EPÍLOGO

El mal tiempo persistía. La radio uruguaya era imprescindible para seguir el curso de los acontecimientos. El fin del régimen era inminente. Las mujeres se aprovisionaban de yerba, fideos y retenían a los chicos en casa. Los negocios cerraban, el fútbol se suspendía y en las calles desiertas se respiraba la tristeza. Las fuerzas armadas se sublevaron otra vez. A diferencia de otros golpes, éste provenía ahora no de la ciudad puerto sino de guarniciones del interior encabezadas desde Córdoba, donde fracciones del ejército y la aviación luchaban encarnizadamente. Entre los combatientes de la Escuela de Suboficiales había pibes de catorce y quince años. La marina bombardeó las destilerías de Mar del Plata y Dock Sud. Y estuvo a punto de repetir la operación con los depósitos de La Plata. La flota de guerra bloqueó el Río de la Plata y empezaron a oírse los tableteos de las ametralladoras. En los combates morían los colimbas.

El toque de queda prohibía circular después de las ocho de la noche. La radio transmitía acuartelamientos, desplazamientos de tropas, operaciones navales y avances de tanques. Apenas supo de la rebelión de tropas, el General despachó a la jovencita que era su amante a la casa de sus padres. Le aconsejaron al General abrir los arsenales y entregar armas y municiones a los trabajadores. Contaba con el favor de su pueblo y el apoyo de importantes sectores del ejército. El golpe podía ser aplastado. Pero el General argumentó que, entre la sangre y el tiempo, elegía el tiempo. Renunció, además de a la presidencia, a la lucha. La suya era una medida para reconciliar el país. Pero esta retirada pacífica se parecía bastante a una agachada. Se embarcó, asilado, en una cañonera paraguaya, hacia el exilio. Todo había terminado. Cuando se pudo contar las víctimas, la cifra de muertos superaba los cuatro mil.

En los patios de los colegios, maestras y maestros gorilas ordenaban quemar los libros de lectura que habían sido impuestos por el tirano depuesto. Mientras estudiantes de guardapolvo cantaban el himno a Sarmiento ardían en piras La razón de mi vida, los retratos del General y Evita, el escudo justicialista. Curioso acto educativo el de quemar libros en las escuelas. Mientras contemplaba el fuego envolviendo los textos pensé que era otro triunfo de la civilización sobre la barbarie.

Yo seguía aferrado a mi traducción. Entre las páginas del diccionario de latín había guardado dos recortes publicados por La Nación. Los obituarios de mis amigas. El de Delia se titulaba: “Delia Feijoo de Ulrich, su fallecimiento”. Y refería que, en vida, ella había elegido “reunirse de muchos buenos amigos, a quienes con dulzura les ofrecía siempre su palabra clara y un corazón confidente. De sus inquietudes literarias podían dar fe sus allegados y el selecto ambiente cultural que la convocaba a sus eventos. Activa colaboradora de acciones benéficas y sociedades de fomento cultural, visitadora incansable de exposiciones y museos, será recordada por su presencia refinada y un temperamento artístico que estaba en pleno desarrollo. Delia abandonó este mundo dejando contraídos por el dolor a su esposo, heroico capitán de la Armada y su hijo menor de edad. El sepelio se efectuó en el Cementerio de la Recoleta”.

Los restos de Lía fueron al cementerio de la colectividad judía en La Tablada. Su necrológica se titulaba: “Lamentable desaparición”. En un recuadro apretado se mencionaba que “la joven pluma de nuestra redacción se destacaba en sus notas por un agudo espíritu de observación que combinaba el humor de buen gusto con una visión habitualmente pródiga en ideas modernas. Promesa de nuestra poesía, sus versos sugerían una influencia nada desdeñable de las letras francesas. Su fallecimiento apena no sólo a quienes accedieron a su obra sino también a su infatigable predisposición solidaria”.

Ninguna de las necrológicas mencionaba la causa de sus muertes.

Yo me preguntaba hasta cuánto más iba a sobrellevar mi rutina de colegio, profesorado y encierro en una traducción. El duelo y la clausura me habían aniquilado. Fue así que adopté un gesto más desesperado que valiente. El único que tuve. El único y el último.

