Verano de 1468

Eduardo envía a Warwick con una embajada a Francia, y éste aprovecha la oportunidad para escapar de Inglaterra y de la corte. No puede soportar ver cómo nuestra estrella va ascendiendo y cómo sus esperanzas van disminuyendo. Tiene pensado firmar un tratado con el rey de Francia y le promete que el gobierno de Inglaterra todavía está en su mano y que él va a escoger al futuro marido de Margarita, la heredera de la casa de York. Pero miente, y todo el mundo sabe que sus días de poder se han acabado. Eduardo nos hace caso a mi madre, a mí y a sus otros consejeros, que dicen que el ducado de Borgoña ha sido un amigo fiel mientras que Francia ha sido un enemigo constante, y que se podría firmar una alianza con Borgoña, por el bien del comercio, en aras de nuestra condición de primos, que podría consolidarse con el casamiento de Margarita, hermana de Eduardo, precisamente con el nuevo duque, Carlos, que acaba de heredar las ricas tierras de Borgoña.

Carlos es un amigo clave de Inglaterra. Como duque de Borgoña que es, posee todas las tierras de Flandes, además de su propio ducado de Borgoña, y por lo tanto manda en todos los territorios bajos del norte, en todos los que se encuentran entre Alemania y Francia y en las ricas tierras del sur. Son grandes compradores de telas inglesas, comerciantes y aliados nuestros. Sus puertos se encuentran frente a los nuestros, al otro lado del canal de la Mancha; su enemigo habitual es Francia, y se vuelven hacia nosotros buscando alianzas. Tradicionalmente han sido amigos de Inglaterra, y ahora, gracias a mí, son parientes del monarca inglés.

Todo esto se ha planeado sin incluir a la propia joven, claro está; y Margarita se acerca a mi cuando estoy paseando por los jardines del palacio de Westminster, toda acalorada, porque le han dicho que su compromiso con don Pedro de Portugal va a quedar anulado y que ahora van a venderla al mejor postor, ya sea Luis de Francia o uno de los príncipes franceses, o bien a Carlos de Borgoña.

—Todo va a salir bien —le digo yo al tiempo que tomo su mano en la mía para que pueda pasear a mi lado. Sólo tiene veintidós años y no ha sido educada para ser hermana de un rey. No está acostumbrada a que su futuro esposo pueda cambiar según las necesidades del momento, y su madre, con la lealtad dividida entre sus hijos rivales, no se ha preocupado de velar por sus hijas.

Cuando Margarita era pequeña, creía que iba a casarse con un lord inglés y que iba a vivir en un castillo de Inglaterra criando hijos. Incluso soñó con hacerse monja, porque comparte el mismo entusiasmo que su madre por la Iglesia. Cuando su padre reclamó el trono y su hermano lo obtuvo, no se dio cuenta de que siempre hay que pagar un precio por el poder y de que ella habría de pagarlo tanto como lo pagamos los demás. Aún no comprende que, aunque los hombres sean los que van a la guerra, quienes sufren son las mujeres… acaso más que nadie.

—No pienso casarme con un francés. Odio a los franceses —dice con vehemencia—. Mi padre luchó contra ellos, no habría querido que me casara con uno. Mi hermano no debería pensarlo siquiera. No sé por qué mi madre lo está considerando; estuvo con el ejército inglés en Francia y sabe cómo son los franceses. Yo pertenezco a la casa de York, ¡no quiero ser francesa!

—Y no lo seréis —le digo en tono tranquilizador—. Ése es el plan que tiene el conde de Warwick, pero el rey ya no le presta oídos. Sí, acepta sobornos de los franceses y favorece a Francia, pero lo que yo aconsejo al soberano es que firme una alianza con el duque de Borgoña, y eso será mejor para vos. Pensad tan sólo… ¡seréis pariente mía! Os desposaréis con el duque de Borgoña y viviréis en el hermoso palacio de Lille. Vuestro futuro esposo es un respetado amigo de la casa de York y está emparentado conmigo a través de mi madre. Es un buen amigo, y desde su palacio podréis venir a casa de visita. Y cuando mis hijas sean lo bastante mayores, las enviaré con vos para que las aleccionéis respecto a la elegante vida de la corte de Borgoña. No existe nada más bello ni que esté más de moda que esta corte. Y, siendo su duquesa, seréis la madrina de mis hijos varones. ¿Qué os parece eso?

Ella se queda parcialmente conforme.

—Pero yo pertenezco a la casa de York —repite—. Quiero quedarme en Inglaterra. Por lo menos hasta que hayamos derrotado definitivamente a los de Lancaster; y también deseo ver el bautizo de vuestro hijo, el primer príncipe de York. Y más adelante querré verlo coronado Príncipe de Gales…

—Vendréis para asistir a su bautizo, cuando quiera que Dios nos lo mande —le prometo—. Y sabrá que su tía es su atenta guardiana. Pero en Borgoña podréis servir mejor a las necesidades de la casa de York. Haréis que el ducado de Borgoña siga siendo amigo de York y de Inglaterra y, si alguna vez Eduardo se encontrara en un apuro, sabrá que puede recurrir a las riquezas y las armas de Borgoña. Y si en alguna ocasión corriera peligro a causa de un falso amigo, podrá acudir a vos en busca de ayuda. Os agradará ser la aliada que tengamos al otro lado del mar. Os agradará ser nuestro refugio.

Ella descansa la cabecita sobre mi hombro.

—Excelencia, hermana —me dice—, se me hace muy difícil marcharme. He perdido a un padre y no estoy segura de que mi hermano no siga estando en peligro. No estoy segura de que Jorge y él sean amigos de verdad; no estoy segura de que Jorge no sienta envidia de Eduardo y temo lo que pueda hacer mi señor Warwick. Deseo quedarme aquí. Quiero estar con Eduardo y con vos. Amo a mi hermano Jorge, no quiero separarme de él en este momento. No quiero separarme de mi madre. No quiero irme de mi hogar.

—Ya lo sé —replico en voz baja—. Pero siendo la duquesa de Borgoña podréis ser una buena hermana, muy poderosa, para Eduardo y para Jorge. Sabremos que siempre hay un país en el que podemos confiar como amigo. Sabremos que existe una bella duquesa que es defensora de York hasta le médula de los huesos. Podéis iros a Borgoña y tener hijos, hijos de York.

—¿Vos creéis que podré fundar una casa de York en el extranjero?

—Fundaréis una nueva estirpe —le aseguro—. Y nos alegrará saber que estáis allí, e iremos a visitaros.

