los zapatos el uno contra el otro antes de ponérselos para librarlos de la mala suerte.

—¿Tiene algún significado todo eso? —me pregunta mi hijo Richard sin quitarle ojo a su abuela, que está retorciendo una trenza de cintas al tiempo que musita unas palabras.

Yo me encojo de hombros.

—A veces, si —respondo.

—¿Es brujería? —me pregunta nervioso.

—A veces, si.

Más adelante, en marzo, mi madre me dice:

—Eduardo está de camino hacia aquí. Estoy segura de ello.

—¿Lo habéis visto en el futuro? —inquiero yo.

Ella deja escapar una risita.

—No, me lo ha dicho el carnicero.

—¿Qué os ha dicho el carnicero? Londres está lleno de chis morreos.

—Sí, pero él ha recibido un mensaje de un hombre de Smithfield que presta servicio a los barcos que van a Flandes. Ese hombre vio una pequeña flota navegando con rumbo norte en medio de un tiempo muy poco propicio, y en uno de esos navíos ondeaba el sol en esplendor, la insignia de la casa de York.

—¿Eduardo se propone invadir el país?

—Puede que en este mismo momento.

En abril, durante las primeras horas de la noche, oigo que en las calles la gente lanza vítores, así que salto de la cama y voy hasta la ventana para escuchar mejor. La muchacha que sirve en la abadía llama a la puerta y seguidamente irrumpe en la habitación farfullando:

—¡Excelencia! ¡Excelencia! Es él. Es el rey. No el rey Enrique, sino el otro rey, el vuestro. El rey de York. ¡El rey Eduardo!

Me pongo una bata a toda prisa y me llevo una mano a la trenza con que me he recogido el pelo.

—¿Está aquí? ¿Esos vítores son en honor a él?

—¡Lo están vitoreando a él! —exclama la joven—. La gente está prendiendo antorchas para guiarlo, cantando y arrojando monedas de oro a su paso. Lo acompaña un contingente de soldados. ¡Y seguro que se dirige hacia aquí!

—¡Madre! ¡Isabel! ¡Richard! ¡Thomas! —Los llamo a todos—. ¡Levantaos! ¡Vestíos! Viene vuestro padre. ¡Vuestro padre viene a vernos! —Agarro a la criada por el brazo—. Tráeme agua caliente para lavarme y el mejor vestido que tenga. Deja la leña, no importa; ¿quién va a volver a sentarse junto a esa miserable chimenea?

La apremio a que salga de la estancia para ir a buscar el agua y empiezo a deshacerme la trenza. En ese momento Isabel entra corriendo en mi habitación con los ojos muy abiertos.

—¿Va a venir la reina malvada? Señora madre, ¿está aquí la reina malvada?

—¡No, tesoro! Estamos salvadas. El que viene a vernos es tu propio padre. ¿No oyes cómo lo aclama la gente?

La subo a un taburete para que alcance a mirar por la rejilla de la puerta y después me lavo la cara con agua y me recojo el cabello para introducirlo dentro del tocado. La criada me trae el vestido y comienza a anudármelo, manoteando nerviosamente con las cintas. De repente oímos unos golpes potentes en la puerta. Isabel lanza un grito y corre a abrirla; retrocede asombrada al ver entrar a su padre, más alto y más grave de lo que lo recordaba, y al instante siguiente yo me precipito hacia él, descalza como estoy, y de nuevo estoy en sus brazos.

—¿Y mi hijo? —me pregunta después de estrecharme, besarme y frotar su áspero mentón contra mi mejilla—. ¿Dónde está mi hijo? ¿Está fuerte? ¿Se encuentra bien?

—Está fuerte y se encuentra bien. A punto de cumplir cinco meses —responde mi madre trayendo en brazos al niño, firmemente envuelto en telas. A continuación ofrece a Eduardo una amplia reverencia—. Sed bienvenido a casa, Eduardo, hijo mío, excelencia.

Eduardo me deja a un lado con delicadeza y acude a ella con rapidez. Se me había olvidado que movía los pies con mucha agilidad, igual que un bailarín. Toma a su hijo de los brazos de mi madre, a quien ni siquiera ve a pesar de murmurarle un «gracias». Tiene la atención completamente centrada en otra parte. Se lleva al niño hacia la luz de la ventana; el pequeño Eduardo abre sus ojos color azul oscuro y bosteza abriendo su boquita con forma de capullo de rosa. Mira el rostro de su padre como si quisiera responder a esos ojos grises que lo escrutan con intensidad.

—Mi hijo —dice el rey en voz queda—. Isabel, perdonadme que hayáis tenido que alumbrarlo en este lugar. Yo no lo hubiera deseado por nada del mundo.

Yo afirmo en silencio.

—¿Lo han bautizado y le han puesto el nombre de Eduardo tal como yo quería?

—Así es.

—¿Y crece bien?

—Acabamos de empezar a darle alimentos sólidos —dice mi madre con orgullo—. Y le están gustando. Duerme bien y es un niño muy inteligente. Lo ha amamantado la propia Isabel, y nadie podría haber tenido mejor ama de cría. Os hemos fabricado un hermoso principito.

Eduardo se gira hacia ella.

—Os agradezco todos esos cuidados —le dice—. Y el hecho de que os hayáis quedado aquí con mi Isabel.

A continuación baja la vista. Sus hijas Isabel, María y Cecilia se han agrupado a su alrededor y lo están mirando como si fuera un animal extraño, tal vez un unicornio, que hubiera irrumpido de pronto en su cuarto de juegos.

Muy despacio, se arrodilla para no resultarles tan imponente. Todavía sostiene al recién nacido en el hueco del brazo.

—Y vosotras sois mis hijas, mis princesas —les dice con voz tranquila—. ¿Os acordáis de mí? He estado mucho tiempo ausente, más de medio año, pero soy vuestro padre. He estado un período demasiado largo alejado de vosotras; en cambio no ha habido ni un solo día en que no haya pensado en vosotras y en vuestra bella madre, y en que no haya jurado regresar a vuestro lado y colocaros de nuevo en el lugar que os corresponde. ¿Os acordáis de mí?

A Cecilia le tiembla el labio inferior, pero Isabel consigue hablar:

—Yo sí me acuerdo de vos. —Le apoya una mano en el hombro y lo mira a la cara sin miedo—. Yo soy Isabel, la mayor. Me acuerdo de vos; las otras son demasiado pequeñas. ¿Os acordáis de mí, de vuestra Isabel, la princesa Isabel? Algún día seré la reina de Inglaterra, como mi madre.

Todos reímos al oírla hablar así y Eduardo se incorpora, entrega el niño a mi madre y me toma en sus brazos. Richard y Thomas dan un paso al frente y se arrodillan para solicitar su bendición.

—Hijos míos —dice el rey con afecto—. Debéis de haber odiado vivir encerrados en este lugar.

Richard hace un gesto de asentimiento.

—Ojalá hubiera podido acompañaros, sire.

—Me acompañarás la próxima vez —le promete Eduardo.

—¿Cuánto tiempo hace que estáis en Inglaterra? —le pregunto yo mientras empieza a soltarme el cabello—. ¿Tenéis un ejército?

—He venido con vuestro hermano y con mis verdaderos amigos —contesta—. Mi hermano Ricardo, vuestro hermano Anthony y Hastings, desde luego; los que fueron al exilio conmigo. Y ahora se nos están sumando varios más. Mi hermano Jorge ha abandonado a Warwick y está dispuesto a luchar por mí. Él, Ricardo y yo hemos vuelto a abrazarnos una vez más como hermanos, ante las propias murallas de Coventry y bajo las narices de Warwick. Jorge ha atraído a nuestro bando a lord Shrewsbury y también tengo de mi parte a lord Stanley. Ya habrá otros más.

Yo pienso en el poder que tienen Warwick y sus parientes Lancaster, así como en el ejército francés que va a traer Margarita, y sé que con eso no basta.

—Puedo quedarme por esta noche —anuncia Eduardo—. Tenía que veros. Pero mañana he de ir a la guerra.

A mí me cuesta trabajo creer lo que dice.

—¿Volvéis a dejarme mañana?

—Amor mío, me he arriesgado mucho al venir aquí. Warwick está agazapado en Coventry y no se rendirá ni presentará batalla porque sabe que Margarita de Anjou está a punto de llegar con su ejército y que juntos formarán un poderoso contingente. Jorge ha salido de allí y está con nosotros; además nos ha traído a Shrewsbury y a los arrendatarios de éste, pero no es suficiente. Tengo que tomar a Enrique como rehén y acudir al encuentro de Margarita.

