Invierno de 1469-1470

En la hora más oscura de la noche más larga del solsticio de invierno, mi madre y yo descendemos hasta el río Támesis, que baja negro, como de cristal. El sendero que viene desde los jardines del palacio de Westminster discurre siguiendo la corriente, y esta noche el torrente viene muy crecido pero también muy oscuro. Apenas lo distinguimos, pero en cambio si oímos el rumor que produce al rozar el embarcadero y lamer los muros, y también percibimos su presencia ancha y negra, lo sentimos respirar como un animal sinuoso que sube y baja, como el mar. Éste es nuestro elemento. Inhalo el olor de las frías aguas como quien aspira el aroma de su tierra al final de un largo exilio.

—Necesito tener un hijo varón —le digo a mi madre.

Y ella sonríe y contesta:

—Ya lo sé.

En el bolsillo lleva tres encantamientos en tres hilos, y, con el mismo cuidado con el que un pescador lanza el sedal, arroja cada uno de ellos al río y me entrega el cabo a mí para que lo sostenga. Al sumergirse en el agua producen un leve chapoteo que me recuerda el anillo de oro que rescaté del riachuelo de casa hace cinco años.

—Escoge —me dice mi madre—. Escoge cuál quieres sacar. —Separa los tres hilos en mi mano izquierda y yo los aprieto con fuerza.

De repente aparece la luna por detrás de una nube. Es una luna menguante, gorda y plateada. Traza un sendero de luz a lo largo de la oscura franja de agua, y yo elijo uno de los hilos y lo sujeto en la mano derecha.

—Éste.

—¿Estás segura?

—Sí.

Al instante ella saca unas tijeras de plata que llevaba en el bolsillo y corta los otros dos hilos para que las aguas oscuras arrastren lo que había atado a ellos, fuera lo que fuese.

—¿Qué eran?

—Las cosas que no van a suceder nunca: el futuro que jamás conoceremos. Son los hijos que no nacerán, las oportunidades que no aprovecharemos y la suerte con la que no seremos agraciados —me explica—. Han desaparecido. Las has perdido para siempre. Mira a ver qué has elegido en su lugar.

Me apoyo contra el muro del palacio para tirar del hilo y éste sale del río goteando agua. Al final trae una cuchara de plata, una bella cucharita de plata para un niño pequeño. Cuando la agarro con la mano veo, reluciendo bajo la luna, un grabado en forma de corona y un nombre: «Eduardo».

Pasamos la Navidad en Londres a modo de fiesta de reconciliación, como si una festividad fuera a lograr convertir a Warwick en un amigo. Me vienen a la memoria todas las veces que el pobre rey Enrique intentó reunir a sus enemigos y obligarlos a jurarle amistad, y sé que habrá otras personas en la corte que considerarán a Warwick y a Jorge huéspedes de honor y reirán a escondidas.

Eduardo ordena una celebración a lo grande y casi dos mil nobles de Inglaterra se sientan a cenar con nosotros. Warwick, el primero de todos ellos. Eduardo y yo llevamos puesta la corona y vestimos nuestras mejores galas, las más modernas y lujosas. Yo voy exclusivamente de blanco plateado y paño de oro en esta temporada invernal, y dicen que soy la rosa blanca de York, en efecto.

Eduardo y yo repartimos obsequios a un millar de comensales y favores a todos los presentes. Warwick es un invitado sumamente popular, así que ambos nos saludamos con absoluta cortesía. Cuando así me lo ordena mi esposo, hasta salgo a bailar con mi cuñado Jorge, mano con mano y mirando con gesto sonriente su rostro juvenil. Una vez más, me sorprende lo mucho que se parece en lo físico a mi esposo: es una versión más menuda y más delicada de Eduardo, que es rubio y muy atractivo. Y también me asombra que la gente caiga rendida a sus pies a primera vista. Posee el fácil encanto de los York y nada del honor de Eduardo. Pero no olvido ni perdono.

Saludo a su flamante esposa Isabel, hija de Warwick, con amabilidad. Le doy la bienvenida a mi corte y le deseo toda suerte de parabienes. Es una pobre joven, pálida y delgada, que contempla un tanto horrorizada el papel que tiene que desempeñar en los planes trazados por su padre. Ahora está emparentada con la familia más traicionera y peligrosa de Inglaterra, vive en la corte del soberano al que traicionó su marido. Tiene necesidad de recibir un poco de bondad y yo le proporciono un trato cariñoso, de hermana. Un desconocido que estuviera de visita en la corte en esta época tan hospitalaria del año pensaría que la amo como si fuera de la familia; pensaría que yo no he perdido un padre, un hermano. Pensaría que carezco de memoria por completo.

Pero no olvido. Y en mi joyero guardo un estuche oscuro, y dentro de ese estuche oscuro está el trozo de papel de la última carta que envió mi padre, y en ese trozo de papel, escritos con mi propia sangre, están los nombres de Richard Neville, conde de Warwick, y Jorge, duque de Clarence. No olvido, y llegará un día en que se darán cuenta de ello.