Margarita pone al mal tiempo buena cara y Warwick pone cara de hipócrita y la escolta hasta el puerto de Margate. Todos la despedimos con la mano, a nuestra pequeña duquesa. Sé que de todos los hermanos y hermanas de Eduardo, Jorge el desleal y Ricardo el pequeño, acabamos de enviar a otro país a la más cariñosa, la más leal y la más fiable defensora de los York.

Para Warwick, esto representa otra derrota a mis manos y a manos de mi familia. Prometió que Margarita tendría un marido francés, pero se ve obligado a enviársela al duque de Borgoña. Tenía pensado firmar una alianza con Francia y aseguró que poseía el control de la toma de decisiones en Inglaterra; en cambio, va a contraer nupcias con la casa real de Borgoña, a la que pertenece la familia de mi madre. Todo el mundo ve que Inglaterra está bajo el mando de la familia Rivers y que el rey únicamente nos hace caso a nosotros. Warwick escolta a Margarita en su viaje nupcial con la misma expresión en la cara que si estuviera comiendo limones, y yo río para mis adentros al ver que nosotros lo superamos en poder y en número y me considero a salvo de su ambición y de su resentimiento.

Estoy equivocada. Estoy completamente equivocada. No somos tan poderosos, no somos lo bastante poderosos. Y debería haber tenido más cuidado. No reflexioné y, precisamente yo, que tenía miedo de Warwick antes de conocerlo siquiera, debería haber tomado en cuenta su envidia y su enemistad. No preví con antelación —y, precisamente yo, entre todas las reinas que tienen hijos que están creciendo, debería haberlo previsto— que Warwick y la antipática madre de Eduardo podrían unirse y pensar en sentar en el trono a otro hijo de York en lugar del primero que habían elegido para que el hacedor de reyes lo convirtiera en rey.

Debería haber tenido más cautela con Warwick, porque mi familia le quitó todo el poder que tenía y se adueñó de las tierras que seguramente él quería para sí. También debería haber previsto que Jorge, el joven duque de Clarence, iba a despertar su interés. Jorge es hijo de York, igual que Eduardo, pero maleable, fácil de instigar y, por encima de todo, soltero. Warwick nos miró a Eduardo y a mí, observó la riqueza y la fuerza que estaban adquiriendo los Rivers que yo he situado alrededor de Eduardo, y empezó a pensar que a lo mejor fabricaba otro rey, otro soberano más, uno que le fuera más obediente a él.

Tenemos tres hermosas hijas, una de ellas recién nacida, y abrigamos la esperanza, cada vez con mayor ansiedad, de que nos nazca un varón, cuando de pronto Eduardo recibe la noticia de que en Yorkshire hay un rebelde que se llama a sí mismo Robin. Robin de Redesdale, un nombre inventado que no significa nada, un rebelde de poca monta que se esconde detrás de un nombre legendario, que está reclutando tropas, calumniando a mi familia y exigiendo libertad y justicia y las tonterías de siempre que tientan a los hombres de bien a abandonar sus campos para ir a buscar la muerte. Al principio Eduardo presta escasa atención, y yo, como una tonta, no le doy ninguna importancia. Eduardo está de peregrinación con mi familia, mis hijos Richard y Thomas Grey, y su hermano pequeño, Ricardo, mostrándose al pueblo y dando gracias Dios. Yo voy a ponerme en camino con las niñas para reunirme con él, y, aunque nos escribimos a diario, pensamos tan poco en la revuelta que él ni siquiera la menciona en sus cartas.

Tampoco presto atención a mi padre cuando me comenta que alguien está pagando a esos hombres, que no están armados con horcas, que llevan buenas botas y marchan en formación. Ni siquiera lo escucho apenas cuando, unos días más tarde, me dice —haciendo gala de una prudencia ganada a base de esfuerzo— que esos sublevados pertenecen a alguien, que son campesinos, arrendatarios o vasallos de algún señor. Ni siquiera cuando me hace ver que nadie toma la hoz pensando que va a luchar en una guerra, que alguien, su señor, ha de darle la orden. Ni siquiera entonces le presto atención. Cuando mi hermano John dice que este país pertenece a Warwick y que lo más probable es que la insurgencia de esos rebeldes haya sido obra de él, continúo sin darle importancia. Tengo una hija recién nacida y mi mundo gira en torno a su cunita pintada de oro. Vamos de camino hacia el sureste de Inglaterra, donde somos muy queridos. El verano está siendo bueno y yo pienso, cuando me da por pensar, que seguramente los rebeldes se volverán a su casa a tiempo para recoger la cosecha y que la revuelta se apaciguará por sí sola.

No siento preocupación alguna hasta que viene a verme mi hermano John, con expresión grave, y me jura que hay centenares, tal vez miles, de hombres armados, y que todo ello tiene que ser obra del conde de Warwick que vuelve a hacer de las suyas, porque nadie más es capaz de reunir tantas tropas. Está fabricando reyes otra vez. En la ocasión anterior, sustituyó al rey Enrique por Eduardo; esta vez quiere que Jorge, el duque de Clarence, hermano del monarca, el hijo sin importancia, sustituya a Eduardo, mi esposo. Y al mismo tiempo pretende reemplazarnos a mí y a los míos.

Eduardo se reúne conmigo en Fotheringhay, tal como habíamos acordado. Aunque no lo deja ver, está furioso. Habíamos planeado disfrutar de esa hermosa mansión y de su entorno a principios del verano, y después viajar juntos a la próspera ciudad de Norwich para hacer una entrada triunfal en ella. Nuestro plan consistía en sumarnos a las peregrinaciones y los festejos de las ciudades del campo, en repartir justicia y favores, en dejarnos ver como el rey y la reina en el corazón de su pueblo; todo lo contrario del soberano loco que se encuentra en la Torre y de su reina, todavía más loca, que está en Francia.

—Pero ahora tengo que ir al norte a resolver ese asunto —se queja Eduardo—. Hay rebeliones nuevas que brotan como las fuentes en una inundación. Yo pensaba que se trataba de un terrateniente descontento, pero por lo visto el norte entero está alzándose en armas otra vez. Es Warwick, tiene que ser él, aunque no me haya dicho ni una palabra. En cambio le pedí que me acompañara y no ha venido. Me pareció extraño; sin embargo sabía que estaba enfadado conmigo, y ahora, precisamente hoy, me entero de que Jorge y él han embarcado. Se han ido juntos a Calais. Maldita sea, Isabel, he sido un tonto confiado. Warwick ha huido de Inglaterra, y Jorge con él; se han ido a la guarnición inglesa más fuerte, son inseparables, y todos los hombres que dicen que siguen a Robin de Redesdale son en realidad sirvientes pagados por Warwick o por Jorge.