Ellos tendrán la esperanza de acorralarme aquí, pero yo voy a plantarles cara, y, si tengo suerte, me enfrentaré a Warwick y lo derrotaré antes de tener que enfrentarme a Margarita y derrotarla.

Tengo la boca cada vez más seca. Trago saliva, muerta de miedo al imaginar a mi esposo oponiéndose a un importante general y después a la poderosa armada de Margarita.

—¿Margarita va a venir acompañada por el ejército francés?

—El milagro es que no haya desembarcado todavía. Ambos estábamos preparados para zarpar al mismo tiempo. Estábamos a punto de competir el uno contra el otro para llegar primeros a Inglaterra. Los dos hemos estado retenidos por el mal tiempo desde febrero. Hace casi un mes, ella tenía la flota lista para zarpar desde Honfleur, pero cada vez que se ha hecho a la mar se ha visto obligada a dar la vuelta a causa de las continuas tormentas. Hace no más de un día hubo un hueco a mi favor en el viento. Fue como cosa de magia, amor mío, de modo que aprovechamos para escapar y llegamos a toda vela hasta Workshire. Pero por lo menos eso me da la oportunidad de enfrentarme a ellos por separado, y no a un ejército unificado y comandado por los dos a la vez.

Al oír mencionar la tormenta, vuelvo la vista hacia mi madre, pero la expresión de ella es sonriente e inocente.

—No os marchéis mañana.

—Amor mío, esta noche me tendréis a vuestro lado. ¿Vamos a perder el tiempo hablando?

Damos media vuelta y entramos en mi cámara. Él cierra la puerta de una patada y después me toma en sus brazos, como hace siempre.

—Venid a la cama, esposa —me dice.

Me toma como me ha tomado siempre, de forma apasionada, igual que un hombre seco que intenta saciar la sed. Pero, por una vez, esta noche es un hombre distinto. El olor de su piel y de su cabello es el mismo, y eso es suficiente para que yo ansíe sus caricias, pero después de tomarme me estrecha con fuerza entre sus brazos, como si en esta ocasión el placer no fuera bastante. Es como si quisiera algo más de mí.

—Eduardo —murmuro—, ¿os encontráis bien?

No me responde, sino que hunde la cabeza en mi hombro y mi cuello, igual que si pretendiese aislarse del mundo por medio del calor de mi carne.

—Amor mío, he pasado miedo —me dice. Casi no lo oigo de tan bajo como me habla—. Amor mío, he pasado mucho miedo.

—¿De qué? —inquiero. Es una pregunta absurda tratándose de un hombre que ha tenido que huir para salvar la vida, que ha reunido una hueste estando en el exilio y que va a enfrentarse al ejército más poderoso de la cristiandad.

Él se da la vuelta y queda tendido de espaldas, todavía sujetándome fuertemente con la mano a su costado para tenerme pegada a él desde el pecho hasta los dedos de los pies.

—Cuando dijeron que Warwick venía a capturarme, y Jorge con él, supe que esa vez no iba a limitarse a tenerme prisionero. Supe que esa vez iba a suponer mi muerte. Antes nunca había pensado que alguien deseara matarme, pero entonces sabía que Warwick lo haría y que Jorge se lo permitiría.

—Pero escapasteis.

—Hui —replica—. No fue una retirada pensada, amor mío, no fue una maniobra. Fue una desbandada. Hui temiendo por mi vida y todo el tiempo considerándome a mí mismo un cobarde. Hui y os abandoné a vos.

—No es cobardía escapar de un enemigo —contesto—. Sea como fuere, habéis regresado para enfrentaros a él.

—Para enfrentarme a él hui y os abandoné a las niñas y a vos —me dice—. Y no tengo un buen concepto de mí mismo por ello. No hui a Londres por vos, no vine aquí a quedarme quieto, desesperado; fui al puerto más cercano y subí al primer barco que vi.

—Cualquiera habría hecho lo mismo. Yo jamás os lo he reprochado. —Me incorporo apoyándome en el codo y lo miro fijamente a la cara—. Teníais que escapar para poder reunir un ejército y regresar a salvarnos. Eso lo sabía todo el mundo. Y mi hermano os acompañó, y también vuestro hermano Ricardo. Ellos también juzgaron que era el modo más atinado de proceder.

—No sé lo que sentían ellos mientras huíamos como ciervos, pero sé lo que sentía yo. Estaba asustado como un niño al que persigue un matón.

Yo guardo silencio. No sé cómo consolarlo ni qué decir.

Él deja escapar un suspiro.

—Llevo toda la vida luchando por mi reino, desde que era pequeño. Y, a lo largo de todo ese tiempo, en ningún momento he pensado que podría perder. En ningún momento he pensado que me iban a capturar, ni que iba a morir. Resulta extraño, ¿no? Pensaréis que digo cosas absurdas, pero en todo ese tiempo, incluso cuando mataron a mi padre y también a mi hermano, jamás pensé que aquello podría sucederme a mí. Jamás me dio por pensar que podría ser mi cabeza la que acabara cercenada y colgada de una pica en las murallas de la ciudad. Me creía invencible, invulnerable.

Yo aguardo.

—Y ahora sé que no lo soy —concluye—. Esto no se lo he dicho a nadie y no se lo diré a nadie más que a vos, pero ya no soy el hombre con el que os casasteis, Isabel. Vos os casasteis con un muchacho que no conocía el miedo. Yo creía que eso significaba que era valiente. Pero no era valiente… simplemente había tenido suerte. Hasta ahora. Ahora soy un hombre, y he sentido miedo y he huido de él.

Estoy a punto de decir algo que lo consuele, una mentira piadosa; pero luego pienso que debo decirle la verdad.

—El que no tiene miedo a nada es un necio —sentencio—. El valiente es el que conoce el temor y aun así se enfrenta a él. En aquel momento huisteis, pero ahora habéis vuelto. ¿Acaso vais a rehuir la batalla mañana?

—¡Dios, no!

Sonrío.

—Entonces, sois el hombre con el que me casé. Porque el hombre con el que me casé era un joven muy valiente, y vos seguís siéndolo. El hombre con el que me casé no había conocido el miedo, pero tampoco tenía un hijo y no sabía lo que era el amor. Ahora nos han sucedido todas esas cosas y nos han cambiado; sin embargo no nos han destruido.

Él me mira con expresión grave.

—¿Lo decís en serio?

—Sí —contesto—. Y yo también he pasado mucho miedo, pero teniéndoos de nuevo a mi lado ya no temo nada.

Él me acerca todavía más a sí.

—Estoy pensando que voy a dormirme —me dice, consolado como un niño pequeño. Y yo lo abrazo con ternura, como si fuera mi hijito.

A la mañana siguiente despierto preguntándome a qué se debe la alegría que siento, el tacto sedoso de mi piel, el calor que noto en el vientre y esta sensación de renovación y de vitalidad. Entonces Eduardo se remueve a mi lado y me doy cuenta de que estoy a salvo, de que él está a salvo, de que una vez más estamos juntos, y de que ése es el motivo de que haya despertado con la piel desnuda e iluminada por el sol. Luego, al instante siguiente, recuerdo que él tiene que marcharse. Y, aunque ya se está rebullendo, esta mañana no está sonriente. Eso vuelve a preocuparme. Eduardo se muestra siempre muy seguro de sí mismo, en cambio esta mañana tiene una expresión seria.

—No digáis una sola palabra para retrasarme —me dice al tiempo que se levanta de la cama y se viste a toda prisa—. No soporto tener que irme, no soporto tener que dejaros otra vez. Si me retenéis, juro que no podré resistirme. Sonreíd y deseadme buena suerte, amor mío. Necesito vuestra bendición, necesito vuestro valor.

Yo me trago el miedo.

—Tenéis mi bendición —digo con la voz tensa—. Siempre tenéis mi bendición. Y toda la buena suerte del mundo. —Procuro parecer alegre, pero me tiembla la voz—. ¿Vais a partir de inmediato?

—Voy a buscar a ese Enrique al que han estado llamando rey —me contesta—, y me lo llevaré conmigo como rehén. Ayer lo vi en sus aposentos de la Torre, antes de venir con vos. Me reconoció. Dijo que sabía que estaría a salvo conmigo, que soy su primo. Era igual que un niño pequeño, el pobre. Según parece, no sabía que había vuelto a ser el rey.

—Sólo hay un soberano de Inglaterra —afirmo yo con vehemencia—. Y sólo ha habido un rey de Inglaterra desde que vos fuisteis coronado.

—Os veré dentro de unos días —me dice—. Prefiero irme ahora mismo, sin despedirme de vuestra madre ni de las niñas. Así es mejor. Dejadme partir en seguida.

