Lo dejo marchar. Creo que ningún poder del mundo habría sido capaz de impedírselo. Les digo a las niñas que vamos a irnos a vivir a Londres, a la Torre, uno de sus sitios favoritos, y que su padre y sus hermanastros se han ido a luchar contra los hombres malos que todavía añoran al antiguo rey Enrique aunque éste se halle prisionero en la Torre, sin decir nada, en las dependencias situadas justo en el piso de abajo. Les digo que su padre volverá a casa sano y salvo. Cuando por la noche se despiertan llamándolo entre sollozos porque tienen pesadillas en las que aparecen la reina malvada y el rey loco, así como su perverso tío Warwick, les prometo que su padre va a vencer a los malos y va a volver a casa. Les prometo que traerá consigo a los chicos, sanos y salvos. Ha dado su palabra y no la ha incumplido jamás. Regresará a casa.
Sin embargo, esta vez no va a ser así.
Esta vez no es así.
A él y a sus compañeros de armas, mi hermano Anthony, su hermano Ricardo, su querido amigo sir William Hastings, y también a sus leales seguidores, los despiertan en Doncaster a primera hora de la mañana un par de juglares del rey, quienes, al regresar bebidos de un prostíbulo, por casualidad han vuelto la vista hacia las murallas del castillo y han visto antorchas a lo largo del camino. Es la guardia de avanzadilla del enemigo, que marcha de noche, una señal inequívoca de que Warwick, al mando del contingente, se encuentra a apenas una hora de distancia, puede que a escasos momentos, y de que se propone llevarse al rey antes de que éste pueda hacerle frente con su ejército. El norte entero está en contra del soberano y listo para luchar por Warwick, y capturarán la partida real dentro de un instante. La influencia de Warwick es muy profunda y amplia en esta parte del mundo, y su hermano y su cuñado han dado la espalda a Eduardo y luchan por los suyos y por el rey Enrique. Llegarán a las puertas del castillo en el plazo de una hora. No cabe duda de que esta vez Warwick no va a hacer prisioneros.
Eduardo me envía a mis dos hijos mayores y, acto seguido, sube a su caballo, seguido por Ricardo, Anthony y Hastings, y se pierde de vista en la noche, desesperado porque ni Warwick ni sus hombres lo capturen, con la certidumbre de que esta vez sufrirá una ejecución sumaria. Richard Neville ya intentó en una ocasión atrapar a Eduardo y retenerlo prisionero —igual que nosotros capturamos a Enrique y lo tenemos preso—, y aprendió que no existe una victoria tan definitiva como la muerte. Nunca volverá a encarcelar a Eduardo y a esperar a que todo el mundo reconozca la derrota. Esta vez lo quiere muerto.
Eduardo se interna en la oscuridad cabalgando al lado de sus amigos y sus parientes; no tiene tiempo para enviar a alguien a decirme dónde he de reunirme con él, ni siquiera puede escribirme para decirme adonde se dirige. Dudo que siquiera él mismo lo sepa. Lo único que hace es escapar de una muerte segura. Ya pensará más adelante en cómo regresar. Ahora, esta noche, el rey huye para salvar la vida.
La noticia llega a Londres en forma de rumores poco de fiar, todos de lo más pesimista. Warwick ha desembarcado en Inglaterra, tal como predijo Eduardo, pero lo que no vaticinó fue que los nobles fueran a acudir en masa a ponerse del lado del traidor, en apoyo del rey que han dejado que se pudra en la Torre durante los cinco últimos años. El conde de Shrewsbury también se ha sumado a ellos. Y, así mismo, Jasper Tudor, que es capaz de levantar en armas a casi todo Gales. Y lord Thomas Stanley, el que en la justa celebrada con motivo de mi coronación aceptó el anillo de rubíes y me dijo que su lema era «Sin cambiar». A tan influyentes comandantes los sigue toda una hueste de nobles de inferior rango y Eduardo se ve rápidamente superado en número dentro de su propio reino. Todas las familias Lancaster están recuperando sus viejas armas y sacándoles brillo con la esperanza de marchar una vez más hacia la victoria. Es justo lo que Eduardo me advirtió: no era capaz de repartir la riqueza lo bastante aprisa, con la suficiente equidad y al suficiente número de personas. No éramos capaces de esparcir la influencia de mi familia lo bastante lejos, lo bastante hondo. Y ahora creen que les va a ir mejor con Warwick y el rey loco que con Eduardo y mis parientes.
