La cantidad exacta de muertos en la batalla de Borodino no modifica en nada la estupidez humana. En todo caso, es el telón de fondo que a Tolstoi le importa para contar la imbecilidad, el absurdo. Caminemos una plaza cubierta de heridos y cadáveres: se comprenderá lo que significan imbecilidad y absurdo. Invierno del 55, jueves 16 de junio: qué importancia puede tener esa fecha concreta, el puntillismo de una memoria perito mercantil, más preocupada por números que por vidas. Cuántos años pasaron desde aquella mañana del bombardeo. No se supo entonces ni después la cantidad exacta de víctimas. La estadística no devuelve la vida de tanto pobre descuartizado. Cuando el crimen se vuelve numérico se suele burocratizar también la pasión de la historia. Hay que devolverle la pasión a la historia. Y, de paso, también les devolvemos el cuerpo a las víctimas.
El General no toleraba oposición, dice el profesor Gómez. Solo, empachado de poder, no escuchaba sino a los alcahuetes del régimen. Y aquel año se enfrentó con la iglesia. En Córdoba, en la primavera anterior, el Día del Estudiante y de la Primavera, los chupacirios habían organizado una manifestación con más de doscientas carrozas frente a una multitud de cuatrocientas mil personas. De esta forma empezaron a fundar su partido, el demócrata cristiano.
El General se dedicó a camorrear a los curas, avivados políticos, por usar el sindicalismo. La religión debe practicarse fuera de las organizaciones gremiales, exigía. En un discurso fue nombrando a todos los curas que conspiraban. Ordenó investigar la fortuna y el patrimonio de la iglesia, que no era moco de pavo. Además, denunciaba el General, nunca se había visto en el país que tan pocos sotanudos se acostaran con tal sinfín de feligresas. Los colegios religiosos, las propiedades y los fondos que normalmente estaban libres de impuestos eran un objetivo del régimen. En poco tiempo se le pusieron trabas al diario de los chupacirios y dejó de circular.
No vamos a respetar ninguna sotana que no lleve dentro un verdadero cura, proclamó una fanática a cargo de la rama femenina.
En verdad, lo que más le embromaba a la iglesia era que el Estado, con sus avances sociales, cuestionaba la beneficencia. Y el régimen, a su vez, no soportaba la intrusión del clero en la política.
La oligarquía se esconde detrás de las sotanas, aseguró un sindicalista. Son mercaderes y no curas, se denunciaba.
Por más que los obispos suplicaran, el General hacía oídos sordos. En un documental gorila, acá empezaría a sonar la marcha peronista. En menos de lo que canta un gallo, se acuerda el profesor Gómez, se derogó la enseñanza religiosa, se aprobó la ley de divorcio y volvieron a abrirse los lupanares. Sube el off de la marchita. Hubo una serie de razzias donde fueron detenidos varios amorales, como se denominaba eufemísticamente a los de mi condición, dice el profesor. Sube más el audio de la marchita. Todos, aseguraba la prensa oficial, habían estudiado en colegios religiosos.
Al separar la iglesia del Estado, hasta entonces socios, el General hizo un pésimo negocio. Los contreras radicales, socialistas y comunistas festejaron entusiasmados la incorporación de los cristianuchos a sus filas. Sus nuevos aliados, tan inmaculados como ellos. Que un descendiente de indios vistiera el uniforme del ejército conquistador del desierto, era un aviso de su poder demoníaco para infiltrarse y corromper una sociedad que, hasta entonces, era occidental y cristiana. No le había bastado al tirano sublevar a la indiada, arrastrarla hasta enfrentar la mismísima catedral metropolitana. Ahora también el enviado luciferino se abocaba a la persecución de los devotos. No cabían dudas, era el Anticristo.
Una prueba más de su degradación eran sus visitas frecuentes a la UES, el centro de educación física donde concurrían innumerables jovencitas. El General, además de aplaudir partidos de sóftbol y botar yates, organizaba en la UES, con una frecuencia alarmante, espectáculos folklóricos donde daba más de un discurso celebrando el espíritu deportivo de las chicas, que le dieron el título de “maestro ejemplar de la juventud”. Los cristianuchos estaban escandalizados. Por esos días vino al país la Lollobrigida, recuerda el profesor Gómez, estrella de cine italiana, curvilínea por donde se la mirase, con una opulencia que desnudaba insinuante en sus películas escabrosas. Mientras el General la llevó a recorrer el centro de educación física, en las casas de familias devotas se prendían velas y se rezaba.
Una mañana veníamos con Lía caminando por el Bajo cuando oímos un rumor.
Son motonetas, Gómez, me dijo Lía.
El General, con su gorrita de beisbolista, cabalgando una siambretta, presidía una caravana interminable de chicas, todas montadas en motoneta. Había que verlo al General, con esa gorra que se había dado en llamar pochito, con su típica sonrisa gardeliana, los dientes brillantes, manejando la primera motoneta. Había que ver ese serrallo innumerable de jovencitas, las melenas al viento, encolumnadas detrás. Sus blusas, las polleras-pantalón que se usaban entonces, sus nalgas, glúteos, muslos, vibrando con el motor. Había que verlas como las vimos nosotros, Lía y yo, envueltas en un sol caliente. Las había morenas, rubias y pelirrojas. Musculosas y espigadas. Santiagueñas, tucumanas y tanitas, cuando no una alemanita con ancestros del Volga. Altas y bajas. Corpulentas y menudas. Atléticas y rozagantes, sonriendo a los fotógrafos. Todo un ejército de vaginitas briosas.
Se te hace agua la boca, le dije a Lía.
No le causó gracia:
No seas tarado, Gómez. Hacéme el favor.
Es una fiesta, le retruqué. O sos tan contrera.
Es una venganza, nene, se indignó. A ver si te avivás.
Lía estaba furiosa:
Son cautivas, dijo.
A propósito, le pregunté. Qué vas a hacer con la tuya.
Liberarla, me contestó.
Ya te aburriste, le dije.
Azucena no es como nosotros, Gómez.
De qué hablás.
