Primavera de 1464

Mi padre es sir Richard Woodville, barón de Rivers, un noble inglés, terrateniente y defensor de los verdaderos reyes de Inglaterra, el linaje de los Lancaster. Mi madre desciende de los duques de Borgoña, y por consiguiente lleva en sus venas la sangre acuosa de la diosa Melusina, que fundó dicha casa real con el duque que era su rendido amante y a quien todavía puede verse por las azoteas de los castillos en momentos de aflicción extrema dando aviso, entre lágrimas, cuando el hijo y heredero está agonizando y la familia se enfrenta a la desaparición. O eso dicen los que creen en esas cosas.

Con tan contradictorios progenitores, la sólida tierra inglesa y una diosa del agua de Francia, cabría esperar cualquier cosa de mí: una hechicera o una muchacha corriente. Hay quienes dicen que soy ambas cosas. Pero hoy, mientras me cepillo el cabello con especial cuidado y lo arreglo bajo el tocado más alto que tengo, mientras tomo de las manos a mis dos hijos sin padre y echo a andar por el camino que lleva a Northampton, daría todo lo que soy por estar, sólo en esta ocasión, simplemente irresistible.

He de atraer la atención de un joven que partirá a librar otra batalla más contra un enemigo imposible de derrotar. Puede que no me vea. Puede que no esté de humor para mendigos ni coqueteos. He de suscitar su compasión acerca de mi posición, conseguir que se apiade de mis necesidades y persistir en su memoria el tiempo suficiente para que haga algo al respecto de lo uno y de lo otro. Y se trata de un hombre que todas las noches tiene a su disposición bellas mujeres que se arrojan a sus brazos y un centenar de solicitantes que buscan cualquier puesto que él pueda concederles.

Es un usurpador y un tirano, enemigo mío e hijo de mi enemigo, pero yo estoy muy lejos de deber lealtad a nadie que no sean mis hijos y yo misma. Mi propio padre acudió a la batalla de Towton a luchar contra este hombre que ahora se hace llamar rey de Inglaterra, a pesar de que no es más que un muchacho jactancioso; y nunca he visto a una persona tan destrozada como lo estaba mi padre cuando regresó de Towton con el brazo con que empuñaba la espada sangrando a través del jubón, el semblante pálido, diciendo que aquel muchacho era un comandante de los que no se han visto jamás, y que nuestra causa estaba perdida, y que mientras él viviera no podíamos abrigar esperanza alguna.

Veinte mil hombres fueron muertos en Towton bajo las órdenes de aquel joven; nadie había visto nunca tanta muerte en Inglaterra. Mi padre dijo que había sido una siega de miembros de la casa de Lancaster, no una batalla. El legítimo rey Enrique y su esposa, la reina Margarita de Anjou, huyeron a Escocia, desolados por semejante matanza.

Aquellos de nosotros que permanecimos en Inglaterra no nos rendimos fácilmente. Continuaron librándose contactos para resistir al falso rey, el joven de York. Mi propio esposo murió al frente de nuestra caballería en St. Albans, hace sólo tres años.

Y ahora me he quedado viuda, y las tierras y la fortuna que en otro tiempo eran mías han sido adquiridas por mi suegra con el beneplácito del vencedor, el amo de ese rey niño, el gran maestro de títeres al que se conoce como hacedor de reyes: Richard Neville, conde de Warwick, que hizo monarca a ese muchacho engreído que ahora cuenta sólo veintidós años, y que convertirá Inglaterra en un infierno para aquellos de nosotros que todavía defiendan la casa de Lancaster.

Actualmente, en todas las grandes casas del país hay defensores de los de York, y todo negocio, establecimiento o impuesto rentable está en manos de ellos. En el trono se sienta su rey niño y su corte está formada por seguidores suyos. Nosotros, los vencidos, somos menesterosos en nuestra propia casa y forasteros en nuestro propio país, nuestro soberano es un exiliado, nuestra reina una extranjera vengativa que conspira contra nuestro antiguo enemigo de Francia. Tenemos que guardar buenas relaciones con el tirano de York y mientras tanto rezar para que Dios se vuelva contra él y nuestro verdadero monarca barra el sur con un ejército para librar otra batalla más.

Entretanto yo, al igual que hacen muchas mujeres que tienen un esposo muerto y un padre derrotado, tengo que recomponer mi vida como si fuera una colcha hecha de remiendos. Tengo que ingeniármelas para recuperar mi fortuna, aunque me da la impresión de que ningún pariente ni amigo va a poder hacer progreso alguno en mi favor. A todos se nos conoce como traidores. Se nos ha perdonado, pero no se nos quiere. Todos carecemos de poder. Tendré que defenderme sola y presentar yo misma mi alegato ante un muchacho que siente tan poco respeto por la justicia que se atrevió a lanzar un ejército contra su propio primo, un rey ordenado. ¿Qué se le puede decir a semejante salvaje que sea capaz de entenderlo?

Mis hijos, Thomas, que tiene nueve años, y Richard, que tiene ocho, van vestidos con sus mejores galas, el cabello humedecido y alisado, la cara lustrosa por el jabón. Los llevo uno a cada lado, firmemente sujetos de la mano, porque éstos son niños de verdad y atraen la suciedad como por arte de magia. Si los suelto un segundo, el uno se rozará los zapatos y el otro se hará un jirón en la pernera, y los dos se las arreglarán para acabar con hojas en el pelo y barro en la cara, y sin duda alguna Thomas se caerá al arroyo. Pero bien sujetos de mi mano caminan poniendo un pie tras otro muertos de aburrimiento, y tan sólo se enderezan cuando yo les digo: «Chis, oigo caballos».

Al principio parece el repiqueteo de la lluvia, y un momento después suena igual que el retumbar de un trueno. El zangoloteo de los arneses y el flamear de los estandartes, el tintineo de las cotas de malla y el resollar de los caballos, el ruido, el olor y el fragor de un centenar de jinetes acercándose al galope; todo forma un estruendo abrumador, y aunque estoy decidida a quedarme donde estoy y obligarlos a detenerse, no puedo evitar el gesto de encogerme. ¿Cómo será enfrentarse en la batalla a esos hombres a caballo que cabalgan con las lanzas ante sí como si fueran un galopante muro de picas? ¿Cómo puede enfrentarse a ellos un hombre cualquiera? Thomas distingue entre la furia y el ruido la cabeza rubia y descubierta, y grita «¡Hurra!» como el niño que es, y advierto que al oír esa vocecilla aguda el hombre se gira y nos ve a los niños ya mí, y tira de pronto de las riendas y exclama: «¡Alto!»

Su caballo se levanta sobre los cuartos traseros, obligado a frenar, y la cabalgata entera se detiene y lanza juramentos quejándose de la súbita parada, pero de repente todo queda en silencio, envuelto en una nube de polvo.

Su caballo resopla y sacude la cabeza, pero el jinete se mantiene en lo alto del lomo con aspecto de estatua. Me mira a mí y yo a él; el silencio es tan intenso que alcanzo a oír un tordo en las ramas del roble que se eleva a mi lado. Lo oigo cantar. Dios mío, suena como un alegre cascabel, como la dicha hecha sonido.

Nunca he oído cantar así a un pájaro, como si transformara la felicidad en música.

Doy un paso al frente, sin soltar a mis hijos de la mano, y abro la boca para exponer mis razones, pero en este momento, en este crucial momento, me quedo sin palabras. Había ensayado mucho. Tenía preparado un breve discurso, pero ahora no tengo nada. Y es casi como si no necesitara hablar. Me limito a mirarlo y a esperar que de algún modo él lo entienda todo: el miedo que tengo al futuro, las esperanzas que abrigo para mis hijos, mi falta de dinero y la irritable compasión de mi padre —por culpa de la cual me resulta tan insoportable vivir bajo su techo—, el frío de mi cama por las noches, el anhelo de tener otro hijo, la sensación de que mi vida se ha acabado. Dios santo, sólo tengo veintisiete años, mi causa ha sido derrotada, mi marido está muerto. ¿He de convertirme en una de esas muchas viudas pobres que pasan el resto de sus días acurrucadas junto a la chimenea de otra persona intentando ser buenas huéspedes en casa ajena? ¿Es que ya nunca van a besarme otra vez? ¿Es que nunca volveré a ser dichosa? ¿Nunca jamás?

Y sin embargo el pájaro canta como si quisiera decir que el placer es fácil para aquellos que lo desean.

Hace un ademán con la mano al hombre que tiene a su lado; éste ladra una orden y los soldados sacan los caballos del camino y se refugian bajo la sombra de los árboles. En cambio el rey desciende de su gigantesca montura, suelta las riendas y se acerca a pie hacia mí. Soy una mujer alta, pero él me saca una cabeza; debe de medir más de seis pies. Mis hijos alzan el cuello para mirarlo, para ellos es un gigante. Tiene el cabello rubio, los ojos grises y un rostro bronceado, abierto, sonriente, lleno de gracia y encanto. He aquí un rey que nunca habíamos visto en Inglaterra, un rey al que el pueblo amará nada más verlo. Y sus ojos se clavan en los míos como si yo conociera un secreto que él guarda, como si nos conociéramos desde siempre, y noto que me arden las mejillas pero no puedo apartar la vista de él.

En este mundo, una mujer modesta baja la mirada y no la levanta de las zapatillas; un suplicante se agacha en una reverencia y tiende una mano implorando limosna. En cambio yo me mantengo erguida, horrorizada conmigo misma, mirándolo fijamente como una campesina ignorante, y descubro que no puedo apartar los ojos de él, de su boca sonriente, de su mirada, que me está quemando el rostro.

—¿Quién es ésta? —pregunta sin dejar de mirarme.

—Excelencia, ésta es mi madre, lady Isabel Grey —responde cortésmente mi hijo Thomas, y acto seguido se descubre la cabeza y dobla una rodilla.

Richard, que está a mi otro costado, se arrodilla también y murmura, como si no lo oyeran:

—¿Éste es el rey? ¿De verdad? ¡Es el hombre más alto que he visto en mi vida!

Yo ejecuto una profunda reverencia, pero no puedo desviar la mirada. En vez de eso, miro al soberano como una mujer miraría al hombre que adora, con ojos cálidos.

—Levantaos —me dice él. Su tono de voz es bajo, para que tan sólo lo oiga yo—. ¿Habéis venido a verme?

—Necesito vuestra ayuda —respondo. Me cuesta trabajo pronunciar. Me siento igual que si la poción de amor con que mi madre mojó el pañuelo que ondea desde mi tocado me estuviera embriagando a mi, y no a él—. No puedo obtener las tierras de mi dote, mis propiedades, ahora que he enviudado. —Se me traba la lengua al ver que él sonríe mostrando interés—. Ahora soy viuda. No tengo de qué vivir.

—¿Viuda?

—Mi esposo era sir John Grey. Murió en St Albans —explico. Es para confesar la traición y la condenación de mis hijos. El rey reconocerá el nombre del comandante de la caballería de su enemigo. Me muerdo el labio—. Su padre murió mientras cumplía con su deber, tal como lo concibió, excelencia; era leal al hombre que él consideraba el rey. Mis hijos son inocentes de todo.

—¿Os dejó estos dos hijos? —pregunta sonriendo a los niños.

—La mejor parte de mi fortuna —replico—. Éste es Richard, y éste es Thomas Grey.

Saluda a ambos con un gesto de cabeza: y ellos lo miran como si fuera una especie de caballo de buena raza, demasiado grande para tenerlo ellos en casa pero un animal digno de admiración y reverencia. Luego el monarca vuelve a mirarme a mí.

—Tengo sed —dice—. ¿Vuestro hogar se encuentra cerca de aquí?

—Para nosotros sería un honor…

Echo una ojeada a la guardia que cabalga con él. Debe de haber más de un centenar. El rey deja escapar una leve risa y toma una decisión:

—Ellos pueden seguir avanzando. ¡Hastings! —El otro se gira y espera—. Continuad hasta Grafton. Ya os alcanzaré. Smollett puede quedarse conmigo, y también Forbes. Llegaré dentro de una hora más o menos.

Sir William Hastings me mira de arriba abajo como si yo fuera una bonita tela a la venta. Yo le devuelvo una mirada dura y él se descubre y me hace una venia; a continuación saluda a su soberano y por último ordena al guardia que vuelva a montar.

—¿Adónde os dirigís? —le pregunta al monarca.

El rey niño me mira a mí.

—Vamos a la casa de mi padre, el barón de Rivers, sir Richard Woodville —contesto con orgullo, aunque sé que al rey le sonará el nombre de un caballero que gozaba del favor de la corte de los Lancaster, que luchó por ellos y que en cierta ocasión recibió una áspera reprimenda de él en persona cuando York y Lancaster estaban enfrentados. Todos nos conocemos bien los unos a los otros, pero en general se observa la cortesía de olvidar que en cierta época todos éramos leales a Enrique VI, hasta que éste se convirtió en traidor.

Sir William enarca la ceja, sorprendido por el lugar que ha escogido el rey para hacer un descanso.

—Entonces dudo que deseéis quedaros mucho tiempo —responde en tono desagradable, y reanuda la marcha. Tiembla el suelo cuando pasan todos y nos dejan envueltos en una tibia quietud mientras la nube de polvo se va asentando.

—Mi padre ha sido perdonado y se le ha restaurado el título —digo a la defensiva—. Vos mismo lo perdonasteis después de Towton.

—Me acuerdo de vuestro padre y de vuestra madre —contesta el rey en tono sosegado—. Los conozco desde que era pequeño, en los buenos tiempos y en los malos. Y me sorprende que no os presentaran a mí.

Me veo obligada a reprimir una risita. Éste es un rey famoso por sus artes de seducción. Nadie que estuviera en su sano juicio permitiría que conociera a una hija suya.

—¿Os gustaría venir por este camino? —le pregunto—. Se tarda poco en llegar andando a la casa de mi padre.

—¿Os apetece montar a caballo, muchachos? —pregunta a mis hijos. Ambos levantan la cabeza como patitos suplicantes—. Podéis subir los dos —dice el rey, y a continuación iza a Richard y a Thomas hasta la silla—. Ahora agarraos fuerte. Tú agárrate a tu hermano, y tú… Thomas, ¿verdad?, tú cógete bien fuerte al pomo.