—¿Ni siquiera vais a desayunar? —No es mi intención quejarme, pero es que me cuesta mucho dejarlo marchar.

—Ya comeré algo con mis hombres.

—Por supuesto. —Replico con tono jovial—. ¿Y mis dos hijos mayores?

—Voy a llevármelos conmigo. Pueden servirme de mensajeros. Cuidaré de ellos lo mejor que pueda.

Siento que el corazón me da un vuelco de pánico también por ellos.

—Bien —digo—. Además, estaréis de vuelta antes de que acabe la semana, ¿no es así?

—Si Dios lo quiere —contesta él.

He aquí el hombre que antes me juraba que había nacido para morir en su cama, teniéndome a mí a su lado. Nunca había dicho «Si Dios lo quiere». Antes era siempre la voluntad de él, no la de Dios.

Se detiene un momento en el umbral de la puerta.

—Si muero, huid con los niños a Flandes —me advierte—. En Tournai hay una casa pobre en la que vive un hombre que me debe un favor. Es un primo bastardo, o algo así, de la familia de vuestra madre. Está dispuesto a acogeros de buen grado por ser pariente suya. Tiene una historia que contaros. Yo fui a verlo y acordamos el modo de obrar llegado el momento de necesidad. Ya le he pagado y os he dejado su nombre escrito. Lo tenéis sobre la mesa de vuestra habitación. Leedlo y después quemadlo. Podréis alojaros en su casa y, cuando la caza haya finalizado, podréis compraros una propia. Pero permaneced escondida uno o dos años. Cuando mi hijo se haya hecho mayor podrá reclamar lo que le pertenece, quizá.

—No habléis de eso —replico yo con pasión—. Jamás habéis perdido una batalla y jamás la perderéis. Estaréis de vuelta antes de que acabe la semana, estoy segura.

—Es cierto —dice él—. Jamás he perdido una batalla. —Consigue esbozar una tenue sonrisa—. Pero es que nunca he luchado contra Warwick en persona. Y no voy a poder reunir suficientes hombres a tiempo. Sin embargo, estoy en manos de Dios y, con Su voluntad, ganaremos nosotros.

Y dicho esto, se va.

Hoy es Sábado Santo, a la hora del crepúsculo, y las campanas de las iglesias de Londres comienzan a doblar lentamente, una detrás de otra. La ciudad está silenciosa, aún sombría tras las oraciones del Viernes Santo, inquieta; es una capital que tuvo dos reyes y que ahora no tiene ninguno, porque Eduardo se ha marchado a la guerra y se ha llevado consigo a Enrique. Si mueren los dos, ¿qué será de Inglaterra? ¿Qué será de Londres? ¿Qué será de mí y de mis hijos, que ahora duermen?

Mi madre y yo hemos pasado el día cosiendo, jugando con los niños y ordenando nuestras cuatro habitaciones. Hemos rezado las plegarias propias del Sábado Santo, hemos cocido huevos y los hemos pintado para utilizarlos como obsequios para el Domingo de Pascua. Hemos oído misa y hemos recibido la sagrada comunión. Si alguien informa a Warwick sobre nosotros, tendrá que decirle que estábamos calmados, dirá que dábamos la impresión de sentirnos llenos de confianza. Pero ahora, a medida que la tarde va tornándose gris, nos apiñamos junto a la pequeña ventana que da al río que transcurre tan cercano a nosotros. Mi madre abre los postigos para escuchar el suave chapoteo, como si el agua pudiera susurrarnos alguna noticia del ejército de Eduardo o decirnos si el hijo de York podrá erguirse de nuevo esta primavera como una azucena de cuaresma, tal como lo hizo anteriormente.

Warwick ha salido de la plaza fuerte de Coventry para emprender una cansina marcha hacia Londres, seguro de poder derrotar a Eduardo. Los lores de Lancaster han acudido en masa junto a su enseña; la mitad de Inglaterra está con él y la otra mitad está esperando a que Margarita de Anjou desembarque en la costa meridional. El viento encantado que la tenía retenida en puerto ya ha amainado: estamos desprotegidos.

Eduardo recluta hombres en la ciudad de Londres y en las afueras de la misma. Seguidamente se encamina hacia el norte para acudir al encuentro de Warwick. Sus hermanos Jorge y Ricardo lo acompañan cabalgando junto a la fila de soldados de a pie para recordarles que York nunca ha perdido una batalla cuando su rey está al frente. Todos aman a Ricardo. Los hombres confían en él, aunque sólo tiene dieciocho años. Jorge lleva detrás a lord Shrewsbury y al ejército de éste, y hay otros que están dispuestos a seguirlo a la batalla y no se preocupan del bando en que se encuentren siempre y cuando sigan a su señor. Todos juntos forman una armada que la componen unos nueve mil hombres, no más. William Hastings cabalga al lado derecho de Eduardo, fiel como un perro. Mi hermano Anthony se encarga de cubrir la retaguardia, vigilando el camino que va quedando atrás, escéptico como siempre.

Está oscureciendo y el ejército ya está empezando a pensar en instalar un campamento para pasar la noche, cuando de pronto llegan a caballo Richard y Thomas Grey, a quienes Eduardo había enviado a modo de avanzadilla al camino principal del norte para otear el terreno.

—¡Ya está aquí! —exclama Thomas—. ¡Excelencia! Warwick ya está aquí, con todas sus fuerzas desplegadas a las afueras de Bar net en formación de batalla. Están esparcidas por el repecho de un promontorio que se extiende de este a oeste, atravesando el camino. No podremos pasar. Debe de saber que venimos, nos está esperando. Nos tiene el paso cerrado.

—Baja la voz, muchacho —dice Hastings con acritud—. No hay necesidad de que lo sepa el ejército entero. ¿Cuántos son?

—No he podido verlo. No lo sé. Está demasiado oscuro. Son más que nosotros.

Eduardo y Hastings cruzan una mirada seria.

—¿Muchos más? —pregunta Hastings.

Richard acude en ayuda de su hermano:

—Por la impresión que daban, nos doblan en número, señor. Puede que nos tripliquen.

Hastings se inclina hacia él estirándose sobre su silla de montar.

—Eso también debes guardártelo para tus adentros. —Hace una seña con la cabeza para despedir al chico y se vuelve hacia Eduardo—. ¿Queréis que retrocedamos y esperemos a mañana? ¿O incluso que regresemos a Londres? ¿Tomamos la Torre? ¿La ponemos bajo asedio? ¿Esperamos a recibir refuerzos de Borgoña?

Eduardo niega con la cabeza.

—Seguiremos adelante.

—Si los muchachos están en lo cierto y Warwick se encuentra en un terreno elevado esperándonos con el doble de efectivos…

Hastings no tiene necesidad de terminar la frase para predecir lo que va a suceder. La única esperanza que le queda a Eduardo frente a un ejército tan superior es el elemento sorpresa. El estilo de batalla del rey es la marcha rápida y el ataque por sorpresa, pero Warwick lo conoce de sobra; fue él quien le enseñó a ser general y, por lo tanto, está preparado a fondo para batirse con él. Es un enfrentamiento entre maestro y alumno, y el primero conoce todos los trucos.

—Seguiremos adelante —insiste Eduardo.

—Dentro de media hora ya no veremos por dónde vamos —apunta Hastings.

—Exacto —replica el de York—, y ellos tampoco. Que los hombres avancen en silencio. Da la orden: quiero un silencio absoluto. Que avancen en formación, listos para luchar, dando la cara al enemigo. Los quiero en posición para cuando empiece a amanecer. Atacaremos con las primeras luces. No quiero ni fogatas ni antorchas. Silencio. Diles que la orden proviene de mi. Pasaré ronda y les hablaré en susurros. No quiero oír una sola palabra.

Jorge y Ricardo, igual que Hastings y Anthony, hacen un gesto de asentimiento y comienzan a recorrer la fila de soldados a caballo para ordenarles que avancen en silencio total y que, cuando se dé la orden, acampen al pie del promontorio, de cara al ejército de Warwick. Ya cuando inician la marcha por el camino sin hacer un solo ruido, el cielo se ha oscurecido un poco más y el perfil del promontorio y las siluetas de los estandartes van desapareciendo en la negrura. Todavía no ha salido la luna, el mundo está sumido en la oscuridad.

—No pasa nada —dice Eduardo mitad para sí mismo, mitad para Anthony—. Nosotros alcanzamos a distinguirlos a duras penas, y eso que tienen como fondo el cielo; ellos no nos verán en absoluto cuando miren colina abajo, hacia el valle. Lo único que percibirán será oscuridad. Si tenemos suerte y por la mañana hay niebla, ni siquiera sabrán que estamos aquí. Estaremos en el valle, ocultos por las nubes. Y ellos estarán en un sitio donde nosotros podremos verlos, igual que palomas posadas en el techo de un granero.