Si querés, te cuento, me dijo Lía. La otra madrugada había conseguido un champagne. Date una idea, Gómez. Tuvimos una de esas noches. En la madrugada me despierto al oír unos lloriqueos. Azucena estaba sentada en mi escritorio, lagrimeando, mientras hacía cuentas. Tendrías que haberla visto, en camiseta y calzón. Resulta que en Harrod’s se habían apiolado de que Azucena les piantaba prendas. La habían apretado de personal y ahora tenía que rendir cuentas. Le pusieron dos opciones: arreglaba la cuestión y, con las cuentas claras, renunciaba, o iba presa. Sobre su renuncia no cabía discusión. Mi viejo se muere si se entera, puchereaba Azucena, mientras hacía su balance de lencería. Y mi vieja me muele a tortazos. La hubieras visto. Las lágrimas deslizándose por sus mejillas, por el cuello, mojándole la camiseta. Tenía los pezoncitos duros. Pobrecita, mi ángel. Esa mañana tenía que presentarse en personal. El único que sabe de esto es Pedrito, me dijo. Quién es Pedrito, le pregunté. Un compañero de trabajo, un muchacho que ascendieron a jefe de compras. Es un admirador, que está dispuesto a prestarme unos pesos para devolver el faltante. Quiere casarse conmigo, agregó, ya se me declaró. Mirá, le dije yo, en esto tenés que ser práctica. Agarrás la plata que te presta Pedrito, salvás el honor y renunciás. Y después qué, se angustió Azucena. Después te ponés a noviar con Pedrito. Que no se enteren en la tienda porque a tu candidato lo van a poner en la calle por andar con una ladrona. Y vos te vas a perder un partido próspero. Azucena se encrespó: Pero vos sos una guacha, pensé que eras distinta. La miré seria y le dije: Distinta a quién. A todos, me contestó. Habíamos tomado mucho y yo no tenía ganas de discutir, pero Azucena sí: Sos una desgraciada, me gritó. Y quién te dijo que vos sos mejor, le contesté. Acaso no te gustaría casarte, tener chicos. Confesá, le dije pasándole un pañuelo. Azucena se sonó la nariz. Dale piba, es tarde, le dije. Vamos a la catrera y pasemoslá bien, que mañana es otro día.
Y después qué, dije yo. La despachaste.
Pero Lía me conocía demasiado:
Vamos, Gómez. A vos no te preocupa Azucena.
Encendió un negro y miró con desidia las últimas chiquilinas que se alejaban en motoneta:
Delia me llamó. Nos encontramos. No es eso lo que querés saber.
Una tarde de mayo, atravesando una llovizna espesa, dos automóviles negros entran en la mansión de San Isidro. Los hombres visten impermeables, con una elegancia y pulcritud envaradas. Pelo corto, engominado, bigote algunos. Hay uno, el más bajo, el más cetrino, que tiene facciones de comadreja, una sonrisa dientuda y lentes oscuros.
Cuando Victoria sale a recibirlos todos estrechan su mano y la saludan con formalidad marcial. El más bajo, el más cetrino, el contralmirante, es el único que intenta besarle la mano.
Adelante, dice Victoria. Están ustedes en su casa.
A los visitantes los deslumbra la visión del río. La tormenta confunde el olor del río con el perfume de los árboles y el césped mojados. La arboleda protege, desde el exterior, la casona. Sería difícil para los espías del régimen advertir que allí se reúnen los conspiradores.
Igual, toda precaución es poca y dan un rodeo.
Di franco al servicio, dice Victoria. Aunque hace años que el personal se desempeña fielmente en la casa, en toda mucama hay una soplona. Quedó solamente mi ama de llaves. Una española de mi total confianza.
El contralmirante, al entrar en la sala, advierte las flores. Rojas, azules. Hay una música clásica que proviene de un combinado.
Tchaicovsky, arriesga.
Brahms, dice Victoria.
Admiro su coraje, cambia de tema el contralmirante. Sabiendo los riesgos que corre.
Yo soy yo, le dice Victoria. Y mi circunstancia.
Uno de los hombres se para frente a un cuadro. Otro se le acerca. Victoria se suma:
Petorutti, aclara.
El capitán observa el ambiente y piensa en Delia. Si ella supiera que está en la residencia de esa mujer.
El capitán mira la biblioteca. Victoria le pregunta:
Le gusta la lectura.
La historia, le contesta el capitán. Pero mi mujer es muy lectora. También escribe, aunque no como usted.
Cómo se llama.
El capitán dice el nombre de Delia, resaltando su apellido de casada.
Que se dé una vuelta por mi revista, che. Me encantaría conocerla.
Por ahora no, señora. Este encuentro en su casa no ha ocurrido.
Por supuesto, acompáñenme, dice Victoria, y empieza a subir hacia la planta alta.
Dispuse una sala para que puedan conversar tranquilos.
Al entrar en esa mansión de San Isidro, el contralmirante no ingresa en un aguantadero de golpistas: ingresa en la patria culta. Más tarde, cuando dicte sus memorias a un amanuense, al referir las estrategias del ataque al tirano se creerá Churchill. Si no me creen, dice el profesor Gómez a las sombras de la noche, fíjense en sus memorias. Hay que tener impunidad para recordar esa chirinada de cobardes como una epopeya. Hay que verlo en las fotos que hizo poner en la edición de sus memorias. Quién dijo que Georgie no tiene que ver con esta historia. Aunque partícipe apenas tangencial de los sucesos de mi relato, ahí lo tienen, posando junto al contralmirante.
Acá voy a detenerme en una relación que no puedo pasar por alto: el vínculo entre la cultura y el genocidio. Con frecuencia el pensamiento fascista celebró este vínculo: la ventaja del revólver sobre la pluma es su cualidad de instrumento que puede producir un acontecimiento real. Así como, para el fascista, hay que “vivir peligrosamente” y cada día es un entrenamiento para la muerte, la cultura representa un arma. Pero Victoria declara estar contra el fascismo. Los fascistas son los otros. Toda una pirueta retórica la suya al escamotear sus verdaderos intereses. En su simpatía hacia los militares, al aprobar el complot y contribuir a su desarrollo, Victoria lo hace predicando su amor hacia la libertad y la cultura. A Victoria, como también a Georgie y a todos esos escribas de guante blanco, les cuesta admitir que su veneración de una belleza en abstracto es, en verdad, su rechazo a la vida en lo concreto. No obstante, los burgueses sensibles, educados, necesitan probar que sus aspiraciones son democráticas. Porque de esa manera el derecho está de su lado. Un derecho que les autoriza a concebir la belleza como un bien inaprehensible para los vulgares. Victoria, Georgie y sus plumíferos afines pretextan el odio hacia la turba descamisada que hace peligrar sus privilegios no desde un punto de vista directamente político, sino estético. No quiero extenderme toda la noche en digresiones, dice el profesor. Pero ya que de bienes culturales hablamos, hablemos también de tradición, familia y propiedad.
El contralmirante cabecita que se precia de ser culto coincide en esta idea del arte. Cuando dicte sus memorias, lo hará respondiendo a esta doble tradición de literatura y genocidio. Las acciones militares tienen sentido en la medida en que pueden ser cantadas. La acción cobra valor en cuanto se hace literatura. Tradición, digo. Hay otra tradición, sanguínea, que no puedo pasar por alto. El marino, cuando dicte sus memorias, citará la lista de marinos participantes en el bombardeo a Plaza de Mayo. Si se la lee con atención, se comprobará que en sus apellidos se perpetúa la tradición criminal de la marina veinte años más tarde, en los asesinos, torturadores y ladrones de la ESMA. Por qué no pensar entonces, sugiere el profesor, que en esta alianza entre intelectuales y genocidas hay elementos que explican nuestra tradición, como le gusta a Georgie denominar nuestra historia literaria. Lo que me parece más patético es que aquellos que la van de estructuralistas de izquierda encuentren geniales estas manganetas de Georgie, pretendan resignificarlas como un izquierdismo literario subyacente y las constituyan en objeto de estudio para lucirse con una bequita en alguna universidad norteamericana.