Además de entregarle al capitán las cartas de su mujer que había rescatado en el departamento de Lía, me intrigaba conocerlo, dice el profesor.

Debo aceptar que la situación me asustaba. En cierto modo corría peligro, no sólo al proponerle un encuentro sino también al darme a conocer. Hubiera sido más simple el anonimato, mandarle las cartas por correo. Pero me iba a perder su reacción al enterarse. Después de todo, a ellas les hubiera encantado verle la cara en ese instante. Lo que yo iba hacer era una venganza. Al esconderme en la traducción de Catulo, había actuado como un gallina. Y lo que ellas me estaban reclamando, desde la memoria, no era la traducción de una neblina. Me exigían una justicia que no fuera sólo poética.

Por un diario supe la disposición de los militares en los cargos públicos. Al capitán le encomendaron una misión patriótica en un área del Ministerio de Transportes. Debía perseguir oficinistas en intrigas de escritorio, husmear movidas de piso como un sabueso, tras posibles pistas de una contraofensiva de la negrada. El capitán había ordenado, junto con la destrucción de los retratos de Perón y Evita, el encarcelamiento de varios delegados y simpatizantes del régimen depuesto. En cada repartición de aquel laberinto burocrático con las paredes recién pintadas, imperaba un respeto que se confundía con el terror. Pero, por más que el capitán se devanaba pensando su cargo como una recompensa por su desempeño heroico en el complot, era evidente la depresión y el desequilibrio en que había quedado tras el bombardeo y la muerte de su esposa: sus superiores lo habían internado en aquel ministerio para sacárselo de encima.

La Revolución Libertadora había triunfado. Ni vencedores ni vencidos, proclamaba. Pero el capitán, investigando conspiraciones de oficina, era un derrotado.

Una de esas mañanas lo llamé por teléfono.

Me atendió una secretaria:

De parte, me preguntó.

La respuesta me surgió, envalentonada, desde el alma:

De parte de Delia.

El profesor se toma su tiempo para seguir con el relato. Se levanta, busca la jarra de té y se sirve una taza. Se le ha secado la boca, dice. A veces me pasaba cuando daba clase. Perdí la costumbre de hablar tanto. Pero esto no es una clase.

Ojalá a los alumnos de literatura se les contara esta historia. Aprenderían más de literatura y de identidad que sumiéndose en esos estudios que ahora llaman culturales. En el fondo, de lo que se trata siempre, cuando se quiere averiguar la identidad de una literatura, es de rastrear en los escritos ninguneados. La verdad siempre anda dando vueltas en los márgenes de esos claustros donde se pontifica el encubrimiento. Y cuando los académicos incorporan uno de esos escritos provenientes de la periferia, lo que hacen es bañarlo, depilarlo, perfumarlo, atildarlo, prolijito, para presentarlo como hallazgo de la civilización. Igual que esos gringos que, hace siglos, secuestraban a un indio patagón en un barco para exponerlo a la mirada eurocéntrica. Qué es la teoría literaria, sino una manera de comprender la historia: teoría política, ni más ni menos. Toda una perspectiva. A mí, la teoría literaria me gusta leerla como un relato. Si la historia que cuento está cruzada en ocasiones con teoría literaria, me tiene sin cuidado. Lo que me inquietaría es que ocurriera al revés, que la teoría literaria estuviese separada de la historia.

Dónde estaba, se pregunta ahora el profesor. Durante unos segundos aprieta los párpados y después, como volviendo en sí, dice:

Inevitable que en el desarrollo de los acontecimientos se disparen estas notas al pie. Por más que me esfuerzo, estas notas acuden a mi memoria, más como una urgencia de lo vivido, una obsesión por aclarar algún detalle de los sucesos que por pedantería de estudioso maniático. No incurro en la digresión por orfebrería sino convencido de que es parte de la acción. Para que los hechos no puedan leerse tergiversados.

Este impulso vehemente por los detalles tiene bastante de testamento y manotazo de ahogado. Me doy cuenta: no me quedan muchas madrugadas para repetir esta historia. En una de ésas puede ser la última. Ocurre entonces como en los folletines: a medida que falta menos para el desenlace, el suspenso, ese nerviosismo por alcanzar el final se confunde con las ganas de que no concluya. Quien cuenta y quien lee han estado compartiendo el viaje y ahora, próximos al último puerto, ninguno de los dos quiere desembarcar. El cuento como viaje y también como distracción de la muerte, digo. Porque al terminar el viaje habremos despertado a la muerte.

