Propongo ahora que caminemos por Florida hasta llegar a Harrod’s. Y que entremos por la puerta giratoria de la gran tienda inglesa que atrae a las damas que la van de elegantes y distinguidas. Ustedes pensarán que me dirijo hacia la confitería, donde pueden estar Lía y Delia. Pero no. Lía y Delia puedan estar perfectamente en la confitería, pero nosotros vamos ahora en otra dirección. Como en todo desvío, en éste también llegaremos a esa historia de amor. Pero la que importa ahora es otra, que, si bien está relacionada con la pasión de mis amigas, no se queda atrás en gravedad. Así que crucemos el vastísimo salón de la planta baja, doblemos hacia la izquierda y vayamos hacia los ascensores.
Acompáñenme, pide el profesor a las sombras de la noche. Esperemos que el muchachito ascensorista, uniformado como un botones del Plaza, baje la palanca y detenga la caja metálica para anunciar el piso de la sección lencería. Siempre por las alfombras mullidas del salón, acerquémonos discretamente hacia una de las empleadas de la sección, la más joven.
La señorita Azucena.
Ahí la tienen. Rubia, más bien menuda, espigada, aunque de cadera generosa, Azucena empezó a trabajar en Harrod’s a los dieciocho recién cumplidos. Aunque tiene veinticuatro, sigue pareciendo menor. Tiene rostro de madonna y unos arrobadores ojos celestes. El uniforme se ocupa de disimular sus formas, los pechos erguidos, chicos y firmes, la cintura estrecha y la cadera amplia. A Azucena le avergüenza un poco la exuberancia de sus nalgas en esa silueta que pretende mantener delicada. Sin embargo, esa desmesura que la turba frente a un espejo se compensa, al bajar uno la mirada, con las piernas estilizadas y esos tobillos delgados que la complacen tanto como el busto.
Cruza de sangre española con alemana, oriunda de Villa Ballester, Azucena es, como casi todos en el país del crisol de razas, hija de inmigrantes. Sus padres son un tendero gallego y una repostera tirolesa. El padre, dueño de un negocio de saldos y retazos, se opuso a que la hija, además de estudiar Letras en el profesorado nocturno, prefiriera independizarse de su negocio y buscara empleo de Harrod’s. Si bien le daba cierto orgullo que su hija trabajara en la tienda inglesa, le costaba resignarse a que rehusara quedarse tras su mostrador. La madre, en cambio, mientras se deslomaba horneando strudels, estimuló las inquietudes de la hija, lectora devota del Werther, que confundía el romanticismo desbocado con la creación literaria.
Un buen partido, Azucena, pensaban los padres. Empleada en la importante casa inglesa, futura profesora, lo menos que merecía aspirar era a un marido con título: médico, abogado, ingeniero. Pero, para escándalo familiar, Azucena se enamoró de un divorciado.
Y es acá, dice el profesor, en este aparente desvío, donde surge una historia lateral que, a su modo, no lo es tanto. El obstáculo que, como en toda trama, deberá salvarse para llegar al final, el desenlace.
Azucena es un primor, me confesaría una noche el profesor De Franco. La amo con locura.
Cincuentón, De Franco había sido flechado por su alumna en el profesorado nocturno. Separado, padre de un varón y una mujer, De Franco estaba dispuesto a mandar al diablo la soltería que tanto le había costado obtener luego de veinte años de matrimonio. A sacrificar la libertad misógina duramente recobrada, por esa flor de piba.
Flor de piba, así definía a Azucena.
Por primera vez en mi existencia alguien me arrancó de mí mismo, iba a confiarme De Franco, cuenta el profesor Gómez.
Si un mérito le reconocía De Franco al peronismo era que implantara la ley de divorcio. Por fin iba a ser libre. Por fin puedo ofrecerle mi libertad a Azucena, me dijo, entusiasmado, por esa época. Porque qué es la libertad, Gómez, sino el albedrío para elegir un cautiverio.
Hombre mayor y poeta menor, Gabriel De Franco se había puesto el “De” como signo de presunta alcurnia para firmar sus libros de versos. El prestigio que pudiera concederle no contribuyó, como esperaba, a la difusión de su obra. Como tantos intelectuales, De Franco la había ido de izquierdista en su juventud y, más tarde, declinó hacia una visión escéptica de las grandes causas que, según algunos de sus antiguos camaradas de Boedo, se había vuelto puro conformismo. Otros, en cambio, atendiendo su celebración de lo cotidiano, lo reclamaban para el movimiento nacional. Debía admitirse que, en su perseverancia por poetizar lo cotidiano, además de enfocar sutilmente lo social, De Franco había manifestado una coherencia, siempre fiel a su lema, que daba en llamar “una poética de la restricción”. Caminante incansable de la ciudad, De Franco solía escribir, cuando lo derrumbaba el agotamiento físico, en los bares.
Hay que escribir cuando el cuerpo no da más y, sin embargo, lo pide, me dijo una vez.
Silencioso, parco, a menudo cáustico, De Franco cultivaba una figura entre la moda y el descuido. En ese desaliño suyo había algo de negligencia estudiada. Como en la simpleza elemental de sus poemas.
En las cosas, me dijo una tarde, ahí están las ideas.
De Franco parecía siempre absorto en un problema metafísico que no cualquiera podía comprender. Deliberadamente, se había vuelto un tipo cuyo encanto era el desencanto. Cuando emitía una opinión, apelaba a una anécdota mínima. Y se notaba, a su pesar, que en esa voluntad de ejemplificar con lo chico había una elaboración que, previamente, le había devanado los sesos. En más de una oportunidad me pregunté hasta dónde no era un impostor. En ese “De” podía haber una explicación. Del mismo modo en que, para ennoblecer su apellido, el hombre había recurrido a esa presunción de aristocracia, más tarde, para nombrar a su amada, reemplazaría el apellido gallego por el tirolés. En una de ésas, corresponde pensar, lo suyo no era tanto una pretensión de clase como ese mal inexorable que ataca a tantos: la confusión entre literatura y realidad.
Las verdades simples, decía De Franco, se encuentran en la sombra de un patio, en el eco de pasos en una vereda, en el gorjeo de un canario, en el perfume de una arboleda llovida, Gómez. Uno se deja embelesar por la gloria de un parnaso futuro y no se da cuenta de que no hay lauro comparable a la quietud de la siesta. Mire, Gómez, se lo digo con toda sinceridad.
