El rey decide que he de tener la coronación más gloriosa que Inglaterra haya visto nunca. Y no lo dice sola y exclusivamente a modo de cumplido para mí.
—Os convertiremos en reina, en la reina indudable, y todos los lores del reino doblarán la rodilla ante vos. Mi madre… —se interrumpe y hace una mueca— deberá rendiros homenaje como parte de los festejos. Nadie podrá negar que sois mi esposa. Eso hará callar a quienes dicen que nuestro matrimonio no es válido.
—¿Quiénes son? —exijo saber—. ¿Quiénes osan decirlo?
El rey me dirige una ancha sonrisa. Sigue siendo un niño.
—¿Creéis que voy a decíroslo para que los transforméis en ranas? No os importe quién hable en nuestra contra. No han de preocuparos mientras lo único que hagan sea cuchichear en los rincones. Pero el hecho de organizar una coronación grandiosa para vos también servirá para declarar mi posición como rey. Todo el mundo verá que el soberano soy yo, y que el pobre Enrique vive como un mendigo en algún lugar de Cumbria, y que su esposa está prisionera de su padre en Anjou.
—¿Cómo de grandiosa? —pregunto sin que me agrade del todo la idea.
—Os tambalearéis bajo el peso de las joyas —me promete.
Llegado el acontecimiento en cuestión, resulta ser todavía más lujoso de lo que predijo Eduardo, más lujoso de lo que yo podría haber imaginado. Mi entrada en la ciudad es por el Puente de Londres, pero ese viejo camino de tierra ha sido transformado, a base de espolvorear carromatos y carromatos de arena, en una calzada más parecida a un campo de justa. Me reciben cómicos disfrazados de ángeles con trajes confeccionados con plumas de pavo real y alas deslumbrantes que semejan un millar de ojos de color azul, turquesa y añil. También hay un cuadro de teatro que representa a la virgen María y a los santos; de ese modo se me exhorta a que sea virtuosa y fértil. El pueblo me ve señalada como la persona que ha elegido Dios para que sea la reina de Inglaterra. Entro en la ciudad acompañada por cánticos que entonan coros de voces y bajo una lluvia de pétalos de rosa que me arrojan al pasar. Soy yo misma, mi propio cuadro de teatro, la inglesa de la casa de Lancaster que se ha convertido en la reina de York. Soy un objeto de paz y de unidad.
La noche anterior a mi coronación la paso en los magníficos aposentos reales de la Torre, recién decorados para mi estancia. No me gusta la Torre, me recorre un escalofrío cuando me transportan a hombros en una litera por debajo del rastrillo de la entrada. Anthony, que cabalga a mi lado, levanta la vista hacia mí y me pregunta:
—¿Qué sucede?
—Que odio la Torre. Huele a humedad.
—Te has vuelto muy escogida —comenta Anthony—. Ya eres una malcriada, ahora que el rey te ha concedido dependencias lujosas para ti sola, la mansión de Greenwich y también la de Sheen.
—No es eso —replico intentando dominar el desasosiego—. Es como si aquí hubiera fantasmas. ¿Mis hijos van a dormir aquí esta noche?
—Sí, aquí está la familia entera, en las habitaciones reales.
Hago una breve mueca de incomodidad.
—No me agrada que mis hijos estén aquí —digo—. En este lugar flotan malos presagios.
Anthony se santigua y se apea de su caballo para ayudarme a bajar de la litera.
—Sonríe —me ordena en voz baja.
El alcaide de la Torre está esperando para darme la bienvenida y entregarme las llaves. No es el momento de ver el futuro ni de buscar fantasmas de niños desaparecidos hace mucho tiempo.
—Mi graciosa majestad, sed bienvenida —me dice el alcaide; yo tomo la mano de Anthony y sonrío. Oigo murmurar a la gente que mi belleza es superior a la que todos imaginaban.
—No es nada excepcional —me dice Anthony en un tono de voz que sólo yo puedo oír, de modo que me veo obligada a girar la cabeza y dejar de sonreír tontamente—. Nada en comparación con nuestra madre, por ejemplo.