Me quedo horrorizada. De pronto, el reino que parecía estar tan tranquilo en nuestras manos se está desmembrando.

—Warwick debe de tener planeado hacer uso contra mí de todas las tretas que yo empleé contra Enrique. —Eduardo está pensando en voz alta—. Ahora respalda a Jorge como antiguamente me respaldó a mí. Si sigue adelante con esto, si se sirve de la fortaleza de Calais como punto de partida para invadir Inglaterra, será una guerra entre hermanos, de la misma forma en que la anterior fue una guerra entre primos. Esto es detestable, Isabel.

Y éste es el hombre al que yo consideraba un hermano. Ésta es la persona que prácticamente me sentó en el trono. Éste es mi pariente y mi primer aliado. ¡Era mi mejor amigo!

Desvía el rostro para que yo no pueda ver su expresión de rabia y de angustia; me cuesta respirar de sólo imaginar a ese ser tan importante, ese tremendo comandante de hombres, lanzándose contra nosotros.

—¿Estáis seguro? ¿Jorge está con él? ¿Y se han ido juntos a Calais? ¿Quiere el trono para Jorge?

—¡No estoy seguro de nada! —exclama Eduardo en su desesperación—. Se trata de mi amigo, el primero y el más fiel, y lo acompaña mi propio hermano. Hemos peleado hombro con hombro en el campo de batalla, hemos sido compañeros de armas además de parientes. En la batalla de Mortimer’s Cross había tres soles en el cielo; yo mismo los vi, tres soles. Todo el mundo decía que era una señal que nos mandaba Dios a mí, a Jorge y a Ricardo, los tres hijos de York. ¿Cómo va uno de los tres a abandonar a los otros? ¿Y quién más me traiciona, además de él? Si no puedo fiarme de mi propio hermano, ¿quién va a permanecer a mi lado? Mi madre ha de estar enterada de esto, Jorge es su hijo predilecto. Él le habrá dicho que está conspirando contra mí y ella le ha guardado el secreto. ¿Cómo es capaz de traicionarme? ¿Y cómo es capaz ella?

—¿Vuestra madre? —repito—. ¿Vuestra madre, apoyando a Jorge contra vos? ¿Por qué iba a hacer algo semejante?

Eduardo se encoge de hombros.

—La historia de siempre: si yo soy hijo de mi padre, si soy legítimo, nacido York y criado como tal. Jorge va diciendo que soy bastardo, y eso lo convierte a él en el auténtico heredero. Sabrá Dios por qué mi madre está dispuesta a refrendar eso. Debe de odiarme más de lo que nunca soñé por haberme casado con vos y por haber tomado partido por vos.

—¡Cómo se atreve!

—No puedo fiarme de nadie más que de vos y de los vuestros —exclama Eduardo—. Todas las demás personas en las que confío me han retirado su apoyo; y ahora me entero de que ese tal Robin de Yorkshire tiene una lista de exigencias que pretende que yo cumpla y de que Warwick ha anunciado al pueblo que él las considera razonables. ¡Razonables! Promete que Jorge y él desembarcarán con un ejército para reconvenirme. ¡Reconvenirme! ¡Ya sé yo lo que quiere decir con eso! ¿Acaso no es lo mismo que le hicimos a Enrique? ¿Acaso no sé bien cómo se destruye a un monarca? ¿Es que el padre de Warwick no utilizó a mi propio padre para reconvenir al rey Enrique con la intención de apartarlo de su esposa y de sus aliados? ¿Es que no enseñó a mi padre cómo se debe separar a un hombre de su esposa y de sus aliados? Y ahora se propone destruirme a mí con la misma estrategia. ¿Pero es que piensa que soy un necio?

—¿Y Ricardo? —pregunto con nerviosismo pensando en su otro hermano, aquel niño tímido que ya se ha convertido en un joven callado y pensativo—. ¿Dónde pone Ricardo su lealtad? ¿Se ha puesto de parte de su madre?

Es la primera vez que Eduardo sonríe.

—Ricardo me sigue siendo fiel a mí. Ya sé que vos lo consideráis un muchacho torpe y taciturno. Ya sé que vuestras hermanas se ríen de él, pero conmigo es sincero y fiel. Por el contrario a Jorge se le puede sobornar para que gire a la derecha o a la izquierda. Jorge es un niño avaricioso, no un hombre. Sólo Dios sabe qué le habrá prometido Warwick.

—Eso os lo puedo decir yo —contesto con vehemencia—. Es fácil. Vuestro trono. Y la herencia de mis hijas.

—Los conservaré a todos conmigo. —Me toma las manos y las besa—. Juro que los conservaré a todos. Vos id a la ciudad de Norwich como teníamos previsto. Cumplid con vuestro deber, sed la reina, dad la impresión de que nada os preocupa. Mostrad una expresión sonriente y segura. Y yo iré a aplastar esa rebelión de serpientes antes de que levante del suelo.

—¿Han admitido que su esperanza es derrocaros? ¿O insisten en que únicamente pretenden reconveniros?

Eduardo hace una mueca.

—Más bien pretenden derrocaros a vos, querida mía. Quieren ver a vuestra familia y a vuestros consejeros exiliados de mi corte. Su principal queja es que estoy siendo mal aconsejado y que vuestra parentela está acabando conmigo.

Yo dejo escapar una exclamación ahogada.

—¿Me están calumniando?

—Es una tapadera, una mascarada —contesta Eduardo—. No le prestéis oídos. Es la canción de siempre, de que esto no es una rebelión contra el rey, sino contra sus pérfidos consejeros. Yo mismo la entoné, como también mi padre, e incluso Warwick contra Enrique. Más adelante dijimos que todo había sido culpa de la reina y del duque de Somerset. Ahora dicen que es culpa vuestra y de la familia que os rodea. Es fácil culpar a la esposa. Siempre es más sencillo acusar a la reina de ejercer una mala influencia que declararse uno mismo en contra del rey. Quieren destruiros a vos y a vuestra familia, por supuesto. Luego, cuando me tengan solo ante ellos, sin amigos y sin parientes, me aplastarán a mí. Me obligarán a declarar que nuestro matrimonio fue una farsa, que nuestras hijas son bastardas. Me obligarán a nombrar heredero a Jorge, acaso a cederle el trono. He de llevarlos a una confrontación abierta donde pueda derrotarlos. Confiad en mí, os mantendré sana y salva.