Soñamos con las estrellas del cinematógrafo pero la auténtica belleza está en una chiquilina de la otra cuadra, no sólo más próxima sino también más lozana. Le cambio las muñecas de figurín y toda la perfumería de París por la fragancia jardinera de una jovencita de Villa Ballester.
Aunque me llevaba veinte años, De Franco creía ver en mí un joven galán que, en el ámbito docente, se comportaba con mesura. Esta suposición suya, que yo me esmeraba en no desmentir, fue volviéndome, con el tiempo, un amigazo, como le gustaba considerarme.
Estas conversaciones nuestras, Gómez, son entre hombres. No es menos hombre quien duele por una mujer. Usted me entiende. Permítame que le confíe un último poemita, me decía.
Entonces sacaba una libreta de almacén en la que escribía a lápiz sus versos. Porque De Franco pensaba que su poesía serena y vecinal merecía escribirse a lápiz en esas páginas modestas.
Necesito hablar con alguien, Gómez, me decía. Usted, que es un caballero, sabrá comprender la circunstancia que estoy atravesando.
Azucena, decía De Franco. Mi pequeña Azucena, decía.
En la narración conviene aplicar los secretos del arte de la lencería. Una historia seduce siempre más por lo que oculta. Lo que se sugiere siempre es más revelador que aquello que se exhibe. Ningún secreto: la narración y la lencería aplican toda su seducción cuando prefieren insinuar. Así como una narración no es un diario de la tarde con fotografías sensacionalistas, la lencería es la antítesis de la exposición de ganado en la Sociedad Rural.
De Franco conoció a Azucena en una de sus clases. Desde la primera mirada que cruzaron, el poeta sufrió un desajuste en todo el cuerpo. Le costó concentrarse en el análisis de las églogas de Garcilaso.
Salid sin duelo lágrimas corriendo, repetí manteniéndole la mirada a la rubiecita. Y ahora, al contarlo, me parece que fue así, Gómez: ella me sostuvo la mirada. Sonó el timbre. Hubo ese revuelo del alumnado parándose, juntando sus carpetas y sus libros, la estampida hacia la puerta. En esa marea de muchachos y chicas, seguí con la mirada a la rubiecita. Me pareció que se retrasaba. Entonces giró apenas, y otra vez su mirada y la mía se encontraron. Después, los que iban detrás la empujaron y la perdí de vista en ese último grupo que ya se apuraba en ganar el pasillo. Solo en el aula, empecé a guardar en el portafolios el Garcilaso, el ensayo de un hispanista y mis anotaciones. Aunque en las calles se había instalado un marzo lluvioso y fresco, en el aula perduraba esa tibieza que dejan los cuerpos en un lugar cerrado. Me pareció que sentía por primera vez el olor de los pupitres y la tiza. La soledad abrupta del aula era también la mía.
Esa noche, al volver a su refugio de solitario, como él lo llamaba, De Franco se sintió raro. El refugio era un departamento en el cuarto piso de un edificio art nouveau en Chacabuco al setecientos, frente al teatro Margarita Xirgu. A De Franco le gustaba, por las noches, acodarse en el balcón de esa sala que daba a la calle y, desde ahí, con un vaso de sello verde, contemplar cúpulas, terrazas y techos imaginando que vivía en otra ciudad y que él era otro.
La poesía es un ejercicio de nostalgia, Gómez, me dijo De Franco. Nadie, cuando está contento, escribe un verso decente. Hay que sentir nostalgia, la impresión de que lo vivido con amor se pierde definitivamente. O trate de citarme, querido Gómez, un poeta optimista que valga la pena.
Whitman, contesté sin vacilar. Y al citar a Whitman temí, por un segundo, que De Franco pudiera atisbar mi inclinación.
No se confunda, Gómez, me dijo De Franco, paternal. Lo de Whitman no es poesía. Más bien el himno norteamericano.
Y después:
No se moleste porque disentimos, colega. De la discrepancia, del debate de ideas, surge siempre alguna luz. Hágame un favor. Esta noche, cuando arribe a su domicilio, escarbe en su corazón. Y verá que, en las dichas extraviadas del pasado, se encuentra el material más rico para la inspiración.
No soy un poeta, De Franco, le aclaré, como si hiciera falta. Puedo traducir con gusto, pero soy incapaz de versificar algo personal.
Para que la lira suene es necesario tocarla todas las noches, Gómez. Todas.
Pero volvamos a esa noche en que De Franco cruzó su mirada con la de esa alumna rubiecita sobre el fin de la clase. Al regresar a su balcón, notaba una exaltación que lo asustaba. El ritual de nostalgia se le había arruinado. La noche húmeda, de pronto fría, le ocultaba la vista de la ciudad con una bruma casi llovizna. La sello verde, en vez de motivarlo, lo sumía en un estado desolador. Volvió a su escritorio y abrió, al azar, un libro de Fernández Moreno. Encontró un poema y lo copió en su libreta de hule negro:
“Ordéname el pensamiento,
—lo único que te pido—
para eso me lo has revuelto”.
Fue De Franco quien acometió el primer gesto de acercamiento al llamarla por teléfono a Harrod’s, aunque la alumna no vaciló en reconocer más tarde que, aquella noche en el aula, esa miradita que le había enviado al profesor era una correspondencia. De Franco pasó a buscar a su alumna a la salida de Harrod’s. Mientras la esperaba, desde la esquina de San Martín y Paraguay, esforzándose por distinguirla entre las siluetas de empleados y vendedoras que salían, De Franco pensó que le llevaba más de treinta años.
El miedo al ridículo le estaba jugando en contra, pero pudo más el impulso que lo había llevado hasta esa esquina y, controlando el nerviosismo, identificó a Azucena, separándose del personal, un grupo de hombres y mujeres jóvenes. Azucena caminó resuelta a su encuentro.
Cómo podía ser que un poeta que había hecho un culto de lo simple limando su lenguaje hasta reducirlo al hueso de las cosas, ahora no diera con las palabras adecuadas, se reprochó De Franco.
Quizá le deba una disculpa, Azucena, arrancó. Creamé que no me fue fácil decidir llamarla. Quisiera que mis sentimientos le quedaran claros a pesar de la torpeza con que me expreso. Espero que no le parezca una impertinencia que nos tuteemos.
En absoluto, le contestó Azucena. Invíteme a tomar un té.
Fuimos hacia la Gran Vía del Norte, me contó más tarde De Franco. Mire qué petulancia, Gómez, denominar así esa avenida.