Warwick, el hombre más poderoso del reino después del rey, continúa siendo un enigma. Acepta los honores y los favores que se le prodigan con fría dignidad, como un hombre que tiene derecho a todo. Su cómplice, Jorge, es como un cachorrito: no deja de dar saltitos y hacer lisonjas. Isabel, la esposa de Jorge, se sienta junto con mis damas, entre mis hermanas y mi cuñada, y no puedo por menos de sonreír al observar cómo desvía el rostro para no ver bailar a su esposo o cómo se encoge cuando éste habla a voces o brinda en honor del rey. Jorge, con ese cabello rubio y ese rostro tan redondo, siempre ha sido un niño muy querido entre los York. En esta celebración de Navidad actúa con respecto a su hermano mayor no sólo como si hubiera sido perdonado, sino también como si siempre se le fuera a perdonar todo. Es el niño malcriado de la familia, está totalmente convencido de que no puede hacer nada mal.

El más joven de los York, Ricardo, duque de Gloucester, que ya tiene diecisiete años y es un joven menudo y bien parecido, puede que sea el benjamín de la familia, pero nunca ha sido el favorito. De todos los hermanos York, él es el único que se parece a su padre, y además es moreno y de huesos pequeños, un tanto diferente del linaje típico de los York, guapos y de huesos grandes. Es un joven piadoso, reflexivo; donde más a gusto se siente es en la gran casa que posee en el norte de Inglaterra, donde lleva una vida austera, dedicada al cumplimiento del deber y al servicio de su pueblo. Nuestra estridente corte le resulta vergonzosa, como si estuviéramos engrandeciéndonos nosotros mismos como paganos en una festividad cristiana. A mí me mira, lo juro, como si yo fuera un dragón avariento sentado sobre un montón de tesoros, no como a una sirena cubierta de agua color plata. Supongo que me observa con miedo y deseo a la vez. Es un niño asustado de una mujer a la que jamás podría entender. A su lado, mis hijos mayores, que son sólo un poquito más jóvenes que él, resultan mundanos y alegres. Lo invitan constantemente a que salga de caza con ellos, a que los acompañe a las tabernas a beber y a recorrer las calles de jarana disfrazados con máscaras. Y él, nerviosamente, dice siempre que no.

La noticia de nuestra celebración de la Navidad se extiende por toda la cristiandad. Se dice que la nueva corte de Inglaterra es la más hermosa, elegante, cortés y gentil de toda Europa. Eduardo está empeñado en que la corte inglesa de York termine siendo tan famosa como la de Borgoña en lo que a moda, belleza y cultura se refiere. Él adora la buena música, de modo que en todas las comidas tenemos un coro de cantores o un grupo de músicos tocando; mis damas y yo aprendemos las danzas de la corte y también componemos algunas propias. Mi hermano Anthony es un gran guía y consejero en todo esto; ha viajado desde Italia y habla de las nuevas disciplinas y las nuevas artes, de la belleza de las ciudades antiguas de Grecia y de Roma, y de la manera de renovar sus artes y sus estudios. Habla con Eduardo para que éste haga venir desde Italia a pintores, poetas y músicos, para que emplee las riquezas de la corona en fundar escuelas y universidades. Habla de las materias novedosas que hay que aprender, de la nueva ciencia, de aritmética y astronomía, y de muchas cosas desconocidas y maravillosas. Habla de una aritmética que comienza con el número cero e intenta explicar que eso lo transforma todo. Habla de una ciencia capaz de calcular distancias que no pueden medirse; dice que es posible conocer el trecho que nos separa de la luna. Elizabeth, su esposa, lo observa en silencio y dice que es un mago, un sabio. Somos una corte de belleza, gracia y conocimiento, y Eduardo y yo tenemos lo mejor de todo.

Me asombra lo que cuesta mantener una corte, el precio de toda esta belleza; incluso lo que hay que pagar por la comida, la carga de soportar las continuas exigencias de todos los cortesanos que solicitan una audiencia, un puesto, un pedazo de tierra o un favor, un cargo desde el que puedan cobrar impuestos o ayuda para reclamar una herencia.

—Esto es lo que implica ser rey —me dice Eduardo al tiempo que firma la última de las peticiones del día—. Como soberano de Inglaterra, soy dueño de todo. Todo duque, conde y barón tiene tierras porque yo se las he concedido; todo caballero y terrateniente que esté por debajo de él posee un ramal del río; todo granjero, arrendatario, aparcero y campesino que esté por debajo depende de mi favor. Yo tengo que distribuir riquezas y poder para que los ríos sigan fluyendo. Y, si sale mal, al menor indicio de que esté yendo mal, ya habrá quien diga que ojalá volviera a estar Enrique en el trono, que antes se vivía mejor. O alguien que opine que su hijo Eduardo o Jorge tal vez fueran más generosos. O que, sin duda alguna, existe en alguna parte otro candidato que reclama el trono —Enrique, el hijo de Margarita Beaufort, pongamos por rey a ese joven de Lancaster, para variar— y que quizá lograse que los ríos corrieran más de prisa. A fin de conservar el poder, tengo que cederlo en dosis cuidadosamente medidas y espaciadas. Tengo que complacer a todos. Pero sin excederme con ninguno.

—Hay campesinos muy avaros —me quejo yo irritada—, y cuya lealtad varía según su interés. No piensan en nada que no sean sus propios deseos. Son peores que siervos.

Eduardo me sonríe.

—Así es, en efecto. Todos y cada uno. Cada uno de ellos quiere tener su pequeño terruño y su casita, de igual modo que yo quiero tener mi trono y vos queríais tener la mansión de Sheen y casas para todos vuestros parientes. Todos ansiamos tierras y riquezas, y yo las poseo todas y tengo que repartirlas con sumo cuidado.

