Me envía una carta. Se dirige a mí como lady Isabel Grey y dentro me llama «amor mío»; no dice «esposa» para no darme nada que pueda demostrar nuestro casamiento en el caso de que tuviera que negarlo. Me escribe que está ocupado, pero que pronto enviará a alguien a buscarme. La corte se encuentra en Reading, no tardará en hablar con lord Warwick. El Consejo va a reunirse y hay mucho que hacer. El rey perdido, Enrique, aún no ha sido capturado, se encuentra en algún punto de las colinas de Northumberland; pero la reina ha huido a su hogar francés en busca de ayuda, así que ahora tiene más importancia que nunca firmar una alianza con Francia a fin de impedirle el acceso a los Consejos galos y asegurarnos de que no pueda tener aliados. No comenta que ese objetivo lo conseguiría casándose con una francesa. Dice que me ama, que arde de amor por mí. Palabras de un amante, promesas de un amante; nada que pueda atarlo.
El mismo mensajero trae una orden dirigida a mi padre para que acuda a Reading, a la corte. Se trata de una carta habitual, todos los nobles del país la habrán recibido. Han de acompañarlo mis hermanos Anthony, John, Richard, Edward y Lionel.
—Escribidme y contádmelo todo —ordena mi madre a mi padre cuando están subiendo a sus monturas. Entre todos forman un pequeño ejército, la hermosa camada de varones que ha parido mi madre.
—Seguramente nos manda acudir para anunciarnos sus esponsales con la princesa francesa —gruñe mi padre al tiempo que se inclina para tensar la cincha bajo la solapa de la silla de montar—. Una alianza con los franceses nos hará mucho bien, como ha ocurrido con anterioridad. Así y todo, será necesaria para hacer callar a Margarita de Anjou. Además, una esposa gala os recibiría gustosamente en la corte a vos, que estáis emparentada con ella.
Mi madre no parpadea siquiera ante la perspectiva de que Eduardo se case con una francesa.
—Escribid y contádmelo todo en seguida —repite—. Y que Dios os acompañe, esposo mío, y os guarde bien.
Mi padre se inclina desde la silla de montar para besarle la mano y acto seguido hace girar su caballo hacia el camino que se dirige al sur. Mis hermanos agitan las fustas, se descubren la cabeza, se despiden a voz en grito. Mis hermanas saludan con la mano; mi cuñada Elizabeth hace una venia a Anthony, que alza el brazo para despedirse de ella, de mi madre y de mí. Tiene el semblante serio.
Pero es el mismo Anthony quien me escribe a mí dos días más tarde y su criado, el que llega cabalgando como un loco para traerme su carta.
Hermana,
He aquí tu triunfo, y me alegro de corazón por ti. Ha tenido lugar una trascendental discusión entre el rey y lord Warwick, ya que mi señor le presentó al soberano un contrato matrimonial para que se desposara con la princesa Bona de Saboya, tal como todos esperaban. El rey, teniendo el contrato delante y la pluma en la mano, levantó la cabeza y le dijo a su señoría que no podía casarse con la princesa porque de hecho ya estaba casado. En aquel momento podría haberse oído caer una pluma de ave; podría haberse oído suspirar a los ángeles. Juro que oí el latido del corazón de lord Warwick cuando le pidió al rey que repitiera lo que acababa de decir. El monarca estaba pálido como una muchacha, pero se encaró con su amigo (cosa que yo mismo no hubiera osado hacer) y le dijo que todos sus planes y todas sus promesas no valían nada. Su señoría agarró al rey por el brazo como si fuera un niño y lo sacó de la habitación para irse con él a una cámara privada, y los demás nos quedamos hirviendo de curiosidad y de asombro.
Aproveché la oportunidad para llevar a nuestro padre hasta un rincón y decirle que estaba seguro de que el rey iba a anunciar que se había casado contigo, con la intención de evitar que ambos pareciéramos unos grandes necios cuando lord Warwick… pero te confieso que incluso en aquel momento temí que el soberano admitiera haber contraído matrimonio con otra mujer. Se ha mencionado el nombre de otra dama de noble cuna —más alta que la nuestra, en realidad— que tiene un hijo varón del rey. Perdóname, hermana, pero tú no sabes cuán negativa ha sido hasta ahora la reputación del rey. Así que padre y yo estábamos como liebres en marzo, dando saltos sin motivo, mientras la puerta de la cámara privada seguía cerrada y el rey continuaba en el interior con el hombre que lo había hecho monarca y que —Dios lo sabe— tal vez podría hacer que dejara de serlo con la misma rapidez.
Naturalmente, Lionel quiso saber de qué hablábamos en susurros, y John también. Gracias a Dios, Edward y Richard habían salido, de manera que sólo había dos más a quienes revelar el secreto. Pero ninguno de ellos lo creyó más que padre y tuve que esforzarme mucho para que los tres guardasen silencio. Ya puedes imaginarte cómo fue.