Si a De Franco le costaba contarme, más lo inquietaba guardar solo esta historia. Pretendía ser objetivo, describir simplemente, como en uno de sus versos, lo sucedido en ese primer acercamiento a su alumna. Y a la vez se proponía, en la precisión de las palabras, esquivar el ridículo.
Apenas nos pusimos a caminar por la avenida hacia Callao, reparé que tal vez podíamos cruzarnos con alguien conocido. El profesor y la alumna, pensé. El viejo libidinoso y la doncellita, pensé. Me di cuenta de que estaba apurando el paso y Azucena, a mi par, caminaba agitada con un aire entre confiado y altivo. Se me ocurrió rozarla apenas, tomarle el brazo al cruzar una calle, pero me contuve, Gómez. Usted comprende de qué le hablo.
Cómo no iba a comprenderlo. La confesión de De Franco me devolvía a mis escarceos nerviosos con ese preceptor que me encendía. Que yo experimentase una pasión similar me ubicaba en una posición privilegiada para comprender lo que se padece y se goza en una pasión vedada, esa mezcla de goce desatado y bloqueo. Si lo que De Franco había buscado era un interlocutor para compartir en secreto su caída en lo prohibido, había dado con la persona indicada. Le dije:
Lo prohibido, De Franco. Sé de qué me habla.
Es usted un caballerazo, me agradeció De Franco.
Llegaron por fin hasta la confitería El Águila. La muchacha parecía más segura que él. Fue ella quien eligió una mesa apartada. También supo adelantarse, cuando el mozo se acercó a la mesa, y pidió anís para los dos.
Te juro, Azucena, que esto no me pasó antes, dijo De Franco. Y, que conste, soy un hombre que ha vivido. Pero, la verdad, no sé cómo explicarte lo que siento.
No hace falta, dijo Azucena. Tomó un sorbo de anís, se pasó la punta de la lengua por los labios, se echó hacia atrás mirándolo a los ojos. No hay que explicar nada.
Tuteame, insistió De Franco.
Me gustaste desde que te vi. A la salida de clase, cuando te veía perderte solo en la noche, pensaba que lo nuestro era imposible. Cómo ibas a llevarle el apunte a una mocosa.
Pero no soy una mocosa, profesor. Soy una mujer.
El poeta debe caer como un halcón sobre su presa, aconsejaba Fernández Moreno. Azucena tenía la mano helada y húmeda. La de De Franco ardía.
La presa soy yo, pensó.
Azucena le contó que leía a Alfonsina y le preguntó si él la había conocido. De Franco asintió. Y también a Baldomero, dijo. Es mi maestro, dijo. Azucena, conmovida, le preguntó si habían sido amigos. De Franco dijo que no. La admiración le había impedido una aproximación. Se lo habían presentado en una reunión de académicos. Pero como él evitaba frecuentar esos ámbitos, no había vuelto a encontrarlo, se lamentó De Franco. Mientras conversaban, la confitería fue vaciándose. Cuando quisieron darse cuenta, habían pasado lista a la literatura, el cine y la música. A Azucena le gustaban los escritores realistas franceses. Novelas fuertes, dijo. No obstante esta inclinación hacia la novela realista, había en ella también un temperamento romántico: su cinta predilecta era Lo que el viento se llevó. En cuanto a la música, le gustaba toda:
Depende del estado de ánimo con que estoy, dijo. Se me puede dar por los impromptu como por el foxtrot.
Y en pintura le gustaban los impresionistas.
Soy una cotorra, se cortó entonces la muchacha. No paro de hablarle de mí.
Es que yo no tengo mucho que contar, Azucena. Vivo solo. Apenas se implante el divorcio legalizo mi situación.
Te deben querer tus hijos.
No creas. La madre me los tiró en contra.
Permanecieron hasta tarde en la confitería. Al salir, la avenida, poco transitada, era barrida por una brisa húmeda fresca. Se aproximaba el momento de la despedida. De Franco quería postergarlo, pero no se le ocurría cómo. En la vereda, Azucena consultó su reloj pulsera y se sobresaltó.
Voy a perder el tren, se asustó.
No te preocupés, le dije. Y paré un taxi.
Aunque ya era tarde, igual me asustó el papelón que me parecía estar haciendo al tomar del brazo a la muchacha. Creía saber cómo seducir a una dama, pero con la chiquilina me había ganado el desconcierto. A pesar de mis años, ignoraba cómo robarle el primer beso a esa piba en flor.
Subimos a un mercedes negro, siguió De Franco. El taxista me oteaba por el retrovisor, esperando mi señal para dirigirse a una amueblada. Mis peores presunciones se cumplían. A Villa Ballester, dije, cortante.
Y le voy a confesar algo terrible, Gómez, me dijo entonces De Franco. Y, abismándose, respiró hondo antes de confesar:
Andar con Azucena por la calle era como andar desnudo.
En Villa Ballester, no muy lejos de la estación de ferrocarril, el asfalto se volvía tierra, y el barrio, aún poblado, se impregnaba de campo. A De Franco le había parecido que la muchacha entraba en su casa. Pero no. Azucena entró con sigilo por el jardín delantero y volvió corriendo al taxi, con un ramito de azucenas recién cortadas.
Para que no te sientas tan solo, le dijo.
Al volver a su departamento, después de poner en un jarrón con agua las flores y de aspirar ese aroma silvestre, abrió la doble puerta del balcón de la sala y lo mismo hizo en su dormitorio. De Franco hervía y también sus pensamientos. Si la noche anterior no había casi dormido, ahora veía avanzar despacio hacia él, en cámara lenta, otra noche en vela. Sacó el diccionario de su estante y leyó: “Planta perenne de la familia de las liliáceas, con un bulbo del que nacen varias hojas largas, estrechas, lustrosas. Tallo alto y flores terminales grandes. Blancas y muy olorosas. Sus especies y variedades se diferencian en el color de las flores, que se cultiva en el adorno de los jardines”. A De Franco se le antojó que no podía haber definición más completa y certera de su amante. Su éxtasis poético alcanzó el cénit cuando leyó que, entre las variedades de dicha planta, había una llamada “Azucena de Buenos Aires”. Ésta, sin duda, era una señal que el destino le arrojaba como un guante en la cara. De Franco aceptaba el reto.
Y en ese mismo instante se abocó a la creación del primer poema, que, aprovechando el embale, transcribiría en verso libre la definición que le había proporcionado el diccionario. No usaría puntuación tampoco, porque si Azucena había irrumpido en su existencia como una brisa campera, esa misma brisa barrería, además de la métrica, también los puntos y las comas. Esos poemas tendrían, en su estilo sencillo, un carácter elegíaco. Cada uno concentrado en un instante, un detalle, reflejando en lo mínimo el todo, lo universal. Porque, ahora, el universo tendría la medida de Azucena.