A Eduardo le habrían dado muerte de inmediato si lo hubieran capturado, pero se les escapó, eso ha quedado bastante claro. Pero nadie sabe dónde está y, una vez al día, una persona viene a la Torre para asegurarme que se le ha visto agonizante a causa de sus heridas, o que se le ha visto huyendo a Francia, o que se le ha visto tumbado en unas parihuelas, muerto.
Mis hijos llegan a la Torre sucios y cansados del viaje, furiosos por no haber escapado con el rey. Yo procuro no abrazarme a ellos ni besarlos más que por la mañana y por la noche, pero me cuesta trabajo creer que hayan regresado conmigo sanos y salvos. El mismo trabajo que me cuesta creer que mi esposo y mi hermano no lo han hecho.
Envío a Grafton un mensaje dirigido a mi madre para que venga a estar con nosotros en la Torre. Necesito su compañía y su consejo y, si en efecto estamos perdidos y nos vemos obligados a huir al extranjero, quiero tenerla a mi lado. Pero el mensajero regresa con expresión grave.
—Vuestra señora madre no se encuentra en casa —me comunica.
—¿Y dónde está?
Se le nota inquieto, como si prefiriese que la mala noticia me la diera otro.
—Dímelo en seguida —le ordeno con la voz teñida de miedo—. ¿Dónde está?
—Ha sido apresada. Órdenes del conde de Warwick. Él mandó que la apresaran, y sus hombres fueron a Grafton y se la llevaron.
—¿Warwick tiene en su poder a mi madre? —Siento cómo me late el corazón en los oídos—. ¿Mi madre está presa?
—Sí.
De repente percibo un castañeteo y me doy cuenta de que me tiemblan las manos con tal intensidad que mis anillos chocan contra los brazos del sillón. Tomo aire para calmarme y me agarro con fuerza para reprimir el temblor. Mi hijo Thomas se me acerca y se coloca a mi lado. Richard se sitúa en el otro costado.
—¿Con qué acusación?
Me pongo a pensar. No puede ser traición: nadie podría cuestionar que mi madre haya hecho otra cosa que aconsejarme; nadie podría acusarla de traición cuando ha sido una buena suegra del rey coronado y una cariñosa compañera de su reina; ni siquiera Warwick podría caer tan bajo como para acusar de traición a una mujer y decapitarla por amar a su hija. Pero es que ese hombre mató a mi padre y a mi hermano sin razón. Su deseo debe de ser romperme el corazón a mí y arrebatarle a Eduardo el apoyo de mi familia. Ése es un hombre capaz de matarme, si alguna vez logra echarme la zarpa encima.
—Lo lamento muchísimo, excelencia…
—¿Con qué acusación? —exijo. Tengo la garganta seca y emito una pequeña tos.
—De brujería.
Para condenar a muerte a una bruja no es necesario que haya un juicio, aunque ningún proceso ha fallado jamás: es fácil encontrar a personas que testifiquen bajo juramento que sus vacas han muerto o que su caballo las ha arrojado al suelo porque una bruja lo había mirado mal. Pero en cualquier caso, no hay necesidad de aportar testigos ni de celebrar un juicio; lo único que se necesita para demostrar la culpabilidad de una bruja es un solo sacerdote, o bien un lord como Warwick, que simplemente declare que lo es, y ya nadie la defenderá. A continuación, ya pueden estrangularla y enterrarla en el cruce de caminos de la aldea. Por lo general, para ahogarla llaman al herrero, ya que éste, por efecto de su oficio, tiene las manos grandes y fuertes. Mi madre es una mujer alta, famosa por su belleza, dotada de un cuello largo y esbelto. Cualquier hombre podría quitarle la vida asfixiándola en cuestión de minutos, no sería necesario recurrir a un fornido herrero. Cualquier miembro de la guardia de Warwick podría encargarse de ello con facilidad; lo haría al momento, a la mínima orden, gustosamente, cuando se lo mandara su señor.
—¿Dónde está? —exijo saber—. ¿Adónde se la ha llevado?
—En Grafton nadie sabía adonde se dirigían —dice el mensajero—. Pregunté a todos. Llegó una tropa a caballo, obligaron a vuestra madre a subir a una montura que iba atada al caballo del oficial que estaba al mando y se la llevaron en dirección norte. No dijeron a nadie adonde iban, tan sólo dijeron que se la llevaban presa por brujería.