Pero no nos alejemos de esa mujer. Victoria siente que la Historia golpea de nuevo en el pórtico de su biografía. Si antes debió soportar el escarnio de la cárcel con un montón de poligriyas, ahora le llega, redentora, su hora de la espada. Al colaborar con los marinos que se sublevarán bombardeando la Plaza ese junio, además de constituirse en socia fundadora de la ESMA, es también su ideóloga. Cuestiones a revisar, propongo, dice el profesor.
Con antepasados quechuas, hijo de un farmacéutico de pueblo en un arma rubia como la marina, el contralmirante resume todo el veneno de la oligarquía y todo el rencor de la clase media provinciana que aspira a más. Es un cabecita converso. Y, se sabe, nadie más fanático que un converso. Como marino, pero más como provinciano, ha navegado los mares: Liverpool, Ceilán, la Isla de los Estados. El servicio en la armada le ha sido útil para jactarse de tener mundo. Lector de La Nación y La Nueva Provincia, diarios de los que será columnista asiduo en su vejez, el contralmirante se estima aristocrático. Le gusta el ballet: Giselle y El lago de los cisnes. También Mozart y Beethoven. Se pavonea de ser socio del Círculo de Armas, habitué del Club Francés y, por supuesto, participa en todas las ceremonias de la armada.
Victoria duda de este marino de modales ceremoniosos. No es uno de los nuestros, piensa. Los cabecitas están en todas partes. Mientras ofrece café y whisky a los invitados.
Nunca bebo en servicio, dice el contralmirante.
Café para todos, entonces.
Los aviones pueden partir desde Bahía Blanca, propone alguien.
Otros sugieren una alternativa.
Punta Indio, dice el contralmirante.
Los ecos de Brahms acompañan los preparativos del golpe.
Pero la vanidad lo puede al capitán, al volver a su casa. Se sale de la vaina por contarle a su esposa en dónde estuvo, con quién.
Delia está recostada en el diván del living, semidormida en la penumbra, con un libro en la falda. Cuando oye entrar a su marido se despabila, le brinda la mejilla para un beso y siente que el capitán trae el frío de la noche y la lluvia.
Pronto va a terminarse esta vida de sobresaltos, querida, le dice él, quitándose el impermeable, el saco, el correaje de la sobaquera con la pistola. Te prometo que se va a terminar esta ignominia. Vamos a derrocar al tirano.
Antes de que Delia pueda decirle por qué se mantuvo levantada, esperándolo, el capitán se sirve un whisky y continúa:
A que no sabés de dónde vengo y con quién estuve.
Y sin prestarle atención a la mirada lejana de su mujer, le cuenta de la casona de San Isidro. Le hablé de vos a esa mujer, dice. Y ella se interesó. Espero que no le lleves esos cuentos verdes que escribiste, Delia. A ver si te das cuenta de que estás para cosas más elevadas.
Y, paladeando el whisky:
Por supuesto, todo lo que te cuento es confidencial.
El silencio de la noche y el alcohol corriendo por sus venas hacen su efecto. El capitán se acerca satisfecho e insinuante a su esposa:
No sabés las ganas que tenía de estar con vos, dice acariciándole el pelo. La verdad que soy un suertudo al tener este budincito esperándome. Vamos a acostarnos.
Yo también tengo algo que contarte, dice Delia.
Previendo un reproche, el capitán trata de besarla:
Podés contármelo en la cama.
Estoy encinta, dice Delia sin moverse.
El capitán desvía el beso y apoya los labios en la mejilla de su esposa:
Que sea una mujercita, dice.
Delia lo mira servirse más whisky, levantar el vaso, brindar solo:
La vamos a llamar Marina.
Me dirán que esa reunión en la casona de la barranca de San Isidro es improbable. Me tildarán de mitómano y extenderán ese velo de cuestionamiento a todo mi relato. Yo podría justificar que supe lo que sucedió en lo de Victoria a través del relato que el capitán le hizo a Delia, y que ella, a su vez, le transmitió a Lía. Aunque no estuve en esa reunión, podría hasta describir la indumentaria de los conspiradores golpistas esa tarde en la casona de la barranca. Puedo verlos: los impermeables son burberry, la gomina con que se achatan el pelo es brancato, los autos negros, un buick y un studebacker. Victoria, con un cardigan beige, como siempre, a la sans façon. Por ahí, puedo chingar un detalle, el cuadro que contempla uno de los militares no es un Petorutti sino un Bracque.
La novela histórica nunca fue mi fuerte. Pero que no comparta ese folletinismo tan en boga hoy, las intrigas en las alcobas de los próceres como justificación del presente, no implica que no pueda describir cómo fue ese encuentro entre los genocidas y su anfitriona.
Invenciones de resentido las mías, se dirá. Sé que las tengo todas en contra. Dejemos de lado mi edad provecta, de por sí un argumento para descalificarme. Además de cabecita, soy puto. Como si eso no alcanzara para poner en tela de juicio mi juicio de la historia, encima está mi debilidad por la literatura inglesa. Qué clase de discurso nacional y popular es el mío. Todas en contra las tengo. En particular cuando propongo esta lectura de la historia, desde los cuerpos. Porque son los cuerpos, de madrugada, los que aúllan, gritan, lloran y me piden que los rescate de la zanja del olvido. ¿Cuántos fueron los muertos en la Plaza ese jueves 16 de junio? ¿Doscientos? ¿Tres mil? ¿Treinta mil? Si supiéramos la cifra exacta, qué cambia.
Si esta noche es tan larga es porque esto es un exorcismo. Hace años ya que no encuentro reposo en la almohada. Hubo una época en que el sexo ocasional, y vaya eufemismo el de ocasional, ya que el sexo siempre es ocasional, más el alcohol y algunas sustancias penadas por la ley me eran indispensables para caer boca abajo en un colchón, hundirme en la ciénaga del sueño. Pero en la actualidad el sexo es el recuerdo de un cuerpo que ya no me pertenece, lo que puede resultar un alivio. El alcohol lo tengo prohibido. Y en lo que atañe a sustancias penadas por la ley, qué sentido puede tener gozarlas cuando no puedo compartirlas con quien me ofrezca una revolcada. Así que mis noches son una eternidad. Y a eso sí que le tengo miedo: a la eternidad. Esas voces que claman bajo las bombas, o ante las balas de fusilamiento en un basural, o en las sesiones de picana y submarino en una dependencia oficial. Esas voces de madrugada, al aproximarse ciertas fechas, son punzantes. Y las fechas, insisto no las recuerdo yo deliberadamente. Las recuerda el cuerpo, separado de la voluntad.
Esta noche, eso es lo que soy, dice el profesor Gómez.
El médium.