Después se pasa la rienda por un brazo y me ofrece a mí el otro, y así echamos a andar hacia mi hogar, a través del bosque, bajo la sombra de los árboles. Noto el calor de su brazo a través de la tela de su manga. Tengo que frenarme para no inclinarme hacia él. Miro al frente, en dirección a la casa y la ventana de mi madre, y veo, por el leve movimiento que se aprecia tras los cristales divididos por parteluces, que ha estado asomada y deseando que sucediera precisamente esto.

Al aproximarnos descubro que está junto a la puerta de entrada, acompañada por el criado de la casa. Hace una profunda reverencia para recibirnos.

—Excelencia —dice encantada, como si el rey acudiera a visitarla todos los días—, sois muy bienvenido a Grafton Manor.

Un mozo de cuadras llega corriendo y se hace cargo de las riendas del caballo para llevarlo a los establos. Mi hijo permanece unos instantes más subido a la silla, mientras mi madre se hace a un lado e indica al rey que pase al salón.

—¿Os apetece un vaso de cerveza ligera? —le ofrece—. También tenemos un vino muy bueno de mis primos de Borgoña.

—Tomaré la cerveza, si os place —responde él en tono afable—. Montar a caballo da mucha sed. Hace calor, para estar en primavera. Os doy los buenos días, lady Rivers.

Sobre la alta mesa del gran salón han colocado la mejor cristalería y una jarra de cerveza, además del vino.

—¿Esperáis compañía? —inquiere el rey.

Mi madre le sonríe.

—No existe hombre en el mundo capaz de pasar de largo sin ver a mi hija —replica ella—. Cuando me dijo que deseaba llevar su petición ante vos, di orden de que trajeran la mejor cerveza que tenemos. Sabía que desearíais hacer un alto aquí.

Él ríe, divertido por esa muestra de orgullo, y luego se vuelve y me sonríe a mí.

—En efecto, habría que ser ciego para pasar de largo sin veros —me dice.

Yo estoy a punto de hacer un pequeño comentario, pero entonces sucede otra vez: nuestras miradas se cruzan entre sí y ya no se me ocurre nada que decirle. Nos quedamos tal como estamos, contemplándonos el uno al otro durante largos instantes, hasta que mi madre le tiende un vaso y le dice en voz baja:

—A vuestra salud, excelencia.

Él sacude la cabeza como si despertara.

—Y ¿se encuentra aquí vuestro padre? —pregunta.

—Sir Richard ha ido a ver a nuestros vecinos —explico—. Esperamos tenerlo de vuelta para la cena.

Mi madre coge una copa limpia y la levanta hacia la luz como si tuviera algún defecto.

—Disculpadme —dice, y se va. El rey y yo nos quedamos solos en el gran salón, con el sol penetrando por el amplio ventanal que hay detrás de la mesa y la casa en silencio; parecería que todo el mundo estuviera conteniendo la respiración y escuchando.

Va hasta el otro lado de la mesa y toma asiento en el sillón del amo.

—Por favor, sentaos —me dice indicando con una seña el sillón que tiene a su lado. Yo me siento como si fuera su reina, a su derecha, y permito que me sirva un vaso de cerveza—. Pienso estudiar vuestra reclamación de tierras —afirma—. ¿Deseáis tener una casa independiente? ¿Es que no sois feliz viviendo con vuestros padres?

—Son buenos conmigo —respondo—, pero estoy acostumbrada a tener una familia propia y a administrar mis tierras. Y mis hijos no tendrán nada si no puedo reclamar las tierras de su padre. Es la herencia que les pertenece. Debo defender a mis vástagos.

—Han sido malos tiempos —comenta él—. Pero si logro conservar el trono, me encargaré de que vuelvan a estar en vigor las leyes del reino de una costa de Inglaterra a la otra, y vuestros hijos crecerán sin miedo a la guerra.

Yo asiento con la cabeza.

—¿Sois leal al rey Enrique? —me pregunta—. ¿Seguís a vuestra familia como miembros leales de la casa Lancaster?

Nuestra historia no se puede negar. Sé que hubo una furiosa contienda en Calais entre este rey, que por aquel entonces no era más que un hijo joven de la casa de York, y mi padre, que a la sazón era uno de los grandes lores de los Lancaster. Mi madre fue la primera dama de la corte de Margarita de Anjou; debió de conocer y tratar con condescendencia al joven hijo de York una docena de veces. Pero ¿quién habría imaginado entonces que el mundo podía volverse patas arriba y que la hija del barón de Rivers iba a tener que rogar a aquel mismo muchacho que le fueran restituidas sus propias tierras?

—Mi madre y mi padre gozaban de una alta posición en la corte del rey Enrique, pero actualmente mi familia y yo aceptamos vuestro gobierno —me apresuro a decir.

Él sonríe.

—Muy sensato por vuestra parte, dado que he ganado yo —contesta—. Acepto vuestro homenaje.

Dejo escapar una risita y al momento se le ablanda el semblante.

—Pronto terminará, Dios lo quiera —dice—. Enrique no posee nada más que un puñado de castillos en el norte del país, un territorio sin ley. Puede reclutar una partida de bandidos como cualquier proscrito, pero no puede reunir un ejército decente. Y su reina no puede continuar indefinidamente trayendo enemigos al país para que combatan contra su propio pueblo. Los que luchen por mí serán recompensados, pero incluso los que han lidiado contra mí verán que soy justo en la victoria. Además extenderé mi dominio incluso hasta el norte de Inglaterra, hasta sus fortalezas, hasta la frontera misma con Escocia.

—¿Os dirigís ahora hacia el norte? —le pregunto. Bebo un sorbo de cerveza. Es la mejor que hace mi madre, pero tiene un regusto fuerte; le habrá añadido unas gotas de alguna tintura, un filtro de amor, algo que haga crecer el deseo. Pero no necesito nada, ya estoy sin aliento.

—Necesitamos que haya paz —dice el rey—. Paz con Francia, paz con los escoceses y paz entre un hermano y otro, entre un primo y otro. Enrique ha de rendirse; su esposa tiene que dejar de traer tropas francesas para que batallen contra los ingleses. No debemos dividirnos más, York contra Lancaster. Debemos ser todos ingleses. No hay nada que enferme más a un país que la lucha interna de su pueblo. Destruye familias, nos mata a diario. Esto tiene que acabar, y yo pienso ponerle fin. Este mismo año.

Siento el miedo enfermizo que llevan experimentando las gentes de este país desde hace casi una década.

—¿Ha de haber otra batalla?

Él sonríe.

—Procuraré que no se acerque a vuestra puerta, mi señora. Pero ha de librarse, y a no tardar. Perdoné al duque de Somerset y le entregué mi amistad, y ahora ha huido una vez más con Enrique. Es un Lancaster traidor, desleal como todos los Beaufort. Los Percy están sublevando al norte contra mí. Odian a los Neville, y los Neville son mis mayores aliados. Ahora es como un baile: los bailarines están en el sitio que les corresponde y tienen que ejecutar los pasos a que están obligados. Tendrán una batalla, no se puede evitar.

—¿Va a venir hacia aquí el ejército de la reina? —Aunque mi madre la amaba y era la primera de sus damas, he de decir que su armada constituye un contingente que inspira auténtico terror. Mercenarios a los que no les importa nada el país; franceses que nos odian; y los salvajes del norte de Inglaterra, que consideran que nuestros fértiles campos y nuestras prósperas ciudades tan sólo sirven para ser saqueados. La vez anterior, trajo a los escoceses tras haber pactado con ellos que todo cuanto robasen se lo podrían quedar en concepto de sueldo. Bien podría haber contratado lobos.

—Yo lo detendré —replica el rey con sencillez—. Me enfrentaré a él en el norte de Inglaterra y lo derrotaré.

—¿Cómo podéis estar tan seguro? —pregunto.

El rey me lanza una sonrisa que me deja sin respiración.

—Porque jamás he perdido una batalla —responde sin más—. Y jamás la perderé. En el campo soy rápido y poseo destreza; soy valiente y tengo suerte. Mi ejército se mueve más de prisa que ningún otro, yo lo obligo a marchar con rapidez y traslado a mis hombres con todas las armas. Me adelanto a las tácticas y los movimientos de mi enemigo. No pierdo contiendas. Tengo tanta suerte en la guerra como la que tengo en el amor. Nunca he perdido en un terreno ni en el otro. No pienso perder contra Margarita de Anjou, pienso ganar.

Yo lanzo una carcajada al ver tanta seguridad en sí mismo, como si no me impresionase, pero lo cierto es que me tiene deslumbrada.

Se termina el vaso de cerveza y se pone en pie.

—Gracias por vuestra amabilidad —me dice.

—¿Os marcháis? ¿Os marcháis ya? —tartamudeo.

—¿Me informaréis por escrito de los detalles de vuestra reclamación?

—Sí, pero…

—¿Con nombres, fechas y demás? ¿Las tierras que decís que os pertenecen y los detalles de vuestra condición de propietaria de las mismas?

Casi lo agarro de la manga para que se quede conmigo, como un mendigo.

—Así lo haré, pero…

—En ese caso me despido de vos.

No hay nada que pueda hacer para impedírselo, a no ser que a mi madre se le haya ocurrido dejarle cojo el caballo.

—Sí, excelencia, y gracias. Pero podéis quedaros si lo deseáis. No tardaremos en cenar… o bien…

—No, he de irme. Mi amigo William Hastings estará esperándome.

—Por supuesto, por supuesto. No quiero entreteneros…

Lo acompaño hasta la puerta. Me angustia que se marche tan bruscamente, y sin embargo no se me ocurre nada que lo incite a quedarse. Al llegar al umbral se da la vuelta y me toma la mano; inclina su rubia cabeza y, con un gesto delicioso, la vuelve, deposita un beso en la palma y me cierra los dedos como para mantenerlo a salvo. En su sonrisa veo que sabe perfectamente bien que con ese gesto me ha derretido y que voy a seguir con el puño cerrado hasta que me vaya a dormir, momento en que podré llevármelo a la boca.

Él observa mi expresión de embeleso, mi mano que se extiende, en contra de mi voluntad, para tocarle la manga. Y entonces se ablanda.

—Mañana os traeré, yo mismo, el documento que debéis preparar —me dice—. Naturalmente. ¿Habíais imaginado otra cosa? ¿Cómo habéis podido? ¿Pensabais que iba a ser capaz de dejaros así y no regresar? Por supuesto que voy a volver. Mañana al mediodía. ¿Os veré entonces?

Seguro que se ha dado cuenta de mi exclamación ahogada. Mi rostro ha recuperado el color, hasta el punto de que me arden las mejillas.

—Sí —balbuceo—, m… mañana.

—Al mediodía. Y además me quedaré a cenar, si me lo permitís.

—Será un honor para nosotros.

Se despide con una inclinación de cabeza y se aleja por el salón, en dirección a las dobles puertas, abiertas de par en par, para salir a la luz del sol. Yo me llevo las manos a la espalda y me agarro a la gran hoja de madera, en busca de apoyo. Ciertamente, siento las rodillas demasiado débiles para que aguanten mi peso.

—¿Se ha ido? —pregunta mi madre apareciendo sin hacer ruido por la puerta lateral.

—Va a regresar mañana —respondo—. Va a volver mañana. Va a volver mañana a verme.

Cuando el sol ya se está poniendo y mis hijos están rezando sus oraciones de antes de dormir —arrodillados al pie de sus literas, con sus cabecitas rubias y las manos juntas—, mi madre sale por la puerta principal de la casa y toma el tortuoso camino que desciende hasta el puente, un par de tablones de madera, que cruza el río Tove. Lo atraviesa rozando las ramas de los árboles con su tocado cónico y me hace una seña para que la siga. Ya en la otra orilla, apoya la mano en un gigantesco fresno y me percato de que alrededor de la corteza áspera del árbol hay un oscuro hilo de seda atado.

—¿Qué es esto?

—Ve recogiéndolo —es todo cuanto me dice.

Toco el hilo con la mano y tiro suavemente de él. Cede con facilidad; tiene algo ligero y pequeño anudado en el otro extremo.

Ni siquiera alcanzo a ver qué puede ser, porque la hebra se extiende sobre el río y se mete entre los juncos de la otra orilla, en el agua profunda.

—Es magia —digo sin más.

Mi padre ha desterrado estas prácticas de su casa, están prohibidas por las leyes del reino. Que a una mujer la declaren bruja acarrea pena de muerte, muerte por ahogamiento en el barril de agua o por estrangulamiento a manos del herrero en el cruce de caminos de la aldea. Hoy en día, en Inglaterra, a las mujeres como mi madre no se les permite practicar esas habilidades; son personas prohibidas.

—Magia —concuerda ella sin inmutarse—. Una magia poderosa, para una buena causa. Merece la pena correr el riesgo. Ven aquí todos los días y tira del hilo, un poco cada vez.

—¿Y qué ocurrirá? —le pregunto—. ¿Qué hay al final de este sedal de pescar vuestro? ¿Qué pez terminaré capturando?

Ella me sonríe y me acaricia la mejilla con la mano.

—El que desea tu corazón —me contesta con suavidad—. No te crié para que fueras una viuda pobre.

Seguidamente da media vuelta y cruza otra vez el puente; yo tiro del hilo tal como me ha dicho. Lo recojo doce pulgadas, vuelvo a atarlo al árbol y me voy detrás de mi madre.

—¿Y para qué me criasteis, entonces? —le pregunto mientras las dos regresamos juntas hacia la casa—. ¿Qué he de ser, según vuestros planes, en un mundo que está en guerra y en el que, a pesar de vuestra clarividencia y vuestra magia, según parece estamos atrapados en el lado de los perdedores?

Está saliendo la luna nueva, una estrecha hoz de color blanco. Sin pronunciar una palabra, ambas le lanzamos un deseo; luego hacemos una breve reverencia y en ese momento se oye el tintineo de las monedas que llevamos en los bolsillos.

—Te crié para que fueras lo máximo posible —me responde mi madre con sencillez—. Entonces no sabía exactamente el qué, ni tampoco lo sé ahora. Pero no te crie para que fueras una mujer sola que echa en falta a su esposo y tiene que luchar por la seguridad de sus hijos; una mujer sola en una cama fría que desperdicia su belleza en unas tierras vacías.

—Pues amén —contesto con la mirada fija en la delgada franja de la luna—. Amén a eso. Y ojalá la luna nueva me traiga algo mejor.