Debía de haber transcurrido una hora, pero nadie había sido capaz de salir de la Cámara del Consejo sin enterarse del final de la historia. Hermana, incluso orinaron en las chimeneas con tal de no abandonar el gran salón. Y de pronto se abrió la puerta y salieron ambos, el rey con el semblante ceniciento y lord Warwick con gesto grave. El soberano puso su mejor sonrisa y dijo: «Bien, milores, os doy las gracias por vuestra paciencia. Tengo la felicidad y el orgullo de comunicaros que estoy casado con lady Isabel Grey». Tras decir eso, hizo un gesto con la cabeza en dirección a nuestro padre y juro que a mí me lanzó una mirada con la que me rogaba que lo obligara a guardar silencio, de modo que agarré a nuestro padre por el hombro y apreté con fuerza para sujetarlo bien anclado al suelo. Edward lo asió del otro lado como el lastre de un barco y Lionel se santiguó como si ya fuera un arzobispo. Padre y yo nos inclinamos en una reverencia, henchidos de orgullo, y sonreímos satisfechos, como si lo hubiéramos sabido desde el principio y únicamente por delicadeza no hubiéramos mencionado que ahora éramos el suegro y el cuñado del rey de Inglaterra.
John y Richard entraron con torpeza en el momento más inoportuno y tuvimos que susurrarles que el mundo se había puesto patas arriba; se comportaron mejor de lo que puedas imaginarte. Se las arreglaron para cerrar la boca y permanecer junto a nuestro padre y junto a mí, y quienes nos rodeaban tomaron por orgullo sereno lo que en realidad eran expresiones de asombro mudo. Éramos un cuarteto de idiotas que intentaban parecer fríos. No puedes imaginar los vítores, los gritos, las quejas y el alboroto que siguieron a continuación. Nadie de nuestro entorno se atrevió a sugerir que el rey hubiera caído demasiado bajo, pero yo sé que detrás de mí y a un lado y al otro había hombres que opinaban de ese modo y que continuarán opinando de ese modo. Con todo, el monarca mantuvo la cabeza bien alta y plantó cara a la situación; padre y yo nos pusimos a uno y otro lado de él y todos mis hermanos detrás. Nadie puede negar que formamos una familia sumamente atractiva, o por lo menos de elevada estatura.
Y lo hecho, hecho está, ya nadie puede negarlo. Puedes decirle a madre que su gran apuesta le aportará beneficios a razón de mil por uno. Tú vas a ser la reina de Inglaterra y nosotros vamos a ser la familia que gobierne en este país, aunque nadie nos quiera.
Padre se mantuvo en silencio hasta que estuvimos fuera de la corte, pero juro que tenía la mirada perdida, como la de un demente, hasta que llegamos a nuestro alojamiento y pude contarle lo que había sucedido y de qué modo se había hecho, por lo menos lo que yo sé. Ahora se siente profundamente dolido de que nadie se lo dijera en su momento, porque lo habría llevado muy bien y con mucha discreción, pero, teniendo en cuenta que es el suegro del rey de Inglaterra, creo que os perdonará a madre y a ti por haber guardado en secreto vuestros asuntos de mujeres. Tus hermanos salieron y se emborracharon a crédito, como haría cualquiera. Lionel jura que va a ser Papa.
Tu flamante esposo está claramente aturdido por la estaca que se ha roto en la cabeza, y leva a costar mucho reconciliarse con su antiguo maestro, lord Warwick, que esta noche está cenando aparte y podría convertirse en un enemigo peligroso. Nosotros vamos a cenar con el soberano, y sus intereses son los nuestros. El mundo ha cambiado para nosotros, los Rivers, y vamos a ser tan grandes que confío en que inundemos las colinas. Ahora somos fervientes defensores de York y seguro que padre plantará rosas blancas en el jardín y lucirá una en el sombrero. Puedes decirle a madre que, sea cual sea el hechizo que ha obrado para que sucediera esto, cuenta con la profunda admiración de su esposo y de sus hijos. Si dicho encantamiento no fue otro que tu belleza, lo admiramos igualmente.
Ahora van a llamarte para que seas presentada en la corte, aquí en Reading. La orden del rey se enviará mañana. Hermana, haz caso de mi advertencia y ven vestida con modestia y acompañada tan sólo de una breve escolta. No evitarás las envidias, pero hemos de procurar no empeorar las cosas todavía más. Nos hemos ganado enemigos en todas las familias del reino, clanes que ni siquiera conocemos y que ahora estarán maldiciendo nuestra suerte y deseando nuestra caída. Padres ambiciosos con hijas hermosas que no te perdonarán jamás. Habremos de estar en guardia durante el resto de nuestra vida. Tú nos has puesto en una situación de grandes oportunidades, pero también de grandes peligros, hermana. Yo soy cuñado del rey de Inglaterra, pero debo decir que esta noche mi mayor esperanza es morir en mi cama, en paz con el mundo, cuando sea un anciano.
Tu hermano,
Anthony
Pero opino que, entretanto, antes de que me llegue tan apacible muerte, te pediré que me conviertas en duque.
Mi madre hace planes para el viaje a Reading y la convocatoria de nuestra familia como si fuera una reina militante. Hace venir de todos los rincones de Inglaterra a todo pariente que pueda beneficiarse de nuestro ascenso o que pueda aportar algo a nuestra posición; hasta nuestros familiares de Borgoña —parientes suyos— son invitados a acudir a Londres para mi coronación. Dice que tanta parentela me concederá el estatus noble y regio que necesitamos y que, además, dado el estado en que se encuentra el mundo, siempre es conveniente contar con familiares poderosos que puedan proporcionarnos apoyo o refugio.