Me gustaría reproducir la atmósfera densa de esos meses previos a la asonada de junio. Los oligarcas, los gorilas, los contreras, todo ese revoltijo político disfrazado de unión democrática, en la que entran el patrón de campo del Jockey Club, el médico radicheta, la maestrita juanbejustista y el estudiante del pecé. Todos ellos configurando la antipatria que, en esos meses, parece jugar a una mala película, a una cinta manipuladora y engañapichanga como Casablanca. A todos aquellos que la celebran como film de culto los mandaría en un tour al lugar de los hechos. Hay que detenerse en esa escena de Casablanca en que se canta la Marsellesa. ¿De qué lado tiene que ponerse uno en esa situación?, pregunta el profesor con picardía.
Del lado de los perdedores, se dice uno. Entonces viene otra pregunta, casi en estocada: ¿quiénes son los perdedores? Meditemos. Los perdedores no son los amantes, el lumpen que regentea un cabaret para blancos y la adúltera banal con la que protagoniza ese dramón colonialista. El perdedor tampoco es el marido cornudo. Los verdaderos perdedores en esa confrontación son los locales, los pobres marroquíes en patas, los condenados de la tierra. El mediopelo, me acuerdo, aplaudía ese momento en que se canta La Marsellesa. Yo propongo que se analice Casablanca desde Fanon.
Así empezaba yo a entender las cosas en aquel momento. Y, desde entonces, ése ha sido mi modo de ver. El de un cabecita que tuvo que ingeniárselas para sobrevivir en esta ciudad enrarecida, donde uno tenía que estar de un lado o del otro de la antinomia aunque hubiera elegido la tercera posición, como era mi caso, el amor que no se puede nombrar. Tenía que cuidarme de lo que sentía.
La situación de mis dos amigas no era diferente. En el caso de Delia, era todavía más riesgosa. La aterraba que alguien pudiera atisbar su relación verdadera con Lía. Que alguien, con excepción de Lía y yo, pudiera acceder a su intimidad.
No escribo para todos, nos dijo Delia una tarde.
Y tenía razón. No se trataba sólo de esos guiños que su texto nos hacía a Lía y a mí. Capaz de situarse entre los clásicos del erotismo, como dije, La lengua del malón está construida con un lenguaje que no condesciende al lunfardo. El relato de Delia no recurre tampoco al criollismo de la escarapela y el mate. Por eso se vuelve preciso deconstruir cada escena, como ésa en que Pichimán pide a D que pruebe cuántos dedos puede entrarle en el ano. Ese instante en que D se come las uñas para adaptar sus dedos a la operación. Ese instante en que el indio, al entregar su orificio, se identifica con la cautiva.
Estamos ante una de las páginas más logradas del relato: cuando esa mujer que ha renegado de la cultura occidental y cristiana constata que su captor, y supuesto dueño, accede a un goce vehemente. D admira su erección. Bebe el fruto de ese marasmo. Y siente que ese líquido tibio entre sus dientes es el gusto de la tierra. Al asumirse cautiva, D se libera. Al suplicar ese goce, Pichimán se libera a su vez del imperativo violador. El indio ya no es la lanza y el cuchillo. Ahora él también es un cuerpo que se asume clavado.
En qué pensabas cuándo escribías eso, le pregunté.
En San Sebastián, dijo Delia.
A mí siempre me atrapó la cultura popular. Los radioteatros, el cine, las historietas. De acuerdo, un psicoanalista lo explicaría como una imposibilidad traumática de superación de un estadio edípico. No quiero ahondar en la autorreferencia porque no soy yo quien importa en estos recuerdos, pero permítaseme el desvío que estoy tomando.
Un pueblo de la costa atlántica. Una paisanita humilde, hija de almaceneros que solían dar hospedaje y comida a los viajantes. Una noche de febrero caliente la seduce un viajante de comercio. Le promete llevarla a la Reina del Plata si ella accede a sus requerimientos. El viajante fue sueño de una noche de verano. Nueve meses después, la triste realidad de ese sueño era yo. Criado por una madre soltera.
Puedo acordarme de la fascinación que mi madre tenía por las estrellas del biógrafo, como se decía entonces. Yo la espiaba cuando ella, a escondidas, ensayaba frente al espejo del ropero los gestos y voces de las estrellas. Me acuerdo de sus enaguas. Y también de su perfume. Pero más que su perfume, lo que me embrujaba era el olor de sus axilas. Mientras mi madre, a escondidas, actuaba provocadora frente al espejo, empañándolo con su aliento, yo la espiaba agazapado bajo su cama. Mientras la espiaba me llevaba los dedos al trasero. Después, al olerme los dedos, creía reconocer en ese olor sensual a mi madre. Ese temblor que me producía mi madre con su fascinación por las divas de la cultura popular se prolongaba en la voz de una actriz en el radioteatro. Fascinado también yo por las desventuras pasionales de esas heroínas, me tocaba. Todavía hoy una película romántica puede producirme ese mareo de excitación. Todavía me pasa.
Vuelvo en línea recta a Delia, La lengua del malón, y a su relación con Lía. Era inevitable, cuando las veía juntas insinuándose un ademán que no alcanzaba a ser caricia, que me acordara de mi madre suspirando un beso volcánico en el espejo. Inevitable era también, cuando Delia nos leía su relato, que remitiera esas asociaciones a la cultura popular de mi juventud. Por eso digo: La lengua del malón es un radioteatro, y también una película, y una historieta. Además, el relato tiene el tupé de pertenecer a un género vilipendiado largo tiempo por la cultura oficial. Me refiero a lo gauchesco.
Si lo gauchesco incomodó y descolocó largo tiempo a los académicos de la literatura, fue por una motivación claramente política. En razón de su popularidad, era poco prestigiante. La oligarquía, la burguesía, consumen la cultura cuando les propone un disfrute exclusivo, privado. Lo popular, si puede interesarles, es por curiosidad o demagogia. Lo gauchesco, en ese entonces, era cosa de cabecitas negras. Convengamos que, cuando Georgie se arrimó a lo gauchesco, fue como una de esas parrillas del centro que ofrecen asador criollo a los extranjeros. Georgie comprende lo criollo con las gafas del imperialista Kipling. Fíjense su entendimiento del Martín Fierro: como un Beowulf rubio. Uno de sus cuentos más célebres, “La intrusa”, tiene como protagonistas a dos hermanos con sangre escandinava. Y, cuando se acerca a la historia de una cautiva, la pobre es una inglesita. No es justamente el caso de La lengua del malón.
La escritura de Delia es revulsiva por varios motivos: 1) la elección de un género marginado, el gauchesco, 2) el cruce de ese género despreciado con otro género clandestino, el erótico, 3) la calentura en lo criollo da como resultado un ardiente cuestionamiento político de los valores canónicos, y 4) mejor me callo. Porque La lengua del malón, parafraseando a Lía, no necesita guardaespaldas de la crítica para defenderse. En todo caso, los que necesitan protección son los intelectuales cipayos, los ideólogos esbirros del poder colonial.
La lengua del malón es acción directa.