A medida que el tiempo se va tornando más cálido y que comienza a haber más luz por las mañanas y que los pájaros empiezan a trinar en los jardines del palacio de Westminster, los informadores de Eduardo le traen noticias de Lincolnshire: otro levantamiento más a favor de Enrique, el rey, como si éste no estuviera olvidado del mundo y no viviese tranquilo en la Torre de Londres, más como un anacoreta que como un prisionero.

—Voy a tener que ir —me dice Eduardo mientras sostiene la carta en la mano—. Si este cabecilla, quienquiera que sea, es un precursor de Margarita de Anjou, debo derrotarlo antes de que ella llegue con un ejército para respaldarlo. Al parecer, tiene pensado servirse de él para poner a prueba el apoyo que existe para su causa, obligarlo a que asuma él el riesgo de reunir tropas y, cuando vea que ha formado una armada para ella, hará desembarcar las suyas, y entonces tendremos que enfrentarnos a los dos.

—¿Correréis peligro —le pregunto— ante esa persona que ni siquiera tiene valor para presentarse con un nombre?

—Como siempre —me responde—. Pero no pienso consentir que el ejército vuelva a partir sin mi. Tengo que estar presente. Debo dirigirlo.

—¿Y dónde está vuestro leal amigo Warwick? —inquiero con acidez—. ¿Y vuestro hermano Jorge, en el que podíais confiar? ¿Están reclutando soldados para vos? ¿Están dándose prisa en acudir a vuestro lado?

Él sonríe al oírme hablar así.

—Ah, os equivocáis, mi querida reina de la desconfianza. Tengo una carta de Warwick en la que se ofrece a reclutar hombres que marchen conmigo, y Jorge dice que también vendrá.

—En ese caso, cercioraos de vigilarlos bien en la contienda —replico nada convencida—. No serán los primeros en llevar soldados al campo de batalla y cambiar de bando en el último momento. Cuando tengáis al enemigo enfrente, mirad a vuestra espalda para ver qué están haciendo en la retaguardia vuestros sinceros y fieles amigos.

—Me han prometido lealtad —intenta calmarme Eduardo—. De verdad, querida mía. Confiad en mí. Sé ganar batallas.

—Ya sé que sabéis, sé que las ganáis —contesto—, pero es doloroso veros partir a la guerra. ¿Cuándo acabará esto? ¿Cuándo dejarán de formar ejércitos por una causa ya pasada?

—Pronto —afirma—. Verán que estamos unidos y que somos fuertes. Warwick pondrá el norte de nuestra parte y Jorge demostrará ser un verdadero hermano. Ricardo está conmigo, como siempre. Regresaré a casa tan pronto como haya derrotado a ese hombre. Volveré temprano, bailaré con vos la mañana del uno de mayo y vos sonreiréis.

—Eduardo, sólo por esta vez, esta única vez, creo que no voy a poder soportar veros partir. ¿No puede encargarse Ricardo de comandar el ejército? ¿Con Hastings? ¿No podéis quedaros conmigo? Esta vez, sólo esta vez.

Él me toma las manos y se las lleva a los labios. No se siente afectado por mi angustia, sino divertido. Está sonriendo.

—Oh, ¿por qué? ¿Por qué esta vez? ¿Qué sucede esta vez que sea tan importante? ¿Tenéis algo que contarme?

No puedo resistirme a él. Respondo con otra sonrisa.

—Sí, tengo algo que contaros. Pero estaba reservándolo.

—Ya lo sé, ya lo sé. ¿Creíais que no lo sabía? Está bien, decidme, ¿cuál es ese secreto del que se supone que no tengo idea?

—Es algo que debería devolveros a casa sano y salvo —le digo—. Algo que debería devolveros a mí en seguida y no enviaros fuera del hogar con tantas solemnidades.

Eduardo aguarda, sonriente. Ha estado esperando a que se lo dijera mientras yo me he deleitado con el secreto.

—Decídmelo —insiste—. Llevo esperando mucho tiempo.

—Estoy encinta de nuevo —anuncio—. Y esta vez sé que va a ser un varón.

Él me atrae hacia sí y me abraza con delicadeza.

—Ya lo sabía —me dice—. Sabía que estabais encinta. Lo notaba en los huesos. Y ¿cómo podéis estar convencida de que será un varón, mi brujita, mi hechicera?

Yo le sonrío, segura en los misterios femeninos.

—Ah, eso no tenéis por qué saberlo —replico—. Pero podéis enteraros de que tengo certeza absoluta. Podéis estar seguro. Sabedlo. Vamos a tener un hijo varón.

—Mi hijo, el príncipe Eduardo —dice.

Yo rompo a reír acordándome de la cucharita de plata que saqué del río en el solsticio de invierno.

—¿Cómo sabéis que se va a llamar Eduardo?

—Naturalmente que se llamará así. Lo tengo decidido desde hace años.

—Vuestro hijo, el príncipe Eduardo —repito—. Así pues, procurad volver a casa sano y salvo, a tiempo para cuando nazca.

—¿Sabéis cuándo será?

—En el otoño.

—Regresaré a casa sano y salvo para traeros melocotones y bacalao en salazón. ¿No era eso lo que os apetecía tanto cuando estabais encinta de Cecilia?