Al día siguiente, a mediodía, me encuentro sentada en mi cámara privada, con un vestido corriente, cuando de pronto entra la muchacha toda apresurada para avisarme de que el rey viene a caballo por el camino que conduce a esta casa. No me doy permiso para precipitarme hacia la ventana a buscarlo con la mirada, no me doy permiso para ir corriendo a verme en el espejo de plata que tiene mi madre en su habitación, sino que dejo la labor de costura y bajo la gran escalinata de madera para que, cuando se abra la puerta y el rey entre por ella, me encuentre descendiendo con actitud serena, como si me hubieran sacado de mis ocupaciones domésticas para que acuda a recibir a un invitado que ha llegado por sorpresa.

Voy hasta él con una sonrisa y él me saluda con un cortés beso en la mejilla; percibo la tibieza de su piel y veo, con los ojos entrecerrados, la suavidad del vello que se le riza en la nuca. Su cabello desprende un leve aroma a especias y la piel del cuello le huele a limpio. Cuando fija la mirada en mí, advierto una expresión de deseo. Me suelta la mano lentamente y yo me aparto de él de mala gana. Me giro y ejecuto una reverencia cuando mi padre y mis dos hermanos mayores, Anthony y John, se adelantan para hacer la venia al rey.

Durante la cena la conversación es poco natural, como debe ser. Mi familia muestra deferencia a este nuevo rey de Inglaterra, pero es innegable que hemos entregado nuestra vida y nuestra fortuna batallando contra él, y mi esposo no fue el único de nuestra familia y de nuestra parentela que no regresó a casa. Pero así es como han de ser las cosas en una guerra que ellos han denominado «guerra entre primos», dado que en ella luchan hermano contra hermano, y los hijos de uno y otro los siguen después a la muerte. Mi padre ha sido perdonado, mis hermanos también, y ahora el vencedor parte el pan con ellos como para olvidar que los aplastó en Calais, como para olvidar que mi padre dio media vuelta y huyó de su ejército a través de la nieve manchada de sangre de Towton.

El rey Eduardo es de trato afable. Se muestra encantador con mi madre y divertido con mis hermanos Anthony y John, y más tarde también con Richard, Edward y Lionel, que se suman a nosotros. Tres de mis hermanas pequeñas están en casa y cenan en silencio, con los ojos llenos de admiración pero demasiado asustadas para decir una palabra. Elizabeth, la esposa de Anthony, permanece sentada junto a mi madre, elegante y silenciosa. El rey es cumplidor con mi padre y le pregunta por la caza y por las tierras, por el precio del trigo y la continuidad de los trabajadores contratados. Para cuando se sirven la fruta en conserva y los dulces, ya está conversando como si fuera un amigo de la familia, y yo puedo reclinarme en mi asiento y observarlo.

—Bien, hablemos ahora de negocios —le dice a mi padre—. Lady Isabel me dice que ha perdido las tierras que le legó su marido.

Mi padre asiente.

—Lamento molestaros con ese asunto, pero hemos intentado razonar con lady Ferrers y lord Warwick sin resultado alguno. Esas tierras quedaron confiscadas después… —se aclara la garganta— después de St Albans, ya comprendéis. Allí murió su esposo.

Y ahora no consigue que se le devuelvan las tierras que le dejó él en viudedad. Aunque vos consideréis traidor a su esposo, ella personalmente es inocente, y al menos debería tener los bienes que le corresponden como viuda.

El rey se gira hacia mí.

—¿Habéis puesto por escrito vuestra titularidad y reclamación de dichas propiedades?

—Sí —respondo. Le entrego el papel y él le echa una ojeada.

—Voy a hablar con sir William Hastings y a pedirle que se ocupe de zanjar este asunto —dice sin más—. Él será vuestro defensor.

Al parecer, es así de fácil. De un solo plumazo, seré liberada de la pobreza y volveré a tener una tierra que será mía; mis hijos dispondrán de una herencia y yo dejaré de suponer una carga para mi familia. Si alguien me pide en matrimonio, podré aportar propiedades. Ya no seré objeto de la caridad de nadie. No tendré que mostrarme agradecida por recibir una propuesta. No tendré que dar las gracias a ningún hombre porque se case conmigo.

—Sois muy bondadoso, sire —dice mi padre en tono relajado, y después me hace un gesto a mí con la cabeza.

Yo, obediente, me levanto del asiento y ejecuto una reverencia profunda.

—Os estoy agradecida —digo—. Esto lo es todo para mí.

—Seré un rey justo —replica él, mirando a mi padre—. No quiero que ningún inglés sufra porque yo suba al trono.

Mi padre hace un esfuerzo visible por abstenerse de replicar que varios de nosotros ya hemos sufrido.

—¿Más vino? —lo interrumpe mi madre rápidamente—. ¿Excelencia? ¿Esposo?

—No, he de irme —dice el rey—. Estamos reuniendo tropas por todo Northamptonshire y equipándolas. —Retira su silla, y todos los demás (mi padre y mis hermanos, mi madre, mis hermanas y yo) nos inclinamos hacia delante como marionetas para incorporarnos al tiempo que se levanta él—. Lady Isabel, ¿querríais enseñarme el jardín antes de que me vaya?

—Será un honor —contesto.

Mi padre abre la boca para ofrecerse a acompañarnos, pero mi madre se apresura a decir:

—Sí, ve, Isabel.

Y los dos nos vamos de la habitación sin llevar ningún acompañante.

Cuando salimos de la oscuridad de la casa nos encontramos con un aire cálido como el del verano. El rey me ofrece su brazo y bajamos los escalones que conducen al jardín agarrados y en silencio. Enfilo el sendero que rodea el diminuto recinto y comenzamos a pasear sin prisas, observando los setos podados y las piedras pulidas y blancas; pero yo no veo nada. El rey guarda mi mano un poco más dentro de su brazo y yo noto el calor que despide su cuerpo. La lavanda ya casi está en flor y percibo su aroma, dulce como el azahar, penetrante como los limones.

—Sólo tengo un ratito muy breve —me dice—. Somerset y Percy están armándose contra mí. El propio Enrique saldrá de su castillo y se pondrá al frente de su ejército si está en sus cabales y es capaz de comandarlo. Pobre diablo, me dicen que actualmente está en su sano juicio, pero que en cualquier momento podría perder la razón. La reina debe de estar planeando desembarcar un ejército de franceses que acudan en su ayuda, y vamos a tener que enfrentarnos al poder de Francia en suelo inglés.

—Rezaré por vos —le digo.

—La muerte nos acecha a todos —replica él en tono serio—. Pero es la compañera constante de un monarca que ha conseguido la corona en el campo de batalla y que ahora tiene que salir a luchar de nuevo.

Se detiene unos instantes y yo me detengo con él. Reina un profundo silencio, a excepción del gorjeo de un pájaro. El semblante del rey es grave.

—¿Me permitís que esta noche envíe un paje a recogeros? —me pregunta en voz queda—. Siento hacia vos un anhelo, lady Isabel Grey, que no he sentido jamás por ninguna otra mujer. ¿Querréis venir a mí? No os lo pido como soberano, ni siquiera como soldado que podría morir en la batalla, sino como se lo pediría un simple hombre a la mujer más hermosa que ha visto jamás. Venid a mí, os lo ruego, venid a mí. Podría ser mi último deseo. ¿Querréis venir a mí esta noche?

Yo sacudo la cabeza en un gesto negativo.

—Perdonadme, excelencia, pero soy una mujer honrada.

—Puede que no vuelva a pedíroslo nunca más. Dios es testigo de que tal vez no se lo vuelva a pedir a ninguna mujer. No puede haber deshonra en esto. Podría morir la semana próxima.

—Aun así.

—¿Es que no os sentís sola? —me pregunta. Sus labios casi me rozan la frente de tan cerca que está de mí, noto el calor de su aliento en la mejilla—. ¿Y no sentís nada por mí? ¿Podéis decir que no me deseáis? ¿Sólo una vez? ¿No me deseáis en este momento?

Con toda la lentitud de que soy capaz, levanto los ojos hacia su rostro. Mi mirada se detiene un instante en su boca y después continúa hacia arriba.

—Santo Dios, habéis de ser mía —jadea.

—No puedo ser vuestra amante —replico con sencillez—. Antes prefiero la muerte que deshonrar mi apellido. No puedo traer esa vergüenza a mi familia. —Callo unos instantes. No quisiera desanimarlo en exceso—. Sea cual sea el deseo que alberga mi corazón —termino en voz muy baja.

—¿Pero me deseáis? —insiste él igual que un adolescente; yo permito que vea la expresión cálida que me inunda el rostro.

—Ah —le digo—, no puedo deciros…

El rey aguarda.

—No puedo deciros hasta qué punto.

Advierto, aunque él se apresura a disimularlo, el brillo del triunfo. Cree que voy a ser suya.

—¿Entonces vendréis?

—No.

—En ese caso, ¿he de marcharme? ¿Debo dejaros? ¿No puedo…? —Inclina su rostro hacia mí y yo levanto el mío. Su beso es tan suave como el roce de una pluma en mi boca. Mis labios se abren ligeramente y lo siento temblar igual que un caballo sujeto por una rienda demasiado corta—. Lady Isabel… Os lo juro… Tengo que…

Yo doy un paso atrás en este delicioso baile.

—Ojalá… —digo.

—Volveré mañana —dice él bruscamente—. Por la noche. Cuando se ponga el sol. ¿Querréis reuniros conmigo en el lugar en que os vi por primera vez, bajo el roble? ¿Querréis reuniros allí conmigo? Os diría adiós antes de partir hacia el norte. Tengo que veros de nuevo, lady Isabel. Aunque sólo sea eso. Tengo que veros.

Yo asiento sin decir nada y lo contemplo mientras él da media vuelta y regresa a la casa. Lo veo dirigirse hacia el establo y momentos después su caballo sale al galope y vuelve a tomar el camino acompañado por sus dos pajes, que espolean a sus monturas en el esfuerzo por alcanzarlo. Lo sigo con la mirada hasta que lo pierdo de vista y después cruzo el pequeño puentecillo que atraviesa el río y busco el hilo atado al fresno. Con expresión pensativa, recojo el sedal otro trecho más y vuelvo a atarlo.

Y después regreso a mi casa.

En la cena del día siguiente se celebra una especie de conferencia familiar. El rey ha enviado una carta en la que dice que su amigo sir William Hastings va a defender en Bradgate la reclamación que he presentado respecto de mi casa y mis tierras, y que puedo tener la seguridad de que se me restituirá mi fortuna. Mi padre está complacido; pero todos mis hermanos varones, Anthony, John, Richard, Edward y Lionel, que muestran el vigilante orgullo típico de los jóvenes, sospechan de forma unánime del rey.

—Es de sobra conocido que es un mujeriego. Le exigirá que se acueste con él. Seguro que la llama a la corte —declara John.

—No va a devolverle las tierras por caridad, querrá algo a cambio —coincide Richard—. No hay una sola mujer en la corte que no se haya llevado a la cama. ¿Por qué no iba a probar ahora con Isabel?

—Un miembro de la casa de Lancaster —dice Edward como si eso bastase para firmar nuestra enemistad, y Lionel asiente sabiamente.

—Un hombre difícil de rechazar —reflexiona Anthony, que es mucho más mundano que John; ha viajado por toda la cristiandad y ha estudiado con grandes pensadores, así que mis padres siempre escuchan sus opiniones—. Yo diría, Isabel, que cabría la posibilidad de que te sintieras en un compromiso. Temo que puedas considerar que estás en deuda con él.

Yo me encojo de hombros.

—En absoluto. No tengo nada más que lo que era mío. Solicité justicia al rey y eso es lo que he recibido, lo que recibiría cualquier suplicante que tuviera el derecho de su parte.

—De todas formas, si envía a buscarte, no debes acudir a la corte —me dice mi padre—. Se trata de un hombre que ha conseguido meterse entre las piernas de la mitad de las viudas de Londres y que ahora está haciendo lo mismo con las de Lancaster. No es un hombre santo como el bendito rey Enrique.

Ni de cabeza blanda como el bendito rey Enrique, me digo yo, pero en voz alta contesto:

—Por supuesto, padre, se hará como ordenéis.

Él me mira con fijeza, suspicaz ante mi disposición a obedecer.

—¿No consideras que le debes un favor? ¿Sonreírle? ¿O algo peor?

Yo me encojo de hombros.

—Le he pedido que haga justicia, no un favor —replico—. Yo no soy un criado cuyos servicios se puedan comprar ni un campesino que pueda jurar vasallaje. Yo soy una dama de buena familia, tengo mis lealtades y mis obligaciones, que respeto y honro. Y ésas no le pertenecen a él. No están a disposición de cualquier hombre que las requiera.

Mi madre baja la cabeza para disimular la sonrisa. Ella es hija de Borgoña, descendiente de Melusina, la diosa del agua. Jamás en su vida se ha considerado obligada a hacer nada; y jamás pensaría que su hija está obligada a hacer nada.

Mi padre la mira primero a ella y después a mí y se encoge de hombros como si se hubiera rendido a la inveterada independencia de las mujeres voluntariosas. Después hace un gesto con la cabeza a mi hermano John y dice:

—Voy a ir a la aldea de Old Stratford. ¿Quieres acompañarme? —Y los dos salen juntos.

—¿Tú quieres ir a la corte? ¿Admiras al rey, a pesar de todo? —me pregunta Anthony cuando mis demás hermanos varones se van de la habitación.

—Es el rey de Inglaterra —respondo—. Naturalmente que iré si me invita. ¿Por qué no habría de ir?

—Tal vez porque padre acaba de decir que no debes ir y porque yo te he aconsejado lo mismo.

Me encojo de hombros.

—Ya os he oído.

—¿Qué otro recurso posee una pobre viuda para abrirse camino en este mundo tan malvado? —bromea.

—En efecto.

—Serías una idiota si te vendieras barata —me advierte.

Yo lo miro con gesto sagaz.

—No tengo la menor intención de venderme —le digo—. No soy un trozo de tela. No soy una pata de jamón. No estoy en venta para nadie.