—¿Creéis que van a esperar hasta que se haga de día? —le pregunta Anthony—. ¿Para que los cacen igual que palomas posadas en el techo de un granero?

Su cuñado hace un gesto negativo.

—Yo no esperaría. Y Warwick tampoco.

De pronto, como para ratificar lo que acaba de decir, se oye un tremendo rugido, muy próximo, y las llamas del cañón de Warwick surcan la oscuridad iluminando, en una lengua de fuego amarillo, la forma oscura del masivo ejército que los aguarda sobre el promontorio.

—Cielo santo, son por lo menos veinte mil —jura Eduardo—. Di a los hombres que no hagan ruido, pasa la voz. Diles que no devuelvan el fuego. Quiero que permanezcan silenciosos como los ratones. Como si fueran ratones dormidos.

De repente se oye una risa amortiguada, la de algún bromista que lanza en voz baja un chillido de ratón. Anthony y Eduardo oyen cómo la orden va recorriendo la fila de soldados.

Los cañones vuelven a rugir y reaparece Ricardo con su caballo negro, casi invisible en la oscuridad.

—¿Eres tú, hermano? No veo nada. Ese disparo ha pasado justo por encima de nosotros, gracias a Dios. Warwick no tiene ni idea de dónde estamos. Ha calculado mal la distancia, cree que nos encontramos media milla más atrás.

—Di a los hombres que guarden silencio y Warwick seguirá sin saberlo hasta que sea de día —replica Eduardo—. Ricardo, diles que no se dejen ver: nada de luces ni hogueras, silencio absoluto. —Su hermano asiente y vuelve a internarse en la oscuridad. A continuación Eduardo llama a Anthony haciéndole una seña con el dedo—. Toma a Richard y Thomas Grey y alejaos como una milla; prended dos o tres fogatas pequeñas, espaciadas entre sí, como si estuviéramos instalando un campamento en el sitio en que están cayendo los proyectiles. Y después separaos de ellas. Que tengan algo a lo que apuntar. Puede que las hogueras se apaguen en seguida, pero no se os ocurra volver a avivarlas, no vaya a ser que resultéis heridos. Se trata simplemente de que crean que estamos lejos.

Anthony asiente y se va.

Eduardo se apea de Furia, su caballo, y el paje se adelanta y se hace cargo de la rienda.

—Ocúpate de darle de comer. Quítale la silla de montar y el bocado, pero déjale puesta la brida —ordena Eduardo—. Conserva la silla a mano, no sé cuánto va a durar esta noche. Después puedes descansar un poco, muchacho, pero no mucho tiempo. Voy a necesitar el caballo alrededor de una hora antes del alba, puede que antes.

—Sí, sire —contesta el paje—. Están repartiendo agua y forraje a las monturas.

—Pues diles que lo hagan en silencio —repite el rey—. Infórmales de que lo he mandado yo.

El muchacho asiente y se lleva el caballo un poco aparte de donde se encuentran los lores.

—Establece una guardia —le dice Eduardo a Hastings. Los cañones vuelven a rugir y el ruido los hace dar un respingo. Se oye el silbido de las balas al pasar por encima de ellos y a continuación el golpe sordo que producen cuando caen, demasiado desviadas hacia el sur, muy por detrás de las líneas del ejército oculto. Eduardo deja escapar una breve risa—. Nosotros no vamos a dormir mucho, pero ellos no van a dormir nada —comenta—. Despiértame pasada la medianoche, a eso de las dos.

Acto seguido, se quita la capa de los hombros y la extiende en el suelo. Luego se retira el sombrero de la cabeza y se lo pone encima de la cara. En cuestión de momentos, a pesar del intermitente bramido de los cañones y del ruido sordo de las balas, se queda dormido. Hastings se quita su propia capa y, con la ternura de una madre, la extiende sobre el rey dormido. Luego se gira hacia Jorge, Ricardo y Anthony.

—¿Guardias de dos horas cada uno? —sugiere—. Yo voy a hacer la primera; después os despertaré a vos, Ricardo, para que acompañéis a Jorge a revisar las tropas y a enviar ojeadores; y después a vos, Anthony.

Los tres afirman con la cabeza.

Anthony se envuelve en su capa y se tumba cerca del rey.

—¿Jorge y Ricardo juntos? —le pregunta a Hastings en voz baja.

—Jorge me inspira menos confianza que un nublado —responde Hastings sin levantar la voz—. En cambio a Ricardo le confiaría mi vida. Mantendrá a su hermano en nuestro bando hasta que se entable la batalla. Y hasta que se gane, Dios lo quiera.

—Pocas posibilidades hay de eso —dice Anthony con gesto pensativo.

—Jamás las he visto peores —coincide Hastings en tono jovial—. Pero tenemos el derecho de nuestra parte, Eduardo es un comandante afortunado y los tres hijos de York vuelven a estar otra vez juntos. Es posible que salgamos vivos de ésta, Dios mediante.

—Amén. —Anthony se santigua y se echa a dormir.

—Además —dice Hastings en voz muy queda, para sí mismo—, no hay ninguna otra cosa que podamos hacer.

No consigo conciliar el sueño en Westminster y mi madre guarda vigilia conmigo. Unas horas antes de que amanezca, cuando el cielo está más oscuro que nunca y la luna está poniéndose, mi madre abre los postigos de la ventana para que las dos contemplemos juntas cómo pasa el río. Expiro suavemente el aire de los pulmones al negro de la noche y, en el frío nocturno, mi aliento forma una nubecilla, como una neblina. Mi madre deja escapar un suspiro y entonces su aliento se junta con el mío y escapa formando volutas. Exhalo aire una y otra vez, hasta que la neblina comienza a arremolinarse sobre la superficie del río, gris en contraste con las negras aguas, una sombra que destaca contra la oscuridad.

Mi madre suspira y la nube recién creada se desplaza río abajo impidiendo que se vea la otra orilla, reteniendo en su interior la oscuridad de la noche y eclipsando el resplandor de las estrellas. La bruma se hace más densa y se transforma en una niebla que empieza a extender su frialdad a lo largo del río y de las calles de Londres, alejándose cada vez más, saliendo hacia el norte y hacia el oeste, ascendiendo por los valles de los ríos, sujetando la oscuridad pegada al suelo de tal manera que, incluso cuando comienza a clarear poco a poco, toda la tierra continúa cubierta por un sudario.

Cuando los hombres de Warwick, acampados en el promontorio que se eleva a las afueras de Barnet, se despiertan en la hora gélida que precede al amanecer buscando con la vista a su enemigo, no ven nada allá abajo salvo un extraño mar interior de nubes que cuelga pesadamente a lo largo de todo el valle; no ven ni rastro del ejército que aguarda a sus pies, silencioso y envuelto en esa niebla densa y opaca.

—Llévate a Furia —ordena Eduardo al paje en voz queda—. Voy a luchar a pie. Tráeme mi hacha y mi espada.

Los otros lores, Anthony, Jorge, Ricardo y William Hastings, ya están armados para enfrentarse al pavoroso enemigo que los aguarda ese día, con los caballos desenganchados, ensillados y embridados. Están preparados —aunque nadie lo dice— para salir huyendo en caso de que algo saliera mal o para lanzarse a la carga si las cosas van bien.

—¿Ya estamos listos? —pregunta Eduardo a Hastings.

—Más que nunca —responde William.

Eduardo levanta la vista hacia el promontorio y de pronto dice:

—Cristo nos valga. Nos hemos equivocado.

—¿Qué?

La niebla se disipa dejando un pequeño hueco a través del cual el rey ve que no se encuentran colocados frente a las tropas de Warwick, los dos contingentes cara a cara, sino demasiado desviados hacia la izquierda. Toda el ala derecha de Warwick no tiene frente a si nada que la detenga. Es como si el ejército de Eduardo se quedara corto por un tercio, se extiende ligeramente hacia la izquierda. Los hombres de ese flanco no tienen ningún enemigo delante; cuando arremetan no hallarán resistencia alguna y romperán el orden de la línea. En cambio el rey se ha quedado corto en el lado derecho.

—Ya es demasiado tarde para reagruparse —decide—. Dios nos ayude, empezando con un error así. Que suenen las trompetas, ha llegado nuestro momento.

Se alzan los estandartes, pero las enseñas quedan lacias, colgando en el aire húmedo, y sobresalen de la niebla semejando a un súbito bosque desprovisto de follaje. Braman las trompetas, sordas y amortiguadas en medio de la oscuridad. Todavía no ha amanecido y la bruma lo vuelve todo extraño y confuso.