Empieza a confeccionar una lista de lores y ladies apropiados para casarlos con mis hermanos y mis hermanas; comienza a tomar en cuenta a hijos de nobles que se puedan convertir en pupilos y puedan criarse en un cuarto de niños de palacio en beneficio nuestro. Ella entiende, y empieza a enseñarme a mí, cómo funciona el mecenazgo y el poder de la corte inglesa. Lo sabe muy bien. Entró en la familia real gracias a su primer marido, el duque de Bedford. Luego fue la segunda dama del reino bajo la reina de Lancaster y ahora volverá a serlo bajo la reina de York: yo. Nadie sabe mejor que ella cómo abrirse camino en el terreno que constituye la realeza de Inglaterra.
Envía una serie de instrucciones a Anthony para que haga venir a sastres y costureras de modo que tendré vestidos nuevos esperándome, pero hace caso del consejo que le da él en cuanto a que debemos asumir nuestra grandeza con discreción y sin dar muestras de vanagloriarnos por el salto que vamos a dar al dejar de pertenecer a la derrotada casa de Lancaster para pasar a formar parte de la victoriosa casa de York. En el viaje a Reading nos acompañarán mis hermanas, mis primas y mi cuñada, pero no llevaremos ningún gran séquito con estandartes ni trompetas. Padre le escribe diciéndole que hay muchos que sienten rencor por nuestra prosperidad, pero que a los que más teme él son el gran amigo del rey, sir William Hastings, el gran aliado del rey, lord Warwick, y los familiares más allegados de Eduardo: su madre, sus hermanas y sus hermanos, porque son quienes más tienen que perder a favor de los nuevos favoritos de la corte.
Recuerdo que la primera vez que me encontré con el rey, Hastings me miró como si yo fuera una mercancía de las que se venden junto a los caminos, de las que llevan los buhoneros, y me hago a mí misma la promesa de que jamás volverá a mirarme de ese modo. A Hastings creo poder manejarlo. Él ama al soberano como nadie y aceptará toda decisión que tome Eduardo, y además la defenderá. En cambio lord Warwick me da miedo. Es un hombre que no se detiene ante nada con tal de salirse con la suya. De pequeño vio a su padre rebelarse contra su legítimo rey e instalar una casa rival en el nombre de York. Cuando su padre y el padre de Eduardo murieron juntos, él se apresuró a continuar la obra de su progenitor y vio a Eduardo coronado rey cuando tan sólo contaba diecinueve años. Warwick tiene trece años más que él, es un hombre adulto en comparación con un muchacho. Está claro que lleva toda la vida planeando sentar a un niño en el trono y gobernar él desde la sombra. Que Eduardo me haya elegido a mí constituye la primera declaración de independencia respecto de su mentor, y Warwick se dará prisa en impedir que haya más. Lo llaman el hacedor de reyes y, cuando nosotros éramos de Lancaster, decíamos que los York no eran sino marionetas y que él y su familia eran quienes manejaban los hilos. Ahora estoy casada con el títere de Warwick y sé que también intentará hacerme bailar a mí al son que él marque. Aun así, no hay tiempo para hacer otra cosa que despedirme de mis hijos, obligarlos a prometer que obedecerán a sus tutores y se portarán bien, montar el caballo nuevo que me ha enviado el rey para el viaje y, con mi madre a mi lado y mis hermanas detrás, tomar el camino que me llevará a Reading y al futuro que me aguarda.
Le digo a mi madre:
—Tengo miedo.
Ella acerca su caballo al mío y echa la capucha de su capa hacia atrás para que vea la sonrisa de seguridad que lleva en el rostro.
—Tal vez —me dice—, pero yo he estado en la corte de la reina Margarita de Anjou y te juro que tú no puedes ser peor reina que ella.
Sin querer, dejo escapar una risita. Eso lo dice una mujer que fue la dama de compañía de más confianza de Margarita de Anjou y la primera dama de su corte.
—Habéis cambiado de melodía.
—Sí, porque ahora me encuentro en un coro distinto. Pero de todas formas es verdad lo que digo. No podrías ser peor reina para este país de lo que fue ella, que Dios la ayude dondequiera que esté ahora.
—Madre… ella se casó con un hombre que la mitad del tiempo estaba fuera de sus cabales.
—Y ya fuera santo, cuerdo o demente, ella siempre hizo lo que se le antojó. Tomó un amante —dice en tono alegre y sin hacer caso de mi exclamación escandalizada—, por supuesto que sí. ¿De quién crees que es su hijo Edward? No fue del rey, que estuvo sordo y mudo casi todo el año durante el cual fue concebido y parido ese niño. Espero que tú lo hagas mejor que ella. Y Edward no puede evitar ser otra cosa que un santo medio loco, Dios lo bendiga, pobrecillo. Y por lo demás, deberás dar a tu esposo un hijo varón y heredero, proteger a los pobres y a los inocentes, y actuar en beneficio de las esperanzas de tu familia. Eso es todo lo que tienes que hacer, y puedes hacerlo. Está al alcance de cualquier boba que tenga un corazón sincero, una familia conspiradora y una bolsa bien abierta.
—Habrá muchas personas que me odien —digo yo—. Que nos odien.
Ella afirma con la cabeza.