Al día siguiente tiene lugar mi coronación en la abadía de Westminster. Para el heraldo de la corte, cuya misión consiste en anunciar los nombres de los duques, las duquesas y los condes, constituye un desfile de las familias más encumbradas y más nobles de Inglaterra y de la cristiandad; para mi madre, que lleva la cola de mi vestido junto con Elizabeth y Margarita, las hermanas del rey, supone su triunfo; para Anthony, un hombre tan del mundo y sin embargo tan despegado de él, creo que representa una caterva de necios y que desearía estar muy lejos de aquí; y para Eduardo equivale a una vivida afirmación de su riqueza y de su poder ante un país deseoso de contar con una familia real que posea riqueza y poder. Para mí es una nebulosa de ceremonial en la que no siento otra cosa que angustia: estoy desesperada por avanzar a la velocidad adecuada, por recordar que he de quitarme los zapatos y caminar descalza por la alfombra de brocado, por aceptar los dos cetros —uno en cada mano—, por descubrirme el pecho para recibir los sagrados óleos, por sostener la cabeza bien firme para que soporte el peso de la corona.
Para coronarme son necesarios tres arzobispos, entre ellos Thomas Bourchier, y además un abad, unos doscientos miembros del clero y un millar de cantores en el coro que entonen mis alabanzas y hagan recaer sobre mí la bendición de Dios. Me acompañan los miembros de mi familia, que resultan ser varios cientos. Primero va la familia del rey, después mis hermanas, mi cuñada Elizabeth Scales, mis primas, mis primas de Borgoña, otras mujeres de mi parentela que sólo mi madre es capaz de reconocer, y toda otra dama bella que ha logrado ser presentada. Todo el mundo quiere ser dama en mi coronación, todo el mundo desea ocupar un lugar en mi corte.
Por tradición, Eduardo ni siquiera está conmigo. Observa la escena desde detrás de un biombo acompañado por mis hijos. Puede que ni siquiera llegue a verlo; por lo tanto no puedo cobrar valor viendo su sonrisa. Tengo que hacer esto totalmente sola, con miles de desconocidos atentos a todos mis movimientos. Nada debe delatar que he surgido de la nobleza rural para convertirme en la reina de Inglaterra, que he pasado de ser mortal a ser divina, lo más cercano a Dios. Cuando me coronen y me unjan con el óleo sagrado, pasaré a convertirme en un ser nuevo, situado por encima de los mortales, sólo un paso por debajo de los ángeles, amada y escogida por el cielo. Aguardo a sentir a lo largo de la espalda el escalofrío que me producirá el hecho de saber que Dios me ha elegido para ser la reina de Inglaterra, pero no experimento sino alivio al comprender que la ceremonia ha finalizado y aprensión ante el monumental banquete que seguirá a continuación.
Tres mil nobles y sus damas se sientan a cenar conmigo, y cada servicio abarca casi veinte platos. Para comer me quito la corona y entre un servicio y otro me la vuelvo a poner. Es como un larguísimo baile en el que tengo que recordar los pasos y que dura varias horas. A fin de protegerme de miradas aviesas mientras como, la condesa de Shrewsbury y la condesa de Kent permanecen arrodilladas frente a mí sosteniendo un velo. Por cortesía pruebo todos los platos, pero no como casi nada. La corona me pesa en la cabeza igual que una maldición y me duelen las sienes. Sé que he ascendido al puesto más alto que existe en todo el reino y lo único que anhelo es reunirme con mi esposo en la cama.
En un momento dado de la cena, probablemente alrededor del décimo servicio, me da por pensar que esto ha sido una terrible equivocación y que habría sido mucho más feliz quedándome en Grafton, sin ningún matrimonio ambicioso y sin ascender al rango de la realeza. Pero ya es demasiado tarde para arrepentirme y, aunque en mi cansancio los manjares más deliciosos no me saben a nada, debo continuar sonriendo sin parar, y volver a ponerme la corona, y enviar los platos mejores a los favoritos del rey.
Los primeros son para sus hermanos: Jorge, el joven de cabello dorado, duque de Clarence, y el más joven de los York, Ricardo, duque de Gloucester, de doce años, que me sonríe con timidez y agacha la cabeza cuando le envío un plato de pavo estofado. No se parece absolutamente nada a sus hermanos; es pequeño, tímido y moreno, de constitución frágil y carácter callado, mientras que los otros son todos altos, rubios y rebosan prepotencia. Ricardo me cae bien al primer golpe de vista y pienso que va a ser un buen compañero de juegos para mis hijos, que sólo son un poco más pequeños que él.