—Cargad —ordena Eduardo aunque su ejército apenas logra distinguir al enemigo. Sigue un instante de silencio en el que percibe que los soldados están igual que él, aplastados por ese aire denso, helados hasta los huesos a causa de la niebla, invadidos por el pánico—. ¡Cargad! —chilla y, acto seguido, emprende la subida por el repecho al tiempo que sus hombres, con un rugido, se lanzan también contra el ejército de Warwick. La armada del conde, que acaba de despertarse y aún tiene los ojos soñolientos, los oye acercarse y acierta a vislumbrarlos aquí y allá, pero no tiene certeza de nada, hasta que, como si hubieran brotado de una pared, los soldados de las huestes de York, con su rey de figura alta e imponente blandiendo un hacha de guerra a la cabeza, caen sobre su enemigo como una horda de gigantes salidos de las tinieblas.

El soberano, situado en el centro del campo de batalla, va avanzando implacable y los de Lancaster van cayendo ante él. Pero en el flanco, en ese fatal flanco vacío, los de Lancaster avanzan a su vez y arremeten contra el ejército de York, al que superan ampliamente en número: varios centenares embisten contra los pocos hombres que hay en el lado derecho. Rodeadas por la oscuridad y por la niebla, las tropas de York comienzan a caer a medida que el ala izquierda del ejército de Warwick baja a la carga por la ladera y, a base de acuchillar, golpear, asestar patadas y cortar cabezas, va abriéndose camino poco a poco en dirección al núcleo de los de York. Un hombre da media vuelta y echa a correr, pero apenas ha alcanzado a dar un par de pasos cuando de repente una enorme maza le parte la cabeza en dos. No obstante, ese primer movimiento de huida da lugar a otro. Otro soldado de York, viendo que cada vez descienden más enemigos por la ladera y que no tiene ningún compañero a su lado, se vuelve y corre a refugiarse al amparo de la niebla y de la oscuridad. Después otro hace lo mismo, y luego otro más. Uno de ellos cae derribado por una espada que se le clava en la espalda y su camarada se vuelve a mirar, con la cara súbitamente pálida en medio de la oscuridad, arroja el arma al suelo y echa a correr. A lo largo de toda la línea los hombres vacilan, observan con ansiedad la tentadora seguridad que les ofrece la oscura niebla, miran al frente y oyen rugir al enemigo, que ya percibe la victoria, que apenas se distingue las manos delante de la cara pero sin embargo huele la sangre y el miedo. El ala izquierda de los de Lancaster, al no encontrar oposición, se lanza colina abajo, y el flanco derecho de los de York no se atreve a hacerle frente. Los soldados de Eduardo sueltan las armas y salen huyendo como ciervos, se dispersan igual que un rebaño, invadidos por el pánico.

Los hombres del conde de Oxford, que luchan en el lado de Lancaster, se lanzan en pos de ellos de inmediato, ladrando como perros de caza, siguiendo el olor ya que aún siguen ciegos en la niebla. El conde los enardece sin descanso hasta que el campo de batalla queda a su espalda y el fragor de la lucha se debilita, amortiguado por la niebla. Por fin los de York desaparecen y el conde se da cuenta de que sus hombres corren por su cuenta y riesgo, en dirección a Barnet y a las tabernas. Ya han aminorado el paso y están limpiando las espadas y alardeando de la victoria. Se ve obligado a adelantarlos al galope a fin de cerrarles el paso con su caballo. Se ve obligado a recurrir al látigo, a decir a sus capitanes que los reconvengan y los llamen al orden. Se ve obligado a apearse de su montura y a atravesar a uno de sus propios hombres con una estocada en el corazón y a insultar a los demás para que atiendan a razones y se queden quietos.

—¡Aún no ha finalizado la batalla, majaderos! —vocifera—. ¡York continúa vivo, y también su hermano Ricardo, y también su otro hermano, el renegado de Jorge! Todos hemos jurado que esta batalla terminaría cuando estuvieran muertos. ¡Vamos! ¡Vamos! Habéis probado el sabor de la sangre, los habéis visto huir. Venid a terminar lo que habéis empezado, venid a acabar con ellos. ¡Pensad en el botín! Están casi vencidos, no tienen salvación. Hagamos huir al resto, que corran dando saltos. ¡Vamos, muchachos, vamos a verlos huir como conejos!

Una vez llamados al orden y persuadidos para que vuelvan a las filas, los soldados dan media vuelta y el conde, llevando ante sí con orgullo el emblema del sol radiante, los apremia para que se lancen a medio trote y dejen atrás Barnet con el fin de regresar a la refriega. Está cegado por la niebla y ansioso de reunirse con Warwick, que ha prometido riquezas a todo hombre que hoy luche a su lado. Pero lo que De Vere de Oxford no sabe mientras conduce a los novecientos hombres que conforman sus tropas es que las líneas de la batalla han cambiado totalmente. La ruptura del ala derecha de York y la presión ejercida por la izquierda han desplazado el terreno de la contienda y lo han apartado del promontorio. Ahora la línea de batalla discurre de arriba abajo, a lo largo del camino de Londres.

Eduardo sigue ocupando el centro, pero advierte que está perdiendo terreno y que está saliéndose poco a poco del camino, conforme los hombres de Warwick van ejerciendo más y más presión. Empieza a experimentar el sentimiento de la derrota, una sensación que le resulta nueva, porque sabe a miedo. Rodeado por la oscuridad y por la niebla, no ve nada que no sean los enemigos que surgen ante él, uno tras otro. Guiándose por el instinto de un ciego, reacciona al ataque de todo el que se le echa encima defendiéndose con una espada, una hacha o, en ocasiones, una hoz.

Se acuerda de su esposa y de su hijo pequeño, que lo están esperando y dependen de que él obtenga la victoria. No tiene tiempo para pensar en lo que les sucederá si fracasa. Siente a su alrededor la presencia de sus propios soldados, que van cediendo, como si se vieran empujados y obligados a retroceder por el peso de los hombres de Warwick, que son muchos más. Él mismo se nota cada vez más exhausto a causa del avance imparable de sus enemigos, de la constante exigencia de tener que golpear, acuchillar, ensartar, matar… o de lo contrario lo asesinarán a él. Ensimismado en el ritmo de su resistencia, de repente tiene una vislumbre —casi una visión, de tan lúcida que es— de su hermano Ricardo asestando mandobles, ensartando enemigos en su espada, luchando incansable, pero sintiendo también el brazo cada vez más cansado, errando algunos golpes. Se imagina mentalmente a Ricardo solo en un campo de batalla, sin él, girándose para recibir una embestida de frente sin contar con ningún amigo a su lado, y esa fantasía lo pone furioso y lo hace gritar:

—¡York! ¡Dios y York!

De Vere de Oxford, que trae a sus tropas a la carrera, da la orden de cargar cuando divisa ante sí la línea de la batalla. Tiene la esperanza de situar a sus hombres en la retaguardia de las filas de York; sabe que causarán estragos si surgen de la niebla y se lanzan contra ellos con la misma eficacia que un contingente de tropas de refuerzo e igual de terroríficos que una emboscada. Se abalanzan en la oscuridad, con las espadas desenvainadas y ya manchadas de sangre, contra la retaguardia… sólo que no es la de York, sino la de su propio ejército, la línea de Lancaster, que en medio de la refriega se ha dado la vuelta y ya no está en la colina.

—¡Traidor! ¡Traición! —chilla un hombre al sentirse acuchillado por la espalda, tras mirar en derredor y ver a De Vere. Un oficial de las filas de Lancaster vuelve la cabeza y ve lo que más puede temer un hombre en un campo de batalla: soldados de refresco atacando por la retaguardia. Por culpa de la niebla no logra distinguir con claridad la enseña, pero si alcanza a ver, de eso no tiene la menor duda, el sol en esplendor, el emblema de York, ondeando orgulloso por encima de los soldados recién llegados del camino de Barnet, de los que vienen con las espadas desenvainadas, blandiendo hachas y gritando a pleno pulmón al tiempo que se lanzan poderosamente a la carga. Ha confundido el estandarte del sol radiante de Oxford con el emblema de York. Sus hombres y él tienen ante si a los soldados de York, que avanzan con determinación y pelean como hombres que no tienen nada que perder, pero por detrás van surgiendo otros de la niebla, cada vez en mayor número, igual que si fueran un ejército de espectros. Y eso es más de lo que cualquier hombre puede soportar.

—¡Volved! ¡Volved! —grita alguien presa del pánico.