Azucena de Buenos Aires, recita el profesor Gómez.
Así decidió De Franco que titularía el conjunto, el libro, porque no iba a limitarse a escribir unos pocos versos. Y se pasó en vela el resto de la noche.
En el encuentro siguiente, después de la salida de clase, cuando por fin se encontraron en la puerta de un café, De Franco temía que una iniciativa torpe de su parte desbaratara el idilio y decidió frenar su precipitación. Salieron a caminar por la ciudad desierta y al rato le dijo:
Mirá, Azucena, es tarde. Y vos sos una piba. No quiero que tengas problemas en tu familia.
No te preocupés tanto, contestó ella. Llevame a algún lado.
Podemos cenar, propuso De Franco.
Quiero conocer tu refugio, pidió ella.
En la oscuridad del taxi estuve por abrazarla, me contó después De Franco. Estábamos tan cerca del beso. Pero me contuve, Gómez. Entonces ella giró de improviso y me dijo:
Avisé en casa que esta noche me quedo en el centro. A dormir en casa de una prima.
Y sonrió con picardía:
Mi prima no tiene teléfono.
De Franco por fin se atrevió a tomar la cara de Azucena entre sus manos y la besó con suavidad. Azucena le devolvió el beso con fuerza. De Franco persistió en otro beso suave y la abrazó. Con la cabeza apoyada en su hombro, ella le dijo:
Parecés mi papá.
Así son las cosas, Gómez.
Los mozos ya empezaban a levantar las mesas. Se había hecho tarde. Como regresando a la madrugada que yacía en el fondo de nuestras sello verde, De Franco continuó:
No lo voy a aburrir con el detalle de mis conquistas, dijo. Que las he tenido, y son cuantiosas. Cuando un hombre se pone a hacer el inventario amoroso es que se declara vencido, no por el recuerdo de lo que fue sino de aquello que ya no será. A pesar de la consumación de mis ganas, con Azucena me sentía un poco así, esa noche.
Si mi reserva me convertía en un caballerazo a los ojos de De Franco, él también lo era. Otro hombre se habría regodeado con la hazaña erótica. Y digo hazaña desde la perspectiva del vulgo machista: desvirgar una doncellita. De Franco, en cambio, no se solazaba con la conquista. Podría suponerse que la experiencia no había sido tan singular porque, como supo por una confidencia de la muchacha, Azucena no era virgen. Ya había tenido un novio. Un operario de la Osram, dijo. De Franco intuyó un desprecio en el tono de la muchacha. Azucena no valoraba ese noviazgo como un romance sino más bien como un accidente fruto de la imposición materna.
Voluptuosísima la pequeña, dijo. Y miró añorante a través de la vidriera del bar, la noche, la calle mojada. Pero convengamos, Gómez, que un viejo, en estos casos, avergonzado por su cuerpo añoso, lo oculta en la penumbra.
Viejos son los trapos, le dije, alentándolo. No era exactamente compasión lo que me causaba De Franco. Más bien, una solidaridad en la que yo, por entonces más joven que el profesor, me anticipaba a mi propia vetustez.
Nunca antes me sentí como con vos, le susurró después Azucena, acurrucada contra su pecho. Creo que hasta ahora no supe lo que era un hombre, dijo ella. Ni tampoco qué significa ser mujer.
Hubo entonces un rebote como de cartones agitados en el balcón, me contó De Franco. Tardamos en sentir con claridad que se trataba de un aleteo. Una paloma, pensé primero. O un gorrión perdido. Pero ese revoloteo ahora penetrando por la banderola, esa sombra más negra que todas las sombras, era un murciélago que, de pronto, entró en el dormitorio y nos sobrevoló lanzando un chillido. Azucena lanzó un grito de asco y horror. El murciélago volaba chocando contra las paredes. Aterrada, Azucena se tapó con la sábana y yo, desnudo como estaba, levanté un zapato y fui a su encuentro. Alcancé a golpearlo con la suela, sentí repugnancia en ese contacto brevísimo. Conseguí espantarlo. En su vuelo, el murciélago se alejó hacia el escritorio, rebotó contra la biblioteca, rodeó la lámpara y después de sobrevolar mis papeles huyó por la puerta entreabierta del balcón. Aun cuando había abandonado el departamento a mí me pareció, apenas un segundo, en una visión fugaz, que mi propia sombra en la pared era la del murciélago. No la sombrita parpadeante a que nos tienen acostumbrados las películas de Bela Lugosi. Mi visión fue la de un sino premonitorio. Mi autorretrato. Eso vi entonces. Porque, mientras volvía hacia Azucena, a su cuerpo dulce y tibio estremecido por el miedo, me pregunté si acaso no era yo un vampiro que nutría mi existencia con la juventud de esa menor.
Al contar, De Franco siempre evitaba el detalle anatómico. Pude entender este pudor que no era fingido, y no sólo debido a su estilo poético, parco y contenido. A medida que pasaba el tiempo, porque ya hacía más de un año largo que se había enredado con Azucena, sus confesiones, como su metejón, se habían tornado más graves. Como vate era consciente de que la mención de unas pocas cosas bastaba para referir el clima de un encuentro. Pero en esos breves detalles era visible que la relación con Azucena estaba arrinconando a De Franco. Buscando resistirse, quiso averiguar si era capaz de librarse del deseo probando otros cuerpos, me confió una noche. Pero no hubo caso:
No habrá ninguna igual, Gómez. Ese verso me machaca.
Azucena se percataba de que él no tenía paz:
Deberías ser más vos mismo, me dijo una madrugada, Gómez, mientras nuestros cuerpos yacían en un después. Una lluvia helada baldeaba las calles. Y era reconfortante quedarse exhaustos, abrazados en ese nido con nuestros olores y el susurro asmático de la estufa de kerosene, con sus llamas violáceas por toda iluminación en el ambiente. Y cómo sería eso, le pregunté. Azucena se me acurrucó contra la axila:
Podrías tenerme así todas las noches de tu vida si lo quisieras, Gabriel.
Te referís al matrimonio, le dije. No era una pregunta.
Llamalo como quieras. Acaso un matrimonio no puede quererse como nosotros nos queremos.
Ya estuve en el infierno, Azucena. No me lo hagas recordar.
Yo sé que con el tiempo vamos a querernos más.
Es al revés. Con el tiempo se quiere menos.