Apoyo mi frente contra la de él.

—Ojalá os hubiera dado un hijo varón —digo en voz muy queda—. De ese modo sabrían que sólo podría haber un heredero. Ojalá os hubiera dado un príncipe.

—Ya habrá tiempo para eso —contesta él, tranquilizador—. Adoro a nuestras hijas. Vendrá un varón, no lo dudo, amor mío. Y yo conservaré el trono a salvo para él. Confiad en mí.

Lo dejo marchar. Ambos tenemos cosas que hacer. Él parte de Fotheringhay a caballo, detrás de un estandarte que ondea furiosamente y rodeado de una guardia preparada para entrar en batalla, en dirección a Nottingham, al poderoso castillo que hay allí, donde esperará a que el enemigo se deje ver. Yo prosigo hasta Norwich con mis hijas para actuar como si Inglaterra fuese toda mía, como si aún fuera un bello jardín para la rosa de York y yo no temiera nada. Me llevo conmigo a mis dos hijos mayores. Eduardo se ofreció a llevárselos consigo, para que supieran lo que es una batalla por primera vez, pero yo, temiendo por ellos, me los he llevado conmigo y con las niñas. Así que voy de camino a Norwich con dos jovencitos muy enfurruñados, de trece y quince años, a los que nada complace porque se están perdiendo la oportunidad de librar su primera batalla.

Hago una entrada regia, con coros que cantan y flores que se arrojan a mi paso, representaciones teatrales que ensalzan mi virtud y dan la bienvenida a mis hijas. Eduardo mata el tiempo en Nottingham reclutando de nuevo a sus soldados, esperando a que su enemigo desembarque.

Mientras aguardamos, desempeñando cada uno nuestros respectivos papeles, preguntándonos cuándo van a venir nuestros enemigos y dónde van a desembarcar, nos llegan más noticias. En la ciudad de Calais, con una licencia especial del papa —que debe de haber sido solicitada y obtenida en secreto por nuestros propios arzobispos—, Jorge se ha casado con la hija de Warwick, Isabel Neville. Ahora es su yerno y, si Warwick consigue sentar a Jorge en el trono de Eduardo, hará reina a su propia hija, que me quitará la corona a mí.

Escupo igual que un gato al pensar que nuestros hipócritas arzobispos han escrito al papa en secreto para ayudar a nuestros enemigos, al imaginar a Jorge en el altar con la hija de Warwick, al pensar en la paciente ambición del lord. Pienso en esa joven de piel clara, una de las dos únicas hermanas Neville, ya que Warwick no tiene ningún hijo varón y por lo visto ya no le nace más descendencia, y juro que jamás llevará la corona de Inglaterra mientras yo viva. Pienso en Jorge, cambiando de bando como el niño malcriado que es y cayendo en la trampa de los planes de Warwick como el idiota que es, y juro vengarme de ambos. Es tanta mi certeza de que esto terminará siendo una batalla, una amarga batalla entre mi esposo y su antiguo tutor para la guerra, que me toma por sorpresa, lo mismo que a Eduardo, la noticia de que Warwick ha desembarcado sin previo aviso y ha destrozado el ejército real reunido en Edgecote Moor, cerca de Banbury, antes siquiera de que Eduardo hubiera salido del castillo de Nottingham.

Es un desastre. Sir William Herbert, el conde de Pembroke, yace muerto en tierra, rodeado por un millar de galeses, y su pupilo de la casa Lancaster, Enrique Tudor, se ha quedado sin la protección de un guardián. Eduardo va de camino a Londres, galopando lo más aprisa que le es posible, con el fin de armar la ciudad para un asedio. Está a punto de advertirla de que Warwick se encuentra en Inglaterra cuando de pronto ve ante sí unas figuras armadas que le cierran el paso.

El arzobispo Neville, pariente de Warwick nombrado por nosotros, se adelanta y toma a Eduardo prisionero diciéndole, al mismo tiempo que lo rodean, que el lord y Jorge ya están en el reino y que el ejército real ya ha sido vencido. Se acabó, Eduardo ha sido derrotado antes incluso de que se haya declarado una batalla, antes incluso de haber podido poner los arneses a su caballo de guerra. Las guerras, que yo pensaba que habían terminado en paz, en nuestra paz, terminan con nuestra derrota, sin que Eduardo haya siquiera desenvainado la espada, y la casa de York se fundará sobre Jorge, la marioneta, y no sobre mi hijo no nacido.

Estoy en Norwich, fingiendo seguridad en mí misma, fingiendo la gracia propia de una reina, cuando traen a mi presencia a un mensajero cubierto de barro al que envía mi esposo. Abro la carta:

Queridísima esposa:

Preparaos para una mala noticia.

Vuestro padre y vuestro hermano han sido apresados en una batalla librada cerca de Edgecote, mientras luchaban por nuestra causa, y ahora se encuentran en poder de Warwick. Yo también soy prisionero y estoy retenido en el castillo que Warwick posee en Middleham. Me capturaron en el camino, cuando me dirigía hacia vos. No estoy herido, ni ellos tampoco.

Warwick ha afirmado que vuestra madre es una hechicera y dice que nuestro casamiento fue un acto de brujería obrado por ella y por vos. De modo que quedad advertida: las dos os encontráis en grave peligro. Ella ha de salir del país de inmediato, la estrangularán por bruja si pueden. Y vos también, debéis prepararos para el exilio.

Id con nuestras hijas a Londres lo más rápidamente posible, armad la Torre para un asedio y levantad la ciudad en armas. En cuanto la villa esté preparada para el sitio, debéis tomar a las niñas y refugiaros en Flandes. La acusación de brujería es muy grave, amor mío. Os ejecutarán si creen que así lograrán un mayor efecto. Por encima de todo, permaneced sana y salva.

Si lo consideráis más apropiado, enviad a las niñas fuera del país inmediatamente, en secreto, y escondedlas en una casa de gente humilde. No seáis orgullosa, Isabel. Escoged un refugio en el que no mire nadie. Si queremos luchar para reclamar de nuevo lo que es nuestro, hemos de sobrevivir a esto.

Me causa más aflicción que ninguna otra cosa en el mundo poneros en peligro a las niñas y a vos. He escrito a Warwick para exigirle que me haga saber qué rescate pide para que vuestro padre y vuestro hermano John regresen sanos y salvos. No dudo de que los enviará de vuelta con vos y que podréis pagarle lo que quiera que exija del Tesoro.