Al finalizar la cena, cuando de nuevo varias decenas de nobles y centenares de clérigos me escoltan hasta mis aposentos, camino con la cabeza bien alta, como si no estuviera fatigada, como si no me sintiera abrumada. Sé que hoy he pasado a ser algo más que una mujer mortal, que me he convertido en una semidiosa. Me he transformado en una divinidad parecida a mi antepasada Melusina, que nació siendo diosa y se transformó en mujer. Ella tuvo que negociar un difícil pacto con el mundo de los hombres para pasar de un ámbito al otro. Ella tuvo que rendir la libertad de que gozaba en el agua para tener unos pies que le permitieran caminar por la tierra al lado de su esposo. No puedo evitar preguntarme qué voy a tener que perder yo para ser reina.
Me acuestan en la cama de Margarita de Anjou, en la amplia alcoba real, y espero, tapada hasta las orejas con el paño de oro, a que Eduardo consiga escapar del festín y reunirse conmigo. Media docena de acompañantes y sirvientes lo escoltan hasta mi habitación y lo desnudan formalmente; lo dejan vestido tan sólo con su camisón de noche. Al ver mi expresión de sorpresa, lanza una carcajada al tiempo que cierra la puerta de la alcoba.
—Ahora somos de la realeza —dice—. Es necesario soportar estas ceremonias, Isabel.
Yo tiendo los brazos hacia él.
—Siempre y cuando sigáis siendo vos, incluso bajo la corona.
Acto seguido se quita el camisón y viene desnudo hacia mí, con sus anchos hombros, su piel suave, sus músculos moviéndose en los muslos, el vientre y los costados.
—Soy vuestro —me dice sin más; y cuando se desliza entre las sábanas frías a mi lado, me olvido de que somos rey y reina y pienso únicamente en sus caricias y en mi deseo.
Al día siguiente hay un torneo importante. Los nobles entran en la liza ataviados con bellos atuendos y poéticamente anunciados por sus escuderos. Mis hijos se encuentran conmigo en el palco real, boquiabiertos y mirándolo todo con gran asombro: la ceremonia, las banderas, el encanto que desprenden el ambiente y la multitud, la enormidad de la primera justa importante que van a presenciar en su vida. A mi lado están sentadas mis hermanas y Elizabeth, la esposa de Anthony. Empezamos a formar una corte de mujeres muy hermosas; la gente ya habla de una elegancia que jamás se había visto en Inglaterra.
Los primos de Borgoña salen a la arena luciendo todo su vigor. Su armadura es la más estilosa, el poema con que los anuncian es el que tiene la mejor métrica. Pero Anthony, mi hermano, está soberbio; la corte enloquece con él al ver la gracia con que cabalga a lomos de su caballo. Porta mis colores y rompe las lanzas de una docena de hombres. Y tampoco hay nadie que lo supere en los versos. Escribe con el estilo romántico de las tierras del sur; habla de la dicha con un tinte de tristeza, es un hombre que le sonríe a la tragedia. Compone poemas que hablan de un amor que no se puede consumar, de esperanzas que empujan a un hombre a atravesar desiertos de arena o a una mujer a cruzar océanos de agua. No es de extrañar que todas las señoras de la corte caigan rendidas de amor por él. Anthony sonríe, recoge las flores que ellas arrojan a la arena y se inclina, con una mano en el corazón, sin pedir los colores de ninguna dama.
—Lo conocí cuando era solamente mi tío —señala Thomas.
—Es el favorito de la jornada —le digo a mi padre, que ha venido al palco real para besarme la mano.
—¿En qué estará pensando? —me pregunta desconcertado—. En mi época, a los adversarios los matábamos, no componíamos poemas acerca de ellos.
Elizabeth, la esposa de Anthony, lanza una carcajada.
—Eso es lo que se hace en Borgoña.
—Vivimos tiempos caballerescos —le digo a mi padre sonriendo al ver su expresión de estupor.
Pero el ganador del día es lord Thomas Stanley, un caballero muy bien parecido que se levanta la visera y se acerca a recibir el premio complacido de haber ganado. Exhibe orgullosamente el lema de su familia en su estandarte: «Sans Changer».
—¿Qué quiere decir? —murmura Richard a su hermano.
—Sin cambiar —contesta Thomas—. Lo sabrías si estudiaras, en lugar de perder el tiempo.