No digas esas cosas. Casémonos, Gabriel.
De Franco podía vaticinar que, en unos años más, Azucena lo plantaría por un joven, practicando con éste todo lo que aquél le había enseñado. Era preferible apurar el final que postergarlo, se dijo.
Mirá, piba. El día que yo afloje me mandás el colacionado, ¿estamos?
Vos te hacés el gallito porque tenés otras por ahí, dijo Azucena. Te creés que soy una pánfila. A ver cómo reaccionás el día que te diga que conocí un muchacho.
Y para qué querés que nos casemos, si se puede saber.
Quiero un hijo tuyo, Gabriel.
Me sonreí, Gómez, dijo De Franco. Al relatarme aquella conversación con Azucena era un perro apaleado. Era tan perfecta esa noche, la tibieza de estar acurrucados, uno junto al otro. De Franco supo que ese instante iba a ser eterno. Más eterno que un matrimonio. Como un poema, pensó.
Casate vos, Azucena, le dijo entonces. Casate, tené un hijo y volvamos a ser amantes.
Azucena empezó a manejar la situación, poco a poco. Sabedora de los espasmos de fuga de De Franco, y los amargores que les seguían, cuando lo veía volver, rendido, a buscarla, en sus ojos celestes asomaba la picardía:
Dónde estuviste, Gabrielito.
Y no es una pregunta, Gómez. Cuando le da por llamarme Gabrielito me revienta, me confesaba un De Franco cada vez más hundido, horas después, frente a una sello verde, en algún café de Avenida de Mayo.
Una noche, sin avisarle, fue a esperarla a la salida de Harrod’s. Desde la esquina De Franco vio el alboroto de empleados despidiéndose, los rostros de cansancio y alegría después de la jornada.
Hasta que las últimas jóvenes se dispersaron me quedé esperando, Gómez. Algunos empleados se saludaban con una camaradería confianzuda con las muchachas. Entre las muchachas había las que se daban un beso, quienes se palmeaban y quienes, separándose, iban al encuentro de un novio o un amigo. Había algo en esas relaciones que me estaba vedado, algo que me era inaccesible. Cuando el personal ya empezaba a dispersarse, vi a Azucena conversando con un joven delgado, morocho, de traje cruzado, con entradas de calvicie prematura, más bien bajo, que le sonreía almibarado. Debo confesarle, Gómez, que los trajes cruzados siempre se me antojaron de un gusto chabacano. Además, el joven no paraba de gesticular como un actor italiano, reteniéndola con un entusiasmo que no lograba contagiarle a Azucena. No había que ser zorro viejo para darse cuenta de que estaba entregado. Bastaba ver sus manos ahuyentando insectos invisibles en torno a mi muchachita.
De Franco pensó que Azucena no lo había visto. Pensó en pegar media vuelta y marcharse a paso firme. Pero ella lo vio. Saludó levantando un brazo, como diciendo ya voy.
Durante unos minutos que a mí me parecieron interminables, pareció compartir de golpe el entusiasmo del joven demorando la partida. Finalmente, se despidió. Le dio un beso y cruzó la calle hacia mí. El joven permaneció un instante en la puerta de la tienda, observándome. Pude apreciar la rivalidad en su mirada.
Pedrito es un admirador, me dijo Azucena. Está empleado en compras, haciendo carrera. Es músico también. Toca el acordeón. Estás celoso, se divirtió Azucena. Me extrañaste mucho, sonrió tomándome del brazo. Ves que no podés estar sin mí.
Para Azucena era toda una aventura caminar esas calles prostibularias del Bajo. Pasamos por un piringundín. De adentro emergía en sordina un mambo. En la puerta, una puta se miraba las uñas carmín. Al pasar, la mujer comentó algo que preferí ignorar. Cerca, un matón vigilaba. La noche húmeda y pegajosa del Bajo hedía a perfumes baratos, alcohol y petróleo. Esquivamos unos marineros que avanzaban tambaleándose y, sin soltarle el brazo, le pregunté:
No te parece más apropiado mi departamento.
Me encanta este ambiente, dijo Azucena.
A vos te conviene Pedrito, le dije. Él nunca te traería acá. Te llevaría al altar.
Azucena se apretó contra mí:
Pero yo quiero ser tu putita, me susurró.
De Franco hizo una pausa. Se preguntaba si estaba yendo demasiado lejos con la revelación de sus secretos, me di cuenta. Haberme contado ese pedido de Azucena, más que un regocijo en la memoria, era hurgar en una lastimadura:
Así entramos en una amueblada de la calle Bouchard, siguió. Había unos farolitos carmín en la entrada. En la salita de recepción, detrás del mostrador, una cincuentona gorda, teñida, escotada, con pinta de madama, nos sonrió con concupiscencia.
La menor, preguntó la gorda, tiene documentos.
Soy la hija, contestó Azucena, desafiante.
La mujer quedó muda.
Azucena contraatacó:
Tiene espejos la habitación.
Yo puse un billete sobre el mostrador. La gorda no vaciló en atraparlo. Giró hacia el casillero de las llaves y haciendo tintinear unas, me las tendió. Subimos por una escalera alfombrada de rojo.
A cuántas trajiste acá, preguntó Azucena.
A ninguna, le mentí. Sos la primera.
En el pasillo había olor a desinfectante y un jorobadito uniformado con chaleco, moño y botines sentado en un banco. Al lado tenía una mesa baja con toallas, jabones y papel higiénico. Vino hacia nosotros, nos entregó dos toallas, un jabón y un rollo. Yo le di unas monedas de propina. De un cuarto del fondo nos alcanzaron unos gemidos de mujer y un jadeo ronco de hombre.
Apenas entramos a la pieza, Azucena contuvo la risa:
Lo que habrá de escuchar el jorobadito, dijo. Y después:
Dale, confesá. A cuántas trajiste acá.
Por qué te preocupan tanto las otras, le pregunté. No será que querés saber cómo es hacerlo con una mujer.
Por qué no, contestó Azucena mientras inspeccionaba el cuarto.
Debí ver algo más que desenfado seductor en esa respuesta de Azucena, Gómez. Debí ver el peligro. Pero me negué a aceptarlo. En efecto, había espejos en ese cuarto. En el techo, a los costados de la cama, en la cabecera. La única pared sin espejo era la que daba a la calle, al puerto, los mástiles borrosos en la niebla. La media luz de esa pieza, nuestros cuerpos reflejados en los espejos, reproduciéndonos en cada posición. Fue entonces que pensé: y si la preño. Si la preño esta noche.