—Entonces cerciórate de obtener los favores que quieres y los puestos que necesitas antes de que esas personas hagan que el rey las oiga —responde con sencillez—. Hay muy pocos puestos de relevancia para tus hermanos y muy pocos nobles para casar a tus hermanas. Asegúrate de conseguir todo lo que deseas a lo largo del primer año, y entonces te habrás adueñado del terreno y estarás en posición de batalla. Estamos preparados para todo cuanto venga contra nosotros y, aunque tu influencia con el rey disminuyese, aún estaremos sanos y salvos.
—Pero lord Warwick… —digo con nerviosismo.
Mi madre asiente.
—Es nuestro enemigo. Es la declaración de una disputa entre familias. Habrás de vigilarlo y ser muy cauta con él. Todos estaremos en guardia en su contra. En contra de él y de los hermanos del rey: Jorge, el duque de Clarence, que siempre se muestra tan encantador, y el niño Ricardo, el duque de Gloucester. Ellos también serán tus enemigos.
—¿Por qué los hermanos del rey?
—Porque tus hijos los desheredarán. Tu influencia apartará al rey de ellos. Han sido tres niños huérfanos de padre, han luchado codo con codo por su familia. Él los llamaba los tres hijos de York, vio una señal en los cielos que apuntaba a los tres. Pero ahora querrá estar contigo, no con ellos. Y las concesiones de tierras y de riquezas que podría haberles adjudicado a ellos serán para ti y para los tuyos. Jorge era el heredero por detrás de Eduardo, y Ricardo por detrás de él. En cuanto tú tengas un hijo varón, ellos perderán un escalón.
—Voy a ser la reina de Inglaterra —protesto—. Vos hacéis que esto parezca una batalla a muerte.
—Es una batalla a muerte —replica ella sin más—. Eso es lo que significa ser reina de Inglaterra. Tú no eres Melusina, que surge de una fuente para ser feliz sin ningún esfuerzo. Tú no vas a ser una mujer bella en la corte que no tenga otra cosa que hacer salvo obrar hechizos. El camino que has elegido implica que tendrás que pasar la vida intrigando y peleando. Nuestra tarea, como familiares tuyos, consiste en asegurarnos de que tú seas la vencedora.
En la oscuridad del bosque la vio y susurró su nombre, Melusina, y al oír aquella llamada ella salió de la fuente. Entonces él observó que era una mujer de una belleza fresca y completa hasta la cintura, y que por debajo de aquélla estaba toda cubierta de escamas, como un pez. Ella le prometió que iría con él y que sería su esposa, le prometió que lo haría tan feliz como podría hacerlo cualquier mujer mortal, le prometió que reprimiría su lado indómito —su naturaleza semejante a las mareas—, que sería para él una esposa normal, una mujer de la que pudiera enorgullecerse, si él a cambio le permitía disponer de un poco de tiempo durante el cual pudiera volver a ser ella misma, durante el cual pudiera regresar a su elemento líquido, durante el cual pudiera desprenderse de toda la pesadez que implica ser mujer y ser una vez más, sólo durante un rato, una diosa del agua. Sabía que ser una mujer mortal es doloroso para el alma, doloroso para los pies. Sabía que tendría necesidad de estar a solas en el agua, debajo del agua, dejando que formara pequeños remolinos en su cola de escamas. Él le prometió que le daría todo, todo lo que quisiera, como hacen siempre los hombres. Y ella confió en él sin querer, como hacen siempre las mujeres enamoradas.
Mi padre y todos mis hermanos salen cabalgando de Reading para acudir a nuestro encuentro a fin de que yo pueda entrar en la ciudad acompañada por los míos. Hay centenares de curiosos dispersos a los lados del camino, contemplando cómo mi padre se descubre la cabeza al acercarse a mí, cómo desmonta y se arrodilla en el polvo del suelo para rendirme honores de reina.
—¡Levantaos, padre! —exclamo yo alarmada.
Él se yergue despacio y vuelve a hacerme una reverencia.
—Debéis acostumbraros, excelencia —me dice con la cabeza a la altura de las rodillas.
Yo espero hasta que se incorpora y me sonríe.
—Padre, no me gusta veros inclinado ante mí.
—Ahora sois la reina de Inglaterra, excelencia. Todos los hombres excepto uno deben inclinarse ante vos.
—¿Pero me seguiréis llamando Isabel, padre?
—Sólo cuando estemos solos.
—¿Y me daréis vuestra bendición?
Su ancha sonrisa me tranquiliza, pues veo que todo sigue siendo como siempre.
—Hija, tenemos que jugar a ser reyes y reinas. Tú eres la nueva y sumamente inesperada reina de una casa nueva e inesperada. Yo jamás soñé que fueras a cazar a un rey. Y, desde luego, jamás pensé que este muchacho fuera a capturar un trono. Estamos fabricando un mundo nuevo; estamos formando una nueva familia real. Tenemos que ser más regios que la propia realeza, o de lo contrario no nos creerá nadie. A mí mismo me cuesta trabajo creerlo.
Todos mis hermanos se bajan de un salto de sus monturas, se descubren y se arrodillan ante mí en la vía pública. Yo vuelvo la vista hacia Anthony, que a mí me llamó ramera y a mi esposo embustero.