—He de escribir a Warwick —digo yo velozmente—. Ve a comer algo y a que te den un caballo descansado. Necesito que viajes todo lo rápido que te sea posible. ¿Estás listo para partir de inmediato?
—De inmediato —responde él. Hace una venia y sale de la habitación.
Escribo a Warwick para exigir que deje a mi madre en libertad. Escribo a todos los arzobispos que hemos tenido bajo nuestras órdenes y a todo aquel que considero que hablará en nuestro favor. Escribo a antiguas amistades de mi madre y a familiares unidos a nuestra casa enemiga. Escribo incluso a Margarita Beaufort, que, al ser heredera de la casa de Lancaster, puede que tenga alguna influencia. Después voy a mi capilla, la Capilla de la Reina, me arrodillo y paso la noche entera rezando para que Dios no permita que ese hombre tan malvado acabe con la vida de esa mujer buena que simplemente ha sido agraciada con una sagrada clarividencia, unos cuantos trucos paganos y una falta total de deferencia. Al alba, escribo su nombre en una pluma de paloma blanca y la arrojo río abajo para advertir a Melusina de que su hija corre peligro.
A continuación he de esperar a recibir noticias. Espero durante una semana entera sin saber nada y temiendo lo peor. Todos los días acuden personas a decirme que mi esposo está muerto; ahora tengo miedo de que me digan lo mismo de mi madre y de quedarme completamente sola en el mundo. Rezo a Dios, susurro al río; alguien tiene que salvar a mi madre. Hasta que por fin me llega la noticia de que ha sido liberada y dos días más tarde viene a verme a la Torre.
Corro a echarme en sus brazos llorando como si volviera a tener diez años. Ella me estrecha y me mece como si yo todavía fuera su niñita y, cuando levanto la vista hacia su amado rostro, veo que ella también tiene lágrimas en las mejillas.
—Estoy a salvo —me dice—. Warwick no me ha hecho daño. No me ha interrogado. Sólo me ha tenido prisionera unos cuantos días.
—¿Por qué os ha dejado en libertad? —le pregunto—. Yo le escribí, escribí a todo el mundo, recé y expresé deseos, pero no creí que fuera a mostrar clemencia con vos.
—Ha sido Margarita d’Anjou —responde ella con una sonrisa irónica—, ¡precisamente ella! Le ordenó que me dejase libre en cuanto le llegó la noticia de que me había capturado. En otro tiempo fuimos buenas amigas y seguimos estando emparentadas. Recordó los servicios que yo presté en su corte y le exigió a Warwick que me pusiera en libertad; de lo contrario tendría que enfrentarse a su cólera.
Yo lanzo una carcajada de incredulidad.
—¿Le ordenó que os liberase y él obedeció?
—Ahora Margarita es la suegra de su hija, además de su reina —señala mi madre—. Y Warwick es su aliado y cuenta con su ejército para que lo apoye en la tarea de recuperar el país. Y yo era su compañera cuando llegó a Inglaterra siendo una recién casada. Y fui amiga suya durante todos los años que duró su reinado. En aquel entonces yo era de la casa de Lancaster, como lo éramos todos hasta que tú te desposaste con Eduardo.
—Ha sido un gesto bondadoso por su parte haberos liberado —concedo.
—Ésta es ciertamente una guerra entre primos —comenta mi madre—. Todos tenemos seres queridos en el bando contrario. Todos hemos de enfrentarnos a la posibilidad de matar a miembros de nuestra propia familia. Algunas veces podremos mostrar piedad. Bien sabe Dios que Margarita no es una mujer misericordiosa; en cambio conmigo ha querido serlo.
Duermo un sueño inquieto en los lujosos aposentos reales de la Torre de Londres. El parpadeo de la luna se refleja en el río e incide sobre los cortinajes de mi cama. Estoy tendida de espaldas soportando el peso del niño en mi vientre, con un dolor en el costado, oscilando entre el suelo y la vigilia, cuando de pronto veo, resplandeciente como la luna en el tapiz que cuelga en lo alto, el rostro de mi esposo, demacrado y envejecido, inclinado sobre las crines de su caballo mientras galopa como un loco en medio de la noche rodeado por menos de una docena de hombres.
Dejo escapar un leve grito y giro la cabeza sobre la almohada. El rico bordado me toca la mejilla y vuelvo a dormirme de nuevo, pero una vez más me despierto y veo la figura de Eduardo cabalgando a todo galope en medio de la oscuridad por un extraño camino.