Y otra voz exclama:

—¡Reagrupaos! ¡Reagrupaos! ¡Retroceded!

Las órdenes son atinadas, pero las voces que las profieren están teñidas de pánico y, cuando los hombres dan media vuelta para huir de los enemigos de York, se topan con otro ejército que tienen a la espalda. Son incapaces de reconocer a sus aliados. Se consideran rodeados y superados en número, víctimas de una muerte segura, y pierden todo su arrojo al instante.

—¡De Vere! —grita el conde de Oxford al ver que sus hombres están atacando su propio flanco—. ¡De Vere! ¡Por Lancaster! ¡Resistid! ¡Resistid! ¡En el nombre de Dios, resistid!

Pero es demasiado tarde. Los que reconocen la enseña de Oxford que representa un sol radiante y ven a De Vere dando palos de ciego en medio de la confusión y gritando a sus hombres para llamarlos al orden creen que ha cambiado de bando a mitad de la batalla —como suelen hacer los hombres—, y los que están lo bastante cerca, sus amigos de siempre, se vuelven contra él como perros furiosos, con la intención de matarlo porque es una alimaña peor que el enemigo: un traidor en el campo de batalla. Pero en medio de la niebla y del caos, la mayor parte de las fuerzas de Lancaster tan sólo saben que tienen ante si a un enemigo desconocido que avanza con soldados salidos de la niebla, y que ahora ha aparecido por detrás un batallón nuevo, y que en las tinieblas que llenan el camino podría ocultarse otro más a cada flanco. ¿Quién sabe cuántos soldados surgirán del río? ¿Quién sabe qué horrores podría conjurar ese tal Eduardo, casado con una bruja, para que surjan de los ríos, los arroyos y las fuentes?

Oyen el fragor de la lucha y los alaridos de los que caen heridos, pero no ven a sus lores, no son capaces de reconocer a sus comandantes. El campo de batalla se está desplazando; en medio de esa inquietante media luz, ni siquiera tienen la seguridad de distinguir a sus propios camaradas. Cientos de ellos arrojan las armas y echan a correr. Todo el mundo sabe que ésta es una guerra en la que no se toman prisioneros. Al que pierda lo aguarda la muerte.

En el centro mismo de la contienda, Eduardo, sin dejar de lanzar estocadas y mandobles, con William Hastings a su izquierda, armado con la espada en una mano y el puñal en la otra, exclama:

—¡Victoria para York! ¡Victoria para York!

Sus soldados se convencen de la veracidad de ese poderoso grito, al igual que el ejército de Lancaster atacado de frente sin poder ver nada, por la retaguardia en medio de la niebla y ahora carente de un jefe que los mande, ya que Warwick le grita a su paje que acuda en su socorro, se sube a lomos de su caballo y huye a todo galope.

Es la señal para que la batalla se disperse en un millar de aventuras.

—¡Mi caballo! —vocifera Eduardo dirigiéndose a su paje—. ¡Tráeme a Furia!

William forma un estribo con las manos y ayuda al rey a izarse hasta la silla de montar. Después agarra la brida de su propio caballo, lo monta a toda prisa y se apresura a seguir a su amo y señor, su más querido amigo. Ambos se lanzan a galope tendido en pos de Warwick, maldiciéndolo por haber logrado escapar.

Mi madre se incorpora con un suspiro y las dos juntas cerramos la ventana. A resultas de haber pasado la noche en vela, ambas estamos pálidas.

—Se acabó —dice ella con certidumbre—. Tu enemigo ha muerto. Tu enemigo primero y más peligroso. Warwick ya no hará más reyes. Tendrá que enfrentarse al Rey de los Cielos y explicarle lo que le ha estado haciendo a este pobre reino de aquí abajo.

—¿Entonces he de pensar que mis dos hijos están sanos y salvos?

—Estoy segura de ello.

Tengo las manos transformadas en garras, como las de un gato.

—¿Y Jorge, duque de Clarence? —inquiero—. ¿Qué pensamientos tenéis de él? ¡Decidme que yace muerto en el campo de batalla!

Mi madre sonríe.

—Está en el bando vencedor, como de costumbre —responde—. La batalla la ha ganado tu Eduardo, y el leal Jorge está a su lado. Es posible que descubras que tienes que perdonarle a Jorge las muertes de tu padre y de tu hermano. Es posible que yo tenga que dejar mi venganza en las manos de Dios. Jorge podría sobrevivir. Al fin y al cabo, es el hermano del propio rey. ¿Podrías matar a un príncipe de la realeza? ¿Serías capaz de asesinar a un príncipe de la casa de York?

Abro mi joyero y extraigo el relicario negro. Aprieto el pequeño cierre y lo abro. En el fragmento de papel que arranqué de la última carta de mi padre hay dos nombres escritos: Jorge, duque de Clarence y Richard Neville, duque de Warwick. Fue el mensaje que él le escribió a mi madre, esperanzado, hablando de su rescate, sin imaginar ni por un momento que aquellos dos hombres, a los que conocía de toda la vida, iban a ser capaces de matarlo por un motivo tan nimio como el despecho. Rasgo el papel por la mitad y arrugo en la mano la parte que dice Richard Neville, conde de Warwick. Ni siquiera me tomo la molestia de arrojarla al fuego; la dejo caer al suelo y la piso para hundirla entre la paja. Puede convertirse en polvo. Pero el nombre de Jorge lo guardo de nuevo en el estuche y en el joyero.

—Jorge no sobrevivirá —digo en tono tajante—. Yo misma he de ahogarlo con una almohada cuando duerma en una cama bajo mi techo, cuando lo tenga de huésped en mi propia casa, bajo mi protección, en calidad de amado hermano de mi esposo. Jorge no sobrevivirá. Un hijo de la casa de York no es intocable. He de verlo muerto. Aun cuando esté durmiendo plácidamente en su cama, en la mismísima Torre de Londres, así y todo he de verlo muerto.

Dos días tengo para estar con Eduardo cuando regresa de la batalla, dos días para los que nos trasladamos a los aposentos reales de la Torre, que se han limpiado a toda prisa tras apartar a un lado las cosas del pobre Enrique. A Enrique, el desdichado rey loco, lo devuelven a su antigua celda, la que tiene barrotes en la ventana, y se arrodilla para rezar. Eduardo come como si llevara semanas hambriento, toma un largo baño en el que se recrea como si fuera Melusina, me toma a mí sin elegancia, sin ternura, me toma como un soldado toma a una ramera, y después se duerme. Despierta tan sólo para anunciar a los ciudadanos de Londres que lo que cuentan de que Warwick ha sobrevivido es falso, que él mismo vio su cadáver, que murió cuando intentaba escapar de la batalla, huyendo como un cobarde. Eduardo ordena que su cuerpo se exponga al público en la catedral de san Pablo para que no quede duda de que ha muerto.

—Pero no tengo intención de deshonrarlo —advierte.

—Ellos colgaron la cabeza de nuestro padre de una pica en las puertas de York —le recuerda Jorge—. Y con una corona de papel. Deberíamos colgar la cabeza de Warwick de una pica en el Puente de Londres y descuartizar su cadáver y enviar los miembros por todo el reino.

—Muy agradable, el plan que proponéis para vuestro suegro —comento yo—. ¿No turbará un poco a vuestra esposa que desmembréis a su padre? Además, yo creía que habíais jurado amarlo y seguirlo.

—Warwick puede ser enterrado con honor por sus familiares en la abadía de Bisham —sentencia Eduardo—. No somos salvajes. No le hacemos la guerra a un cadáver.

Dos días y dos noches tenemos para pasarlos juntos, pero Eduardo está atento a la llegada de cualquier mensajero y mantiene las tropas armadas y dispuestas; hasta que el heraldo llega por fin: Margarita de Anjou ha desembarcado en Weymouth con demasiado retraso para acudir en apoyo de su aliado, pero lista para luchar en solitario por su causa. En seguida recibimos la noticia de que Inglaterra se ha alzado en armas. Lores y terratenientes que no pusieron a sus hombres a disposición de Warwick se sienten en la obligación de prestar apoyo a la reina ahora que ésta viene armada para un enfrentamiento y que su esposo, Enrique, es nuestro prisionero, está en manos de su enemigo. Las gentes empiezan a decir que esta batalla es la última, la única que habrá de contar, una postrera lid que lo decidirá todo. Warwick está muerto; no existen intermediarios. Es la reina de Lancaster contra el rey Eduardo, la casa real de Lancaster contra la casa real de York, y todo varón de toda aldea del reino se ve en la tesitura de escoger; y muchos la escogen a ella.