Vuestro esposo,

El único rey de Inglaterra,

Eduardo

Unos golpes en la puerta de mi sala de recibir y su brusca apertura me hacen dar un brinco, a la espera de, no sé, el conde de Warwick en persona cargando un haz de leña para quemarnos a mi madre y a mí. Pero se trata del alcalde de Norwich, que hace apenas unos días me recibió con ricos ceremoniales.

—Excelencia, tengo noticias urgentes —me dice—. Noticias graves. Lo lamento.

Tomo un poco de aire para tranquilizarme.

—Decidme.

—Se trata de vuestro padre y vuestro hermano.

Ya sé lo que va a decir. Y no porque sea clarividente, sino por las arrugas de preocupación que surcan su orondo semblante al pensar en el dolor que va a causarme. Lo sé por el modo en que se apiñan los hombres que tiene a su espalda, con la torpeza de quienes son portadores de una mala noticia. Lo sé por los suspiros que exhalan mis damas de compañía, semejantes a una brisa de duelo, al tiempo que se agrupan detrás de mi sillón.

—No —digo—. No. Están prisioneros. Están retenidos por ingleses de honor. Han de ser rescatados.

—¿Queréis que os deje sola? —me pregunta el alcalde. Me mira como si estuviera enferma. No sabe qué decirle a una reina que llegó a esta ciudad cubierta de gloria y va a salir de ella corriendo un peligro mortal—. ¿Deseáis que me vaya y regrese más tarde, excelencia?

—Decidme —ordeno—. Decídmelo ahora, por más grave que sea, y ya hallaré la manera de soportarlo.

Él lanza una mirada a mis damas en busca de ayuda, y a continuación sus ojos oscuros vuelven a posarse en mí.

—Lo lamento, excelencia. Lo lamento más profundamente de lo que puedo expresar. Vuestro padre, el conde de Rivers, y vuestro hermano sir John Woodville fueron capturados en batalla, una lid nueva contra enemigos nuevos, el ejército del rey contra el de su propio hermano Jorge, duque de Clarence. Al parecer, el duque está aliado con el conde de Warwick en contra de vuestro esposo… pero quizá ya estéis enterada de eso. Es una alianza contra vuestro gracioso esposo y contra vos. Vuestro padre y vuestro hermano fueron hechos prisioneros mientras luchaban por vuestra excelencia y han sido ejecutados. Los han decapitado. —Me dirige una mirada furtiva—. No han sufrido —agrega de su propia cosecha—, estoy seguro de que fue rápido.

—¿Con qué acusación? —Apenas puedo hablar. Tengo la boca entumecida, como si me hubieran propinado un puñetazo en la cara—. Estaban luchando por un rey ordenado contra unos rebeldes. ¿Qué podría decir nadie en contra de ellos? ¿De qué podrían acusarlos?

El alcalde sacude la cabeza en un gesto negativo.

—Fueron ejecutados por orden de lord Warwick —dice en voz baja—. No hubo juicio, no hubo acusación. Según parece, ahora la propia palabra de lord Warwick es la ley. Los mandó decapitar sin juicio ni condena, sin justicia. ¿Deseáis que dé la orden de que os escolten hasta Londres? ¿O preferís que prepare un barco? ¿Vais a salir del país?

—Voy a ir a Londres —replico—. Es mi capital, es mi reino. No soy una soberana extranjera que deba huir a Francia. Soy una mujer inglesa. Vivo aquí y moriré aquí. —En seguida me corrijo—: Viviré y lucharé aquí.

—Permitid que os ofrezca mi más sentido pésame, a vos y al rey.

—¿Tenéis noticias del monarca?

—Esperábamos que vuestra excelencia pudiera tranquilizarnos a ese respecto.

—Yo no he sabido nada —miento. No estoy dispuesta a que sepan por mí que el rey está prisionero en el castillo de Middleham, que hemos sido derrotados—. Partiré a primera hora de la tarde, dentro de dos horas, decidles. Iré a Londres a reclamar mi ciudad, y posteriormente reivindicaremos Inglaterra. Mi esposo no ha perdido una batalla jamás. Derrotará a sus enemigos y llevará a todos los traidores ante la justicia.

El alcalde hace una reverencia; todos los demás lo imitan y comienzan a retroceder hacia la puerta. Yo me siento en mi sillón como una reina, con el dorado palio real por encima de mi cabeza, hasta que se cierra la puerta. Entonces les digo a mis damas:

—Dejadme. Preparaos para el viaje.

Ellas revolotean y titubean. Ansían hacer una pausa y consolarme, pero advierten la seriedad de mi rostro y salen de la habitación de una en una. Me quedo a solas en esa estancia iluminada por el sol y veo que el sillón en el que estoy sentada está astillado, que la madera tallada sobre la que descansa mi mano tiene defectos. El palio real que cuelga en lo alto está polvoriento. Veo que he perdido a mi padre y a mi hermano; el padre más bueno y afectuoso que jamás ha tenido una hija y un buen hermano. Los he perdido por un sillón viejo y un palio cubierto de polvo. Mi pasión por Eduardo y mi ambición de subir al trono nos han puesto a todos en la mismísima vanguardia de la batalla y me han costado esta primera sangre: mi querido hermano y el padre al que amo.

Recuerdo cuando mi padre me subió a mi primer poni y me dijo que levantara la barbilla y bajara las manos, que sujetara las riendas con fuerza, que hiciera saber al poni quién era el amo. Recuerdo cuando acariciaba la mejilla de mi madre con la mano y le decía que era la mujer más lista de toda Inglaterra y que no deseaba que nadie sino ella lo guiara, y luego hacía lo que se le antojaba. Pienso en que se enamoró de ella siendo el escudero de su primer marido y ella su señora, que ni siquiera debería haber posado los ojos en él. Pienso en que se casó con ella en el momento mismo en que quedó viuda, desafiando todas las normas, y en que la gente decía que formaban la pareja más atractiva de Inglaterra, casada por amor, cosa que nadie excepto ellos dos se habría atrevido a hacer. Pienso en cuando estuvo en Reading, tal como lo describió Anthony: fingiendo saberlo todo y poniendo los ojos en blanco. Me entran deseos de reír de amor por él al recordar el momento en que me dijo que sólo podía llamarme Isabel en privado, ahora que soy reina, y que debíamos acostumbrarnos. Recuerdo cómo se le hinchó el pecho cuando le dije que pensaba casar a su hijo con una duquesa y que él mismo iba a ser conde.