Casarse, un chalecito de barrio suburbano, enanos de jardín, pensé mientras la penetraba. Las noches de verano, sacar una silla a la vereda mientras los chicos cazan luciérnagas, pensé. Dejarme crecer las uñas de los pies, usar chancletas y matear. Los sábados por la tarde ir al café de la esquina a distraer el tedio conyugal con unas partidas de billar. Un pijama rayado como uniforme de presidiario. Enterrarme, de una vez y para siempre, en una vida mediocre, pensé. Una forma excelsa de llevar mi poética sencillista hasta sus últimas consecuencias.
Por atrás, me pidió Azucena. Era una orden: Hacemeló.
Del otro lado de los docks, en una dársena del puerto, sonó como un mugido la sirena de un remolcador.
Fue por aquellos días que De Franco me lo pidió: quería que yo conociera a Azucena.
Necesitaba una opinión. Una opinión neutral, objetiva, dijo.
Pero si la tengo vista, le recordé. Usted me la señaló hace tiempo en el profesorado.
No me refiero a una opinión visual, Gómez, dijo De Franco. Necesito el juicio técnico de un conocedor del alma femenina como usted. Si hasta ahora ha sido un caballerazo, no me va a fallar ahora.
Lo acompañé nomás. Sin demasiada gana. Y también ignorando que de ese encuentro decisivo surgirían toda clase de complicaciones. No quiero perderme en otra digresión ni adelantar los sucesos que empezarían a complicarse a partir de esa noche, cargándome de culpa, ya que en más de un sentido había sido yo el catalizador al conducir a De Franco y Azucena a la Richmond, donde nos aguardaban Lía y Delia.
Las dos escriben, informé a De Franco. Lía es periodista y poeta. Delia, en cambio, es más narradora.
Azucena estaba hechizada. Para la muchacha, caminar por Florida a esa hora de la noche, entre el poeta maduro que emulaba a Fernández Moreno y el profesor de literatura inglesa significaba pasear por alguna peatonal del Parnaso. Pude advertir los nervios que tenía. Como suelen hacer los jóvenes, al encontrarse entre mayores que respetaba, Azucena calló todo comentario que pudiera sonar atropellado y prematuro. Por momentos, el suyo era un silencio más avergonzado que introvertido. Me acuerdo de la actitud paternal de De Franco, un chiste suspicaz que hizo sobre la diferencia de edad entre él y nosotros. Después de todo, como ya dije, el joven Gómez era apenas mayor que Azucena. De Franco, en un segundo en que Azucena se nos adelantó, hizo otro comentario, indigno de un poeta y de un hombre medido. Al mirarla de atrás, llamaba la atención su resolución al caminar. Imposible no fijarse en ella, en su contoneo. El comentario que hizo De Franco, si bien elogioso de las formas de la muchacha, no lo dejaba bien parado:
A mí me gusta cuando se aleja, dijo. Comprenderá a qué me refiero, Gómez.
Todavía esta noche me recrimino haber festejado esa ocurrencia revisteril. Al incurrir en ese humor procaz, De Franco había mostrado una faceta que le ignoraba, demasiado parecida al miedo.
Azucena se volvió. No le fue necesario decir nada para transmitir su molestia.
De Franco quiso arreglarla:
Me refiero a que la poesía viene cuando tu encanto se aleja, Azucena, dijo. No hay como el alejamiento para alimentar la inspiración.
Si querés que me vaya, contestó Azucena, no tenés más que decirlo.
No quise ofenderte, muchacha, quiso conciliar De Franco. Yo hablaba de poesía.
Yo también, le retrucó ella, altanera.
Y no se quedó ahí:
Cuando se hace ironía con un sentimiento es porque no puede soportárselo.
Y aclaró, por si hacía falta:
Alfonsina Storni.
Brava la muchacha, pensé.
Para aflojar el disgusto de Azucena, De Franco la tomó de un brazo, le susurró un piropo que no alcancé a oír. Pero no hubo caso. Ella se había puesto esquiva. Y así seguimos, hasta la Richmond.
Lía esperaba en una mesa del fondo. Tenía el pelo recogido, unos lentes modernos que nunca le había visto y fumaba en boquilla. Estaba sumergida en la lectura de un libro, subrayándolo. Vi que era una novela de Stefan Zweig. Hice las presentaciones y nos sentamos a la mesa. Azucena observó el libro, le pidió permiso a Lía y lo hojeó, deteniéndose en un subrayado:
El que no es apasionado, leyó, llega a ser, cuanto más, un pedagogo.
Y miró a De Franco antes de seguir:
Hay que llegar siempre a las cosas desde adentro, partiendo siempre, siempre de la pasión.
Pude pescar la mirada de Lía a Azucena. Había visto antes esa mirada suya. Vi también cómo Azucena le devolvía una sonrisa. De Franco no captó lo que había en esa mirada de Lía. Ni tampoco el brillo encandilado en los ojos de Azucena.
Y Delia, pregunté. Supuse que estaría con vos.
Ya no creo que venga, contestó Lía. No es la primera vez que me planta. Anda medio perdida.
No conocía este libro, dijo Azucena. Me gustaría leerlo.
Te lo presto, si querés, le dijo Lía. Pero cuando leas a Proust te va a parecer más agudo en el análisis de los celos.
Proust, intervino De Franco. La poesía de los pequeños detalles.
Proust es más que eso, De Franco, dijo Lía. Los celos bien pueden ser un método de conocimiento. Del otro y de uno mismo. No se conoce al ser amado en lo que se comprende por entrega tanto como en los celos.
Azucena estaba deslumbrada. Lía se volvió hacia ella:
Tenés que leer a Proust, le dijo.
Miré la hora:
Delia debe haber tenido algún problema, dije.
Lía me ignoró:
Por qué no pedimos unos claritos, dijo. Y hacia Azucena:
Vos también escribís.
Estudio, contestó Azucena. Y lo miró a De Franco.
Lía siguió su mirada:
Entiendo, dijo.
Lía empezó a evitarme en los días siguientes. Hubo una semana de tormenta, una sudestada se apoderó de la ciudad. Pero ni un temporal, por implacable que fuere, solía ser impedimento para que Lía y yo no nos encontráramos. Habíamos pasado tempestades más tremendas. Pensé que algo había sucedido entre Delia y ella. Que Lía no diera la menor señal, que incluso se hiciera negar en el teléfono de la redacción del diario, indicaba que algo grave ocurría.