El capitán me citó la tarde siguiente en un bar de la Avenida de Mayo. Me lo había imaginado más alto, de porte más rotundo. Debo aclarar que el temor contribuye también a la idealización cinematográfica de los malvados. No esperaba a ese hombre diría retacón, más regordete que atlético, enfundado en un traje gris. Llegó al encuentro un poco después que yo. Y al entrar, deteniéndose en la puerta, miró a su alrededor como previniendo una emboscada.

El capitán era rubio, con algunas entradas que le aumentaban la edad. Los lentes oscuros contribuían a otorgarle un aspecto entre enigmático y temible. Después, durante el encuentro, en algún momento me observó por encima de los lentes y pude ver sus ojos. La suya no era sólo la mirada de alguien acostumbrado a mandar. También la de alguien jaqueado por la inestabilidad, que regula con dificultad sus actos.

Si, como digo, el capitán recelaba al venir al encuentro, al verme se le disipó toda sospecha de una celada. Procuré cuidar mis modales, atenuar ese tono amanerado que, con frecuencia, delata a los de mi condición. Fingí virilidad al presentarme. Estreché su mano con una firmeza impostada.

Las cartas eran un paquete en papel madera sobre la mesa, junto a mi pocillo.

Gómez, dijo el capitán, observándome. Delia supo mencionarlo. Escritor.

Profesor de literatura, lo corregí.

El capitán sacó chester y un ronson. Al abrir el saco, pude ver el correaje y la culata de una pistola.

Delia y usted, preguntó.

Pobrecito, pensé. No podía ser más obvio ese hombre. Pude haber sonreído con lástima. No lo hice.

Fui amigo de su esposa, dije tocándome el bigote. No su amante.

Esas dos palabras juntas, amante y esposa, apestaban a melodrama. Lo que dije después también:

Se amaban.

El capitán dudaba en tocar el paquete junto a mi pocillo. Adoptó más desprecio que curiosidad al alzarlo. Lo desenvolvió despacio, con una compostura medida. Empezó a leer. No necesitó avanzar mucho en la lectura para comprobar qué amor refería esa correspondencia.

Delia y Lía se amaban, dije.

Nosotros no hablamos de ciertas cosas, dijo.

No le pregunté qué quería decir ese nosotros.

Delia y Lía se iban del país, dije. Ese mediodía. Para eso se encontraron en el City Hotel.

Noté que no tenía sentido seguir.

Una enferma, dijo el capitán.

Y después:

Qué tiene, además de estas cartas.

No soy un chantajista, le dije. Esto es todo. Y no quiero nada a cambio.

Por qué me las da, quiso saber él.

Reservándome la ironía, contesté:

Se supone que usted también la quería. Además, está su hijo.

No meta a mi hijo en esta mugre.

Preferí guardarme la respuesta.

Cuánto quiere por esto, insistió él. Y me miró por encima de los lentes.

Fue más la indignación que el coraje lo que me llevó a decirle:

Era su mujer, dije, subrayando mujer. No la mía.

Cuánto, insistió el capitán.

Quizá no fui claro. Quizá usted no puede comprender. No quiero nada a cambio. Además, ni siquiera las leí. Me pareció una violación hacerlo.

Me levanté diciendo:

Mi café ya está pago.

Pero él quería quedarse con la última palabra:

Espero que no volvamos a cruzarnos. Por su integridad, lo espero.

Aunque me precipité a la calle, quise frenar esa angustia que me pedía poner distancia. En la esquina me detuve. No quería darme vuelta. Pero no pude evitarlo. Desde atrás de un puesto de flores, lo vi salir del bar. En la vereda, el capitán miró hacia los costados. Llevaba el paquete en la mano. Al pasar por un tacho de basura, volvió a mirar a los costados, como un chico, cerciorándose de que nadie lo vigilaba, y arrojó dentro el paquete. Después apuró el paso, rumbo a la Nueve de Julio.

Esperé un rato antes de acercarme hasta el tacho y salvar el paquete.