—Era hinojo —digo entre risas—. ¡Me asombra que lo recordéis! No me cansaba de comerlo. No os olvidéis de volver para traerme hinojo y todas las demás cosas que tanto me gustan. Llevo dentro un niño, un principito; ha de tener todo cuanto desee. Nacerá con una cucharita de plata.

—Regresaré a vos. Y no debéis preocuparos. No quiero que el niño nazca con el cejo fruncido.

—Pues entonces cuidaos de Warwick y de vuestro hermano. No me fío de ellos.

—¿Me prometéis descansar y ser feliz para que el niño crezca fuerte en vuestro vientre?

—Prometed vos que volveréis sano y salvo para que el niño tenga una herencia fuerte —replico.

—Lo prometo.

Estaba equivocado. Dios del cielo, Eduardo estaba muy equivocado. Gracias a Dios, no erró en lo de ganar la contienda, pues se trató de la batalla que llamaron de Losecoat Field, en la que unos locos descalzos que luchaban por un rey demente tuvieron tanta prisa por huir que tiraron las armas y hasta las casacas en su afán por escapar de la carga de mi esposo, que se abría paso entre sus filas a brazo partido para cumplir la promesa que me hizo a mí, la de regresar a casa a tiempo para traerme los melocotones y el hinojo.

No, se equivocaba en lo de la lealtad de Warwick y de Jorge, su hermano, quienes, resulta ser, habían planeado y pagado el levantamiento. Habían decidido que esa vez se asegurarían de que Eduardo fuera derrotado. Iban a matar a mi Eduardo y sentar a Jorge en el trono. Su propio hermano y Warwick, que había sido su mejor amigo, habían resuelto juntos que la única manera de vencer al rey consistía en apuñalarlo por la espalda en el campo de batalla. Y así lo habrían hecho si no fuera porque mi esposo cabalgó tan aprisa durante la carga que ningún hombre fue capaz de alcanzarlo.

Antes de que se iniciara siquiera la contienda, lord Richard Welles, el cabecilla de la revuelta, se hincó de rodillas ante Eduardo, le confesó el plan y mostró las órdenes recibidas de Warwick y el dinero que le había entregado Jorge. Lo habían pagado para que encabezara un levantamiento en nombre del rey Enrique, pero lo cierto era que se trataba únicamente de una estratagema para obligar a Eduardo a entrar en batalla y matarlo a lo largo de la misma. Warwick había aprendido bien la lección; había comprendido que no se puede retener prisionero a un hombre como mi Eduardo, que para vencerlo era preciso matarlo. Jorge, su propio hermano, había superado su afecto fraterno; estaba dispuesto a cortarle el cuello a mi esposo en el campo de batalla y a pisotear su propia sangre con tal de hacerse con la corona. Ambos habían sobornado al pobre lord Welles y le habían ordenado que presentara batalla con el fin de atraer a Eduardo al peligro; pero una vez más se dieron cuenta de que Eduardo era demasiado para ellos. Cuando el rey vio las pruebas que los acusaban, los convocó en calidad de parientes, al amigo que había sido para él un hermano mayor y al joven que era su verdadero hermano. Al ver que no acudían, supo por fin lo que tenía que pensar de ellos y los convocó en calidad de traidores para que rindieran cuentas ante él. Pero hacía mucho que ellos se habían ido.

—He de verlos muertos —le digo a mi madre. Las dos estamos sentadas ante la ventana abierta de la cámara privada que poseo en el palacio de Westminster devanando lana e hilo de oro. Formaremos una hilaza con la que confeccionar una rica capa para el niño que ha de nacer. Estará hecha de lana pura de oveja y carísimo oro, una capa apropiada para un principito, el príncipe más grande de toda la cristiandad—. He de verlos a los dos muertos. Lo juro, con independencia de lo que digáis vos.

Ella asiente sin levantar la vista del huso que sostiene en la mano o de la lana que yo estoy cardando.

—No debes depositar malos deseos en esta capa —me dice.

Detengo la rueca y dejo la lana a un lado.

—Ya está —digo—. La labor puede esperar, pero los malos deseos no.

—¿Sabías que Eduardo prometió un salvoconducto a lord Richard Welles si confesaba su traición y revelaba el complot, pero que, cuando así lo hizo, Eduardo incumplió la palabra dada y lo mató?

Yo niego con la cabeza.

Mi madre tiene el semblante grave.

—Ahora la familia Beaufort está de luto por Welles, que era uno de los suyos, y Eduardo ha proporcionado una causa nueva a sus enemigos. Además, ha incumplido su palabra. Nadie volverá a fiarse de él, nadie se atreverá a rendirse a él. Ha demostrado ser un hombre en el que no se puede confiar. Es tan malo como Warwick.

Yo me encojo de hombros.

—Así son las vicisitudes de la guerra. Margarita Beaufort las conoce tan bien como yo. Y de todos modos se habría sentido descontenta, porque es la heredera de la casa de Lancaster y nosotros llamamos a su esposo, Henry Stafford, para que marchase a la guerra por nosotros. —Lanzo una fuerte carcajada—. Pobre hombre, atrapado entre ella y las órdenes que nosotros le damos.

Mi madre no puede disimular una sonrisa.

—Seguro que ha estado todo el tiempo de rodillas —comenta con gesto felino—. Para ser una mujer que alardea de que Dios le presta oídos, es muy poco el beneficio que obtiene para demostrarlo.