Al ponerse el sol estoy aguardándolo debajo del roble, oculta entre el verdor. Siento alivio al oír los cascos de un único caballo por el camino. Si hubiera venido acompañado de un guardia, yo me habría escabullido y habría regresado a casa temiendo por mi seguridad. Por muy tierno que se mostrara en los confines del jardín de mi padre, no se me olvida que es el rey autoproclamado del ejército de York y que ellos violan a las mujeres y asesinan a sus maridos por rutina. Eduardo se habrá endurecido viendo cosas que nadie debería presenciar; él mismo habrá hecho cosas que constituyen el peor de los pecados. No puedo fiarme de él. Por más vuelcos que me dé el corazón al ver su sonrisa y por más sincera que me parezca su mirada, por más que lo considere un muchacho impulsado hacia la grandeza por su propia ambición, no puedo fiarme de él. No vivimos en los tiempos de la caballería; no son los tiempos en los que había caballeros en los bosques oscuros, y bellas damiselas en fuentes iluminadas por la luna, y promesas de amor que se convertían en baladas y se cantaban eternamente.

En cambio, el rey parece un caballero en un bosque oscuro cuando detiene su montura y se apea de ella con un ágil movimiento.

—¡Habéis venido! —exclama.

—No puedo quedarme mucho tiempo.

—Me alegra mucho que hayáis acudido, al menos. —Se ríe de sí mismo, maravillado casi—. Hoy he actuado como un muchacho todo el día, anoche no pude dormir pensando en vos, y he estado la jornada entera pensando si asistiríais a la cita, ¡y aquí estáis!

Ata las riendas de su caballo a la rama de un árbol y desliza una mano alrededor de mi cintura.

—Mi dulce dama —me dice al oído—, sed amable conmigo. ¿Por qué no os quitáis el tocado y os dejáis el cabello suelto?

Es lo último que pensé que iba a pedirme y me he quedado tan atónita que consiento al instante. Al momento muevo la mano hacia las cintas de mi tocado.

—Ya sé, ya sé. Creo que me estáis volviendo loco. Lo único en que he podido pensar durante todo el día ha sido en si os soltaríais el cabello por mí.

A modo de respuesta, desanudo los lazos que sujetan mi tocado cónico y lo retiro. Lo dejo con cuidado en el suelo y me vuelvo hacia el rey. A continuación, con la delicadeza de una dama de compañía, él acerca una mano a mi cabeza y retira las horquillas de marfil; se las va guardando de una en una en el bolsillo del jubón. Siento el beso sedoso de mi tupida cabellera cayendo en cascada sobre mi rostro. Sacudo la cabeza y la echo hacia atrás como si fuera la gruesa melena dorada de un león, y oigo al rey gemir de deseo.

Él se desprende de la capa y la extiende sobre el suelo, a mis pies.

—¡Sentaos conmigo! —me ordena, aunque en realidad quiere decir: «Yaced conmigo» y los dos lo sabemos.

Tomo asiento con cautela en el borde de su capa, con las rodillas levantadas y rodeadas con los brazos y mi hermoso vestido de seda esparcido a mi alrededor. Él me acaricia el pelo suelto hundiendo los dedos en él poco a poco, cada vez más, hasta que acaba tocándome el cuello, y entonces me gira la cabeza hacia él para besarme.

Se inclina suavemente sobre mí, hasta que termino estando debajo de su cuerpo. Entonces, al sentir su mano tirando de mi vestido, levantándolo, apoyo ambas manos en su pecho y lo aparto con suavidad.

—Isabel —jadea él.

—Ya os dije que no —digo con firmeza—. Y lo dije en serio.

—¡Pero habéis acudido a la cita!

—Vos me lo pedisteis. ¿Debo irme?

—¡No! ¡Quedaos! ¡Quedaos! No huyáis, os juro que no… Sólo permitidme besaros de nuevo.

Mi propio corazón está palpitando con tanta fuerza y estoy tan deseosa de sentir sus caricias, que empiezo a pensar que podría yacer con él una sola vez, que podría permitirme ese placer una sola vez… pero me zafo de él diciendo:

—No, no, no.

—Sí —insiste él con más energía—. No sufriréis daño alguno, os lo juro. Vendréis a la corte. Todo lo que me pidáis. Por Dios santo, Isabel, permitid que os tome, os deseo con desesperación. Desde el momento en que os vi aquí…

Siento su peso sobre mí, me está aprisionando contra el suelo. Giro la cabeza, pero tengo su boca en el cuello, en el seno; estoy jadeando de deseo y de repente me invade, de forma inesperada, un súbito sentimiento de rabia al darme cuenta de que ya no me está abrazando, sino que me está forzando, aprisionando, como si yo fuera una mujerzuela detrás de una pila de heno. Está alzándome el vestido como si yo fuera una ramera; está metiendo la rodilla entre mis piernas como si yo hubiera dado mi consentimiento, y la furia me vuelve tan fuerte que lo empujo de nuevo y a continuación palpo la empuñadura de la daga que lleva sujeta al cinto.

Me ha levantado el vestido y ya está intentando quitarse el jubón y las calzas; dentro de un momento será demasiado tarde para quejas, de modo que saco la daga de la funda. Nada más oír el roce del metal, retrocede sobresaltado y se incorpora sobre las rodillas, momento que yo aprovecho para escabullirme y ponerme en pie de un salto, con la daga desenvainada, reluciendo peligrosa bajo los últimos rayos del sol.

Él se levanta al instante, tambaleante y alerta, como un guerrero.

—¿Sacáis una hoja contra vuestro rey? —escupe—. ¿Sabéis que con ello cometéis traición, mi señora?

—Saco una hoja contra mí misma —me apresuro a decir. Me pongo la daga en la garganta y veo que él entorna los ojos—. Os juro que si dais un paso más, si os acercáis una pulgada más, me corto el cuello delante de vos y me dejo morir desangrada aquí mismo, en el suelo, donde me habríais deshonrado.

—¡Estáis fingiendo!

—No. Para mí esto no es un juego, excelencia. No puedo ser vuestra amante. Primero acudí a vos solicitando justicia, y esta tarde he venido por amor; soy una necia por haberlo hecho y os pido perdón por mi desvarío. Pero yo tampoco puedo dormir, yo tampoco soy capaz de pensar en nada que no seáis vos, y también he pasado el día preguntándome si vendríais. Pero aun así… aun así, no deberíais…

—Podría quitaros esa daga en un momento —me amenaza.

—Olvidáis que tengo cinco hermanos. Llevo jugando con dagas y espadas desde que era pequeña. Me cortaré la garganta antes de que podáis ponerme una mano encima.

—No seréis capaz. Sois una mujer y no tenéis más valor que el que tienen las mujeres.

—Ponedme a prueba. Ponedme a prueba. No sabéis cuál es el valor que tengo. Quizá lamentéis lo que suceda.

El rey titubea durante un segundo, también con el corazón retumbando con una mezcla de rabia y deseo, hasta que por fin se domina, levanta las manos en ademán de rendición y da un paso atrás.

—Vos ganáis —dice—. Vos ganáis, mi señora. Y podéis quedaros esa daga a modo de botín de guerra. Tomad… —abre la hebilla de la funda y la arroja al suelo—, coged también la maldita vaina, ya que vamos a eso.

Las piedras preciosas y el oro esmaltado refulgen a la luz del crepúsculo. Sin apartar los ojos del rey, me agacho y recojo la funda.

—Os acompañaré hasta vuestra casa —me dice—. Me encargaré de dejaros sana y salva en la puerta.

Pero yo niego con la cabeza.

—No. No pueden verme con vos. Nadie ha de saber que nos hemos visto en secreto. Sería una vergüenza para mí.

Por un momento pienso que él va a discutir, pero en cambio asiente.

—Adelantaos, pues —propone—, y yo os seguiré como un paje, como vuestro sirviente, hasta veros entrar a salvo en vuestro hogar. Podéis regodearos en vuestro triunfo llevándome detrás igual que un perrillo. Ya que me tratáis como a un necio, os serviré como tal; y podréis regocijaros con ello.

No hay nada que decir en contra de su enfado, de manera que hago un gesto de asentimiento y echo a andar por delante de él, como ha indicado. Caminamos en silencio. Oigo el roce de su capa a mi espalda. Cuando llegamos a la linde del bosque y ya se nos puede ver desde la casa, me detengo y me giro hacia él.

—A partir de aquí ya estaré a salvo —le digo—. He de rogaros que me perdonéis por mi fatuo proceder.

—Y yo he de rogaros que me perdonéis por haber hecho uso de la fuerza —contesta él en tono formal—. Tal vez estoy demasiado acostumbrado a obtener todo lo que deseo. Pero he de decir que jamás he sido rechazado a punta de cuchillo. Y de un cuchillo mío, además.

Yo me vuelvo y le ofrezco la daga por la empuñadura.

—¿Queréis recuperarlo, excelencia?

Él hace un gesto negativo.

—Conservadlo para que os recuerde a mí. Será lo único que os obsequie. Un regalo de despedida.

—¿Es que no voy a veros más?

—Nunca —contesta él con sencillez; y tras una breve reverencia emprende el regreso.

—¡Excelencia! —lo llamo, y él se vuelve y se detiene.

—No deseo separarme de vos con malos sentimientos —digo débilmente—. Espero que podáis perdonarme.

—Me habéis dejado en ridículo —replica él en tono glacial—. Podéis felicitaros por ser la primera mujer que ha hecho tal cosa. Pero seréis la última. Y jamás volveréis a hacerlo.

Ejecuto una profunda reverencia y antes de incorporarme lo oigo darse media vuelta y rozar con su capa los arbustos que crecen a un lado y al otro del camino. Espero hasta dejar de oírlo del todo y finalmente me levanto y me encamino hacia mi casa.

Hay una parte de mí, como mujer joven que soy, que desea echar a correr hacia esa casa, refugiarse en la cama y romper a llorar hasta quedarme dormida. Pero no hago tal cosa. Yo no soy una de mis hermanas, que ríen con facilidad y lloran con facilidad. Ellas son muchachas a las que les ocurren cosas y se resienten dolorosamente. En cambio yo me conduzco mejor que una joven tonta. Yo soy hija de una diosa del agua. Soy una mujer que lleva agua en las venas y autoridad en su pedigrí. Soy una mujer que hace que ocurran las cosas y todavía no he sido derrotada. No me ha derrotado un niño que luce una corona recién adquirida; y ningún hombre se irá jamás de mí con la certeza de que no va a volver.

De modo que todavía no entro en casa. Tomo el sendero que lleva al puentecillo del río y me dirijo al fresno a cuyo tronco está atado el hilo de mi madre. Le doy una vuelta más al sedal y lo anudo con fuerza; sólo entonces regreso a casa, pensativa, bajo la tenue luz de la luna.

Espero. Todas las noches, durante veintidós días, voy hasta el río y recojo un trozo de hilo, igual que un pescador armado de paciencia. En una de esas ocasiones noto que se traba y que se pone tenso cuando el objeto que tiene en el extremo, sea el que sea, se libera de los juncos que crecen al borde del agua. Tiro suavemente, como si estuviera cobrando una pieza, y entonces noto que el sedal se relaja. Con un leve chapoteo, algo pequeño pero pesado se hunde un poco más, resbala corriente abajo y por fin se queda inmóvil entre los cantos rodados del lecho del río.

Vuelvo a casa. Mi madre está esperándome junto al lago de las carpas contemplando su propia imagen reflejada en el agua, ya plateada por el tono gris del ocaso. Su reflejo parece un pez alargado y argentino que se mueve por el lago o una mujer nadando. A su espalda, el cielo está cubierto por unas nubes semejantes a plumas blancas en contraste con una tela de seda de color claro. Está saliendo la luna, una luna ya menguante. Esta noche las aguas bajan crecidas y besan el pequeño embarcadero. Cuando me acerco hasta ella y observo la superficie, se diría que las dos estamos surgiendo del agua, como los espíritus del lago.

—¿Haces esto todas las noches? —me pregunta—. Tirar del hilo.

—Sí.

—Bien. Eso está bien. ¿Te ha hecho llegar alguna señal? ¿Algún mensaje?

—No espero recibir nada. Dijo que no volvería a verme más.

Mi madre suspira.

—Oh, bien.

Emprendemos el regreso a la casa.

—Dicen que está reuniendo tropas en Northampton —me dice—. El rey Enrique está agrupando sus fuerzas en Northumberland y marchará hacia el sur, hacia Londres. La reina se reunirá con él acompañada de un ejército francés que ha desembarcado en Hull. Si vence el rey Enrique, ya no tendrá importancia lo que diga o piense Eduardo, porque estará muerto y el verdadero rey será restaurado en el trono.

Al instante, mi mano se dispara para asirla de la manga en un intento por contradecirla. Veloz como una víbora atacando, mi madre me coge de los dedos.

—¿Qué te pasa? ¿Es que no eres capaz de soportar que pueda ser vencido?

—No digáis eso. No lo digáis.

—¿Que no diga qué?

—No tolero imaginarlo vencido. No resisto imaginarlo muerto. Me pidió que yaciera con él en calidad de soldado que se enfrenta a la muerte.

Mi madre lanza una estruendosa carcajada.

—Naturalmente. ¿Qué hombre que parte a la guerra ha desperdiciado alguna vez la tentación de sacar el máximo provecho de una oportunidad?

—Pues yo lo rechacé. Y, si no regresa, lamentaré haberlo hecho durante el resto de mi vida. Ya lo estoy lamentando ahora. Lo lamentaré siempre.

—¿Y por qué razón? —me atormenta ella—. De una forma o de otra, vas a recuperar tus tierras. O las recuperas por orden del rey Eduardo o éste muere y es rey Enrique, que te las devolverá. Es nuestro soberano, de la casa auténtica, la de Lancaster. Creía que le deseábamos a él la victoria y la muerte al usurpador Eduardo.

—No lo digáis —repito—. No le deseéis ningún mal.

—Con independencia de lo que diga yo, párate a pensar —me aconseja con dureza—. Tú perteneces a la casa de Lancaster. No puedes enamorarte del heredero de la casa de York a no ser que sea un rey victorioso y que dicho enamoramiento te beneficie en algo. Vivimos tiempos difíciles. La muerte es nuestra compañera, nuestro fantasma amigo; no tienes que creer que vas a poder mantenerla alejada, porque descubrirás que te acompaña muy de cerca. Te ha quitado a tu esposo y, óyeme: te quitará a tu padre, y a tus hermanos varones, y a tus hijos.

Yo levanto las manos para impedirle que siga.