Eduardo ordena a los lores de todos los condados que lo apoyan que acudan a él armados con el número apropiado de hombres; también exige que cada ciudad le envíe tropas y dinero para pagarlas, sin excepción alguna.

—Tengo que volver a marcharme —me dice al alba—. Cuidad bien de mi hijo, pase lo que pase.

—Cuidaos vos también —replico yo—. Pase lo que pase.

Él afirma con la cabeza, me toma la mano y se la lleva a la boca para depositar un beso en la palma y después cerrarme los dedos para que lo retenga.

—Ya sabéis que os amo —dice—. Sabéis que os amo hoy con la misma intensidad que cuando os vi debajo de aquel roble.

Hago un gesto de asentimiento. No puedo decir nada. Eduardo habla como un hombre que se está despidiendo.

—Bueno —dice jovialmente—, recordad que si algo sale mal debéis llevar a los niños a Flandes. ¿Os acordáis del nombre del barquero de Tournai al que debéis acudir a solicitar refugio?

—Me acuerdo —susurro—, pero todo va a salir bien.

—Dios lo quiera —responde él. Y con esas últimas palabras gira sobre sus talones y se va para enfrentarse a otra batalla más.

Los dos ejércitos compiten en velocidad el uno contra el otro. El de Margarita se dirige a Gales a fin de obtener refuerzos; el de Eduardo lo persigue intentando cerrarle el paso. Las tropas de Margarita, comandadas por el conde de Somerset, a quien acompaña el hijo de la reina, el cruel joven príncipe —que cabalga al frente de las suyas propias—, atraviesa la campiña con rumbo oeste, hacia el país de Gales, cuyos habitantes acudirán a su lado gracias a los oficios de Jasper Tudor y donde se les sumarán los soldados de Cornualles. Una vez que se internen en las montañas de Gales, serán invencibles. Jasper Tudor y su sobrino Enrique Tudor podrán procurarles un refugio seguro y ejércitos dispuestos. Nadie será capaz de sacarlos de las fortalezas de ese país y podrán acumular refuerzos a placer y marchar hacia Londres muy fortalecidos.

Con Margarita viaja la pequeña Ana Neville, la hija menor de Warwick, flamante esposa del príncipe, que todavía está conmocionada por la noticia de la muerte de su padre, la traición de su cuñado Jorge, duque de Clarence, y el abandono de su madre, que, destrozada por la pérdida de su esposo, se ha retirado a un convento. Deben de formar un trío de personas desesperadas, después de haber arriesgado mucho para alcanzar la victoria y habiendo perdido ya tanto.

Eduardo, que ha partido de Londres a toda prisa y va reuniendo tropas por el camino, está ansioso por alcanzarlos antes de que atraviesen el ancho río Severn y desaparezcan en las montañas de Gales. Casi con toda certeza, no podrá cumplir su objetivo. Es una distancia demasiado grande y el ritmo de avance es demasiado rápido, y sus tropas, agotadas tras la batalla de Barnet, de ningún modo lograrán llegar a tiempo.

Pero Margarita encuentra el paso bloqueado en el primer punto por el que puede cruzar, el de Gloucester. Eduardo ha dado la orden de que no se le permita pasar a Gales y el fuerte de Gloucester está de su parte e impide el vado del torrente. El Severn, uno de los ríos más profundos y más caudalosos de Inglaterra, está muy crecido y su corriente baja muy rápida. Sonrío al pensar que las aguas de Inglaterra se han vuelto en contra de la reina francesa.

Así pues, el ejército de Margarita se ve obligado a desviarse hacia el norte, río arriba, y buscar otro sitio por el que poder cruzar. Las tropas de Eduardo ya se encuentran a una distancia de tan sólo veinte millas por detrás de ella, y avanzan al trote como perros de caza, espoleadas por Eduardo y su hermano Ricardo. Esa noche, los de Lancaster instalan el campamento en un viejo castillo en ruinas que hay justo a las afueras de Tewkesbury y se resguardan de la intemperie al abrigo de los muros semiderruidos, con la certidumbre de poder cruzar el río al día siguiente. Esperan, con cierta seguridad en sí mismos, al exhausto ejército de York, que acaba de salir de una batalla y ya se apresta a librar esta otra, y que actualmente avanza derrengado, a un ritmo de treinta y seis millas cada jornada, atravesando el país. Es posible que Eduardo dé alcance a su enemigo, pero también es posible que sus soldados se hayan quedado sin fuerzas librando la lid anterior. Llegará, pero con hombres totalmente desfallecidos, incapaces de hacer nada.

La reina Margarita y su desventurada nuera, Ana Neville, requisan una casa cercana que lleva por nombre Payne’s Place y se disponen a aguardar la batalla que, según esperan, las convertirá en reina y princesa de Gales respectivamente. Ana Neville pasa la noche entera arrodillada rezando por el alma de su padre, cuyo cadáver se halla expuesto, a la vista de todos los ciudadanos que deseen verlo, en la escalinata que lleva al altar de la catedral de san Pablo de Londres. Ora por la aflicción de su madre, la cual, nada más desembarcar en Inglaterra y antes de que se le hubieran secado los pies, se enteró de que su esposo había sido derrotado y muerto mientras huía de una batalla y de que ella se había convertido en viuda. La condesa viuda, Anne de Warwick, se negó a dar un paso más con el ejército de Lancaster, se encerró en la abadía de Beaulieu y abandonó a sus dos hijas, la una casada con el príncipe de Lancaster y la otra con el duque de York, a la suerte que corrieran sus respectivos maridos, enfrentados entre sí. La pequeña Ana reza por el destino de su hermana Isabel, ligada de por vida al renegado Jorge y ahora condesa de York una vez más, cuyo esposo luchará en el otro bando en la batalla que ha de librarse mañana. Reza pidiendo lo de siempre, que Dios envíe la luz de su razón a su joven esposo, el príncipe Eduardo de Lancaster, que cada día es más perverso y más cruel; y también ruega por sí misma, pidiendo sobrevivir a este enfrentamiento y poder regresar a su hogar. Aunque ya no sabe qué hogar puede ser ése.

Al mando del ejército de Eduardo caminan los hombres a los que él ama, los hermanos a cuyo lado gustosamente aceptaría morir si es la voluntad de Dios que fallezcan ese día. Con él cabalgan sus temores: ahora ya sabe lo que es la derrota y no se le va a olvidar nunca. Pero también sabe que no hay modo de evitar esta batalla, que debe acudir a ella imprimiendo el ritmo de avance más forzado que se haya visto en Inglaterra. Puede que tenga miedo, pero si quiere ser el rey tendrá que luchar, y hacerlo mejor de lo que se ha hecho nunca. Su hermano Ricardo, duque de Gloucester, lidera la tropa que avanza a la cabeza de todas las demás, ejerce su mando con valentía, lealtad y coraje. Eduardo librará batalla en el centro y William Hastings, que daría la vida con tal de impedir que el rey caiga en una emboscada, defiende la retaguardia. Para Anthony Woodville, Eduardo reserva una misión especial.

—Anthony, quiero que Jorge y tú toméis un pequeño contingente de lanceros y os ocultéis en esos árboles que hay a nuestra izquierda —le dice en voz baja—. Tendréis dos tareas que cumplir: una, vigilaréis que Somerset no envíe tropas desde el castillo en ruinas para sorprendernos por la izquierda; y dos, observaréis atentamente el enfrentamiento y cargaréis cuando lo consideréis necesario.

—¿Me confiáis a mí una misión tan importante? —pregunta Anthony acordándose de los tiempos en que los dos eran enemigos y no hermanos.

—Así es —contesta Eduardo—. Pero, Anthony… ya sabes que eres un hombre sabio, un filósofo, y para ti la vida y la muerte son cosas parecidas.

Anthony hace una mueca.

—Sólo sé unas pocas cosas, pero me siento muy apegado a mi vida, sire. Aún no tengo un espíritu tan elevado como para sentir desapego hacia ella.

—Yo tampoco —coincide Eduardo con fervor—. Y además le tengo mucho aprecio a mi miembro viril, hermano. Cuida de que tu hermana pueda poner en la cuna a otro príncipe más —dice sin ambages—. ¡Sálvame las pelotas para ella, Anthony!

Anthony lanza una carcajada y hace una venia a modo de parodia.

—¿Me haréis una señal cuando os veáis necesitado?

—Verás con toda claridad el momento en que esté necesitado. Tendré cara de estar perdiendo —replica Eduardo rotundo—. Lo único que te pido es que no esperes hasta ese momento.

—Haré todo lo que esté en mi mano, sire —acepta Anthony en tono sereno; después, da media vuelta y procede a seleccionar el contingente de doscientos lanceros.