Ya es junio. El día de Corpus Christi, a pesar de que el General ha censurado la libertad de culto y prohibido las procesiones, los católicos organizan una que será masiva. La misa en la Catedral tiene una repercusión enorme. Queda en claro que la ceremonia religiosa es un acto contrera. Ningún bienpensante de traje y corbata falta a la cita. Basta mirarlos, apreciar su elegancia y prolijidad, para advertir la extracción de clase. La pequeña burguesía chupacirios se mezcla con los puritanos radicales, socialistas y comunistas. En sus panfletos, los opositores llaman al general el gran canalla, el payaso. Cuando los manifestantes empiezan a dispersarse, un grupo de activistas apedrea La Prensa. El centro se convulsiona con trifulcas y en el atardecer, frente al Congreso, arde una bandera argentina. Se abuchea al General, crecen los insultos, se oye una silbatina poderosa. Mientras la bandera arde en el Congreso y la muchedumbre enardecida vocifera contra el régimen, ya no caben dudas de que la procesión ha sido el mayor acto de repudio al gobierno hasta esa fecha.
La policía se ha mantenido todo el tiempo al margen. Lo que llama la atención. Más tarde se dirá que la bandera fue quemada por canas de civil y sirvió para justificar más persecución y más detenciones. Por entonces aparecen las pintadas que dicen Cristo vence.
De qué lado está Cristo. A quién vence, me pregunta Lía con sorna.
Es un miércoles por la tarde. Lía me ha citado en la Richmond porque Delia y ella tomaron una determinación.
Al pensar en esa determinación, la huida por el río, cruzar al Uruguay y desde ahí embarcarse a Europa, la idea me resulta un disparate. Pensar que las desafié. Soy el culpable de esa locura.
Ganas de hacer conventillo tienen, les digo.
Es tan común a veces en una historia de pasión esa necesidad de impresionar al prójimo. Como si no bastara con el goce secreto, esa compulsión en proclamar el desorden de los sentidos. Me pregunto, en esa mesa de la Richmond, qué otras ganas están fluctuando en su historia como variación y estratagema del deseo. Las ganas de Lía por armar revuelo en el diario, en el círculo de sus amistades y en la familia que dejó en Moisesville. Además, sus ganas de vengarse del capitán, que no son menos enconadas que las de su amiga, porque Delia también ha disfrutado, mientras maquinaban la fuga, imaginando la reacción del capitán al descubrirse, de la noche a la mañana, no sólo cornudo sino además desplazado por una mujer. Y no sólo una mujer sino una rusita de izquierda. Y no sólo que aquello sea un asunto de lesbianas sino que su esposa, en ese momento, cargue en su vientre la simiente del capitán.
Seguimos tu consejo, Gómez. Nos rajamos. Con lo puesto, anuncia Lía.
Muy romántico, contesto. Apenas me animo a preguntarles:
Y el nene.
A Delia le duele pensar en Martín, se adelanta Lía, pero es imposible llevarlo con nosotras.
Y el embarazo, pregunto.
Delia permanece callada. La noto pálida. Hay una angustia en su cara que no puede disimular con una sonrisa que quiere ser radiante. De las dos, me digo, es la que más arriesga en la huida. Puedo ver en su cara la resolución pero también el miedo.
Lo vamos a tener, dice Lía. Acaso los bebés no vienen de París.
Podemos brindar, propone Delia.
Me parece que vos estás para un té con limón, le digo.
A Lía no le causa gracia mi ironía:
Es en serio, Gómez, me dice. A ver si te das cuenta.
Están seguras, pregunto.
Segurísimas, Gómez, contesta Lía. Nos encontramos mañana temprano en el City Hotel y desde ahí partimos.
Y vos, Delia, le pregunto.
Te parece una locura, verdad, dice ella.
Que se les va la mano, estoy por decirles, pero me callo. Que están locas, pienso, pero me callo. Que están desesperadas y no lo pueden admitir. Que la pasión llegó a su cénit. Que la decisión no es sólo una huida justificada por la censura moral, la pacatería y las buenas costumbres. Que la aventura, si precisa de esta huida, se debe al pánico que tienen de que una historia amorosa, después de la epifanía inicial, se diluya en la mediocridad de lo cotidiano. No hay pasión que dure cien años, pienso. Ni cuerpo que lo resista. El amor eterno es un invento de la literatura, quiero decirles. Sin embargo, me callo. Y si me callo, ahora también, es porque estoy reparando en que todos estos pensamientos son también mi envidia, la envidia que siento por lo que ellas sienten, y también porque sintiendo lo que sienten, no retroceden.
Esta tarde en la Richmond tengo que aceptar, además, el papel triste que me tocó en esta historia. Las ganas que tengo yo de algo como lo de ellas. Algo que, por culpa de mi cobardía y por la soledad que habrá de maniatarme cuando ellas partan, nunca viviré. Además de envidia a las enamoradas, lo que siento es bronca, porque me voy a quedar tan solo cuando se vayan.
Durante los preparativos para la huida, la escritura de Delia enloquece. La inspiración la ataca cuando menos se lo espera. No le queda otra alternativa que ceder a su presión. No llega a pasar a máquina lo que escribe a pluma o a lápiz, tanto en el dorso de una factura de tintorería como en una servilleta de papel. Su caligrafía nerviosa torna arduo distinguir si escribió mano o mono, banco o barco, letra o lepra. Las anotaciones van a parar, sueltas, a la carpeta celeste. Aun cuando se vuelve complejo discernir el orden narrativo que Delia pensaba darle a esos pasajes, puede conjeturarse el desenlace que pensaba para La lengua del malón.
En una ficción todo desenlace es siempre moral. Al avanzar hacia el desenlace, precipitada, urgente, Delia parece darse cuenta de que la sanción moral que merecerá su huida es un castigo que se proyectará en su heroína. No menos interesante es otro aspecto: la inconclusión del texto y su dimensión profética. Porque, con su interrupción abrupta, se vuelve más sugerente lo que no llegó a ser dicho. A pesar de su corte involuntario, La lengua del malón es un texto que será completado por los hechos de la realidad. Como dije, Delia recurre, caótica, a la estampa como método narrativo. Pero si se ordenan esas estampas presumiendo un hilván de la trama, cumplen la función de capítulos consecutivos y delatan un crescendo. Pensando en la huida inminente, la escritura tiene para Delia en esos días, dos funciones. Por un lado, dopar su ansiedad. Y por el otro, usar de trampolín el apuro. Algunas de esas anotaciones fragmentarias se perdieron en el revuelo de esos días. Pero las que conservo bastan para articular el final del proyecto.
Estas anotaciones comparten con Martínez Estrada la visión de la conquista. El remington es más útil al ejército que la zanja divisoria. El remington permite abatir al enemigo a distancia, sin exponerse al cuerpo a cuerpo. La lucha contra el indio se transforma en una partida de caza colectiva. No se combate por la gloria sino por la victoria. Vencer es matar. Y no me vengan con que nuestra campaña del desierto fue más humanitaria que la conquista del Far West, dice el profesor. Lo cantan las crónicas de los militares carniceros: según estadísticas del Colegio Militar de la Nación, de veinte mil indios, unos catorce mil fueron exterminados o llevados prisioneros. A los jóvenes que el ejército pudo doblegar, los incorporó a sus filas. Y las indiecitas fueron repartidas como siervas.