Una noche de esa semana borrascosa, a pesar de que era tarde y seguía lloviendo, no aguanté más y me tomé en Once el tren del oeste. Bajé en Floresta y caminé hasta su departamento.
Lía se asustó al abrirme:
Qué pasa, me preguntó.
Tenía una marca en la mejilla.
Eso mismo pregunto yo, dije, y le toqué apenas la marca en la cara.
Un accidente, murmuró ella. Nada grave. Unos chorritos. Me atracaron cuando estaba viniendo de la estación para acá. Era de noche, caminaba por Yerbal, estaba oscuro, me tomaron por sorpresa. Como me resistí, me felpearon. Nada grave. Por suerte no fueron más que unos pesos.
No te creo, le dije.
En su mesa de trabajo, al lado de la máquina de escribir, entre dos pilas de libros, había un ramo de azucenas en un florero de porcelana.
Y Delia, pregunté.
Qué te pasa, Gómez.
Pensé que éramos amigos.
Vos tenés muchos amigos últimamente, dijo Lía.
De Franco es un compañero del profesorado. Más que amigo, soy su confesor.
El padre Gómez, se burló ella.
Estás muy rara, Lía. No te veo bien.
Por qué te metés en lo que no te importa.
Es que vos me importás, nena. Ahora, si querés que me haga el otario, me hago. Pero a mí no me engrupís.
Le toqué de nuevo, con la punta de un dedo, la marca en la mejilla.
Delia, dijo ella.
Y sonrió triste. Me preguntó si quería un coñac. Acepté. Lo necesitaba.
Fue después de esa noche en que nos vimos en la Richmond, arrancó Lía. Me prometés guardar el secreto.
Palabra de honor, dije.
Qué honor ni que ocho cuartos, Gómez. Ni aunque te picaneen en el Departamento Central. Jurame.
No te basta mi palabra.
Estoy cansada de las palabras, dijo ella. Por el preceptor ese que te tiene a maltraer, por él jurameló.
Te lo juro, asentí.
Después de aquella noche en la Richmond, arrancó Lía, la llamé a Delia, le dije que teníamos que conversar. Había muchas cosas pendientes. No sólo si nos rajábamos a París, y cómo lo haríamos. Pero la conchuda se frunció. Antes tenía que definir otra cosa, me dijo. Qué tenés que definir, le pregunté. Dame tiempo, me pidió. No me podés tener como me tenés, Delia, siempre clavada. Lo nuestro quiero definir, me dijo ella. No es para hablarlo por teléfono, entonces, dije yo. Quiero que me lo digas en la cara. Te espero en Plaza San Martín, hoy mismo, la conminé. No me importó el diluvio. Si en ese lugar nos dimos el primer beso, ahí nos íbamos a dar también el último. Quizá no hace falta que nos encontremos, reculó Delia. A mí sí me hace falta, le dije. Llovió tanto el jueves. Acordate, Gómez. Estuve a punto de llamarla de nuevo y cancelar. Pero no lo hice. Cómo habrá sido mi voz en el teléfono que Delia, que siempre llega tarde a todas partes, esa noche ya estaba protegiéndose de la lluvia bajo los árboles cuando llegué yo. Estás loca, me dijo. Estoy empapada. También yo estaba empapada. Intenté besarla pero se apartó. Nos vamos a morir de una pulmonía, dijo. No estaría mal, le contesté. Morir juntas. De fiebre. Cada una con un termómetro en la concha. No le causó gracia. Crucemos al Plaza, me dijo. Qué, tenés miedo de estar a solas conmigo. Y si fuera así qué, me enfrentó ella. Si fuera así, sería parte de la definición: me temés, Delia. A mí tampoco me causaba gracia la situación. Pero ella no tenía ovarios para mandar todo al carajo, y se lo iba a decir, cuando ella me dijo que ya no podía más. Que tenía un hijo. Que me lo había presentado para que yo comprendiera. Tu hijo es una coartada, dije yo. Ella me pidió tiempo, que le diera tiempo. Que estaba confundida. Que quizá lo nuestro no había sido más que un desvarío suyo en una crisis conyugal. Quizá lo que le había ocurrido era que precisaba alguien que la escuchara. Alguien, repetí. Alguien no es un pronombre tan neutro, Delia, le dije. Si yo soy alguien, soy alguien con un sexo. Tal vez no sentíamos lo mismo, balbuceó ella. Quería probar si era posible salvar su matrimonio. La que se quiere salvar sos vos, le dije. Y sabés qué me contestó, Gómez: No estoy segura de si me gustan las mujeres, eso me contestó. El asunto no es si te gustan las mujeres. El asunto es si te gusto yo. Necesito pensar, dijo ella. Dame tiempo, por favor, suplicaba llorando. Hasta cuándo iba a esperar, Gómez. Sabés qué sos, le dije. Una como tantas que vende la vagina por seguridad. En el fondo sos una burguesita a la que le asusta jugarse. Quizá no seas mejor que tu marido. Y la que se equivocó fui yo.
Podía imaginarme la escena, cuenta el profesor. Las dos en la noche, bajo la lluvia, sacudidas por el viento, la conversación crispada, Lía encendiendo con dificultad un cigarrillo tras otro, Delia temblando de frío, subiéndose las solapas del impermeable. Lía podía ser más que incisiva cuando le surgía la bronca.
Te conozco, mi amor. Y disculpá que te diga mi amor. Porque ahora parece que mi amor te ofende. Ahora no te querés acordar de las cosas que me dijiste, de las que me hiciste. Y qué vas a hacer con todo lo que yo siento. Lo mismo que con lo que escribís. Vas a esconderlo como te escondés vos. La lengua del malón es tu lengua. Es la mía. Es lo prohibido. Es la violencia de una pasión. De este puto país. Pero lo que escribiste, aunque lo quemes, está escrito. No lo vas a borrar así nomás. Te va a condenar mientras vivas. Mirá, no sé para qué me gasto. Si ni sabés de qué estoy hablando. Me usaste. Pero de amor, haceme la gauchada, no le hablés más a nadie, porque no tenés derecho. Ni sabés de qué se trata.
Por favor, le rogó Delia.
Rajá, turrita, contestó Lía.
El cachetazo de Delia la asombró más de lo que le dolió. Lía trastabilló, estuvo a punto de perder el equilibrio. Delia tiritaba. Le castañeteaban los dientes:
Perdoname, dijo. No quise hacerte daño.
Lía le sonrió con furia:
Ya me dañaste.