—Sea como sea, Welles no es relevante —replico—. Ni vivo ni muerto. Lo que importa es que Warwick y Jorge acudirán a la corte de Francia y hablarán en nuestro descrédito con la intención de reunir una armada. Ahora tenemos un enemigo nuevo, y lo tenemos dentro de nuestra propia casa, es nuestro propio heredero. ¡Hay que ver qué familia somos los York!

—¿Dónde se encuentran en este momento? —me pregunta mi madre.

—En el mar, de camino a Calais, según Anthony. Isabel lleva muy adelantado el embarazo, pero no tiene a nadie que se preocupe por ella en ese barco salvo su madre, la condesa de Warwick. Deben de tener la esperanza de entrar en Calais y reclutar un ejército. Allí quieren mucho a Warwick. Y si consiguen afianzarse en esa ciudad, no estaremos en absoluto a salvo, estarán a la espera justo al otro lado del canal, amenazando nuestros barcos, a medio día de navegación de Londres. No deben entrar en Calais; tenemos que impedirlo. Eduardo ha dado orden de que la flota se haga a la mar, pero nuestros barcos no lograrán interceptarlos a tiempo de ningún modo.

Me levanto de mi asiento y me asomo por la ventana abierta para sentir el sol. Hoy hace un día templado. El río Támesis, que fluye a mis pies, resplandece como una fuente, está en calma. Vuelvo la vista hacia el suroeste y diviso una línea de nubes oscuras en el horizonte, como si en el mar el tiempo estuviera revuelto. Entonces junto los labios y lanzo un breve silbido.

Detrás de mí oigo que mi madre deja el huso a un lado y que también emite un suave silbido. Yo, con la mirada fija en la línea de nubes, dejo que mi aliento sisee igual que el viento en una tormenta. Mi madre se sitúa de pie a mi espalda, rodeándome la cintura, que ya está muy ensanchada, con un brazo, y juntas silbamos con suavidad al aire primaveral para levantar una tempestad.

Lentamente pero con fuerza, las nubes comienzan a arremolinarse las unas encima de las otras hasta que se forma un potente frente de nubarrones negros al sur, muy a lo lejos, en el mar. El aire se torna más fresco. Yo experimento un súbito escalofrío, y las dos le damos la espalda al cielo, que se ha vuelto de pronto más frío y más oscuro. Cerramos la ventana al sentir los primeros trallazos de lluvia.

—Por lo que parece, ha estallado una tempestad en el mar —señalo.

Una semana más tarde, mi madre viene a verme trayendo una carta en la mano.

—Tengo noticias de mi prima de Borgoña. Me dice que la tempestad apartó a Jorge y Warwick de la costa de Francia y que estuvieron a punto de naufragar frente a Calais, en medio de un mar embravecido. Suplicaron a los del fuerte que los dejaran entrar por el bien de Isabel, pero éstos no quisieron acogerlos. La entrada al puerto tenía echada la cadena. Se levantó un viento proveniente de ninguna parte y el mar estuvo a punto de lanzarlos contra las murallas. En el fuerte no les permitían entrar, y tampoco podían arribar a tierra estando el mar tan violento. La pobre Isabel se puso de parto en medio de la tormenta. Pasaron varias horas siendo zarandeados de un lado para otro y al final el niño murió.

Yo me santiguo.

—Dios bendiga a la pobre criatura. Nadie les habría deseado semejante desgracia.

—Nadie se la deseaba —afirma mi madre con convicción—. Pero si Isabel no se hubiera embarcado con unos traidores, habría permanecido sana y salva en Inglaterra, donde habría contado con amigas y parteras para asistirla.

—Pobre niña —digo posando una mano en mi propio vientre—. Pobre niña. Está teniendo pocas alegrías en su grandioso matrimonio. ¿Os acordáis de ella cuando estuvo en la corte en Navidad?

—Y aún hay noticias peores —prosigue mi madre—. Warwick y Jorge han acudido a su gran amigo, el rey Luis de Francia, y ahora los dos se han reunido en Angers con Margarita de Anjou y están tramando otra conspiración.

—¿Warwick sigue yendo contra nosotros?

Mi madre hace una mueca.

—Debe de ser un hombre de gran empeño, desde luego, para haber permitido que el nacimiento de un nieto suyo se malograse mientras su familia se fugaba y para, después de haber estado a punto de perecer en un naufragio, ir de inmediato a renegar de sus juramentos de lealtad. Pero no hay nada que lo detenga. Cabría pensar que una tempestad surgida repentinamente de un cielo azul lo haría recapacitar, pero no hay nada que lo consiga. Ahora está cortejando a Margarita de Anjou, contra la que ya luchó en una ocasión. Ha tenido que pasar media hora de rodillas ante ella, su mayor enemiga, para suplicarle el perdón, ya que ella se negaba a verlo si antes no realizaba ese acto de contrición. Que Dios la bendiga, siempre ha tenido un elevado concepto de sí misma.

—¿Qué tiene planeado, según vuestra opinión?

—El que ahora está organizando los pasos de baile es el rey de Francia. Warwick se cree el hacedor de reyes, pero en estos momentos es un títere. A Luis de Francia lo llaman la araña, y he de decir que hila incluso más fino que nosotras. Su deseo es derrocar a tu esposo y disminuir el peso de nuestro país, y para alcanzar dicho fin está valiéndose de Warwick y de Margarita de Anjou. El hijo de Margarita, el denominado príncipe de Gales, el príncipe Eduardo de Lancaster, va a desposarse con la hija pequeña de Warwick, Ana, para unir a sus embusteros padres en un pacto que no podrán deshonrar. Después, imagino que vendrán todos a Inglaterra para sacar a Enrique de la Torre.