Y luego pienso en cómo se va a tomar mi madre su pérdida y en que he de ser yo quien le diga que mi padre ha sido ejecutado como un traidor por haber luchado por mi causa después de haber pasado la vida entera luchando a favor del otro bando. Pienso en todo esto y me siento cansada y enferma en el alma, más cansada y más enferma que nunca en mi vida, peor todavía que cuando padre volvió de la batalla de Towton y dijo que nuestra causa se había perdido, peor aún que cuando mi esposo no volvió a casa tras la batalla de St Albans y me dijeron que había muerto como un valiente, cargando contra la facción de York.

Me siento peor de lo que me he sentido nunca porque ahora sé que es más fácil llevar a un país a la guerra que hacerlo volver a vivir en paz, y un país en guerra es un lugar amargo en el que vivir, un lugar peligroso en el que tener hijas, y un lugar peligroso en el que ansiar un vástago varón.

En Londres me reciben como a una heroína y la ciudad entera está a favor de Eduardo; pero dará lo mismo si ese carnicero de Warwick lo mata en prisión. Por el momento instalo mi hogar en la bien fortificada Torre de Londres, con mis hijas y mis dos hijos mayores, obedientes, asustados como cachorrillos ahora que han visto que no todas las batallas se ganan y que no todos los seres queridos regresan a casa sanos y salvos. Están conmocionados por la pérdida de su tío John, y todos los días preguntan por la seguridad del rey. Todos estamos muy afligidos: mis hijas han perdido a un abuelo bueno y a un tío muy querido, y sé que su padre corre un peligro tremendo. Escribo a mi pariente, el duque de Borgoña, y le pido que prepare un escondite seguro en Flandes para mí, mis hijos mayores y mis hijas. Le digo que debemos buscar una localidad pequeña, que no sea importante, y una familia pobre que sepa fingir que acoge en su casa a unos primos ingleses. He de buscar un sitio en el que ocultar a mis hijas y en el que no las encuentren nunca.

El duque jura que hará incluso algo más: prestará apoyo a Londres si dicha ciudad se declara a mi favor y al de York. Promete enviar hombres y un ejército. También me pregunta qué noticias tengo del rey, si se encuentra a salvo.

No puedo decirle nada que lo tranquilice. Las noticias que tengo de mi esposo son imposibles de explicar. Es un soberano cautivo, igual que el pobre Enrique. ¿Cómo puede suceder semejante cosa? ¿Cómo puede continuar ocurriendo? Warwick aún lo tiene retenido en el castillo de Middleham y está persuadiendo a los lores para que nieguen que ha sido rey en algún momento. Hay quienes dicen que a Eduardo le darán a escoger: o abdicar del trono en favor de su hermano o subir al cadalso. Warwick obtendrá la corona o su cabeza. Hay rumores de que sólo es cuestión de días que nos llegue la noticia de que Eduardo ha sido derrocado y ha huido a Borgoña o de que ha muerto. En lugar de conseguir información he de escuchar esas habladurías y me pregunto si voy a enviudar en el mismo mes en que he perdido a mi padre y a mi hermano. ¿Cómo voy a poder soportarlo?

En la segunda semana de mi vigilia acude a verme mi madre. Viene de nuestro antiguo hogar de Grafton, con los ojos secos y un tanto encorvada, como si tuviera una herida en el vientre y caminara doblada por el dolor. Nada más verla, me doy cuenta de que no voy a tener que comunicarle que es viuda. Ella sabe que ha perdido al gran amor de su vida y su mano descansa todo el tiempo sobre el nudo de su cinturón, igual que si quisiera retener una herida mortal. Sabe que su esposo está muerto, pero nadie le ha dicho cómo murió ni por qué. Tengo que llevármela a mi aposento privado, cerrar la puerta para que no entren los niños y buscar la manera de describirle la muerte de su marido y de su hijo, que, además, fue vergonzosa, para unos hombres buenos, y a manos de un traidor.

—Lo siento muchísimo —le digo. Me arrodillo a sus pies y la tomo con fuerza de las manos—. Lo siento muchísimo, madre. Pienso pedir la cabeza de Warwick por esto. Y a Jorge lo veré muerto.

Pero ella niega con la cabeza. Le miro el rostro y descubro arrugas que juro que antes no estaban. Ha perdido el resplandor de una mujer feliz y la alegría que antes tenía en la cara ha desaparecido dejando en su lugar surcos de cansancio.

—No —responde. Me acaricia las trenzas y añade—: Calla, calla. Tu padre no habría querido verte afligida. Conocía de sobra los riesgos. No era su primera batalla, bien lo sabe Dios. Toma. —Busca en el interior de su vestido y me entrega una nota escrita a mano—. La última carta que me envió. Me pide que te haga llegar sus bendiciones y su amor. Escribió esta misiva mientras le decían que lo iban a dejar en libertad. Creo que sabía la verdad.

La letra de mi padre es clara y audaz, como su manera de hablar. Me cuesta creer que ya no voy a ver la una ni oír la otra nunca más.

—Y John… —Se interrumpe—. Él supone una pérdida para mí y para su generación —dice en voz queda—. Tu hermano tenía toda la vida por delante. —Calla unos instantes—. Cuando se cría a un hijo y éste se hace hombre, una empieza a creer que él está a salvo, que una misma está a salvo de las heridas del corazón. Cuando un hijo supera todas las enfermedades de la infancia, cuando un año llega la peste y se lleva a los hijos de tus vecinos y en cambio el tuyo sobrevive, comienzas a pensar que nunca le va a pasar nada malo. Cada año te dices: otro año más libre de peligro, otro año más para convertirse en un hombre adulto. Yo crie a John, crie a todos mis hijos, sin aliento a fuerza de abrigar esperanzas.

Y lo casamos con esa anciana por el título y por la fortuna, y reímos sabiendo que iba a vivir más que ella. Fue una gran broma para nosotros, saber que él era un marido demasiado joven para una mujer tan vieja. Nos reíamos burlándonos de su edad porque sabíamos que estaba mucho más cerca de la tumba que él. Y ahora va a verlo enterrado y conservará su fortuna. ¿Cómo puede ser?

Deja escapar un largo suspiro, como si estuviera demasiado cansada para nada más.

—Pero yo debería haberlo sabido. Precisamente yo debería haberlo sabido. Poseo la visión. Debería haberlo visto todo, pero algunas cosas son demasiado oscuras para preverlas. Vivimos tiempos difíciles, e Inglaterra es un país de desdichas. Ninguna madre puede estar segura de que no vaya a enterrar a sus hijos. Cuando un país está en guerra, primo contra primo, hermano contra hermano, ningún joven está a salvo.