—Callad, callad. Habláis igual que Melusina advirtiendo a su casa de la muerte de los hombres.

—Y te estoy advirtiendo —replica con seriedad—. Me conviertes en Melusina cuando vas por ahí sonriendo como si la vida fuese fácil, pensando que puedes tener escarceos amorosos con un usurpador. No has nacido en una época libre de preocupaciones. Vas a vivir tu vida en un país dividido. Tendrás que abrirte camino a través de la sangre y conocerás la pérdida.

—¿Es que no va a haber nada bueno para mí? —exijo apretando los dientes—. ¿Acaso vos, como madre amorosa, no prevéis nada bueno en absoluto para vuestra hija? De nada os servirá maldecirme, porque ya estoy deseando echarme a llorar.

De pronto se detiene y el duro semblante de la vidente se disuelve para transformarse en la expresión cariñosa de la madre que amo.

—Creo que tendrás a Eduardo, si eso es lo que quieres —me dice.

—Más que a la vida misma.

Se ríe de mí, pero su semblante es blando.

—Ah, no digas eso, pequeña. No hay nada en el mundo que sea más importante que la vida. Si no sabes eso, es que tienes un largo camino por recorrer y muchas lecciones que aprender.

Yo me encojo de hombros y la tomo del brazo; acto seguido, ajustando la una el paso al de la otra, ambas damos la vuelta para regresar a casa.

—Cuando la batalla haya finalizado, gane quien gane, tus hermanas han de ir a la corte —dice mi madre. Siempre está planificando—. Pueden vivir con los Bourchier, o con los Vaughn. Deberían haber ido hace meses, pero es que no soportaba la idea de tenerlas lejos de casa estando el país tan alborotado, sin saber en ningún momento qué podría ocurrir a continuación y sin poder tener noticias. Pero cuando haya finalizado esta contienda, quizá la vida vuelva a ser lo que era, sólo que nos gobernará York en lugar de Lancaster, y las niñas podrán ir a casa de nuestros primos a educarse.

—Sí.

—Y tu hijo Thomas pronto será lo bastante mayor para marcharse de casa. Ha de vivir con otros parientes, le conviene aprender a ser un caballero.

—No —contesto con tanto énfasis que mi madre se gira hacia mí y me mira.

—¿Qué sucede?

—Mis hijos se quedarán conmigo —afirmo—. Nadie ha de separarlos de mi lado.

—Van a necesitar una educación como es debido, tendrán que servir en la familia de un lord. Tu padre buscará alguno, a lo mejor sus propios padrinos podrían…

—No —repito—. No, madre, no. No puedo tomarlo en consideración. No van a marcharse de casa.

—Pequeña —me vuelve el rostro hacia la luz de la luna para verme con mayor claridad—, no resulta propio de ti encapricharte de pronto por nada. Y todas las madres del mundo han de permitir que sus vástagos varones dejen el hogar y aprendan a ser hombres.

—Mis hijos no se separarán de mí. —Yo misma oigo cómo me tiembla la voz—. Tengo miedo… Tengo miedo por ellos. Temo… Temo por ellos. Ni siquiera sé el qué, pero no puedo permitir que mis hijos vayan a vivir entre desconocidos.

Mi madre me rodea la cintura con el brazo en un gesto de cariño.

—Bueno, es natural —me dice con dulzura—. Has perdido a tu esposo y deseas velar por la seguridad de tus dos niños. Pero algún día tendrán que marcharse, ya lo sabes.

Sin embargo, yo no cedo a la presión.

—Es más que un capricho —replico—. Lo siento más como…

—¿Como una premonición? —me pregunta ella en voz muy queda—. ¿Presientes algo que podría sucederles? ¿Has tenido una visión, Isabel?

Niego con la cabeza al tiempo que las lágrimas acuden a mis ojos.

—No lo sé, no lo sé. No puedo distinguirlo. Pero la idea de que se vayan de mí y estén bajo el cuidado de personas desconocidas, de que yo me despierte por la noche y me dé cuenta de que no duermen bajo mi techo y me despierte por la mañana y no oiga sus voces, la idea de que estén en una habitación ajena, de que les sirvan personas que no conozco, de que no puedan verme… No puedo soportarlo. Ni siquiera puedo soportar pensar en ello.

Mi madre me estrecha en sus brazos.

—Calla —me dice—. Calla. No tienes que pensar en eso. Ya hablaré yo con tu padre. Los niños no tienen por qué marcharse hasta que tú estés conforme. —Me coge la mano—. Oh, pero si estás helada —dice, sorprendida. Luego me toca la frente con súbita certeza—. No es un capricho, dado que tienes frío y calor a la vez bajo la luz de la luna. Esto es una premonición. Querida mía, se te está advirtiendo de un peligro que acecha a tus hijos.

Yo hago un gesto de negación con la cabeza.

—No lo sé. No puedo estar segura. Lo único que sé es que nadie debe apartarlos de mi lado, que no debo permitir que se vayan.

Ella asiente.

—Muy bien. Por fin me has convencido. Has visto un riesgo que tus hijos correrán si los separan de ti. Pues que así sea. No llores. Conservarás a los niños a tu lado y nos ocuparemos de mantenerlos a salvo.

Entonces espero. El rey me dijo con toda claridad que no volvería a verlo nunca, de modo que no espero nada, sabiendo muy bien que no estoy esperando nada. Pero, por alguna razón, no puedo evitar esperar. Sueño con él, son duermevelas apasionados y anhelantes que me despiertan en la oscuridad, enredada en las sábanas y sudorosa de deseo. Mi padre me pregunta por qué no como. Anthony sacude la cabeza y me mira con fingida compasión.

Mi madre me lanza una mirada fugaz con sus ojos brillantes y dice:

—Se encuentra bien. Ya comerá.

Mis hermanas me preguntan entre susurros si es que suspiro por el apuesto rey, y yo les respondo con gesto severo:

—De bien poco serviría algo así.

Y luego espero.

Espero otras siete noches y otros siete días, igual que las doncellas encerradas en una torre que aparecen en los cuentos de hadas, igual que Melusina bañándose en la fuente del bosque mientras espera a que llegue un caballero en su montura por caminos que no ha pisado nadie y le entregue su amor. Todas las noches recojo un poco más el hilo atado al árbol, hasta que el octavo día oigo un tintineo metálico contra la piedra y al observar el agua alcanzo a ver un destello dorado. Me agacho para recogerlo. Es un anillo de oro, sencillo y muy bonito. Uno de los bordes es recto, pero el otro ha sido forjado formando puntas, como los picos de una corona. Me lo pongo en la palma de la mano, donde el rey depositó el beso, y parece una corona en miniatura. A continuación me lo deslizo en el otro anular —no deseo tentar a la mala suerte poniéndolo en el dedo de casada— y veo que me encaja a la perfección y que me sienta bien. Luego me lo quito encogiéndome de hombros —como si no fuera de oro borgoñés de la mejor calidad—, me lo guardo en el bolsillo y regreso a casa llevándolo conmigo a buen recaudo.

Y allí, sin previo aviso, hay un caballo junto a la puerta y un jinete a lomos del mismo con una enseña en lo alto: la rosa blanca de York que ondea en la brisa. En el umbral se encuentra mi padre leyendo una carta. Lo oigo decir:

—Decid a su excelencia que para mí será un honor. Estaré listo pasado mañana.

El jinete inclina la cabeza desde su montura, me dirige a mí un saludo informal, espolea a su caballo y se va.

—¿Qué ocurre? —pregunto al llegar a los escalones.

—Una leva —responde mi padre con gesto grave—. Todos hemos de ir a la guerra otra vez.

—¡Vos no! —exclamo temerosa—. Vos no, padre. Otra vez no.

—No. El rey me ordena que le envíe diez hombres de Grafton y cinco de Stony Stratford equipados para marchar bajo su mando contra el rey de Lancaster. Hemos de cambiar de bando. Según parece, la cena que le dimos al rey nos ha salido muy cara.

—¿Quién va a dirigirlos? —Temo que diga que serán mis hermanos—. No será Anthony, ni John…

—Ellos han de servir a las órdenes de sir William Hastings —me dice—. Él los situará dentro de tropas entrenadas.

Titubeo.

—¿Ha dicho algo más ese mensajero?

—Esto es una leva —contesta mi padre en tono irritado—, no una invitación a desayunar el uno de mayo. Naturalmente que no ha dicho nada, excepto que regresará pasado mañana por la mañana y que para entonces los hombres deberán estar listos para partir.

Acto seguido gira sobre sus talones y entra en la casa; me deja con el anillo de oro en forma de corona, notando su tacto en mi bolsillo.

Durante el desayuno, mi madre sugiere que a mis hermanas y a mí, así como a las dos primas que viven actualmente con nosotros, a lo mejor nos gustaría ver pasar el ejército y contemplar cómo se van nuestros hombres a la guerra.

—No entiendo por qué —comenta mi padre con enfado—. Habría pensado que ya habíais visto suficientes hombres yéndose a la guerra.

—Está bien que mostremos nuestro apoyo —replica ella en voz baja—. Si vence él, será mejor para nosotros que crea que hemos enviado a los hombres voluntariamente. Si pierde, nadie se acordará de que lo vimos marchar y podremos negarlo.

—Les voy a pagar yo, ¿no es cierto? Los voy a armar yo con lo que tengo, con las armas que me sobraron de la última vez que fui a la guerra, una guerra que, casualmente, libré contra él. Voy a seleccionarlos y enviarlos al frente y compraré botas a los que no las tengan. ¡Yo diría que ya estoy demostrando mi apoyo de sobra!

—Pues entonces debemos hacerlo de buen grado —insiste mi madre.

Mi padre asiente. Siempre cede ante mi madre en estos asuntos. Ella fue duquesa, estaba casada con el real duque de Bedford cuando mi padre no era más que el escudero de aquél. Es hija del conde de Saint-Pol, de la familia real de Borgoña, y es una cortesana que no tiene parangón.

—Me gustaría que nos acompañarais —continúa diciendo—, y quizá podríamos ir a la habitación de los caudales a buscar una bolsa de oro para su excelencia.

—¡Una bolsa de oro! ¡Una bolsa de oro! ¿Para que le haga la guerra al rey Enrique? ¿Es que ahora somos defensores de los York?

Ella aguarda hasta que mi padre se apacigua.

—Para demostrar nuestra lealtad —dice—. Si derrota al rey Enrique y vuelve a Londres victorioso, su corte y sus favores reales pasarán a ser la fuente de toda riqueza y toda oportunidad. Será él quien distribuya las tierras y el patronazgo, será él quien conceda los permisos para celebrar matrimonios. Y nosotros tenemos una familia muy grande, con muchas hijas, sir Richard.

Durante un instante todos nos quedamos paralizados y con la cabeza gacha esperando uno de los furiosos estallidos de cólera de mi padre. Pero a continuación, de mala gana, éste se echa a reír.

—Dios os bendiga, hechicera mía —dice—. Tenéis razón, siempre tenéis razón. Haré lo que decís, aunque vaya contracorriente; y podéis decir a las chicas que luzcan una rosa blanca, si es que encuentran ya alguna siendo tan temprano.

Ella se inclina y le da un beso en la mejilla.

—Las rosas silvestres ya han echado capullos —dice—. Aún no están plenamente abiertas, pero el rey comprenderá lo que simbolizan, y eso es todo cuanto importa.

Por supuesto, mis hermanas y mis primas pasan el resto del día envueltas en un intenso frenesí, probándose vestidos, lavándose el cabello, intercambiando cintas y ensayando reverencias. Elizabeth, la esposa de Anthony, y otras dos, más calladas, dicen que no van a acudir, pero mis hermanas están todas fuera de sí de tanto entusiasmo. Van a pasar por aquí el rey y la mayoría de los lores de su corte; ¡qué oportunidad para causar una buena impresión a los hombres que van a ser los nuevos amos del país! Si es que ganan.

—¿Qué vas a ponerte? —me pregunta Margaret al verme ajena a todo ese revuelo.

—El vestido gris y el velo gris.

—No es el que mejor te sienta, es el que usas los domingos. ¿Por qué no te pones el azul?

Me encojo de hombros.

—Voy a asistir porque madre quiere que asistamos —replico—. No espero que nadie nos mire dos veces. —Saco el vestido del armario y lo sacudo. Tiene un corte esbelto y lleva una pequeña cola por detrás. Suelo llevarlo con un ceñidor gris un poco caído sobre la cintura. No le digo nada a Margaret, pero sé que me sienta mejor que el vestido azul.

—¿A pesar de que el rey en persona acudió a cenar por invitación tuya? —exclama—. ¿Por qué no iba a mirarte dos veces? Bien que te escrutó la primera vez. Debiste de gustarle, porque te ha devuelto tus tierras; se quedó a cenar, paseó contigo por el jardín. ¿Por qué no iba a venir de nuevo a casa? ¿Por qué no iba a mostrarte su favor?

—Porque entre aquel día y ahora yo he obtenido lo que deseaba y él no —contesto con crudeza a la vez que arrojo el vestido a un lado—, y resulta que no es un soberano generoso como los que cantan las baladas. El precio que puso a su amabilidad era elevado, demasiado elevado para mí.

—¿Quiso tomarte? —susurra horrorizada.

—Exacto.

—Oh, Dios mío, Isabel. ¿Y qué le dijiste tú? ¿Qué hiciste?

—Le dije que no. Pero no fue fácil.

Mi hermana está deliciosamente escandalizada.

—¿Intentó forzarte?

—No mucho, no importa —murmuro—. Además, no es que yo fuera para él más que una muchacha que iba por el camino.

—Quizá no deberías acudir mañana —sugiere— si te ofendió. Puedes decirle a madre que estás enferma. Se lo diré yo, si quieres.

—Oh, sí que acudiré —replico como si diera lo mismo ir que no ir.

Al día siguiente no me siento tan valiente. Una noche sin dormir y un trozo de pan y un poco de carne para desayunar no han hecho sino acentuar la mala cara que tengo. Estoy más pálida que el mármol y, aunque Margaret me aplica un poco de ocre rojo en los labios, sigo estando demacrada, con la belleza de un espectro. Entre mis hermanas y mis primas, todas ataviadas con colores vivos, yo, con mi vestido y mi tocado gris, destaco igual que una novicia en un convento. Pero cuando mi madre me ve hace un gesto de asentimiento, complacida.