—¿Y vos no cambiáis nunca? —le pregunto a lord Stanley. Él me mira y ve a la hija de una familia que ha cambiado por completo, que ha pasado de un rey a otro, a una mujer que ha pasado de ser viuda a ser reina, e inclina la cabeza.
—Yo no cambio nunca —responde—. Estoy a favor de Dios, del rey y de mis derechos, por ese orden.
Esbozo una sonrisa. No merece la pena preguntarle cómo sabe lo que quiere Dios, cómo sabe qué rey es el legítimo, cómo puede estar seguro de que sus derechos son justos. Ésas son cuestiones para tiempos de paz, y nuestro país lleva demasiado tiempo en guerra como para plantear preguntas complicadas.
—Sois un caballero muy diestro en el campo de justa —señalo.
Él sonríe.
—He tenido la suerte de no tener que lidiar contra vuestro hermano Anthony. Pero me siento orgulloso de justar ante vos, excelencia.
Desde el palco de la reina, me inclino hacia delante para entregarle el premio del torneo, un anillo de rubíes, y él me muestra que es demasiado pequeño para su enorme manaza.
—Debéis desposar a una dama hermosa —le digo en broma—. Una mujer virtuosa que valga más que los rubíes.
—La dama más hermosa del reino ya está casada y coronada —replica haciéndome una venia—. ¿Cómo haremos los rechazados para soportar nuestra infelicidad?
La frase me hace reír, es la misma forma de hablar de los míos, los de Borgoña, que han convertido el coqueteo en una forma suprema de arte.
—Habéis de esforzaros —le digo—. Tan formidable caballero ha de fundar una casa importante.
—Fundaré una casa y vos me veréis ganar de nuevo —responde él. Ante esas palabras, por alguna razón, experimento un leve escalofrío. Este hombre no es de los que son fuertes sólo en el campo de justa, me parece. Éste es un hombre que es fuerte en el campo de batalla. Éste es un hombre carente de escrúpulos que persigue sus propios intereses. Formidable, desde luego. Esperemos que haga honor a su lema y jamás cambie de sitio la lealtad que presta ahora a la casa de York.
Cuando la diosa Melusina se enamoró del caballero, éste le prometió que gozaría de libertad para ser ella misma con que accediera a ser su esposa. Acordaron que ella sería su mujer y caminaría con los pies durante un mes solamente, que luego podría irse a su aposento privado, llenar una gran bañera de agua y, tan sólo por una noche, volver a ser un pez. Y así vivieron muchos años siendo muy felices. Porque él la amaba y comprendía que una mujer no puede vivir siempre como un hombre. Entendía que ella no siempre podía pensar como pensaba él, andar como andaba él, respirar el mismo aire que respiraba él. Ella sería siempre un ser distinto, escucharía una música distinta, oiría un sonido distinto, conocería un elemento distinto.
Comprendía que ella necesitaba pasar tiempo a solas. Comprendía que ella tenía que cerrar los ojos, sumergirse bajo la brillante superficie del agua, agitar la cola, respirar por las branquias y olvidar las alegrías y las penas de ser esposa… sólo un rato, sólo una vez al mes. Juntos tuvieron hijos que crecieron con belleza y salud; él ganó en prosperidad y el castillo en que vivían se hizo famoso por sus riquezas y por su elegancia. También se hizo famoso por la gran belleza y dulzura de la mujer, y acudían visitantes llegados de tierras muy lejanas para ver el castillo, al señor del mismo y a la bella y misteriosa dama que estaba casada con él.
Tan pronto como me coronan reina, me dedico a acomodar a los miembros de mi familia, y mi madre y yo nos convertimos en las casamenteras más importantes de todo el reino.
—¿Esto no nos traerá más enemistades? —le pregunto a Eduardo—. Mi madre tiene una lista de lores para desposar con ellos a mis hermanas.
—Es necesario que lo hagáis —me tranquiliza él—. La gente se queja de que sois una viuda pobre que procede de un clan de desconocidos. Tenéis que mejorar el estatus de vuestra familia emparentándola con la nobleza.
—Somos tantos, tengo tantas hermanas, que acapararemos a todos los jóvenes casaderos que existan. Os vamos a dejar escasos de lores.
El rey se encoge de hombros.