Me siento sobre los talones.

—La madre del rey, la duquesa Cecilia, conocerá este dolor. Sufrirá el mismo dolor que sufrís vos. Conocerá la pérdida de su hijo Jorge —escupo—. Lo juro. Lo verá morir como a un mentiroso y un renegado. Vos habéis perdido un hijo, y también lo perderá ella, os doy mi palabra.

—Entonces tú también, según esa regla —me advierte mi madre—. Cada vez más muertes, cada vez más disputas, más hijos huérfanos, más viudas. ¿Quieres llorar por la pérdida de tu vástago en los días venideros, tal como estoy haciendo yo ahora?

—Después de Jorge podremos hallar la reconciliación —insisto con terquedad—. Han de ser castigados por esto. Jorge y Warwick son hombres muertos a partir de hoy. —Me levanto y me acerco a la mesa—. Voy a romper una esquina de la carta —anuncio—. Voy a escribir las muertes de ambos en la carta de mi padre con mi propia sangre.

—Te equivocas —me dice ella con voz serena. Pero permite que corte una esquina de la misiva y después se la devuelva.

De pronto se oyen unos golpes en la puerta y me apresuro a limpiarme las lágrimas de la cara antes de indicar a mi madre que diga: «Adelante». Pero la puerta se abre de golpe, sin ceremonias, y Eduardo, mi amado Eduardo, entra en la estancia como si llegara de una partida de caza y hubiera pensado en sorprenderme volviendo temprano a casa.

—¡Dios mío! ¡Sois vos! ¡Eduardo! ¿Sois vos? ¿Sois vos de verdad?

—Soy yo —confirma él—. Os saludo también a vos, mi señora madre Jacquetta.

Me arrojo sobre él y sus brazos me envuelven, percibo su familiar aroma y siento la fortaleza de su pecho. Estallo en sollozos de sólo notar su contacto.

—Os creía en prisión —le digo—. Pensaba que Warwick iba a daros muerte.

—Ha perdido fuerza —me contesta Eduardo de forma sucinta mientras intenta acariciarme la espalda y soltarme el pelo al mismo tiempo—. Sir Humphrey Neville levantó a Yorkshire en armas para Enrique, y cuando Warwick fue contra él no lo apoyó nadie. Me necesitaba a mí. Empezó a comprender que nadie deseaba tener por rey a Jorge y que yo no estaría dispuesto a renunciar a mi trono. No había negociado para ello. No se atrevió a decapitarme. A decir verdad, no creo que lograse encontrar a un verdugo que lo hiciera. Yo soy un rey coronado, no puede cortarme la cabeza sin más como si fuera un tronco de leña. He sido ordenado, mi cuerpo es sagrado. Ni siquiera Warwick se atreve a matar a un soberano a sangre fría.

»Vino a mí con el documento de mi abdicación y yo le dije que no veía motivo para firmarlo, que estaba contento de quedarme en su casa, que el cocinero era excelente y la bodega aún mejor. Le dije que, si deseaba tenerme de huésped para siempre, yo no tendría inconveniente en trasladar mi corte entera al castillo de Middleham. Le espeté que no veía razón para no poder gobernar desde dicho castillo a expensas suyas, pero que jamás negaría ser quién soy.

Lanza una carcajada, ruidoso y seguro de sí mismo como, siempre.

—Amor mío, deberíais haberlo visto. Creía que, si me tenía en su poder, podría disponer de la corona a su antojo. Pero descubrió que yo no le servía de nada. Fue todo un espectáculo contemplar cómo cavilaba sobre lo que tenía que hacer. Cuando me enteré de que vos os encontrabais sana y salva en la Torre, ya no tuve miedo de nada. Warwick pensaba que iba a derrumbarme cuando me hiciera prisionero, y lo cierto es que ni siquiera me encogí. Creía que yo todavía era aquel niño que lo adoraba, no se había dado cuenta de que ya soy un hombre hecho y derecho. He sido un huésped de lo más agradable; comía bien, y cuando venían a verme mis amigos exigía que se les agasajara con el máximo lujo. Primero solicité poder pasear por los jardines, más tarde por el bosque. Luego dije que me gustaría salir a montar y que no haría ningún daño permitirme que fuera de caza. Warwick empezó a dejarme salir. Entonces llegó mi Consejo y exigió verme, y él no supo cómo negarse. Me reuní con los miembros del Consejo ya probé una o dos leyes para que todo el mundo supiera que no había cambiado nada, que yo seguía reinando como soberano. Se hacía difícil no romper a reír en sus narices. Warwick pensaba que me tenía prisionero y en cambio descubrió que simplemente estaba costeando los gastos de una corte entera. Querida mía, solicité que hubiera un coro cantando mientras cenaba y no supo qué hacer para negármelo. Contraté cómicos y bailarines.

»Warwick empezó a ver que no basta con el mero hecho de retener prisionero al rey, que es necesario destruirlo. Es necesario matarlo. Pero yo no le di nada; él sabía que yo estaba dispuesto a morir antes de darle algo.

»Entonces, una mañana, hace cuatro días, sus mozos de cuadra cometieron el error de darme mi propia montura, mi caballo de guerra, Furia, y supe que mi corcel era capaz de superar en la carrera a cualquier otro animal del establo. Así que pensé en alejarme un poco más y cabalgar un poco más de prisa de lo habitual, eso fue todo. Pensé que a lo mejor lograba llegar hasta vos… y lo he conseguido.

—¿Se acabó? —pregunto yo con incredulidad—. ¿Habéis escapado?

Él sonríe de oreja a oreja, orgulloso como un niño.

—Me gustaría ver el caballo que es capaz de alcanzarme montando a Furia —replica—. Lo habían dejado dos semanas en el establo dándole avena para comer. Antes de que pudiera recuperar el resuello ya estaba en Ripon. ¡No habría podido espolearlo más ni aunque hubiera querido!

Yo río compartiendo su placer.

—¡Dios santo, Eduardo, he pasado mucho miedo! Creía que no iba a veros nunca más.

Él me besa en la frente y me acaricia la espalda.

—¿Acaso no dije cuando nos desposamos que siempre volvería a vos? ¿Acaso no dije que moriría en mi lecho siendo vos mi esposa? ¿No habéis prometido darme un hijo varón? ¿Creíais que una prisión iba a poder apartarme de vos?

Yo aprieto la cara contra su pecho, como si quisiera enterrarme en su cuerpo.

—Amor mío. Amor mío. Entonces ¿vais a regresar con vuestros guardias para apresar a Warwick?