—Puedes quedarte arrodillado —le digo—. ¿Quién tiene razón ahora?
—Tú —me dice él con regocijo al tiempo que se pone de pie, me besa la mano y vuelve a subir a su caballo—. Te felicito por tu triunfo.
Mis hermanos acuden todos a mi alrededor a besarme la mano. Yo les sonrío; es como si todos estuviéramos a punto de estallar en carcajadas por nuestra propia arrogancia.
—¿Quién lo habría pensado? —dice John maravillado—. ¿Quién habría podido soñar algo así?
—¿Dónde está el rey? —pregunto cuando iniciamos nuestra pequeña procesión cruzando las puertas de la ciudad. Las calles están abarrotadas de gente a ambos lados: artesanos, aprendices, todos lanzando vítores por mi belleza y riendo al presenciar el desfile. Veo que Anthony se ruboriza al oír un par de chistes obscenos, y yo apoyo una mano en el puño enguantado con que aferra con fuerza el pomo de la silla—. Calla —le digo—, la gente tiene que hacer burlas. Ésta ha sido una boda en secreto, no podemos negarlo, y vamos a tener que resignarnos a soportar este escándalo. Y no me ayuda en nada que tú pongas cara de ofendido.
Al momento él compone una sonrisa afectada que resulta verdaderamente horrorosa.
—Ésta es mi sonrisa de la corte —dice entre dientes—. La utilizaré para hablar con Warwick o con los duques reales. ¿Qué te parece?
—Muy elegante —contesto procurando no echarme a reír—. Santo Dios, Anthony, ¿tú llegaste a pensar que saldríamos bien de todo esto?
—Saldremos triunfantes —replica él—. Pero hemos de permanecer unidos.
Emprendemos la subida por la calle principal, y vemos, colgando por fuera de las ventanas, estandartes e imágenes de santos que las gentes han confeccionado a toda prisa para darme la bienvenida a la ciudad. Nos dirigimos hacia la abadía; y allí, en el centro de su corte y de sus consejeros, lo veo a él, Eduardo, vestido con paño de oro y cubierto con una capa escarlata y un gorro del mismo color. Resulta inconfundible, es el hombre más alto del grupo, el más apuesto; indudablemente, el rey de Inglaterra. Me ve a mí, nuestras miradas se cruzan, y de nuevo es como si no hubiera nadie más presente. Siento tal alivio al verlo que lo saludo levemente con la mano, igual que una niña, y entonces él, en lugar de esperar a que yo detenga mi caballo, desmonte y vaya a su encuentro siguiendo la alfombra, se separa del grupo que lo rodea y acude rápidamente a mi lado para bajarme del caballo y estrecharme entre sus brazos.
De entre la multitud se eleva una fuerte ovación de deleite, mientras que la corte, estupefacta, guarda un profundo silencio ante esta apasionada ruptura del protocolo.
—Esposa —me dice al oído—. Dios santo, cuánto me alegro de teneros en mis brazos.
—Eduardo, ¡he pasado mucho miedo! —exclamó.
—Hemos vencido —me dice con sencillez—. Vamos a estar juntos para siempre. Voy a haceros reina de Inglaterra.
—Y yo voy a haceros feliz —respondo citando los votos matrimoniales—. Seré hermosa y alegre, en el lecho y en la mesa.
—Me importa un bledo la hora de cenar —replica el rey con vulgaridad; yo escondo el rostro contra su hombro y me echo a reír.
Aún he de conocer a su madre, y Eduardo me lleva a los aposentos privados de mi suegra antes de cenar. No ha estado presente cuando la corte me ha dado la bienvenida y acierto al interpretar ese gesto como su primer desaire, el primero de muchos. Eduardo me deja ante la puerta.
—Desea veros a solas.
—¿Cómo creéis que estará? —pregunto yo nerviosa.
Él me contesta con una ancha sonrisa.
—¿Qué puede haceros?
—Eso es precisamente lo que me gustaría saber antes de enfrentarme a ella —respondo en tono irónico; seguidamente lo dejo a un lado para traspasar las puertas que acaban de abrirse y entrar en el salón de recibir. A modo de improvisada corte me acompañan mi madre y tres de mis hermanas, mis recién nombradas damas de compañía, y todas echamos a andar con la misma ilusión que un grupo de brujas arrastradas ante un tribunal.
La duquesa viuda Cecilia está sentada en un gran sillón, bajo un palio real, y no se toma la molestia de levantarse para saludarme. Lleva un vestido cuajado de joyas en el dobladillo y en el escote y un tocado cuadrado y de gran tamaño que luce con orgullo, igual que una corona. Muy bien, soy la esposa de su hijo, pero todavía no soy reina. No está obligada a hacerme la reverencia y seguro que me considera una Lancaster, de los enemigos de su hijo. Su cabeza vuelta hacia un lado y la frialdad de su sonrisa me indican claramente que para ella soy una plebeya, como si ella misma no hubiera nacido siendo una inglesa común. Detrás de su sillón se encuentran sus hijas, Anne, Isabel y Margarita, vestidas con discreción y modestia para no brillar más que su madre. Margarita es una joven muy guapa, rubia y alta como sus hermanos varones. Me sonríe con timidez, a mí, su nueva cuñada, pero nadie da un paso al frente para besarme y la estancia está igual de fría que un lago en diciembre.