El ejército ataca por sorpresa la toldería. Rodeados, los indios se desploman acribillados. Para la milicada cada ofensiva es una práctica de tiro al blanco. Los proyectiles derriban hombres, mujeres, chicos. La matanza es indiscriminada. Cuando la caballería carga, son pocos los indios que se mantienen en pie y presentan una resistencia torpe y desmañada. Las mujeres, indias y cautivas por igual, intentan salvar a sus crías. La toldería empieza a arder. Entre las llamas hediondas de cuero, la indiada en desbande busca en vano un flanco para escapar de la operación. A sablazos, los milicos les caen encima y devastan. En el humo, en la polvareda, se sablea sin distinguir una vieja de un guerrero herido. El aire apesta a carne quemada, a pólvora, a sangre.
Pichimán aparta a su cautiva y hace frente a una carga. Surge entre el fuego y una estampida de caballos, con un facón en la diestra. Pero queda encerrado entre dos jinetes uniformados. El facón choca contra un sable. A uno lo puede ensartar, de costado, en una pierna. Pero cuando se apresta a voltearlo, un disparo lo tumba. Pichimán cae entre las patas de los caballos.
La cacería ha terminado. Se oye el crepitar de los toldos incendiados, el sacudón del viento flameando unas matras, unos relinchos sofrenados, el aullido de unos perros cimarrones dispersándose espantados. Pero, intermitente, más se oye el llanto de criaturas. Mientras la milicada arrea a los pocos sobrevivientes y separa a las cautivas, se oyen también, espaciados, unos últimos tiros, aislados. Los milicos rematan a los moribundos entre los caídos. Tiros y risas, se oyen. Entre los cadáveres procuran identificar al capitanejo. Un sargento lo encuentra. El indio todavía respira. El sargento imparte una orden y dos reclutas se apuran a obedecerle. D corre a proteger los estertores de su amante. Los milicos la atajan. Hacen falta varios para reducirla.
A pesar de su herida, a pesar de la sangre perdida, Pichimán se incorpora trastabillando como un borracho, le tiende un brazo a la cautiva. Pero lo doblegan a patadas. Un milico lo arrodilla, otro lo agarra de la pelambre, un tercero le asesta un botinazo entre las piernas. El teniente alza su revólver. Con un gesto obliga a sus reclutas a separarse del prisionero. Pichimán permanece de rodillas, los ojos casi en blanco. Parece perder el equilibrio, pero no llega a caer de bruces. Porque el teniente le dispara a quemarropa y el impacto despide el cuerpo exánime hacia atrás.
El estampido marca un silencio. Dura segundos esta quietud, hasta que se oye un grito animal. D se sacude, muerde, debatiéndose entre los huincas que la retienen. Con espuma en los dientes, desgreñada, sucia, maloliente, arranca una oreja, la escupe, clava las uñas en unos ojos y termina por zafarse y manotear el facón de Pichimán. Los milicos, impresionados, se abren a su alrededor. Nunca vieron nada igual. Ni blanca ni india, D pertenece a otra especie. No es humana esa mujer. Amartillando, encañonándola, los milicos se disponen a gatillar, pero D no les da tiempo. Ante sus miradas perplejas, D se corta la lengua con el facón. La sangre, como un vómito oscuro, mana a borbotones. El teniente, asqueado, grita la orden de fuego. Los milicos, atónitos, tardan en cumplir la orden. Dos veces tiene que gritar fuego el oficial.
El día siguiente, aquel jueves 16 de junio, estaba programado un desfile aéreo de la marina. La aviación debía rendir un homenaje a la bandera sobrevolando la tumba del Libertador. El contralmirante lo va a evocar heroico en sus memorias:
A las once de la mañana de aquel día, numeroso público se había dado cita en las cercanías de la Plaza de Mayo para observar la revista aérea programada. A las doce cuarenta exactamente, tres aparatos sobrevolaron la Casa de Gobierno lanzando bombas, al igual que sobre el Ministerio de Guerra y la Plaza de Mayo. Una cayó de lleno sobre la residencia gubernamental. Otra alcanzó un trolebús repleto de pasajeros, que llegaba por Paseo Colón hasta Hipólito Irigoyen. Una tercera bomba cayó sobre la mampostería. El público aturdido empezó a correr buscando refugio seguro ante la inesperada reacción de la formación aérea. Los muertos y los heridos fueron muy numerosos, no sólo por el impacto de las bombas caídas sino por el efecto desastroso de las esquirlas lanzadas en todas direcciones y los vidrios y mampostería arrojados al aire. Infinidad de automóviles y transportes fueron destruidos ocasionando la muerte instantánea de sus ocupantes. Sobre la Plaza de Mayo, asimismo, cayeron varias bombas que no explotaron.
Lía vuelve a mostrarme un poema que le dedica a Delia. Es ese poema que, poco tiempo después, publicaremos en Unicornio Austral. Se titula “Delia, el delito”. No sé si será bueno. Quizá no sea tan lírico como a mí me gusta recordarlo. No es, de todos modos, eso lo que está en discusión. No importa si el poema trascenderá o no la noche de los tiempos. En todo caso, lo que de ese poema importa es otra cosa: el testimonio de una loca pasión efímera consumiéndose en la bruma de una tragedia.
Cuando ciertas madrugadas lloro, no lo hago sólo por ellas. También lloro por todas aquellas y aquellos que ese mediodía, en esa plaza, corren escapando de las bombas. La muchedumbre que aguardaba un desfile aéreo y ahora corre desesperada. Con cada bomba, adoquines, asfalto y baldosas saltan astillados por el aire. Algunos corren hacia las recovas, pero una nueva explosión los alcanza. Unas pibas oficinistas chillan histéricas, paralizadas, sin atinar a nada. Una de ellas, ensangrentada, corre buscando protección. Los autos, los colectivos, aceleran. Pierden el control, como ese taxi que sube a la vereda de la plaza, atropella un muchacho y se estrella contra un árbol. Las explosiones, el griterío. Es tan ensordecedora la masacre que al rato se taponan los oídos. Esa niebla de combustible y polvo. Desde los techos de la Casa de Gobierno responde el tartamudeo metálico de las ametralladoras. Una bomba explota cerca, reventando un sector de la fachada. Más acá, una ráfaga de metralla barre un grupo de hombres y mujeres y chicos que, aturdidos, deambulan en la bruma. Los aviones vuelan bajo, atronadores. Muchos corren hacia la boca del subte. Encharcados en su sangre, los cadáveres quedan esparcidos en las baldosas y los canteros.