—Pareces una dama —me dice—. No una campesina llena de artificios para acudir lo más guapa posible a una feria.

Como comentario reprobatorio, no tiene éxito. Las chicas están tan felices por tener siquiera permiso para ver pasar la leva que no les importa lo más mínimo que les reprochen haberse arreglado en exceso. Recorremos juntas el camino que lleva a Grafton y vemos ante nosotras, al lado de la senda, un grupo rezagado formado por una docena de hombres armados con lanzas y, uno o dos de ellos, con garrotes. Son los que ha reclutado nuestro padre. Les ha puesto a todos como insignia una rosa blanca y les ha recordado que ahora han de luchar por la casa de York. Antes eran soldados de infantería de los Lancaster; han de acordarse que ahora han cambiado de bando. Por supuesto, ellos son indiferentes a ese cambio de lealtad, ellos luchan tal como les ordena él porque es su señor, el dueño de sus tierras, de sus casas, de casi todo lo que ven a su alrededor. De su señor es el molino en el que muelen el maíz y la taberna en la que beben le paga una renta. Algunos de ellos no han estado nunca más allá del confín de las tierras que posee su señor, por lo tanto difícilmente pueden imaginar un mundo en el que «terrateniente» no signifique simplemente sir Richard Woodville o el hijo de éste. Cuando él era Lancaster, ellos lo eran también. Después recibió el título de Rivers, pero ellos continuaron siendo suyos y él de ellos. Ahora los envía a luchar por York, y ellos harán todo lo que esté en su mano, como siempre. Se les ha prometido que se les pagará por luchar y que sus viudas y sus hijos no quedarán desatendidos si ellos caen. Y eso es lo único que necesitan saber. Eso no los convierte en un ejército ilusionado, pero lanzan vítores por mi padre y se descubren la cabeza sonriéndonos apreciativamente a mis hermanas y a mí; sus esposas y sus hijos nos hacen reverencias cuando ven que nos acercamos.

Suena un estruendo de trompetas y todas las cabezas se giran hacia ellas. Doblando el recodo, a un trote lento, aparecen los colores y los trompeteros del rey, detrás de ellos los heraldos, detrás de éstos los sirvientes de la casa real y, en medio de todo ese estrépito y ese agitar de gallardetes, aparece él.

Por un momento tengo la sensación de que voy a desmayarme, pero mi madre me sujeta el brazo con firmeza y me tranquilizo. El rey levanta una mano para indicar que desea hacer un alto y el desfile se detiene. Detrás de los primeros caballos y jinetes viene una larga fila de hombres armados; detrás de éstos, otros reclutas nuevos en actitud tímida, igual que nuestros hombres, y a continuación una hilera de carromatos que transportan víveres, suministros y armas, un enorme carro con fusiles tirado por cuatro gigantescos percherones y finalmente una retahíla de caballos no tan grandes, mujeres, simpatizantes y vagabundos. Es como una ciudad pequeña en movimiento, una ciudad pequeña y letal que se dirige a causar la muerte.

El rey Eduardo se apea de su caballo y se acerca a mi padre, el cual le hace una reverencia profunda.

—Son todos los que hemos podido reclutar, me temo, excelencia. Pero han jurado serviros —dice mi padre— y luchar por vuestra causa.

Mi madre se adelanta y le ofrece la bolsa de oro. El rey Eduardo la toma y la sopesa en la mano. Seguidamente besa con cariño a mi madre en ambas mejillas.

—Sois muy generosa —le dice—, y no olvidaré el apoyo que me brindáis.

Después su mirada se posa en mí, que estoy junto con mis hermanas, y todas juntas hacemos una venia. Cuando me incorporo, veo que el rey aún está mirándome, y por un instante todo el ruido causado por el ejército, los caballos y los hombres desaparece y se transforma en un silencio absoluto, como si en el mundo entero existiéramos tan sólo él y yo. Sin pensar lo que hago, como si me hubiera llamado a su lado sin pronunciar palabra, doy un paso hacia el monarca, y luego otro, hasta que he dejado atrás a mi padre y a mi madre y me encuentro cara a cara con él, tan cerca que podría besarme si quisiera.

—No puedo dormir —me dice en voz tan baja que sólo yo puedo oírlo—. No puedo dormir. No puedo dormir. No puedo dormir.

—Yo tampoco.

—¿Vos tampoco?

—No.

—¿De verdad?

—Sí.

Lanza un suspiro profundo, como si se sintiera aliviado.

—¿Entonces es amor?

—Supongo que sí.

—No puedo comer.

—No.

—No puedo pensar en otra cosa que no seáis vos. No puedo vivir ni un segundo más sintiéndome como me siento, no puedo ir a la batalla estando así. Me comporto igual que un adolescente, estoy loco por vos, como un mozalbete. No puedo estar sin vos, no quiero estar sin vos. No me importa lo que me cueste.

Siento que me sube el color a las mejillas en forma de un calor intenso y por primera vez en varios días noto que sonrío.

—Y yo no puedo pensar en otra cosa que no seáis vos —susurro—. En nada. Creía que estaba enferma.

El anillo con forma de corona me pesa en el bolsillo, el tocado me tira del pelo; pero yo no me percato de nada, no veo otra cosa más que a él, no siento nada más que el calor de su aliento en mi mejilla y no huelo nada más que el pelaje de su caballo, el cuero de su montura y el aroma que desprende Eduardo, a especias, agua de rosas, sudor.

—Estoy loco por vos —me dice.

Noto que mi sonrisa me eleva las comisuras de los labios cuando por fin lo miro a la cara.

—Y yo por vos —respondo en voz baja—. De verdad.

—Pues entonces casaos conmigo.

—¿Qué?

—Casaos conmigo. No hay ningún otro modo de resolverlo.

Yo dejo escapar una risa nerviosa.

—Os reís de mí.

—Hablo en serio. Estoy seguro de que moriré si no sois mía. ¿Queréis casaros conmigo?

—Sí —respondo en un jadeo.

—Mañana por la mañana, vendré temprano. Casaos conmigo mañana por la mañana en vuestra pequeña capilla. Traeré a mi capellán, vos traed testigos. Escoged a alguien que sea de fiar, porque durante un tiempo tendrá que ser un secreto. ¿Consentís?

—Sí.

Entonces sonríe por primera vez, un gesto cálido que se extiende por su ancho semblante.

—Dios mío, desearía tomaros en mis brazos ahora mismo —dice.

—Mañana —susurro yo.

—A las nueve en punto —dice.

Luego se vuelve hacia mi padre.

—¿Me permitís que os ofrezca un refrigerio? —propone éste mirando primero mi rostro arrebolado y después la sonrisa del monarca.

—No, pero en cambio cenaré con vos mañana, si no os importa —contesta el soberano—. Voy a estar cazando cerca de aquí y espero tener una buena jornada. —Seguidamente inclina la cabeza ante mi madre y ante mí, saluda a mis hermanas y a mis primas, y vuelve a subirse al caballo—. Adelante —ordena a sus hombres—. El camino es corto y la causa es digna; os espera una buena cena al final del día. Sedme fieles y yo seré un buen amo. Jamás he perdido una batalla y conmigo estaréis seguros. Os procuraré un gran botín y os devolveré a casa sanos y salvos.

Eso es exactamente lo que hay que decirles. Al instante todos cobran ánimos y la agitación se extiende hasta el final de la fila. Mis hermanas agitan sus capullos de rosas blancas, suenan las trompetas y el ejército entero reanuda la marcha. El rey me hace un gesto con la cabeza, sin sonreír, y yo levanto la mano para despedirlo.

—Mañana —susurro al verlo partir.

Dudo de él, incluso aunque ordeno al paje de mi madre que madrugue mañana y acuda a la capilla preparado para entonar un salmo. Dudo de él, incluso aunque me acerco a mi madre y le digo que el mismísimo rey de Inglaterra ha dicho que quiere casarse conmigo en secreto y le pregunto si quiere estar presente en calidad de testigo y traer a su dama de compañía, Catherine. Dudo de él mientras aguardo de pie, ataviada con mi mejor vestido azul, en el intenso frío matinal del interior de la capilla. Dudo de él hasta el momento mismo en que oigo sus zancadas rápidas en el corto pasillo, hasta en el instante de sentir su brazo alrededor de mi cintura y su beso en mi boca, y hasta que oigo que le dice al sacerdote:

—Casadnos, padre. Tengo prisa.

El paje entona su salmo y el sacerdote pronuncia las palabras de rigor. Yo presto juramento y el rey hace lo propio. Vagamente alcanzo a entrever el gesto de placer de mi madre y los colores de la vidriera, que forman un arco iris a nuestros pies en el suelo de piedra de la capilla.

Entonces el sacerdote dice:

—¿Y el anillo?

Y el rey exclama:

—¡Un anillo! ¡Qué necio soy! ¡Lo he olvidado! No tengo ningún anillo para vos. —Se gira hacia mi madre—. Mi señora, ¿podéis prestarme un anillo?

—Oh, pero yo tengo uno —digo yo casi sorprendiéndome a mí misma—. Tengo uno aquí.

Saco del bolsillo el anillo que tan despacio y con tanta paciencia extraje del agua, el anillo forjado en forma de corona de Inglaterra que apareció con acuosa magia para concederme lo que ansiaba mi corazón, y el rey de Inglaterra en persona me lo pone en el dedo a modo de alianza. Y ya soy su esposa.

Y reina de Inglaterra… o, en cualquier caso, la reina de York de Inglaterra.

El soberano me estrecha la cintura con fuerza mientras el paje canta las preces. A continuación, se vuelve hacia mi madre y le dice:

—Mi señora, ¿adónde puedo llevar a mi esposa?

Mi madre sonríe y le entrega una llave.

—Junto al río hay una cabaña de caza. —Luego se dirige a mí—: River Lodge. He dado orden de que la preparasen para ti.

El rey asiente y acto seguido me saca de la pequeña capilla y me sube a lomos de su gran caballo de guerra. Luego monta detrás de mí y noto cómo me estrecha con los brazos al coger las riendas. Recorremos al paso la margen del río, yo recostada contra él, sintiendo latir su corazón. Atisbamos la pequeña cabaña por entre los árboles y vemos que sale una columna de humo por la chimenea. Él se apea del caballo, me ayuda a desmontar a mí y, mientras abro la puerta, se lleva el animal a los establos que hay en la parte posterior de la cabaña. Se trata de una estancia de lo más simple, con un fuego encendido en el hogar, una jarra de cerveza nupcial y dos vasos sobre una mesa hecha con tablones, dos taburetes preparados para comer el pan, el queso y la carne, y una cama grande de madera provista de las mejores sábanas de lino. La estancia se oscurece cuando él aparece en el umbral agachando la cabeza para salvar las vigas.

—Excelencia… —empiezo, pero en seguida me corrijo yo sola—. Mi señor. Esposo.

—Esposa —dice él con callada satisfacción—. Venid a la cama.

El sol de la mañana, que cuando nos acostamos brillaba con tanta fuerza sobre las vigas y el techo de yeso, está tiñendo de dorado la habitación a media tarde cuando el rey me dice:

—Doy gracias a la santísima Virgen de que vuestro padre me invitase a cenar. Estoy débil de no comer. Me muero de hambre. Dejadme salir de la cama, bruja.

—Hace dos horas os ofrecí pan y queso —señalo yo—, pero no me permitisteis bajar los tres peldaños que hay hasta la mesa para ir a buscarlos.

—Estaba ocupado —replica él y vuelve a atraerme hacia su hombro desnudo. Al percibir su olor y sentir su contacto, noto que mi deseo por él renace y nos movemos juntos. Cuando quedamos tendidos en el lecho, la habitación tiene un color sonrosado por efecto del crepúsculo, y por fin se levanta de la cama.

—Tengo que lavarme —dice—. ¿Queréis que os traiga una jarra de agua del patio?

La cabeza le roza con el techo. Tiene un cuerpo perfecto. Lo contemplo con satisfacción, igual que un tratante de caballos contempla un bello semental. Es alto y delgado, de músculos duros, pecho ancho, hombros fuertes. De pronto me sonríe y yo siento que el corazón me da un vuelco por él.

—Me miráis como si quisierais devorarme —comenta.

—Así es —contesto—. No sé cómo saciar el deseo que siento por vos. Creo que voy a tener que manteneros prisionero aquí dentro y devoraros a trocitos, día tras día.

—Si yo os mantuviera prisionera a vos, os devoraría de un solo bocado —ríe—. Pero no saldríais de aquí hasta que quedarais encinta.

—¡Oh! —De repente se me ocurre la idea más deliciosa—. Oh, voy a daros hijos varones y serán príncipes.

—Seréis la madre del rey de Inglaterra y la madre de la casa de York, que reinará para siempre, Dios mediante.

—Amén —exclamo devotamente sin sentir el menor ápice de sombra, el menor estremecimiento, la menor inquietud—. Ruego a Dios que os devuelva a mí sano y salvo después de la batalla.

—Yo gano siempre —replica él con suprema seguridad en sí mismo—. Estad contenta, Isabel, no vais a perderme en el campo de batalla.

—Y seré reina —repito. Por primera vez comprendo, comprendo de verdad, que, si él regresa de la batalla y el verdadero rey, Enrique, acaba muerto, este joven será indiscutiblemente el soberano de Inglaterra… y yo seré la primera dama del país.

Después de cenar se despide de mi padre y se apresta para partir en dirección a Northampton. Su paje ha ido al establo y ha dado de comer y de beber a los caballos y ya los tiene preparados ante la puerta.

—Volveré mañana por la noche —dice—. He de ver a mis hombres y reunir mi ejército durante todo el día. Pero estaré con vos para cuando se ponga el sol.

—Acudid a la cabaña de caza —le susurro—, y os tendré preparada la cena como una buena esposa.

—Mañana por la noche —promete. Acto seguido se vuelve hacia mis padres y les da las gracias por su hospitalidad, acepta sus reverencias con un gesto de cabeza y se va.

—Su excelencia es muy atento contigo —señala mi padre—. No vuelvas la cabeza hacia otro lado.

—Isabel es la mujer más bella de Inglaterra —replica mi madre en tono sereno— y al rey le gustan las caras bonitas; pero ella sabe cuál es su deber.