—No, es demasiado poderoso. Aún manda en la mayor parte del norte. Tengo la esperanza de que podamos hacer las paces otra vez. Él sabe que esta rebelión ha fracasado, que ha tocado a su fin. Es lo bastante astuto como para saber que ha perdido. Jorge y él tendrán que buscar la manera de reconciliarse conmigo. Me suplicarán que los perdone y los perdonaré. Pero Warwick ha aprendido que no puede retenerme y mantenerme preso. Ahora soy el rey, eso ya no lo puede cambiar. Ha jurado obedecerme como yo he jurado gobernar. Soy su soberano. Es un hecho inamovible. Y el país no tiene ganas de presenciar otro conflicto más entre reyes rivales. Y no deseo una guerra. He jurado traer la justicia y la paz al país.

Retira las últimas horquillas de mi cabello y roza la cara contra mi cuello.

—Os he echado de menos —me dice—. Y a las niñas. Viví malos momentos cuando me encerraron en el castillo y me vi dentro de una celda sin ventanas. Lamento mucho lo de vuestro padre y vuestro hermano.

Levanta la cabeza y mira a mi madre.

—Vuestra pérdida me aflige más de lo que puedo expresar, Jacquetta —dice con sinceridad—. Así son las vicisitudes de la guerra, y todos conocemos los riesgos; pero cuando se llevaron a vuestro esposo y a vuestro hijo se llevaron a dos hombres buenos.

Mi madre asiente.

—¿Y qué condiciones vais a poner para reconciliaros con el hombre que ha dado muerte a mi esposo y a mi hijo? ¿Debo entender que a él también lo vais a perdonar?

Eduardo hace una mueca como reacción al acerado filo de la voz de mi madre.

—No os agradará —nos advierte a las dos—. Voy a nombrar al sobrino de Warwick duque de Bedford. Es el heredero de Warwick y tengo que proporcionarle a su tío una manera de formar parte de nuestra familia; tengo que darle algo que lo ate a nosotros.

—¿Vais a darle mi antiguo título? —pregunta mi madre con incredulidad—. ¿El de Bedford? ¿El apellido de mi primer esposo? ¿A un traidor?

—A mí no me preocupa que su sobrino posea un ducado —me apresuro a decir yo—. Quien mató a mi padre fue Warwick, no el muchacho. El sobrino no me importa.

Eduardo afirma con la cabeza.

—Aún hay más —dice con un gesto de incomodidad—. Voy a entregar a vuestra hija Isabel en matrimonio al joven Bedford. De ese modo, la alianza será más fuerte.

Yo me giro hacia él.

—¿A Isabel? ¿Mi Isabel?

—Nuestra Isabel —me corrige él—. Sí.

—¿Vais a prometerla en matrimonio, a una niña que todavía no ha cumplido los cuatro años, a la familia del hombre que asesinó a su abuelo?

—Así es. Ha sido una guerra entre primos y la reconciliación ha de ser también entre primos. Y vos, querida mía, no me lo impediréis. Tengo que obligar a Warwick a que haga las paces conmigo. Tengo que entregarle una parte importante de la riqueza de Inglaterra. De ese modo, incluso le doy la posibilidad de que su linaje herede el trono.

—Es un traidor y un asesino ¿y pensáis que vais a casar a mi pequeña con su sobrino?

—Así es —contesta Eduardo en tono firme.

—Juro que eso no sucederá nunca —respondo con fiereza—. Yo digo más: vaticino que no habrá de suceder.

Eduardo sonríe.

—Me inclino ante vuestra superior clarividencia —me dice, y acto seguido nos hace una amplia reverencia a mi madre y a mí—. Y sólo el tiempo demostrará si vuestra predicción fue certera o fallida. Pero entretanto, mientras yo sea el rey de Inglaterra y tenga poder para entregar a mi hija en matrimonio a quien yo desee, haré todo lo que esté en mi mano para impedir que vuestros enemigos os ahoguen a las dos por brujas u os estrangulen en el cruce de caminos. Y os digo, como soberano que soy, que la única manera de lograr que vosotras y todas las mujeres de este reino, junto con sus hijos, estén a salvo como es debido consiste en poner fin a esta guerra.

Warwick regresa a la corte en calidad de querido amigo y leal mentor. Hemos de comportarnos como una familia que riñe de vez en cuando, pero cuyos miembros también se aman. Eduardo lo está haciendo bastante bien. Saludo a Warwick con una sonrisa tan gélida como una montaña cubierta de hielo. Se espera que me comporte como si este hombre no fuera el asesino de mi padre y de mi hermano, además del carcelero de mi esposo. Hago lo que se me ha ordenado: no dejo escapar ni una sola palabra de rabia, pero Warwick sabe, sin necesidad de que se lo diga nadie, que se ha ganado un peligroso enemigo para el resto de su vida.

Sabe que yo no puedo decir nada y la breve reverencia que me hace al saludarme implica triunfo.

—Excelencia —me dice con voz calmosa.

Como me ocurre siempre con él, me siento en desventaja, igual que una niña. Él es un gran hombre de mundo que ya trazaba planes para el destino de este reino cuando yo todavía estaba practicando los modales que debía mostrar para con lady Grey, mi suegra, y obedeciendo a mi primer esposo. Me mira como si debiera estar dando de comer a las gallinas de Grafton.

Mi deseo es mostrarme glacial, pero me temo que tan sólo doy la impresión de estar de mal humor.

—Bienvenido de nuevo a la corte —digo de mala gana.

—Siempre tan gentil —responde él con una sonrisa—. Nacida para ser reina.

Mi hijo Thomas Grey lanza una pequeña exclamación de enfado, rabioso como el niño que es, y sale de la habitación.

Warwick se vuelve hacia mí con una ancha sonrisa.

—Ah, los jóvenes —comenta—. Un muchacho prometedor.

—Al menos me alegro de que no estuviera con su abuelo y su querido tío en Edgecote Moor —replico llena de odio hacia él.

—¡Oh, lo mismo digo!

Puede que logre que me sienta idiota y puede que, por mi condición de mujer, no pueda hacer nada; pero lo que pueda hacer, lo haré. En mi joyero hay un estuche de plata vieja y ennegrecida dentro del cual, encerrado a oscuras, guardo su nombre, Richard Neville, y el de Jorge, duque de Clarence. Ambos están escritos con mi sangre en el trozo de papel que arranqué de la carta postrera de mi padre. Éstos son mis enemigos. Los he maldecido y he de verlos muertos a mis pies.