—Este país lleva demasiado tiempo dividido entre Lancaster y York. Dadme otra gran familia que me preste su apoyo cuando flaquee York o cuando me amenace Lancaster. Vos y yo necesitamos vincularnos con la nobleza, Isabel. Dad rienda suelta a vuestra madre; necesitamos contar con primos y parientes políticos en todos los condados. Yo haré nobles a vuestros hermanos y a vuestros dos hijos, que llevan el apellido Grey. Necesitamos formar a vuestro alrededor una gran familia que os proporcione tanto posición como defensa.
Lo tomo por la palabra y voy a ver a mi madre. La encuentro sentada ante la gran mesa que hay en mis aposentos, rodeada de pedigríes, contratos y mapas, igual que un comandante que está reclutando tropas.
—Veo que sois la diosa del amor —observo.
Ella levanta la vista hacia mí con el cejo fruncido por la concentración.
—Esto no es amor; son negocios —replica—. Tienes que velar por el bienestar de los miembros de tu familia, Isabel, y más vale que los cases con maridos y esposas que posean riquezas. Tienes un linaje que crear. Tu tarea como reina consiste en vigilar y ordenar la nobleza de tu país; ningún hombre ha de ser demasiado poderoso, ninguna mujer puede caer demasiado bajo. Una cosa sé: mi propio casamiento con tu padre era algo prohibido, y tuvimos que suplicar el perdón del rey y pagar una multa.
—Yo pensaba que aquello os habría puesto del lado de la libertad y del amor verdadero.
Ella deja escapar una breve risa.
—Cuando se trató de mi libertad y de mi amor, sí. Pero cuando se trata de ordenar tu corte como Dios manda, no.
—Debéis de lamentar que Anthony ya esté casado, ahora que podríamos concertar un matrimonio ventajoso para él.
Mi madre arruga el entrecejo.
—Lo que lamento es que su esposa sea estéril y tenga mala salud —dice sin rodeos—. Puedes tenerla en la corte como dama de compañía y pertenece a muy buena familia, pero no creo que vaya a darnos hijos ni herederos.
—Tendréis decenas de hijos y herederos —predigo mirando las largas listas de nombres que ha confeccionado y las marcadas flechas que ha dibujado entre los nombres de mis hermanas y los de los nobles ingleses.
—Así lo espero —dice con satisfacción—. Y ninguno de ellos será menos que lord.
De manera que tenemos un mes de bodas. Cada una de mis hermanas es desposada con un lord, excepto Katherine, en cuyo caso consigo un partido mejor y la prometo con un duque. Es un duque que aún no ha cumplido los diez años, un niño de carácter malhumorado; Henry Stafford se llama, duque de Buckingham. Warwick lo tenía en mente para su hija Isabel. Pero como este niño es pupilo real desde que falleció su padre, se encuentra a mi disposición. Me pagan un dinero por cuidarlo, y yo puedo hacer con él lo que quiera. Él se muestra arrogante y descortés conmigo; considera que proviene de una familia tan noble, está tan lleno de orgullo, que me divierte obligar a este joven pretendiente al trono a casarse con mi hermana Katherine. Él la considera, como a todos nosotros, inferior a él hasta el punto de encontrarla insoportable. Opina que emparentarse con nosotros le supone rebajarse, y ha llegado a mis oídos que les dice a sus amigos, alardeando igual que un jovenzuelo, que piensa vengarse y que un día tendremos miedo de él, que me hará lamentar haberlo insultado. Eso me hace reír, y Katherine está contenta de ser duquesa, aunque sea teniendo por marido a un niño tan antipático.
Mi hermano John, que tiene veinte años y que por fortuna todavía está soltero, se casará con la tía de lord Warwick, lady Catherine Neville. Es la duquesa viuda de Norfolk, por haber contraído y consumado matrimonio con un duque al que finalmente ha enterrado. Representa una bofetada para Warwick, y eso por si solo me produce un placer malicioso. Además, como su tía debe de tener casi cien años, casarse con ella es una broma de lo más cruel. Warwick aprenderá quién establece las alianzas en Inglaterra en la actualidad. Seguro que su tía morirá pronto, y entonces mi hermano volverá a ser libre y dueño de indecibles riquezas.