Luego tengo que esperar otra vez. La velada entera, mientras juego a las cartas con mis hijos y finalmente los oigo rezar sus oraciones antes de irse a la cama. La noche entera, que paso despierta a pesar de estar agotada y deliciosamente dolorida. El día siguiente entero, mientras voy de aquí para allá y hablo con unos y con otros como si estuviera en medio de un sueño, mientras espero a que se haga de noche y llegue el momento en que él asome la cabeza por la puerta, y penetre en la pequeña estancia, y me tome en sus brazos, y me diga: «Esposa, venid a la cama».

Transcurren tres noches en esta embriaguez de placer, hasta que la última mañana él dice:

—Tengo que irme, amor mío, os veré cuando todo haya terminado.

Es como si me hubieran arrojado un jarro de agua fría a la cara; lanzo una exclamación ahogada y digo:

—¿Os vais a la guerra?

—Ya he juntado mi ejército y mis espías me informan de que Enrique ha recibido de su esposa la orden de reunirse con ella en la costa este, con sus tropas. Iré de inmediato, lo haré entrar en batalla y después marcharé a encontrarme con su mujer tan pronto como desembarque.

Me aferro a la camisa que se está poniendo.

—No iréis a marcharos ahora mismo.

—Hoy —responde él apartándome con dulzura para seguir vistiéndose.

—Pero no puedo soportar estar sin vos.

—No. Pero lo soportaréis. Escuchadme.

Es un hombre distinto del joven y embelesado amante que ha sido durante las tres noches de nuestra luna de miel. Yo no he pensado en otra cosa que en nuestro placer; en cambio él ha estado haciendo planes. He aquí un monarca que defiende su reino. Espero a saber qué ordena.

—Si gano, que lo haré, volveré a buscaros, y daremos a conocer nuestro casamiento lo antes que podamos. Habrá muchos que no se sientan complacidos, pero ya está hecho y lo único que pueden hacer es aceptarlo.

Asiento con la cabeza. Sé que su gran consejero, lord Warwick, está pensando en concertar su matrimonio con una princesa francesa. Y lord Warwick está acostumbrado a dar órdenes a mi joven esposo.

—Si la suerte se vuelve en mi contra y muero, vos no debéis decir nada respecto de nuestro casamiento y de estos días pasados. —Alza una mano para acallar mis protestas—. Nada. No ganaríais nada siendo la viuda de un impostor muerto cuya cabeza se exhibirá clavada en las puertas de York. Sería vuestra desgracia. A los ojos de todo el mundo, sois la hija de una familia leal a la casa de Lancaster y debéis seguir siéndolo. Me recordaréis en vuestras oraciones, espero. Pero será un secreto entre vos y yo y Dios. Y dos de nosotros guardaremos silencio con toda seguridad, porque uno es Dios y el otro estará muerto.

—Mi madre sabe que…

—Vuestra madre sabe que la mejor manera de manteneros a salvo sería silenciar a su paje y su dama de compañía. Ya está preparada para eso, lo entiende, y yo le he devuelto su dinero.

Me trago un sollozo.

—Muy bien.

—Y me gustaría que volvierais a casaros. Elegid un hombre bueno, uno que os ame y que se preocupe por los chicos, y sed feliz. Quisiera que fuerais feliz.

Yo bajo la cabeza con una profunda tristeza.

—Ahora bien, si descubrís que estáis encinta, tendréis que marcharos de Inglaterra —me ordena—. Decídselo en seguida a vuestra madre. Ya he hablado con ella y sabe lo que hay que hacer. El duque de Borgoña manda en todo Flandes y os dará una casa propia por ser pariente de vuestra madre y por amor a mí. Si tenéis una niña, podréis esperar el momento propicio, obtener el perdón de Enrique, y regresar a Inglaterra. Si aguardáis un año, llamaréis la atención deliciosamente, los hombres enloquecerán por vos. Seréis la bella viuda de un pretendiente fallecido. Disfrutadlo en mi nombre, os lo ruego. Pero si tenéis un niño, las cosas serán distintas por completo. Mi hijo será el heredero del trono. Será el heredero de York. Tendréis que velar por su seguridad. Puede que tengáis que mantenerlo oculto hasta que alcance la edad suficiente para reclamar sus derechos. Podrá vivir con un nombre falso y con gentes pobres. No pequéis de vano orgullo. Escondedlo en donde esté a salvo hasta que sea lo bastante mayor y lo bastante fuerte para reivindicar su herencia. Ricardo y Jorge, mis hermanos, serán sus tíos y sus guardianes. Podéis confiar en que ellos protegerán a cualquier hijo mío. Puede suceder que Enrique y sus hijos mueran jóvenes, y en ese caso vuestro hijo será el único heredero del trono de Inglaterra. No cuento a esa mujer de la casa de Lancaster, Margarita Beaufort. El trono ha de ocuparlo mi hijo. Es mi deseo que se siente en el trono si consigue ganarlo o si Ricardo y Jorge logran ganarlo para él. ¿Comprendéis? Debéis esconder a mi hijo en Flandes y mantenerlo sano y salvo por mí. Podría ser el próximo rey de York.

—Sí —respondo simplemente. Veo que mi aflicción y mi temor por él ya no es un asunto privado. Si durante estas largas noches de placer hemos engendrado un hijo, no será tan sólo fruto del amor, sino un heredero del trono, un pretendiente, un nuevo jugador en la larga y mortal rivalidad que existe entre la casa de Lancaster y la de York.

—Esto es duro para vos —dice el rey al ver la palidez de mi rostro—. Mi intención es que no llegue a ocurrir. Pero recordad que debéis refugiaros en Flandes si os veis obligada a mantener a salvo a mi hijo. Vuestra madre tiene dinero y sabe adónde tiene que ir.

—Lo recordaré —respondo—. Pero regresad conmigo.

Él lanza una carcajada. No es forzada, es la risa de un hombre feliz, confiado en su suerte y en sus capacidades.

—Volveré —afirma—. Confiad en mí. Os habéis desposado con un hombre que va a morir en su cama, preferiblemente después de haberle hecho el amor a la mujer más hermosa de toda Inglaterra.

Me tiende los brazos, yo voy hacia él y siento el calor de su cuerpo.

—Cercioraos de que así sea —respondo—. Y yo me aseguraré de que la mujer más hermosa que vean vuestros ojos sea siempre yo.

Me besa, pero a toda prisa, como si ya tuviera la mente en otra parte, y se suelta de mis manos que lo aferran. Se ha separado de mí mucho antes de traspasar el umbral agachando la cabeza; veo que su paje le ha traído el caballo hasta la puerta y está listo para partir.

Salgo corriendo para despedirlo y lo veo ya subido a la silla de montar. Su caballo está impaciente; es un magnífico ejemplar de color castaño, fuerte y poderoso. Arquea el pescuezo e intenta recular contra la tensa rienda de Eduardo. El rey de Inglaterra se yergue con el sol a la espalda, a lomos de su enorme caballo de guerra, y por un momento también yo tengo el convencimiento de que es invencible.

—¡Adiós y buena suerte! —exclamo; él me saluda, y espolea su montura y se va, el rey de Inglaterra por derecho, a luchar contra el otro monarca de Inglaterra por derecho, por el propio reino en sí.

Yo permanezco de pie, con la mano levantada en un gesto de despedida, hasta que pierdo de vista la enseña de la rosa blanca de York que portan por delante de él, hasta que dejo de oír los cascos de su caballo, hasta que se ha ido de mí del todo; y entonces, para mi horror, mi hermano Anthony, que lo ha visto todo, que ha estado mirando desde quién sabe cuándo, sale de la sombra del árbol y viene hacia mí.

—Eres una ramera —me dice.

Yo lo miro como si no entendiese lo que significa esa palabra.

—¿Qué?

—Eres una ramera. Has deshonrado nuestra casa, y tu apellido, y el apellido de tu pobre esposo fallecido, que murió luchando contra ese usurpador. Que Dios te perdone, Isabel. Voy a decírselo en seguida a mi padre y él te encerrará en un convento, si es que antes no te estrangula.

—¡No! —Voy hasta él y lo agarro por el brazo, pero él se zafa de mi mano.

—No me toques, furcia. ¿Crees que voy a consentir que me pongas una mano encima después de haberlo tocado a él?

—¡Anthony, no es lo que crees!

—¿Es que me engañan mis ojos? —espeta él en tono agresivo—. ¿Se trata de un hechizo? ¿Acaso eres Melusina, una bella diosa que se baña en el bosque, y acaso el hombre que acaba de marcharse era un caballero que ha jurado servirte? ¿Es que esto es Camelot? ¿Un amor respetable? ¿Es esto poesía y no una cloaca?

—¡Es respetable! —exclamo impulsivamente.

—No conoces el significado de esa palabra. Eres una furcia, y la próxima vez que Eduardo pase por aquí te entregará a sir William Hastings, como hace con todas sus furcias.

—¡Él me ama!

—Eso mismo les dice a todas.

—Pero es verdad. Va a volver a mí…

—Es lo que promete siempre.

Furiosa, lanzo el puño derecho contra él, pero mi hermano, esperando un puñetazo en la cara, lo esquiva. Entonces ve relucir el oro en mi dedo y a punto está de soltar una carcajada.

—¿Te ha regalado esto? ¿Un anillo? ¿Debo impresionarme por una prenda de amor?

—No es una prenda de amor, es una alianza de matrimonio. Un anillo como es debido, el que se entrega en el momento de la boda. Estamos casados. —Hago el anuncio con voz triunfante, pero al momento me siento desilusionada.

—Santo Dios, te ha engañado —dice mi hermano angustiado. Me toma entre sus brazos y me aprieta la cabeza contra su pecho—. Mi pobre hermana, mi pobre tonta.

Yo me suelto de él con un forcejeo.

—Suéltame, no soy ninguna tonta. ¿Qué estás diciendo?

Me mira con lástima, pero su boca está torcida en una sonrisa rencorosa.

—Déjame adivinarlo, ¿ha sido una boda secreta, en una capilla privada? ¿No ha asistido ninguno de sus amigos ni de sus cortesanos? ¿No se va a informar a lord Warwick? ¿Va a mantenerse en secreto? ¿Piensas negarla si te preguntan?

—Sí, pero…

—No estás casada, Isabel. Te han engañado. Ha sido una ceremonia fingida que no tiene peso a los ojos de Dios ni de los hombres. Eduardo te ha engañado con un anillo carente de valor y un falso sacerdote para poder llevarte a la cama.

—No.

—Éste es el hombre que abriga la esperanza de ser el rey de Inglaterra. Tiene que casarse con una princesa. No va a casarse con una miserable viuda del campamento de su enemigo que salió al camino para suplicarle que le devolviera la dote. Si se desposa con una inglesa, será con una de las grandes damas de la corte Lancaster, probablemente con Isabel, la hija de Warwick. No va a casarse con una mujer cuyo propio padre luchó contra él. Es más probable que elija a una gran princesa de Europa, una infanta de España, una delfina de Francia. Tiene que desposarse con alguien que le permita afianzarse más en el trono, establecer alianzas; no va a hacerlo por amor con una cara bonita. Lord Warwick no lo permitiría jamás. Y él no es tan necio como para obrar en contra de sus propios intereses.

—¡Él no está obligado a hacer lo que quiera lord Warwick! Es el rey.

—Es su marioneta —replica mi hermano con crueldad—. Lord Warwick decidió respaldarlo, igual que su padre respaldó al padre de Eduardo. Sin el apoyo de esos lores, ni tu amante ni su padre habrían podido reclamar el trono. Warwick es el hacedor de reyes y ha hecho a tu querido rey de Inglaterra. Ten por seguro que también se encargará de fabricar a la reina. Escogerá la mujer con la que ha de casarse Eduardo, y Eduardo se casará con ella.

Estoy tan aturdida que no digo nada.

—Pero no ha hecho tal cosa. No puede. Eduardo se ha casado conmigo.

—Un juego, una farsa, una pantomima, nada más.

—No es verdad. Ha habido testigos.

—¿Cuáles?

—Madre, para empezar —termino diciendo.

—¿Nuestra madre?

—Ha actuado de testigo, junto con Catherine, su dama de compañía.

—¿Lo sabe padre? ¿Ha estado presente?

Yo muevo la cabeza en un gesto de negación.

—Pues ahí lo tienes —dice Anthony—. ¿Quiénes son tus numerosos testigos?

—Madre, Catherine, el sacerdote y un niño cantor —enumero.

—¿Qué sacerdote?

—Uno que no conozco. Lo hizo venir el rey.

Anthony se encoge de hombros.

—Si es que era un sacerdote auténtico. Lo más seguro es que fuera algún necio o un cómico que fingía con la intención de hacerle un favor. Y, aunque fuera un clérigo ordenado, el soberano todavía podría negar que ese casamiento haya tenido validez, y sería la palabra de tres mujeres y un niño contra la del rey de Inglaterra. Es fácil que os apresen a las tres con cualquier acusación y os tengan prisioneras un año o así, hasta que Eduardo contraiga matrimonio con la princesa que haya elegido. Os ha tomado por tontas a madre y a ti.

—Te juro que me ama.

—Es posible —concede—, como también es posible que ame a todas y cada una de las mujeres con las que ha yacido, y son centenares. Pero, cuando haya finalizado la batalla y en el camino de regreso se tope con otra bella muchacha, se olvidará de ti en el término de una semana.

Me paso la mano por la cara y descubro que tengo las mejillas mojadas por las lágrimas.

—Voy a contarle a madre lo que has dicho —afirmo débilmente. Es la amenaza que empleaba cuando ambos éramos pequeños; ni siquiera entonces lo asustaba.

—Vamos los dos. No se va a alegrar mucho cuando se dé cuenta de que la han engañado para empujar a su hija a la deshonra.

Caminamos en silencio por entre los árboles y llegamos al puentecillo. Al pasar junto al enorme fresno vuelvo la vista hacia él y descubro que el hilo que antes estaba atado al tronco ha desaparecido; no queda prueba alguna de que alguna vez haya habido magia en ese lugar. Las aguas del río del que saqué el anillo han vuelto a cerrarse. No hay indicio alguno de que alguna vez se haya obrado un hechizo. No queda prueba alguna de que los hechizos existan siquiera. Lo único que tengo es un pequeño anillo de oro en forma de corona que tal vez no signifique nada.