Medio despierta, lloro al ver esas escenas en mi mente y me mezo entre el sueño y la vigilia. Veo un pequeño puerto de pescadores, a Eduardo, Anthony, William y Ricardo golpeando una puerta, discutiendo con un hombre, alquilando su barco volviendo siempre la vista atrás, hacia el oeste, por si divisan al enemigo. Los oigo prometerle de todo al dueño del barco, ¡lo que sea!, con tal de que se haga a la mar y los lleve hasta Flandes. Veo a Eduardo quitarse su lujosa capa de pieles y ofrecérsela a modo de pago. «Tómala —le dice—. Vale más del doble que tu barco. Tómala, y lo consideraré como un servicio prestado».
—No —digo yo en sueños. Eduardo está abandonándome, está abandonando Inglaterra, está dejándome e incumpliendo la promesa de que estaría conmigo cuando naciera nuestro hijo.
Más allá del puerto, el mar está embravecido, las olas se ven oscuras y coronadas de espuma blanca. El barquito sube y baja, cabeceando entre las ondas, soportando los embates del agua contra la proa. Parece imposible que vaya a remontar hasta la cresta de las olas y de repente se estrella contra el seno de las mismas. Eduardo va de pie en la popa, agarrado para no caerse; el movimiento del barco lo zarandea, tiene la mirada fija en el país que deja atrás y que consideraba suyo, está atento a ver aparecer el brillo de las antorchas de los hombres que van a buscarlo. Ha perdido Inglaterra. Hemos perdido Inglaterra. Él reclamó el trono y fue coronado rey. Me coronó a mí reina y yo tuve el convencimiento de que estábamos asentados. Él jamás había perdido una batalla, pero Warwick ha sido demasiado, demasiado rápido y demasiado tramposo para él. Eduardo se dirige al destierro, lo mismo que hizo Warwick. Se dirige hacia una tempestad violenta, lo mismo que hizo Warwick. Pero Neville fue directo al rey de Francia y encontró un aliado y un ejército. En cambio no sé cuándo regresará Eduardo.
Warwick vuelve a ocupar el poder y ahora los fugitivos son mi esposo, mi hermano Anthony y mi cuñado Ricardo; sabe Dios qué viento los traerá de nuevo a Inglaterra. Las niñas y yo, así como el niño que llevo en mi vientre, somos los nuevos rehenes, los nuevos prisioneros. Puede que de momento esté alojada en los aposentos reales de la Torre, pero pronto estaré en las celdas de abajo, las que tienen ventanas provistas de barrotes, y el rey Enrique volverá a dormir en su cama. Seré yo la persona por cuya libertad clamará el pueblo, en aras de la caridad cristiana, para que no muera en prisión sin poder ver el cielo abierto.
—¡Eduardo! —Veo que él levanta la vista, casi como si pudiera oírme llamarlo en sueños—. ¡Eduardo!
Me cuesta creer que haya podido abandonarme, que hayamos podido perder nuestra batalla por el trono. Mi padre entregó su vida para que yo pudiera ser reina y mi hermano murió a su lado. ¿Es que ahora no vamos a ser nada más que pretendientes expulsados tras unos pocos años de buena suerte? ¿Un rey y una reina que quisieron sobrepasar sus propias posibilidades y a los que ha abandonado la suerte? ¿Es que mis niñas van a ser las hijas de un infecto traidor? ¿Han de casarse con miserables terratenientes de campo y abrigar la esperanza de librarse algún día de la mala fama de su padre? ¿Va a verse obligada mi madre a presentarse ante Margarita de Anjou de rodillas y con el anhelo de ir haciendo méritos para recuperar su favor? ¿Voy a verme yo forzada a escoger entre vivir en el exilio y vivir en prisión? ¿Y qué le va a ocurrir a mi hijo, el niño que está aún por nacer? ¿Es probable que Warwick le permita vivir, él, que perdió a su propio nieto y único heredero cuando nosotras le cerramos las puertas de Calais, cuando su hija perdió el niño en medio de un mar embravecido y un vendaval, provocado por una bruja, que los empujaba contra la costa?
De pronto exclamo a voz en grito:
—¡Eduardo! ¡No me dejéis! —Y el terror que tiñe mi voz termina por despertarme del todo.
Mi madre, que duerme en la estancia contigua, enciende una vela con el fuego de la chimenea y abre la puerta.
—¿Ya viene el niño? ¿Se ha adelantado?