En el ataque se descargan nueve toneladas de explosivos. Según el contralmirante, la primera estimación de los muertos en el trágico suceso fue dada al día siguiente de los acontecimientos. La masacre tuvo como saldo, siempre de acuerdo con sus cálculos, las muertes de ciento cincuenta y seis ciudadanos y más de novecientos heridos.
Los muertos, según detalló el contralmirante, fueron: Ricardo J. Pariente, Carlos Rodríguez, Gregorio A. Matos, Nelsi Guerra, Octavio Marzetti, Ricardo Lucero, Reinaldo Reyna, Antonio Vico, Adolfo Beltrán, Manuel Otero López, Eduardo Marchione, Domingo O. Gentrel, Juan Marino, Julio Benítez Pérez, Cornelio Melitón Mimo, Darío Tartani, Juan A. Oliva, Carlos A. Cepeda, Horacio Croce, Carlos Rodríguez, Severo Aguirre, Salvador Pérez, Alfredo Gregorio Larrosa, Luis A. Ferrario, Osvaldo P. Azundoni, Roberto Luis Gregoria, Juan M. Arianovich, Ángel B. Lehamann, Julio A. Mercante, Máximo Correo Gómez, José Mariano Bacalja, Dulio Barbieri, Alfredo Méndez, Viola Luises, Roberto Pera, Julio Moscante, Luis Paslacua Canales, Augusto Puchulu, Estanislao D. Cheleco, A. Castello Suponi, J. M. Turré, Paulino Toledo, Cándido Bestol, Pedro Rivera, Ricardo Blanco, Domingo Marino, Vicente Caucuadrio, Alberto W. Herrera, L. M. Winner, Ángel Raúl Díaz, A. Domingo Rosse, Pilar A. Mesúa, Carlos Bruno, Leandro Gamba, Bonifacio Quintana, Eduardo Contreras, Oscar Perierola, Juan Carlos Cressini, Jacobo Faena, Ángel Adolfo Lorenzo, Carlos Enrique Laura, Miguel Seijo, José Juan Miglioli, Hugo López, Raúl Alberto Núñez, Francisco Mana, Luis Mario Achín, Rodolfo Gavay, Antonio Biondi, José M. Ruiz, Jorge José Gaudio, Mario Pessano, Ricardo Obertello, Alejo Núñez, Emilio Castillo, H. E. Cano, Salvador Puglisi, Zulema Mercedes Merlo, Felipa Herrera de Anfosi, Ana Victoria Roncagni, Pascual Viola, A. Baigorria, Enrique Adolfo Cossi, Manuel Gariburu, Domingo Gentile, Julián Yubero, Emma Vilches, Germinal Chardelli, Constantino Chidiak, Nelly Doyle de Aleman, José A. Díaz, Hosain Hosses, Antonio J. Castillo, Bifoges Farak, Julio Pereyra, Santiago Pulenta, Juan Pérez, Elio Casagrande, Ignacio Olarde, Camilo Baucero, Sara Bermúdez, Iva Jarak, Rosa Doseglia, Samuel Ventura, Hans Midner, Luis Rodríguez, Hugo Schierling, Félix Vicente Calvo, Victorio Salustiano Furmaneri, Justo Ledesma e Italo Angelucci.
Según el marino, el resto de la nómina corresponde a cadáveres NN.
Pero su estimación es mezquina.
La lista real de víctimas es más vasta, acota el profesor. Y también la cifra de NN. Se han calculado casi cuatrocientas muertes, más de dos mil heridos, cerca de cien lisiados.
Minutos después del ataque, el gobierno pide por radio la concentración inmediata de los trabajadores en la Plaza. Todos los medios de movilidad deben ser ser usados, por las buenas o las malas. En los alrededores de la CGT van a recibir instrucciones. Los trabajadores se lanzan hacia el centro de la ciudad en autos, camiones, colectivos, carros. La reacción es inmediata, dice el profesor. Quien se pregunte a qué se debe esta espontánea respuesta popular la encontrará, entre otras medidas, en los derechos laborales, los tribunales de trabajo, las vacaciones pagas, el aguinaldo, la jubilación, la salud pública, la protección de la maternidad, ancianos y niños, el voto femenino. La convocatoria de la central obrera proporciona más víctimas a la masacre.
Desde el Ministerio de Marina se dispara contra la Casa Rosada. El fuego cruzado de las ametralladoras liquida a quienes buscan refugio. Cuatro baterías de artillería se emplazan en Paseo Colón y abren fuego contra el Ministerio. Pronto, un grupo de civiles se suma al asalto del ejército que habrá de reducir a los golpistas. Si bien el putsch está casi sofocado, los trabajadores siguen acudiendo a la Plaza. Pero cuando el ataque parece terminar, tres gloster meteor se despegan de la nubes y en vuelo rasante arrojan sus bombas y desaparecen sobre el río.
Me gusta imaginar a las enamoradas, heridas pero todavía con aliento, intentando un gesto. Se arrastran entre la chatarra, el humo. Una estira un brazo hacia la otra. Delia pronuncia el nombre de su amada. Lía se incorpora apenas. Cuando Delia consigue acercarse, Lía le sonríe. Su mano ensangrentada le entrega el poema.
Cuando quiero imaginarme ese poema, en un papel que vuela entre el viento de las explosiones, recurro a una imagen consoladora para disolver la opresión que me produce el recuerdo de ese mediodía.
Lía muere casi sin darse cuenta, la cabeza destrozada. Ahorro la descripción de sus sesos desparramados junto a los neumáticos del troley. Delia yace torcida, boca abajo, no muy lejos, en un charco de sangre que se va agrandando.
También yo estoy ahí, buscándolas, tropezando entre chatarra, escombros, muertos y heridos. Me llevo algo por delante, caigo, y en la caída busco agarrarme de la nada. Aturdido, me arrodillo. Una explosión me vuelve a tumbar. Al levantarme, en el tambaleo, sostengo algo en la mano. Una piernita de nene.
No voy a volver sobre ese punto.
Cuando el General habló por radio, las ambulancias atravesaban sin parar la ciudad. Colaborando, había camiones cargando cuerpos hacia los hospitales. Muchos llegaban, además de mutilados, tapados por diarios o una lona empapados en sangre, ya sin vida. La garúa brillaba en las calles y el asfalto reflejaba el fuego de las iglesias. Los techos y cúpulas incendiados iluminaban la ciudad con su resplandor tembloroso. La masa se había arrojado sobre la Curia, junto a la Catedral. La nafta regaba las reliquias de la colonia. Las damajuanas de combustible pasaban de mano en mano. Hombres, muchachos y pibes se lanzaron después a la iglesia de Santo Domingo. Los santos y las vírgenes de yeso y madera eran transportados a la calle y se transformaban, cuando no en mofa, en botín. Las naves de los templos ardían y el saqueo se prolongaba. Altares, íconos, cálices, ropajes eclesiásticos se consumían en las llamas. Algunos se disfrazaban con sotanas y mantillas. Otros se ponían gorros de cardenales. Ardía Santo Domingo y también San Ignacio, La Merced, San Miguel y La Piedad. Los saqueadores posaban como bufones para los reporteros gráficos, enarbolando un cáliz, un crucifijo labrado, un estandarte.