—¿Con Ana Neville, esa poquita cosa? —exclamo yo, divertida de inmediato—. ¿Están dispuestos a entregársela a ese monstruo de Eduardo para asegurarse de que su padre no juegue sucio?

—Así es —afirma mi madre—. Sólo tiene catorce años y van a casarla con un niño al que, cuando contaba once años, se le permitió escoger la manera de ejecutar a sus enemigos. Lo han educado para convertirlo en un demonio. Ana Neville debe de estar preguntándose si de mayor va a ser reina o va a encontrarse entre los condenados.

—Pero eso cambia totalmente las cosas para Jorge —digo yo pensando en voz alta—. Una cosa era luchar contra su hermano, el rey, cuando abrigaba la esperanza de matarlo y sucederlo, pero ahora ¿para qué habría de luchar contra Eduardo sin tener nada que ganar para sí? ¿Por qué habría de batallar contra su sangre para sentar en el trono primero al rey y después al príncipe de Lancaster?

—Supongo que no pensaba que ocurriría tal cosa cuando se embarcó con una esposa a punto de dar a luz y un suegro empeñado en hacerse con la corona. Pero ahora se ha quedado sin su primogénito y heredero y Warwick tiene una segunda hija que podría ser reina. Las perspectivas de Jorge han cambiado mucho. Debería haber tenido el buen juicio de verlo así. Pero ¿tú crees que lo tiene?

—Alguien debería aconsejarlo. —Nuestras miradas se cruzan. Con mi madre nunca tengo necesidad de explicar las cosas, las dos nos entendemos a la perfección.

—¿Vas a ir a ver a la madre del rey antes de la cena? —me pregunta ella.

Yo retiro el pie del pedal de la rueca y la detengo con la mano.

—Vamos a verla ahora mismo —sugiero.

Se encuentra sentada con sus damas de compañía, cosiendo una sabanilla de altar. Mientras trabajan, una de ellas lee la Biblia. La madre del rey es famosa por su devoción; su sospecha de que no seamos tan santas como ella, o peor aún, de que seamos paganas, acaso brujas, es sólo uno de los muchos temores que alberga en mi contra. Los años no han mejorado la opinión que tiene de mí. No quería que me casara con su hijo, e incluso ahora, aunque he dejado clara mi fertilidad y he demostrado que soy una buena esposa para él, continúa odiándome. Ciertamente, ha sido tan descortés que Eduardo le ha entregado Fotheringhay para mantenerla apartada de la corte. En cuanto a mí, su santidad no me impresiona lo más mínimo; si tan bondadosa es, debería haber enseñado mejor a Jorge. Si Dios le prestase oídos, no habría perdido a su hijo Edmundo y a su esposo.

Me inclino ante ella al entrar, y ella, a su vez, se levanta y me hace una profunda reverencia. A continuación indica a sus damas con una seña que recojan la labor y se aparten a un lado. Sabe que no he venido a verla para preguntarle por su salud. Todavía no existe un gran cariño entre nosotras, y no existirá nunca.

—Excelencia —dice en tono sereno—. Es un honor.

—Mi señora madre —digo yo sonriendo—. El placer es mío.

Tomamos asiento todas a la vez, para evitar la cuestión de las prioridades, y ella aguarda a que yo hable.

—Estoy muy preocupada por vos —digo con amabilidad—. No me cabe duda de que os inquieta Jorge, que está tan lejos de casa, que ha sido declarado traidor, que ha estado a punto de caer en una trampa junto con el felón Warwick, que se ha distanciado de su hermano y de su familia. Ha perdido a su primer hijo y ha corrido él mismo un peligro mortal.

La madre del rey parpadea. No esperaba que yo sintiera preocupación por Jorge, su hijo favorito.

—Naturalmente que deseo que se reconcilie con nosotros —dice con cautela—. Siempre es triste que los hermanos se peleen.

—Y ahora me entero de que Jorge se dispone a abandonar a su propia familia —continúo en tono lastimero—. Es un renegado… no sólo le da la espalda a su hermano, sino también a vos y a su propia casa.

Ella posa la mirada en mi madre buscando una explicación.

—Se ha unido a Margarita de Anjou —le dice ella a bocajarro—. Vuestro hijo, defensor de la casa de York, va a luchar por el rey de Lancaster. Es una vergüenza.

—Será derrotado con toda certeza, Eduardo gana siempre —agrego yo—. Y después será ejecutado por traidor. ¿Cómo va a perdonarlo Eduardo, ni siquiera sobre la base del amor fraternal, si enarbola los colores de Lancaster? ¡Imaginadlo muriendo con una rosa roja en el cuello! ¡Sería vergonzoso para vos! ¿Qué habría dicho su padre?

Ella está verdaderamente horrorizada.

—Jamás seguiría a Margarita de Anjou —afirma—, la mayor enemiga de su padre.

—Margarita de Anjou clavó la cabeza del padre de Jorge en una pica de las murallas de York y ahora él la sirve —comento con gesto pensativo—. ¿Cómo vamos a poder perdonarlo ninguno de nosotros?