Mi madre se encuentra en el huerto que hay a un costado de la casa y, cuando nos ve a mi hermano y a mí caminando juntos, en silencio y con expresión tensa, un tanto apartados el uno del otro, sin decir nada, se incorpora con la cesta de hierbas medicinales y aguarda a que lleguemos hasta ella al tiempo que se prepara para posibles problemas.

—Hijo —saluda a mi hermano. Anthony se arrodilla para recibir su bendición y ella pone una mano sobre su cabeza rubia y le sonríe. Acto seguido, Anthony se levanta y la toma de la mano.

—Creo que el rey os ha mentido a vos y a mi hermana —dice sin rodeos—. La ceremonia de casamiento ha sido tan secreta que no hay nadie con autoridad que pueda demostrar que se ha celebrado. En mi opinión, Eduardo llevó a cabo esa farsa para tener derecho a yacer con mi hermana y más tarde negará que estén casados.

—Oh, ¿eso crees? —dice mi madre sin inmutarse.

—Desde luego —contesta Anthony—. Y no será la primera vez que finja desposarse con una mujer para poder acostarse con ella. Ya ha jugado a este juego otras veces, y la muchacha terminó con un hijo bastardo y sin anillo de bodas.

Mi madre, con magnificencia, responde encogiéndose de hombros.

—Lo que haya hecho en el pasado es asunto suyo —dice—, pero yo lo he visto desposarse y acostarse con ella, y apuesto a que regresará a reclamar a Isabel como esposa.

—No hará tal cosa —contesta Anthony sin más—. Y mi hermana quedará deshonrada. Si está encinta, caerá en la más profunda ignominia.

Mi madre sonríe al ver su expresión irritada.

—Si estuvieras en lo cierto y el rey fuera a negar el casamiento, el futuro de Isabel sería sombrío, desde luego —acepta.

Yo les vuelvo la cara a los dos. Hace apenas un momento, mi amante me estaba explicando el modo de mantener a su hijo a salvo. Y ahora esa misma criatura está siendo tachada de ser mi deshonra.

—Voy a ver a mis hijos —les digo con frialdad a ambos—. No quiero oír decir estas cosas y no quiero hablar de ellas. Soy fiel al rey y el rey me será fiel a mi, y los dos lamentaréis haber dudado de nosotros.

—Eres una necia —dice mi hermano sin impresionarse—. Eso sí me inspira lástima, al menos. —Y después agrega dirigiéndose a mi madre—: Habéis hecho una fuerte apuesta con ella, una apuesta brillante; pero habéis arriesgado su vida y su felicidad por la palabra de un hombre a quien todo el mundo conoce por ser un embustero.

—Tal vez —contesta mi madre, impertérrita—. Eres un hombre sabio, hijo mío, un filósofo; pero hay cosas que yo conozco mejor que tú, incluso en estos momentos.

Me alejo de ellos y ninguno de los dos me pide que regrese.

Tengo que esperar, el reino entero tiene que esperar de nuevo para saber a quién ha de saludar como soberano, quién va a mandar. Mi hermano Anthony envía un hombre al norte, a recabar noticias, y todos esperamos a que regrese para decirnos si ya se ha entablado la batalla y si el rey Eduardo ha tenido la suerte de su parte. Por fin, en mayo, llega a casa el sirviente de Anthony y nos dice que ha estado muy al norte, cerca de Hexham, y que se ha tropezado con un hombre que lo ha informado de todo. Ha sido una contienda difícil, una batalla cruenta. Yo vacilo en el umbral de la casa; deseo conocer el resultado, no los detalles. Ya no tengo necesidad de ver una lucha para imaginarla; somos un país que se ha acostumbrado a los relatos del campo de batalla. Todo el mundo sabe cómo se colocan los ejércitos en sus posiciones o ha visto la carga, la retirada y la pausa que hacen, agotados, mientras se reagrupan. O todo el mundo conoce a alguien que ha estado en una ciudad por la que han pasado los soldados victoriosos, deseosos de divertirse, robar y violar; todo el mundo sabe historias de mujeres que han corrido a refugiarse en una iglesia pidiendo socorro a gritos. Todo el mundo sabe que estas guerras han desgarrado nuestro país, que han acabado con nuestra prosperidad, con nuestra amistad entre vecinos, nuestra confianza hacia los forasteros, el amor entre hermanos, la seguridad de nuestros caminos, el afecto por nuestro monarca; y sin embargo nada parece poner fin a las batallas. Seguimos buscando una victoria final y un soberano triunfante que nos traiga la paz; pero la culminación no llega nunca y el trono no acaba de asentarse.

El mensajero de Anthony llega al meollo de la cuestión. Ha vencido el ejército del rey Eduardo, y lo ha hecho de manera decisiva. Las fuerzas de los Lancaster han sido dispersadas y el rey Enrique, el pobre, errante y perdido rey Enrique, que no sabe del todo bien dónde está ni siquiera cuando se encuentra en su palacio de Whitehall, ha huido a los páramos de Northumberland con un precio puesto a su cabeza como si fuera un proscrito, sin criados, sin amigos, sin seguidores siquiera, igual que un rebelde de la frontera, salvaje como un pájaro.

Su esposa, la reina Margarita de Anjou, que en otra época fue gran amiga de mi madre, se ha escapado a Escocia con el príncipe heredero. Está derrotada y su esposo vencido. Pero todo el mundo sabe que no aceptará dicho fracaso, que maquinará y conspirará por su hijo de igual modo que Eduardo me dijo que debía yo maquinar y conspirar por el nuestro. No descansará hasta regresar a Inglaterra y presentar batalla de nuevo. No descansará hasta que su esposo muera, hasta que fallezca su hijo y ya no tenga a nadie a quien sentar en el trono. Eso es lo que significa ser reina de Inglaterra hoy en día. Eso es lo que le lleva sucediendo a ella casi diez años, desde que su marido se volvió inhábil para gobernar y su país se convirtió en una liebre aterrorizada a la que arrojan a un prado ante una manada de perros e intenta correr en una dirección y luego en otra. Peor aún, yo sé que eso es lo que me sucederá a mí si Eduardo vuelve a casa y me nombra nueva reina y hacemos un hijo varón y heredero. El joven al que amo será soberano de un reino incierto y yo tendré que ser una mujer pretendiente a reina.

Y efectivamente vuelve a casa. Me hace saber que ha ganado la batalla, que ha roto el asedio del castillo de Bamburgh, y que pasará a buscarme de camino, cuando su ejército marche hacia el sur. Vendrá a cenar, le escribe a mi padre, y en una nota privada me dice a mí que se quedará a pasar la noche.

Le muestro la nota a mi madre.

—Podéis decir a Anthony que mi esposo me es fiel —digo.

—No pienso decirle nada a Anthony —replica ella sin ánimo de ayudar.

Mi padre, en todo caso, se las arregla para sentirse complacido por la perspectiva de que lo visite el vencedor.

—Hicimos bien en proporcionar hombres a Eduardo —le comenta a mi madre—. Dios os bendiga por ello, amor mío. Es el rey victorioso y vos nos habéis situado una vez más en el lado de los ganadores.

Ella le dedica una sonrisa.

—Podría haber sucedido una cosa u otra, como siempre —contesta—. Y ha sido Isabel la que le ha hecho volver la cabeza. Es a ella a quien viene a ver.

—¿Tenemos carne de vaca bien conservada? —pregunta—. John y los muchachos y yo saldremos a cazar con los halcones y os traeremos varias piezas.

—Le prepararemos una buena cena —lo tranquiliza mi madre. Pero no le dice que tiene un motivo mayor de celebración: que el rey de Inglaterra se ha casado con su hija. Guarda silencio y yo me pregunto si también ella creerá que Eduardo está siendo falso conmigo.

No hay nada que delate lo que piensa mi madre, ni en un sentido ni en otro, cuando saluda al rey con una profunda reverencia. No muestra familiaridad alguna, tal como haría una mujer con su yerno; sin embargo tampoco lo trata con frialdad, cosa que haría si pensara que se ha burlado de nosotras dos. En vez de eso, lo recibe como monarca victorioso y él la saluda como a una gran dama, una antigua duquesa, y ambos me tratan a mí como a la hija predilecta de la casa.

La cena es un todo un éxito, tal como estaba previsto, dado que mi padre está rebosante de satisfacción y emoción, mi madre tan elegante como siempre, mis hermanas en su habitual estado de admiración y asombro, y mis hermanos furiosamente mudos. El soberano se despide de mis padres y se aleja a caballo por el camino, como si regresara a Northampton, y yo me echo por encima la capa y echo a correr por el sendero que lleva a la cabaña de caza situada junto al rio.

Allí está él, frente a mí, su enorme caballo de guerra en el establo, su paje en el granero, y me toma en sus brazos sin decir una palabra. Yo tampoco digo nada. No soy tan tonta como para recibir a un hombre con suspicacias y quejas; y, además, cuando él me toca lo único que deseo son sus caricias, cuando me besa lo único que deseo son sus besos, y lo único que deseo oír son las palabras más dulces del mundo, las que él pronuncia:

—Venid a la cama, esposa.

Al día siguiente estoy peinándome el cabello delante del espejito de plata y sujetándolo con horquillas. Eduardo está de pie detrás de mí, contemplándome, tomando de vez en cuando un mechón dorado y enroscándoselo en el dedo para ver cómo refleja la luz.

—No me estáis ayudando —le digo con una sonrisa.

—No quiero ayudar, quiero entorpecer. Adoro vuestro cabello, me gusta verlo suelto.

—¿Y cuándo daremos a conocer nuestro casamiento, mi señor? —le pregunto mientras observo atentamente su rostro reflejado en el espejo.

—Aún no —contesta él con rapidez, con demasiada rapidez. Se trata de una respuesta preparada—. Lord Warwick está empeñado en que despose a la princesa Bona de Saboya para garantizar la paz con Francia. Tengo que dejar pasar un tiempo para decirle que no puede ser. Tendrá que acostumbrarse a la idea.

—¿Días? —sugiero yo.

—Semanas —dice eludiendo la verdad—. Se sentirá decepcionado, y sabe Dios cuántos sobornos habrá necesitado para propiciar dicho desposorio.

—¿Es desleal? ¿Lo han sobornado?

—No, él no. Acepta el dinero francés, pero no para traicionarme; ambos somos como una sola persona. Nos conocemos desde la infancia. Él me enseñó a justar, me regaló mi primera espada. Su padre fue como un padre para mí, y él ha sido como mi hermano mayor. Yo no habría luchado por mi derecho al trono si no lo hubiera tenido a mi lado. Su padre elevó al mío hasta el trono mismo y lo convirtió en heredero del rey de Inglaterra; y a su vez Richard Neville me ha apoyado a mí. Es mi gran mentor, mi gran amigo. Me ha enseñado todo lo que sé sobre luchar y gobernar un reino. He de buscar el momento apropiado para hablarle de nosotros y explicarle que no he podido resistirme a vos. Es algo que le debo.

—¿Tan importante es para vos?

—Es el hombre más importante que hay en mi vida.

—Pero vais a decirle esto; vais a llevarme a la corte —respondo procurando mantener un tono de voz ligero y nada dramático— y presentarme ante ella como vuestra esposa.

—Cuando sea el momento oportuno.

—¿Puedo decírselo al menos a mi padre, para que podamos estar juntos en público como marido y mujer?

Él lanza una carcajada.

—Y, ya puestos, al pregonero del pueblo. No, amor mío, debéis guardar nuestro secreto durante un poco más de tiempo.

Tomo mi alto tocado rematado en un velo y lo anudo sin decir nada. Pesa tanto que me da dolor de cabeza.

—Confiáis en mí, ¿verdad, Isabel? —me pregunta con dulzura.

—Sí —miento—. Completamente.

Anthony está de pie a mi lado contemplando cómo se va el rey, con la mano alzada en un gesto de despedida y una sonrisa falsa en la cara.

—¿No te vas con él? —me pregunta en tono sarcástico—. ¿No vas a Londres a comprarte ropa nueva? ¿No vas a ser presentada en la corte? ¿No vas a asistir en calidad de reina a la misa de acción de gracias?

—Tiene que decírselo a lord Warwick —contesto—. Tiene que explicárselo.

—Será lord Warwick el que se lo explique a él —replica mi hermano sin tacto alguno—. Le dirá que ningún rey de Inglaterra puede permitirse el lujo de casarse con una plebeya, que ningún soberano de Inglaterra se casaría con una mujer que no fuera virgen sin la menor sombra de duda. Ningún monarca de Inglaterra se casaría con una inglesa que careciera de familia y de fortuna. Y tu preciado rey le explicará que ha sido una boda en la que no ha habido ningún lord ni funcionario de la corte como testigos, que su flamante esposa ni siquiera se lo ha dicho a su familia, que lleva el anillo de casada en el bolsillo; y ambos coincidirán en que pueden ignorarlo como si no hubiera ocurrido nunca. Lo mismo que ha hecho en otras ocasiones será lo que haga de nuevo mientras haya mujeres necias en el reino, es decir, siempre.

Me vuelvo hacia él y al ver la expresión de dolor de mi rostro deja de atormentarme.

—Ah, Isabel, no pongas esa cara.

—No me importa lo más mínimo que el rey no me reconozca, idiota —exploto—. No se trata de que yo quiera ser reina, ni siquiera se trata de que quiera ya un amor respetable. Estoy loca por él, locamente enamorada de él. Acudiría a Eduardo aunque tuviera que caminar descalza. Dime que soy una de tantas. ¡No me importa! Ya no me importan ni mi apellido ni mi orgullo. Mientras pueda estar con él una vez más, eso es lo único que quiero, amarlo sin más; la única certeza que necesito es la de que voy a verlo de nuevo, la de que él me ama.

Anthony me toma en sus brazos y me palmea la espalda.

—Pues claro que te ama —me dice—. ¿Qué hombre podría no amarte? Y si no, es que es un idiota.

—Yo lo amo —digo desconsolada—. Lo amaría aunque no fuera nadie.

—No, nada de eso —replica él con dulzura—. Eres hija de tu madre hasta la médula de los huesos, no es casualidad que lleves dentro la sangre de una diosa. Naciste para ser reina y puede que todo termine saliendo bien. Puede que el rey te ame y permanezca a tu lado.

Inclino la cabeza para ver su expresión.

—Pero tú no crees tal cosa.

—No —responde mi hermano con sinceridad—, a decir verdad, pienso que ésta va a ser la última vez que lo veas.