Y yo, con el mismo sentimiento contradictorio que había acompañado aquella manifestación que quemó la Casa del Pueblo y el Jockey Club, seguí en la calle. Quería estar cerca de los acontecimientos, tan cerca que, lo admito, me era imposible fingir que no me tentó participar en los incendios. La profanación me impulsó, con una sonrisa tan idiota como profunda, a apoderarme de un candelabro. Ese que está ahí, señala el profesor. Es de plata.
Del mismo modo que, en aquel atentado, cuando los explosivos contreras asesinaron trabajadores reunidos en una concentración de la CGT, y esa noche fue recordada por los reaccionarios como la noche de la quema del Jockey Club, también esta noche lluviosa no sería recordada tanto por las víctimas del bombardeo como por la quema de las iglesias. Que del cielo descendiera una llovizna tímida y no un diluvio que apagara el fuego parecía sugerir que, si había un Dios, estaba del lado de los incendiarios.
Pero Dios había muerto.
Lo que ves que ha muerto, dalo por perdido, cita el profesor.
Catulo, dice. Y hace un gesto despectivo. En la penumbra puede apreciarse que en su sonrisa hay más tristeza que sarcasmo, más piedad que rencor.
Fulsere quondam candidi tibi soles.
De nuevo, haciendo un esfuerzo para recordar, mueve los labios: Mi traducción, murmura el profesor, es defectuosa. Traductor traidor, me dirán una vez más. Con acierto, el reproche. Soles luminosos te brillaron un día, dice. Aunque también pueden ser lúcidos soles.
En ese período me volqué al latín, consagrando mis angustias a la traducción de Catulo. Me agotaba con el latín. Ahogaba madrugadas enteras buscando concordancias castellanas para los aciertos de aquella legendaria marica romana, sus blasfemias y procacidades. Nada más ajeno a mi gusto que esa lengua muerta.
No me preocupaba el porvenir de mi traducción. Extraer de las ruinas de una lengua muerta esa poesía desbordante de sensualidad me obligaba a un despojamiento. Un amanecer me pregunté qué carajo estaba haciendo al sepultarme en la etimología. Lo mío, al excavar en declinaciones polvorientas indagando qué vida pudo trascender la muerte, era antropología forense.
Ya no me inquietaban los desplantes de ese preceptor que, finalmente, se había casado con su noviecita casta y pura. Cuando lo arrinconé en el colegio para que tomáramos un café y me explicara qué había quedado de nuestro torbellino de calentura y desencuentro, él me dijo que eso que para mí había sido un metejón fulminante y corrosivo no había sido para él más que una racha de confusión. Había arribado a la conclusión de que era un muchacho normal, amaba a su esposa, quería formar una familia. Tenía que comprenderlo, me dijo. Si de verdad lo quería, tenía que comprenderlo y respetar su voluntad. Lo vi alejarse por el corredor. Unas semanas más tarde, lo sorprendí en el laboratorio del colegio experimentando con un alumno de segundo año.
Ya era septiembre, pero la primavera tardaba en aposentarse en la ciudad. Llovía todo el tiempo. Lejos de experimentar la irrupción del deseo nuevo y errante como en otras primaveras, yo vagaba por las calles como un extranjero.
Una tarde entré en la Richmond y pedí un clarito.
Y sus amigas, me preguntó el mozo.
De viaje, le contesté.
Lejos, me preguntó.
Muy.
El mozo insistió:
Cuándo van a volver, me dijo.
Apuré el clarito. Pagué. Salí.
Si bien tenía una llave del departamento de Lía, me faltaba valor para entrar solo. La llamé a Nélida que, previsible, estuvo dispuestísima a acompañarme. Hay personas que parecen estar siempre aguardando para mostrarse auxiliadoras. Y Nélida era una de ellas. Había bastante de exhibicionista y de chusma en su ayuda. Podría detallar lo que sentí cuando entramos en aquel departamento en Floresta. Un tren pasó cerca. Me pareció que se movían las paredes. La muerte hace que, apenas concluida la historia con alguien amado, se vuelva prehistoria. Al entrar en el departamento me atacaron todas las noches Piaf que habíamos compartido con Lía. Si esos recuerdos, memoria de ayer nomás, se habían vuelto pasado remoto, también yo había envejecido años en esos meses.
Nélida, al principio, se movió por el lugar con la unción de quien ingresa en un lugar sagrado. Pero después, liquidado el pudor, empezó a revolver por todas partes como si, al sacar una porcelana, un tintero, cualquier objeto, pudiera adueñarse de la experiencia que encerraba. Nélida hacía turismo y estaba dispuesta a robarse unas cuantas postales del museo. Me calmó la indignación notar que tenía tobillos gruesos.
De un ropero sacó un piloto y se lo probó mirándose en el espejo interior de la puerta.
Cómo me queda, me preguntó.
No esperó mi respuesta.
Con el piloto puesto, Nélida se detuvo frente a una foto. Ahí estábamos los tres: Lía, Delia y yo, en la Plaza de Mayo. Con las palomas.
Nunca me atreví a preguntártelo, Gómez, dijo Nélida. Pero ahora que Lía no está, podés decirme.
Qué, le pregunté.
Entre Lía y vos, tanteó, nunca pasó nada.
Ante mi silencio, insistió:
Y entre Delia y vos, tampoco.
Literatura, querida. Sólo literatura.
A lo mejor, podemos rescatar alguna obrita para acercarle a Victoria, dijo entonces Nélida. Después de todo, fueron mártires.
Me quedé callado.
Ya pasó todo, Gómez.
Qué pasó, le contesté.
Pero Nélida, atareada en hurgar en una mesa de luz, probarse un anillo luchando con sus dedos regordetes, no registró mi pregunta.
No hay caso, forcejeó. No me entra.
No tuve fuerzas, ni entereza, para quedarme más tiempo. Busqué esta carpeta celeste. La encontré. Y también las cartas que Delia le había escrito a Lía. Debo haber estado en el departamento apenas unos minutos. Lo suficiente como para traerme todos estos papeles. Mis papeles.
Empecé a caminar por Rivadavia. La congoja se me confundía con desesperación. En el reflejo de una vidriera vi un muchachito. Morocho, recién lavado, campera de frisa, el bolsito al hombro. Un peón de la construcción, supuse. Nuestras miradas se encontraron en el reflejo de la vidriera. No hizo falta mucho más. Seguí caminando por Rivadavia hacia el Parque Lezica. En la negrura del parque, me senté en un banco. Tenía unas ganas de llorar. El muchachito se me acercó.
Yo también estoy triste, dijo con una tonada del noroeste.
Necesito unos pesos para pagar la pensión, dijo.
Le desabroché la bragueta. No podía contener el llanto.
Qué va a ser de nosotros sin el General, dijo.
Mientras se la chupaba, yo lloraba cada vez más.