Por aquí debo tener ese epistolario, dice el profesor Gómez. Pero no creo que su revisión pueda aportar demasiado a lo que ya conté.

Aquí están las cartas.

Léanlas si no me creen.

No me olvido de un interrogante que quedó pendiente. Alguien se preguntará por qué recién ahora me animo a contar estos hechos, desempolvar el manuscrito, ofrecer estas cartas a quien dude de esta historia.

Hace poco leí en el diario de los Mitre que el capitán fue sepultado en el cementerio de la Recoleta. Ésa es una explicación. Una explicación de pusilánime: mi miedo.

Ya se estaba haciendo verano otra vez. Con los primeros calores me gustaba, los domingos por la tarde, pasear por Plaza Italia y dar una vuelta por el Jardín Zoológico. El Zoológico siempre ejerció una fascinación especial en mí. Aludo, aunque corra el riesgo de ser acusado de gorila, al vértigo que para mí fue y será siempre el denominado aluvión: esa marejada de cabecitas engalanados de modo tosco, primitivo. Las sirvientitas cetrinas que nunca obtendrán la elegancia de sus patronas por más que usen su ropa regalada. Los obreros jóvenes que se engominaron los carpinchos a la cachetada y pueden combinar, porque no tienen otro recurso, un traje con un par de zapatillas. A mí siempre me tiró esta multitud. Y, en particular, los colimbas paisanitos, que visten el uniforme de salida que les dotaron en el cuartel con un orgullo primitivo.

Más de un domingo pude disfrutar de estos muchachitos de uniforme que, frustrados porque una sirvientita les cerró las piernas, buscan desagotar su miel donde sea. Uno de esos domingos, ya casi verano, como digo, deambulaba yo por el Zoológico mirando un mandril que se masturbaba para diversión de los paseantes. Por qué será, me pregunté una vez más, que los gestos de los simios caricaturizan en su monstruosidad aquellos rasgos y comportamientos que nos negamos a ocultar en nombre de la civilización. Cuándo llegará el día, me preguntaba, en que admitiremos aquello que tenemos de animal, el fracaso de nuestros intentos de ser sublimes.

A la altura de la jaula de los monos, vi de lejos a Azucena. La reconocí a pesar de que estaba cambiada. El pelo más corto, más castaño. Y el porte más ancho. No era exactamente la gordura luego del parto. Era más bien que su belleza se había aplomado. Azucena empujaba un cochecito de bebé, de esos que fabricaba la Casa Gesell.

Advertí en su saludo una alegría un poco melancólica, que podía confundirse con la resignación. En su mirada, la audacia se había vuelto calma.

Le pregunté cómo se llamaba la criatura.

Gabriel, me dijo.

Como el arcángel, dije.

Como el arcángel, repitió ella.

Supuse que no hacía falta que le recordara que ése también era el primer nombre de De Franco.

Una monada de bebé, recuerda haber dicho el profesor Gómez. Sin ironía, lo dijo. Pero apenas dicha la frase, se avergonzó. Y como para arreglarla, agregó:

Se te ve feliz.

Estoy bien, contestó Azucena. Tengo un buen empleo, como vendedora en la librería Peuser. Y Pedro puso una casa de electricidad en Villa Ballester. Los fines de semana toca el acordeón con unos amigos en clubes y casamientos.

Estás enamorada, le dije.

Estoy enamorada de mi bebé, me contestó ella.

Y después:

Pedro es un buen hombre. Con el tiempo lo voy a querer.

Toda una esposa, Azucena. Ni me preguntó por De Franco. Tampoco yo le iba a contar que De Franco me había escrito desde Misiones. En una reservación en la frontera con el Paraguay se había comprado una indiecita por unos pocos pesos. La tobita tenía unos catorce años y lo obedecía con respeto y unción. La estoy haciendo a mi manera, me había escrito De Franco.

De todos nosotros, sólo Azucena había hecho algo distinto con su vida: otra vida. Me volví para verla alejarse, empujando el cochecito. Nacido en esos días de bombardeo, fusilamientos y marchas militares, me pregunté, mientras chillaban los mandriles, adónde empujaría la historia a esa criatura, cuál sería la suerte de ese bebé argentino.

Y SEGUÍ ANDANDO.