Para mi hijo, mi querido Thomas Grey, compro a la pequeña Anne Holland. Su madre, la duquesa de Exeter, hermana de mi esposo, me cobra cuatro mil marcos por dicho privilegio, y yo tomo nota del precio que vale su orgullo y lo pago para que Thomas pueda heredar la fortuna de los Holland. Mi hijo va a ser tan rico como cualquier príncipe de la cristiandad. Además, le estoy robando el trofeo al conde de Warwick, pues él quería a Anne Holland para su sobrino y dicho casamiento ya estaba casi firmado y sellado; pero yo ofrecí mil marcos más que él, una fortuna, la fortuna de un soberano, que Warwick no puede permitirse pero yo sí. Eduardo concede a Thomas el título de marqués de Dorset para que esté a la altura de su futura esposa. Para mi hijo Richard Grey pronto tendré una candidata, en cuanto vea a una que le aporte fortuna; entretanto será armado caballero.
Mi padre pasa a ser conde; Anthony no adquiere el título de duque con el que bromeaba, pero obtiene el de señor de la isla de Wight. Y mis otros hermanos ocupan cada uno un puesto al servicio de la realeza o en la Iglesia. Lionel será obispo, tal como quería. Me valgo de mi alta posición de reina para otorgar poder a mi familia, igual que haría cualquier mujer, y desde luego igual que se le aconsejaría hacer a cualquier mujer que hubiera ascendido de la nada a la grandeza. Tendremos nuestros enemigos, de modo que necesitamos establecer contactos y aliados. Tenemos que estar en todas partes.
Para cuando finalice el largo proceso de casamientos y ennoblecimientos, en Inglaterra no habrá un solo hombre que no se tropiece con algún miembro de mi familia. No se podrá realizar una operación comercial, arar un campo o llevar un caso ante la justicia sin toparse con un miembro del gran clan de los Rivers o con alguna de las personas que dependen de él. Estamos por todas partes; estamos donde ha querido ponernos el rey. Y si llegara el día en que todos se volvieran contra él, descubrirá que nosotros, los Rivers, formamos un frente duro y fuerte, un foso alrededor de su castillo. Cuando pierda a todos los demás aliados, nosotros seguiremos siendo amigos suyos, y ahora estamos en el poder.
Somos leales a él y él se aferra a nosotros. Yo le he jurado mi fe y mi amor, y él sabe que no hay mujer en el mundo que lo ame más que yo. Mis hermanos varones y mi padre, mis primos y mis hermanas, junto con todos nuestros nuevos esposos y esposas, le hemos prometido lealtad absoluta, con independencia de lo que venga o quien venga contra nosotros. Formamos una familia nueva que no es ni Lancaster ni York; somos la familia Woodville, ennoblecida con el título de Rivers, y respaldamos al monarca igual que un muro de agua. Puede que la mitad del reino nos odie, pero ahora los he hecho a todos tan poderosos que ya no me importa.
Eduardo se dedica a la labor de gobernar un país que está acostumbrado a no tener soberano en absoluto. Nombra jueces y gobernadores para sustituir a los que han muerto en la batalla; les ordena que impongan la ley y el orden en sus condados. Los hombres que han aprovechado la oportunidad de hacer la guerra a sus vecinos se ven obligados a regresar a sus propias fronteras. Los soldados liberados de un bando o del otro tienen que volver a su hogar. Los bandoleros que han aprovechado la ocasión para hacer incursiones y aterrorizar a las gentes han de ser capturados, los caminos tienen que ser seguros otra vez. Eduardo inicia el duro trabajo de volver a hacer de Inglaterra un país en el que reine la paz. Un país en paz, en lugar de un país en guerra.
Y por último se pone fin al constante guerrear cuando capturamos al rey anterior, Enrique, que andaba medio perdido y medio loco por las montañas de Northumberland. Eduardo ordena que sea llevado a la Torre de Londres, por su propia seguridad y por la nuestra. No siempre está en su sano juicio, Dios lo guarde. Penetra en las estancias de la Torre y parece saber dónde se encuentra; parece alegrarse de estar en casa después de haber llevado una vida errante. Vive serenamente, en comunión con Dios, con un sacerdote a su lado día y noche. Ni siquiera sabemos si se acuerda de su esposa o del hijo que ésta le dijo que era suyo; desde luego, nunca habla de ellos ni pregunta por ellos, que se encuentran en el lejano Anjou. No sabemos con seguridad si recuerda en todo momento que en otro tiempo fue rey. Ha dejado de existir para el mundo, pobre Enrique, y ha olvidado todo lo que le hemos arrebatado.