Me inclino en una profunda pero no excesiva reverencia ante la duquesa Cecilia por respeto a la madre de mi esposo. Veo a mi espalda que mi propia madre hace una reverencia exagerada y a continuación permanece de pie e inmóvil con la cabeza alta; una reina en sí misma, en todo salvo en la corona.
—No voy a fingir que estoy contenta con este casamiento realizado en secreto —dice rudamente la duquesa viuda.
—En privado —la interrumpe mi madre con inteligencia.
La duquesa se contiene, sorprendida, y enarca sus cejas delineadas a la perfección.
—Os ruego que me disculpéis, lady Rivers, ¿habéis dicho algo?
—Ni mi hija ni vuestro hijo serían capaces de tener el atrevimiento de casarse en secreto —dice mi madre con su dejo de Borgoña resucitado de pronto. Es el acento mismo de la elegancia y del estilo que se reconoce en toda Europa. No tendría una manera más clara de recordarle a todo el mundo que ella es hija del conde de Saint-Pol, que pertenece a la realeza de Borgoña por nacimiento. Trataba de tú a tú a la reina, a quien ella es la única persona que todavía sigue llamando Margarita d’Anjou, poniendo el énfasis en el apóstrofo del título. Fue duquesa de Bedford por obra de su primer matrimonio, contraído con un duque de sangre real, y estuvo en lo más alto de la corte de Lancaster, mientras que, cuando nació, la mujer que tan orgullosamente se sienta ante nosotras no era más que lady Cecilia Neville, del castillo de Raby—. Está claro que no fue una boda secreta. Yo estuve presente en ella, al igual que otros testigos. Fue una boda celebrada en privado.
—Vuestra hija es viuda y varios años mayor que mi hijo —constata su excelencia sumándose a la batalla.
—Pero difícilmente se puede decir que sea un muchacho carente de experiencia. Posee una notoria reputación. Y sólo los separan cinco años.
Las damas de la duquesa dejan escapar una exclamación ahogada y entre las hijas cunde la alarma. Margarita me mira con compasión, como si me estuviera diciendo que no tengo forma de escapar de la humillación que me espera. Mis hermanas y yo estamos petrificadas como rocas, brujas danzarinas súbitamente presas de un encantamiento.
—Y lo bueno —dice mi madre cada vez más entusiasmada— es que nosotras por lo menos podemos tener la seguridad de que ambos son fértiles. Vuestro hijo tiene varios bastardos, según tengo entendido, y mi hija tiene dos preciosos vástagos legítimos.
—Mi hijo proviene de una familia fértil. Yo tuve ocho varones —presume la duquesa viuda.
Mi madre inclina la cabeza y el velo que cuelga de su tocado ondea igual que una vela que se hincha con la brisa de su orgullo.
—Oh, sí —señala—, así es. Pero de esos ocho sólo os han quedado tres, por supuesto. Una lástima. Resulta que yo tengo cinco hijos varones. Cinco. Y siete hijas. Isabel proviene de una estirpe real muy fértil. En mi opinión, podemos abrigar la esperanza de que Dios bendiga a la nueva familia real con un gran número de retoños.
—De todas maneras, a ella no la he escogido yo, ni tampoco la ha escogido lord Warwick —repite su excelencia, su voz temblando por la furia—. Si Eduardo no fuera rey, eso no tendría la menor importancia. Podría pasarlo por alto si fuera un tercer o cuarto hijo que se pierde a sí mismo…
—Puede que fuera así. Pero ese asunto no nos concierne a nosotras. El rey Eduardo es el rey. Y el rey es el rey. Bien sabe Dios que ha librado suficientes batallas para demostrar su reivindicación.
—Yo podría impedir que fuera soberano —se apresura a decir la duquesa dominada por la cólera, con las mejillas teñidas de rojo—. Podría desposeerle, negarle, poner a Jorge en el trono en su lugar. ¿Qué os parecería eso como resultado de tal boda privada, según vos decís, lady Rivers?
Las damas de la duquesa palidecen y retroceden horrorizadas. Margarita, que adora a su hermano, susurra:
—¡Madre!
Pero no se atreve a decir nada más. Eduardo nunca ha sido el favorito de su progenitora. Edmundo, su querido Edmundo, murió con su padre en Wakefield y los Lancaster vencedores clavaron las cabezas de ambos a las puertas de York. Jorge, su hermano también más joven y predilecto de su madre, es el niño mimado de la familia. Ricardo, el más pequeño de todos, es moreno y el más canalla de la camada. Es increíble que ella hable de poner a un hijo por delante de otro, sin orden alguno.
—¿Cómo? —dice mi madre con brusquedad y poniéndola en evidencia—. ¿Osaríais derrocar a vuestro hijo?
—Si no fuera hijo de mi esposo…
—¡Madre! —gime Margarita.
—¿Y cómo podría ser eso? —exige saber mi madre, dulce como el veneno—. ¿Llamaríais bastardo a vuestro propio hijo? ¿Os llamaríais vos misma ramera? Únicamente por despecho, para hundirnos a nosotros, ¿seríais capaz de destruir vos misma vuestra reputación y poner cuernos a vuestro propio esposo difunto? Cuando colgaron su cabeza a las puertas de York, le pusieron una corona de papel para mofarse de él. Eso no sería nada en comparación con coronarlo ahora como a un cornudo. ¿Seríais capaz de deshonrar vuestro propio nombre? ¿Os atreveríais a humillar a vuestro esposo aún más que sus enemigos?