—No. He tenido una pesadilla. Madre, he tenido una pesadilla de lo más terrible.
—Bueno, bueno, no te preocupes —me dice ella apresurándose a consolarme. Prende varias velas junto a mi cama y después remueve el fuego propinándole una patada con el pie protegido por una zapatilla—. No pasa nada, Isabel. Ahora estás a salvo.
—No estamos a salvo —afirmo yo con certidumbre—. De eso se trata precisamente.
—¿Por qué, qué has soñado?
—Era Eduardo, en un barco, en una tormenta. Era de noche y el mar estaba enfurecido. Ni siquiera sé si ese navío consigue llegar a su destino. El viento perjudica a unos y beneficia a otros, madre, y él se enfrentaba a un viento nefasto. Era nuestro viento. Era la galerna que provocamos nosotras para que alejase a Jorge y a Warwick. Nosotras la originamos, pero no ha desaparecido. Eduardo se encuentra atrapado en una tempestad creada por nosotras. Iba vestido como un siervo, como un pobre; no tenía nada excepto la ropa que llevaba puesta. Había regalado su capa. Anthony estaba allí; ni siquiera tenía su manto. Los acompañaban William Hastings y también Ricardo, el hermano de Eduardo. Eran los únicos que habían sobrevivido, los únicos que lograron huir. Eran… —Cierro los ojos intentando recordar el sueño—. Nos estaban abandonando, madre. Oh, madre, ha dejado Inglaterra, nos ha abandonado a nosotras. Está perdido, y nosotras también. Eduardo se ha ido, igual que Anthony. Estoy segura de ello.
Ella toma mis manos frías y las frota entre las suyas.
—A lo mejor ha sido sólo una pesadilla —me dice—. Quizá no ha sido más que un sueño. Las mujeres que están encinta, cuando se acerca el momento del parto, tienen fantasías extrañas, sueños muy vividos…
Yo niego con la cabeza al tiempo que aparto los cobertores de la cama.
—No, estoy segura. Ha sido una visión. Eduardo ha sido derrotado y ha huido.
—¿Piensas que ha escapado a Flandes? —me pregunta mi madre—, ¿a refugiarse con su hermana, la duquesa Margarita, y con Carlos de Borgoña?
Yo asiento.
—Por supuesto. Por supuesto que sí. Y enviará a alguien a buscarme, no dudo de él. Eduardo me ama y también ama a las niñas, y juró que no me abandonaría jamás. Pero se ha ido, madre. Margarita de Anjou debe de haber desembarcado y ya debe de estar de camino hacia aquí, hacia Londres, con la intención de liberar a Enrique. Tenemos que irnos. Tengo que llevarme a las niñas. No podemos estar aquí cuando llegue su ejército. Si nos encuentran, nos meterán en prisión para siempre.
Mi madre me echa un chal sobre los hombros.
—¿Estás segura? ¿Puedes viajar? ¿Quieres que envíe un mensaje a los muelles y que tomemos un barco?
Yo titubeo. Me da mucho miedo viajar por mar estando mi hijo tan cerca de nacer. Pienso en Isabel, la imagino gritando de dolor a bordo de una nave zarandeada por el oleaje, sin nadie quela ayudara en el parto, viendo morir a su hijo sin siquiera un sacerdote que lo bautizara. No puedo enfrentarme a lo que tuvo que afrontar ella, con el viento aullando en los aparejos del barco. Temo que el vendaval que yo provoqué con mis silbidos continúe soplando por las rutas marinas sin que su naturaleza maligna haya quedado satisfecha con la muerte de un niño, oteando el horizonte en busca de navíos poco estables. Si ese viento nos ve a mis hijas y a mí en medio de las olas, nos ahogaremos sin remedio.
—No, no puedo soportarlo. No me atrevo. Me da demasiado miedo la tempestad. Nos acogeremos a sagrado, nos refugiaremos en la abadía de Westminster. Allí no se atreverán a hacernos nada. Allí estaremos a salvo. Las gentes de Londres aún nos aman, y la reina Margarita no sería capaz de profanar ese derecho de asilo. Si el rey Enrique está en su sano juicio, no le permitirá que cometa semejante transgresión; él cree en el efecto que tiene el poder de Dios en el mundo, respetará ese lugar santo y ordenará a Warwick que nos deje en paz. Vamos a por las niñas y mis dos hijos mayores, nos acogeremos a sagrado. Al menos hasta que nazca mi varón.