Eduardo aguarda hasta ver a todos en posición, invisibles a las fuerzas de Lancaster que se encuentran en lo alto del cerro, detrás de la muralla del castillo, y entonces da la orden de disparar el cañón:

—¡Fuego!

Al mismo tiempo, los arqueros de Ricardo lanzan una lluvia de flechas. El proyectil del cañón impacta en la mampostería semideshecha del castillo y provoca un derrumbe de bloques de piedra que caen directamente sobre los hombres que están refugiados debajo. Se oye un alarido en el momento en que uno de ellos recibe un doloroso flechazo en el rostro, seguido de otra docena de chillidos que responden a otras tantas heridas de saeta. El castillo resulta ser más una ruina que una fortaleza. Los muros no ofrecen protección alguna y los maltrechos arcos y las piedras que caen constituyen más un peligro que un refugio. Los hombres se dispersan en todas direcciones: algunos de ellos echan a correr ladera abajo antes de recibir la orden de avanzar, otros se repliegan a toda prisa hacia Tewkesbury. Somerset ladra la orden de que el ejército se reagrupe y se lance a la carga contra las tropas del rey, que se encuentran al pie del cerro, pero sus hombres ya están en desbandada.

Vociferando de rabia y ayudadas por la inclinación del terreno, que las hace ganar velocidad, las tropas de Lancaster se lanzan a la carrera pendiente abajo, en línea recta, hacia el núcleo de las fuerzas de York. Allí las está esperando el rey, erguido en toda su estatura y luciendo la corona encima del yelmo. Eduardo está iluminado por una dicha despiadada que ya conoce tras haber pasado su adolescencia batallando. En cuanto los hombres de Lancaster rompen la primera fila con la intención de abrirse camino hasta donde se encuentra él, los recibe con la espada en una mano y una hacha en la otra. Ahora se ve el resultado de todas las horas de entrenamiento pasadas en el campo de justa, de pie en tierra. Sus movimientos son tan rápidos y naturales como los de un león al que se provoca con un cebo: un ataque, un rugido, un giro, una cuchillada. Continuamente llegan hombres nuevos que lo embisten, pero él no titubea en ningún momento. Cercena gargantas desprotegidas por debajo del yelmo. Hiere hábilmente el brazo útil de un enemigo buscando el hueco de la axila e introduciendo la espada por él. A otro le propina una patada en la entrepierna y, cuando su víctima se dobla sobre sí misma, le descarga el hacha sobre la cabeza y le destroza el cráneo.

En el instante en que la conmoción del impacto comienza a empujar hacia atrás a las tropas de York, entra en acción el flanco comandado por Ricardo y empieza a luchar provocando una despiadada carnicería. El joven duque está en el centro mismo de la refriega, menudo, cruel, un asesino en el campo de batalla, un aprendiz del terror. El tenaz empuje de los hombres de Ricardo rompe la embestida de los Lancaster, que frenan de pronto. Como sucede siempre en una lucha mano a mano, tiene lugar una pausa durante la cual hasta los hombres más fuertes recuperan el resuello; pero los de York aprovechan dicho receso para arremeter, guiados por el rey y por Ricardo, y empiezan a presionar al enemigo y a obligarlo a retroceder ladera arriba, de vuelta a su refugio.

De repente se oye un alarido, un grito aterrador procedente de la zona boscosa que hay a la izquierda de la contienda, donde nadie sabía que hubiera soldados escondidos. De pronto aparecen doscientos lanceros, aunque se diría que son dos mil, mortalmente armados pero ligeros de pies, corriendo con rapidez en dirección a los de Lancaster y encabezados por el caballero más grande de toda Inglaterra, Anthony Woodville. Llevan las lanzas en ristre, deseosos de usarlas, y los soldados de Lancaster levantan la vista y las ven surcar el cielo, de la misma manera que un hombre podría contemplar una tormenta de rayos luminosos: una muerte que les llega con demasiada velocidad para poder eludirla.

Huyen, no pueden hacer nada más. Las lanzas se abaten sobre ellos como dos centenares de cuchillas unidas a una única arma letal. Las oyen ulular al cortar el aire antes de percibir los gritos que se profieren cuando se clavan en sus objetivos. Los soldados chocan unos con otros en su afán de remontar la ladera, pero los hombres de Ricardo se lanzan tras ellos y los matan sin mostrar ni un ápice de misericordia; al mismo tiempo, los lanceros de Anthony se cierran sobre ellos rápidamente desenvainando espadas y puñales. Los soldados de Lancaster escapan en dirección al río y lo cruzan a pie o a nado, o bien, lastrados por el peso de la armadura, acaban ahogándose en el frenesí de debatirse entre los juncos. Corren en dirección al bosque, pero las huestes de Hastings los acorralan como si fueran conejos al finalizar la cosecha, cuando los agricultores forman un cerco alrededor de la última gavilla de trigo y matan con la hoz a los asustados animalitos. Entonces dan media vuelta y echan a correr hacia la aldea, pero las tropas de Eduardo, con el propio rey a la cabeza, les dan caza igual que a un ciervo exhausto y los masacran justo delante de la muralla. Entre ellos está el muchacho al que llaman príncipe Eduardo, Eduardo de Lancaster, príncipe de Gales, y en el ataque mueren todos bajo la espada, entre gritos que piden clemencia pero sin recibir ninguna.

—¡Perdonadme la vida! ¡Perdonadme la vida! Soy Eduardo de Lancaster, he nacido para ser rey, mi madre… —Pero el resto de la frase se pierde en un gorgoteo de sangre real cuando un soldado de infantería, un plebeyo, le corta el cuello al joven príncipe con su cuchillo. De ese modo pone fin a las esperanzas que abrigaba Margarita de Anjou, a la vida de su hijo y al linaje de los Lancaster, a cambio de un cinturón elegante y una espada grabada.

Para el rey esto no es una diversión, sino una tarea inmunda, el ejercicio de dar muerte. Eduardo se apoya en su espada y limpia la daga, mientras contempla a sus hombres cercenar gargantas, destripar barrigas, aplastar cráneos y romper piernas hasta que el ejército de Lancaster yace en tierra, gimiendo de dolor, o huye. Y la batalla, por lo menos ésta, se ha ganado.

Pero siempre hay secuelas y siempre son desagradables. La satisfacción que siente Eduardo en una lid no abarca también la ejecución de los prisioneros o la tortura de los cautivos. Ni siquiera disfruta cuando se lleva a cabo una decapitación por orden judicial, a diferencia de los demás líderes militares de su época. Pero los lores de Lancaster se han acogido a sagrado en la abadía de Tewkesbury, y no se puede consentir que se queden ahí ni se les puede conceder un salvoconducto para que regresen sanos y salvos a sus hogares.

—Oblígalos a salir —ordena Eduardo sucintamente a su hermano Ricardo. Ambos comparten el deseo de acabar de una vez. Luego se gira hacia los dos jóvenes Grey, sus hijastros—. Vosotros dos id a inspeccionar el campo de batalla, y a los lores de Lancaster que halléis vivos quitadles las armas y apresadlos.

—Se han acogido a sagrado —señala Hastings—. Están dentro de la abadía, aferrados al altar mayor. Vuestra propia esposa está viva únicamente porque se ha respetado ese derecho. Vuestro único hijo varón nació al amparo del privilegio de acogerse a sagrado.

—Una mujer. Un recién nacido —dice Eduardo de forma seca—. Ese derecho es para los desamparados. Pero el duque Edmund de Somerset no es un desamparado, sino un hombre traidor y letal. Ricardo lo va a sacar de la abadía y lo va a subir al patíbulo que hay en el mercado de Tewkesbury. ¿No es así, Ricardo?

—Sí —responde el aludido con brevedad—. Siento mayor respeto por la victoria que por el derecho de asilo de un lugar santo.

Acto seguido, con la mano apoyada en la empuñadura de su espada, se encamina hacia la abadía dispuesto a allanarla a pesar de que el abad se agarra con fuerza a su arma y le suplica que sea temeroso de la voluntad de Dios y tenga clemencia. Pero el ejército de York no hace caso, no conoce el perdón. Los hombres de Ricardo apartan a los suplicantes a empujones y Eduardo y su hermano observan la escena mientras sus soldados pasan a cuchillo a los prisioneros refugiados en el cementerio, que ruegan que se les perdone la vida, que se abrazan a las lápidas para pedir socorro a los muertos. Al final los escalones de la abadía se vuelven resbaladizos a causa de la sangre derramada y la tierra del camposanto termina oliendo igual que la casa de un carnicero, como si no existiera nada sagrado. Porque en Inglaterra ya no hay nada sagrado.