Se oye un gritito que profieren las mujeres y la pobre Margarita se tambalea como si fuera a desmayarse. Mis hermanas y yo somos medio peces, no mujeres; nos limitamos a mirar a mi madre y después a la madre del rey con los ojos como platos, ambas enfrentadas, como dos hombres que se golpean el uno al otro con mazas en el campo de justa diciendo cosas impensables.
—Hay muchos que me creerían —amenaza la madre del rey.
—Más vergüenza para vos, entonces —replica mi madre con rotundidad—. Los rumores respecto de quién puede ser su padre han llegado hasta Inglaterra. En efecto, yo me encuentro entre las pocas personas que juraron que una dama de vuestra casa jamás caería tan bajo. Pero ha llegado a mis oídos, como a los de todos, que podría ser un arquero de nombre… cómo se llamaba… —Finge haberlo olvidado y se da unos golpecitos en la frente—. Ah, ya me acuerdo: Blaybourne. Un arquero de nombre Blaybourne, que según dicen era vuestro amante. Pero yo dije, e incluso la reina Margarita de Anjou lo dijo también, que una gran dama como vos no sería capaz de rebajarse hasta el punto de yacer con un vulgar arquero y poner a su hijo bastardo en la cuna de un noble.
El nombre de Blaybourne cae en medio de la estancia produciendo un ruido sordo, como una bala de cañón. Casi se oye cómo rueda hasta quedarse inmóvil. Mi madre no teme a nada.
—Y de todos modos, si lográis que los lores bajen del trono al rey Eduardo, ¿quién va a apoyar a vuestro nuevo soberano Jorge? ¿Podríais fiaros de que su hermano Ricardo no intentara hacerse con el trono a su vez? ¿Acaso vuestro pariente lord Warwick, vuestro gran amigo, no desearía el trono para sí? ¿Y por qué no iban a iniciar una disputa entre ellos y dar lugar a otra generación más de enemigos, y dividir el país, y enfrentar nuevamente a hermano contra hermano, y desbaratar la misma paz que vuestro hijo ha ganado para él y para su casa? ¿Seríais capaz de destruirlo todo nada más que por despecho? Todos sabemos que la casa de York enloquece debido a la ambición; ¿se nos va a dar la oportunidad de ver cómo os devoráis vosotros mismos, igual que una gata aterrorizada devora a sus propias crías?
Ya es demasiado para ella. La madre del rey alza una mano hacia mi madre, como rogándole que no siga hablando.
—No, no. Ya basta. Basta.
—Hablo como amiga —dice mi madre rápidamente, escurridiza como una anguila—. Y vuestras irreflexivas palabras contra el monarca no saldrán de aquí. Mis hijas y yo no seríamos capaces de repetir semejante escándalo, semejante traición. Olvidaremos que habéis dicho esas cosas. Tan sólo lamento que las hayáis pensado siquiera. Me asombra que las hayáis dicho.
—Ya basta —repite la madre del rey—. Tan sólo he querido haceros saber que este matrimonio tan descabellado no lo he escogido yo. Aunque veo que he de aceptarlo. Vos me mostráis que debo hacerlo. Por más que me repugne, por más que denigre a mi hijo y a mi casa, tengo que aceptarlo. —Suspira—. Consideraré que es una carga que debo soportar.
—El rey lo ha decidido, y todos debemos obedecerlo —indica mi madre subrayando su ventaja—. El rey Eduardo ha elegido esposa y dicha mujer será reina de Inglaterra, la dama más importante, por encima de todas las demás, del reino. Y nadie podrá dudar que mi hija va a ser la reina más bella que Inglaterra haya visto jamás.
La madre del rey, cuya propia belleza fue famosa en su día, cuando la llamaban la Rosa de Raby, me mira a mí por primera vez sin placer alguno.
—Supongo que si —dice de mala gana.
Yo vuelvo a hacerle la venia.
—¿He de llamaros madre? —le pregunto en tono jovial.
Una vez superado el calvario que ha supuesto que me reciba la madre de Eduardo, he de prepararme para mi presentación en la corte. Los pedidos que hizo Anthony a los sastres de Londres se han entregado a tiempo, y ahora tengo un vestido nuevo que ponerme, de color gris muy claro y ribeteado de perlas. Lleva un escote muy bajo por delante, un cinturón alto de perlas y mangas largas de seda. Lo acompaño con un tocado de forma cónica del que cuelga un largo pañuelo gris. Es a la vez lujoso y seductoramente modesto; cuando mi madre viene a mi habitación y ve cómo voy vestida, me toma de las manos y me besa en ambas mejillas.
—Preciosa —me dice—. Nadie podría dudar que el rey se ha casado contigo por amor a primera vista, un amor de trovador. Que Dios os bendiga a los dos.
—¿Están esperándome? —pregunto nerviosa.
Ella señala con un gesto de cabeza la estancia que hay al otro lado de la puerta de mi aposento.
—Están todos ahí fuera: lord Warwick, y el duque de Clarence, y otra media docena de personas.