—Eso no puede ser —replica ella—. Tal vez se sintiera tentado de unirse a Warwick. Para él es doloroso ser siempre el segundo, por detrás de Eduardo, y… —Deja la frase sin terminar, pero todos sabemos que Jorge tiene celos de todo el mundo: de su hermano Ricardo, de Hastings, de mí y de todos los miembros de mi familia. Sabemos que ella le ha llenado la cabeza con ideas descabelladas sobre que Eduardo es un bastardo y de que, por lo tanto, el auténtico heredero es él—. Y además, ¿de qué…?

—¿De qué le sirve a él? —ofrezco yo en tono calmo—. Entiendo lo que opináis de él. Ciertamente, Jorge no piensa en nada que no sea su propio beneficio y nunca tiene en cuenta la lealtad, la palabra dada, ni su honor. Es todo Jorge y nada York.

Al oír eso la madre del rey se ruboriza, pero no puede negar que el mediano ha sido su hijo más egoísta y malcriado, siempre cambiando de bando.

—Cuando se unió a Warwick, creía que éste lo convertiría en rey —digo yo a quemarropa—. Y después descubrió que nadie quería tenerlo a él como rey si podía tener a Eduardo. En este país sólo hay dos personas que opinan que él es mejor persona que mi marido.

Ella aguarda.

—El propio Jorge y vos —especifico—. Luego, vuestro hijo huyó con Warwick porque no se atrevía a enfrentarse a Eduardo después de haberlo traicionado otra vez. Y ahora descubre que Warwick ha cambiado de planes y no quiere sentarlo en el trono; lo que quiere es casar a su hija Ana con Eduardo de Lancaster y, de ese modo, convertirse en suegro del rey de Inglaterra. Jorge e Isabel ya no son sus candidatos para ser los soberanos de Inglaterra, ahora son Eduardo de Lancaster y Ana. Lo más que puede esperar Jorge es ser cuñado del rey usurpador, un Lancaster, en vez de ser hermano del rey legítimo, el de York.

La madre del traidor afirma con la cabeza.

—Poco provecho ha sacado —observo yo—, a cambio de tanto trabajo y de tanto peligro.

Dejo que reflexione sobre eso durante unos momentos.

—Claro que, si volviera a cambiar de bando y regresara al lado de su hermano, penitente y verdaderamente leal, Eduardo lo aceptaría sin reservas —aseguro—. Eduardo lo perdonaría.

—¿En serio?

Hago un gesto de asentimiento.

—Puedo prometéroslo. —No agrego que quien nunca lo perdonará seré yo, ni que Warwick y él son hombres muertos para mí, lo han sido todo el tiempo, desde que ejecutaron a mi padre y a mi hermano tras la batalla de Edgecote Moor, y lo seguirán siendo después, hagan lo que hagan. Tengo sus nombres guardados en el estuche negro que reposa en el interior de mi joyero, y jamás volverán a ver la luz hasta que ellos mismos se encuentren en la oscuridad eterna.

—Sería sumamente beneficioso que a Jorge, un joven que carece de buenos consejeros, alguien le dijera en privado, en secreto, que podría regresar con su hermano sin sufrir daño alguno —comenta mi madre como por azar, mirando los nubarrones por la ventana—. Hay ocasiones en las que un muchacho necesita ser bien aconsejado. Hay ocasiones en las que necesita que le digan que ha tomado una senda errónea pero que puede regresar al buen camino. Un joven como Jorge no debería estar luchando por Lancaster ni morir con una rosa roja en el cuello. Un hombre como Jorge debería estar con su familia, con sus hermanos, que lo aman.

Hace una pausa para que la madre del rey lo vaya asimilando todo. La verdad es que va calando maravillosamente.

—Ojalá alguien pudiera decirle que sería bien recibido en casa; así vos tendríais de nuevo a vuestro hijo, los hermanos se reunirían otra vez, York volvería a luchar por York y Jorge no perdería nada. Será hermano del rey de Inglaterra y duque de Clarence, como lo ha sido siempre. Podríamos ocuparnos de que Eduardo restaurase su derecho. En ello reside su futuro. De esta otra forma es… ¿cómo se diría? —calla unos instantes para pensar cómo llamar al hijo favorito de Cecilia y por fin se le ocurre—: Un completo majadero.

De pronto la madre del rey se incorpora; la mía también se levanta. Yo permanezco sentada y sonriente, sin hacer nada por impedirle que esté de pie ante mí.

—Siempre es un placer conversar con las dos —me dice con la voz temblorosa a causa de la cólera.

Ahora sí que me levanto, con una mano apoyada en el abultado vientre, y aguardo a que me haga una reverencia.

—Oh, lo mismo digo. Que tengáis un buen día, mi señora madre —digo en tono afable.

Y así queda hecho, tan fácil como un encantamiento. Sin necesidad de decir otra palabra, sin que Eduardo lo sepa siquiera, una dama de la corte de la madre del rey decide hacer una visita a su gran amiga, la pobre Isabel Neville, esposa de Jorge. La dama en cuestión, cubierta con un tupido velo, toma un barco, llega a Angers, encuentra a Isabel, no pierde tiempo en consolarla y la deja llorando en su habitación; busca a Jorge y le comunica que su madre lo ama con ternura y que está preocupada por él. Éste a su vez le dice que se siente cada vez más incómodo con unos aliados a los que está vinculado no sólo mediante un juramento de lealtad, sino también por matrimonio. Piensa que Dios no bendice dicha unión, ya que su hijo murió en la tempestad y desde que contrajo nupcias con Isabel todo se le ha torcido constantemente. No debería haberle sucedido cosas tan desagradables. Ahora se ve en compañía de los enemigos de su familia y, cosa mucho peor para él, de nuevo en segundo lugar. El renegado de Jorge dice que está dispuesto a regresar a Inglaterra con el ejército invasor de Lancaster, pero que tan pronto como ponga un pie en el reino de su querido hermano nos comunicará en qué punto han desembarcado y cuáles son sus fuerzas. Fingirá estar de parte de ellos en su calidad de cuñado del príncipe de Gales de la casa de Lancaster hasta que se entable una batalla, y entonces los atacará por detrás y se abrirá paso una vez más hasta sus hermanos. Será un hijo de York, será de nuevo uno de los tres hijos de York. Podemos confiar en él. Destruirá a sus actuales amigos, así como a la familia de su propia esposa. Él es leal a York. En lo más profundo de su alma, siempre será leal a York.

Mi esposo me trae esta estimulante noticia sin saber que es obra de mujeres que tejen sus hilos alrededor de los hombres. Yo me encuentro descansando en mi diván, con una mano sobre el vientre, sintiendo cómo se mueve el niño.

—¿No es maravilloso? —me dice Eduardo verdaderamente encantado—. ¡Jorge va a volver con nosotros!

—Ya sé que amáis a Jorge —contesto—, pero incluso vos tenéis que reconocer que es una persona rastrera por completo y que no siente lealtad hacia nadie.

Mi esposo, que posee un corazón generoso, sonríe.

—Oh, es Jorge —dice bondadosamente—. No podéis ser demasiado severa con él. Siempre ha sido el favorito de todos y siempre ha sido de los que procuran hacer lo que se le antoja.

Yo consigo esbozar una sonrisa para responder:

—No soy demasiado severa con él. Me alegra que haya regresado a vos.

Pero, para mis adentros, me digo: «Sin embargo es hombre muerto».

Voy corriendo detrás de mi esposo, con la mano apoyada en mi enorme vientre, por los largos y tortuosos corredores del palacio de Whitehall. Detrás de nosotros, vienen los sirvientes portando bultos.

—No podéis iros. Me jurasteis que estaríais a mi lado cuando naciera nuestro hijo. Será un varón, vuestro hijo varón. Debéis estar conmigo.

Él se da la vuelta con el rostro grave.

—Querida, si no me voy, nuestro hijo no tendrá ningún reino. El cuñado de Warwick, Henry Fitzhugh, ha provocado una insurrección en Northumberland. En mi mente no cabe la menor duda de que Warwick atacará en el norte y de que, a continuación, Margarita hará desembarcar su ejército en el sur. Vendrá directa a Londres para sacar a su esposo de la Torre. Tengo que irme y he de darme prisa. Tengo que lidiar con uno y después dar media vuelta y dirigirme al sur para interceptar a la otra antes de que venga a buscaros a vos. Ni siquiera me atrevo a detenerme un momento a disfrutar del placer de discutir con vos.

—¿Y yo? ¿Qué pasa conmigo y con las niñas?

Está musitando unas órdenes al sirviente que corre detrás de él con una escribanía en dirección a los establos. Hace una pausa para gritar una serie de consignas a los caballerizos. Los soldados se dirigen a toda velocidad a la armería para aprovisionarse de equipo, mientras los sargentos, vociferantes, les ordenan que formen filas. Los grandes carromatos se están cargando de nuevo con tiendas de campaña, armas, víveres y herramientas. El poderoso ejército de York vuelve a estar en marcha.

—Tenéis que ir a la Torre —me exige a mí girándose en redondo—. Necesito saber que os encontráis a salvo. Todos, incluida vuestra madre, id a las dependencias reales de la Torre. Preparadlo todo para que el niño nazca allí. Sabéis que regresaré a vuestro lado lo antes que pueda.

—¿Estando el enemigo en Northumberland? ¿Para qué debo ir a la Torre cuando vos vais a estar combatiendo contra un oponente que se encuentra a cientos de millas de distancia?

—Porque sólo el diablo sabe con seguridad dónde desembarcarán Warwick y Margarita —responde él de forma sucinta—. Supongo que se dividirán en dos bandos y que el uno desembarcará para apoyar el levantamiento del norte y el otro en Kent. Pero no lo sé. No he tenido noticias de Jorge. No sé qué es lo que tienen planeado. ¿Y qué ocurre si suben navegando por el Támesis mientras yo estoy luchando en Northumberland? Sed mi amor, sed valiente, sed una reina; id a la Torre con las niñas y manteneos allí sanas y salvas. Así yo podré luchar y ganar para regresar a vuestro lado.

—¿Y mis dos hijos mayores? —susurro yo.

—Vuestros hijos vendrán conmigo. Los protegeré tanto como me sea posible, pero ya es hora de que desempeñen el papel que les corresponde en nuestras batallas, Isabel.

El niño se da la vuelta dentro de mi vientre, como si él también quisiera protestar, y ese movimiento brusco me obliga a callarme.

—Eduardo, ¿cuándo llegará el día en que estemos a salvo?

—Cuando yo haya ganado —responde él con firmeza—. Ahora, dejadme partir y vencer, querida mía.