Hago una inspiración profunda y me llevo una mano al tocado para que no se me caiga. Acto seguido hago una seña a mis damas de compañía para que abran la puerta doble y, con la cabeza bien alta como una reina, salgo de la habitación.
Lord Warwick, vestido de negro, se halla de pie junto a la chimenea. Es un hombre corpulento, de treinta y muchos años, de hombros anchos como un toro y rostro duro visto de perfil mientras contempla el fuego. Al abrirse las puertas, se vuelve y me ve, frunce el cejo, y después esboza una sonrisa forzada.
—Excelencia —me dice al tiempo que se inclina ante mí.
Yo también le hago una venia, pero advierto que su sonrisa no consigue ablandarle la mirada. Él contaba con que Eduardo siguiera estando bajo su control. Le había prometido al soberano de Francia entregar a Eduardo en matrimonio. Y ahora le ha salido todo mal y la gente se pregunta si continúa siendo él quien detenta el poder detrás de este nuevo trono o si Eduardo está tomando decisiones por sí mismo.
A su lado se encuentra el duque de Clarence, Jorge, el querido hermano del rey, con la planta de un auténtico príncipe de York: cabello dorado, sonrisa fácil, postura elegante incluso estando en reposo; una copia exquisita y atractiva de mi marido. Es rubio y está bien hecho, su reverencia es tan grácil como la de un bailarín italiano y sonríe de un modo encantador.
—Excelencia —dice—. Mi nueva hermana. Os doy la enhorabuena por vuestra boda sorpresa y os deseo felicidad en vuestro nuevo estado.
Yo le tiendo la mano y él me atrae hacia sí y me besa afectuosamente en ambas mejillas.
—De corazón os deseo toda suerte de parabienes —me dice en tono jovial—. Eduardo es en verdad un hombre afortunado. Y me alegro mucho de poder llamaros hermana.
A continuación me vuelvo hacia el conde de Warwick.
—Sé que mi esposo os ama y confía en vos, y que os considera un hermano y amigo —le digo—. Es un honor conoceros.
—El honor es todo mío —responde él sucintamente—. ¿Estáis preparada?
Miro a mi espalda. Mis hermanas y mi madre han formado una fila para seguirme en procesión.
—Estamos preparadas —contesto, y a continuación, con el duque de Clarence a un lado y el conde de Warwick al otro, echamos a andar con lentitud hacia la capilla de la abadía pasando por entre un nutrido grupo de personas que se va abriendo a medida que nos acercamos a él.
Mi primera impresión es la de que aquí se encuentran todas las personas que he visto en la corte, ataviadas con sus mejores galas para honrarme, y que también hay varios cientos de caras nuevas que han venido junto con los de York. La primera fila la ocupan los lores, con sus capas ribeteadas de armiño; detrás de ellos, la pequeña aristocracia, que luce cadenas que indican su rango y joyas. También han acudido en masa para presentarse los ediles y concejales de Londres, entre ellos los padres de la ciudad. También están aquí los jefes municipales, esforzándose por ver y ser vistos entre los grandes bonetes y las plumas, detrás de los gremios de artesanos de Reading y de la nobleza rural venida de toda Inglaterra. Éste es un acontecimiento de importancia nacional; todo el que ha podido comprarse un jubón y tomar prestado un caballo ha venido a ver a la escandalosa nueva reina. Tengo que enfrentarme a todos ellos sola, flanqueada por mis enemigos, mientras se posan en mí un millar de ojos que me escudriñan de arriba abajo, desde las zapatillas hasta el alto tocado y el etéreo velo, las perlas de mi vestido, el escote estudiadamente modesto, la perfección del encaje que oculta y, sin embargo, resalta la blancura de la piel de mis hombros. Muy despacio, igual que una brisa que sopla rozando las copas de los árboles, van descubriéndose la cabeza e inclinándose a mi paso; entonces caigo en la cuenta de que están reconociéndome como monarca, la soberana que sustituye a Margarita de Anjou, la reina de Inglaterra, la mujer más importante del reino, y de que en mi vida ya nada volverá a ser lo mismo. Sonrío de oreja a oreja en agradecimiento a las bendiciones y las alabanzas que murmuran, pero descubro que estoy apretando la mano de Warwick con demasiada fuerza, y éste me sonríe a su vez como si lo complaciera percibir mi miedo; me dice:
—Es natural que os sintáis abrumada, excelencia.
En efecto, resulta natural para una plebeya, pero jamás le habría ocurrido a una princesa, así que yo le devuelvo la sonrisa sin poder defenderme, sin poder hablar.
Esa noche, en la cama, después hacer el amor, le digo a Eduardo:
—No me gusta el conde de Warwick.
—Él me ha convertido en lo que soy hoy —responde él con sencillez—. Debéis amarlo por el bien mío.
—¿Y a vuestro hermano Jorge? ¿Y a William Hastings?
El rey se vuelve de costado y me sonríe.
—Ésos son mis compañeros y mis hermanos de armas —dice—. Os habéis casado con un ejército que está en guerra. A nuestros aliados no podemos elegirlos; como tampoco a nuestros amigos. Simplemente nos alegramos de contar con ellos. Amadlos por mí, querida mía.
Afirmo con la cabeza como si prometiera obedecer. Pero creo conocer a mis enemigos.