Y cerró el puño y le acertó una trompada en la boca. Delia cayó hacia atrás, sentada. Con el impacto se había mordido la lengua.
Perdoname, volvió a rogar Delia, con sangre en la boca. Dame tiempo. Por favor.
Sos una cagona, le dijo Lía.
La ayudó a incorporarse. Pero, al hacerlo, la agarró de la nuca, la atrajo hacia sí y le dio un beso de lengua, lamiéndole la sangre. Después se pasó la lengua por los labios y dijo:
No te quiero ver más.
En el reloj de la Torre de los Ingleses eran casi las diez.
Paladeé el coñac en silencio. Lía suspiró fatigada. Manoteó un paquete de cigarrillos. Había vuelto a fumar negros, y ya no usaba boquilla. Era más la Lía que solía acompañarme en aquellas expediciones extramuros.
Lo que me contás explica muchas cosas, dije.
Ya no duele tanto, dijo Lía tocándose la cara.
Entiendo, dije yo. Y volví a mirar el ramo de azucenas.
De eso no voy a hablar, Gómez.
Ni falta que hace, dije.
Seguía debiéndole a De Franco mi opinión sobre Azucena. Pero yo también necesitaba tiempo y logré esquivarlo unos cuantos días.
Tiene su carácter la muchacha, le dije por fin, cuando me interceptó una noche en un pasillo del profesorado. Eso era lo que me parecía: audaz, intrépida, para su edad. Quién diría, le dije a De Franco, con ese aspecto angelical y púber, piensa como una mujer de ideas. No cabe duda, en ella se percibe su impronta.
De Franco no pareció conforme con mi comentario. Pero el timbre nos envió a cada uno a un aula.
A la salida de clases, como tantas veces, caminamos juntos una punta de cuadras. Íbamos en silencio, pero yo no podía olvidar el ramo que había visto en el departamento de Lía.
Qué quiso decirme con intrépida, Gómez, me tanteó De Franco.
Que la muchacha no retrocede ante los tabúes, dije.
Habíamos llegado, por Avenida de Mayo, hasta la 9 de Julio. De Franco tenía ganas de contarme algo:
Lo invito con una sello verde, dijo.
Esperó a que nos sentáramos en un bar y el mozo nos sirviera las dos copitas desbordantes de cubana. Entonces, después de un sorbo, como tomando envión, dijo:
Si Azucena no fuera valiente no me habría dicho lo que me dijo anoche, después del amor: que conoció a alguien. Pedrito, supuse yo, pero me equivocaba.
Y dale con Pedrito. No me esgunfies, dijo ella.
Entonces quién, pregunté.
Una persona, dijo Azucena. No importa quién.
Más joven, preguntó De Franco.
Es todo lo que te preocupa, dijo Azucena. La edad.
Tenés razón, piba, dijo De Franco impostando reciedumbre. Es que todo en la vida ya es más joven que yo.
Yo te quiero, Gabriel. Porque te quiero no puedo mentirte.
Esto tenía que pasar alguna vez, dijo De Franco que pensó en aquel momento. Y se impuso contemplar a Azucena, retener en el fondo de las pupilas su desnudez, su mirada, su voz. Porque supo que era la última vez que estarían así. Que, a partir de esa noche, el departamento sería inmenso. Y la cama, una antártida. En un último intento repitió su cantinela:
Casate, Azucena. Casate, tené un hijo y volvamos a ser amantes.
No me puedo casar con esta persona, contestó ella. Ni tener hijos.
De Franco no estaba preparado para lo que ella le dijo:
Es una mujer.
El profesor Gómez se toma unos segundos para recapacitar:
Cuando encontramos por azar la prenda de un ser amado que nos abandonó, dice, el hallazgo puede ser venenoso. Si se trata, por ejemplo, de una prenda íntima. Hay que imaginarse en los pozos en que se desbarrancaba De Franco luego de la partida de Azucena cuando, al abrir un cajón del ropero, era sorprendido por un soutien o una liga que irrumpía a traición, ponzoñosa, conservando todavía esa fragancia que, al aspirarla, De Franco creía emanación de su ser más íntimo.
Azucena, estaba visto, había ingresado simultáneamente en nuestras vidas causando estragos. Mientras De Franco padecía al descubrirse oliendo una enagua olvidada, del mismo modo Delia, a su manera, hacía esfuerzos para no pensar en Lía, pero ahí, en esa caja protegida por papel celofán y atada con un moño celeste había guardado las cartas que le había escrito hasta no hacía tanto, cuando se apagaban el verano y el amor.
Delia se había propuesto afianzar su matrimonio confiando que el tiempo serenaría los recuerdos de esa aventura que no dejaba de quemarle. Pero no tardó mucho en decepcionarse. Una de esas madrugadas en que el capitán regresaba de conspirar, le sorprendió que su esposa estuviera despierta, esperándolo. Delia acudió a su encuentro con los labios incendiados de rouge, el camisón entreabierto y precedida por perfume francés.
Cuando una esposa actúa como vos hay dos posibilidades, dijo el capitán. La primera, que después de años de matrimonio le estén arrastrando el ala. Y, para satisfacer esas ganas que se le despertaron, se aferra a su marido para no ceder a la tentación. La segunda, no menos improbable, es que la esposa ya tenga un amante. Y, para cubrir cualquier posible sospecha, empieza a tomar ella la iniciativa. Vos dirás, querida, si me equivoco. A qué se debe esta fiebre.
Delia se enfrió:
El matrimonio no es un juego de guerra, le dijo desde el baño, quitándose el rouge. Y yo no soy una cualquiera.
Si te ponés así es porque algo de razón debo tener, Delia.
Ninguna razón, le contestó ella.
El capitán esperó a que se abriera la puerta.
Vení, la abrazó, tomándola por la espalda. No te me hagas la ofendida.
Era en esos momentos cuando Delia más añoraba a Lía. La congoja se le atragantaba. Se dejaba maniobrar por el capitán, fingía que era suya, emitía unos quejidos complacientes y, finalmente, esperaba a que él se durmiera para tocarse pensando en Lía.
Hay quienes, encendidos por la pasión, tienen la capacidad de protagonizarla. Y otros, como yo, que sólo pueden ser testigos, dice el profesor en la alta noche. Que accediera a estas voces me concede un papel a la vez secundario y privilegiado en el transcurso de los hechos. Fui elegido para escuchar, podría decirse. Pero hasta dónde, me pregunto en noches como ésta, tenía conciencia del rol que me asignaban, y la aparente pasividad mía para ser depositario de tanto secreto no era sino una forma de participar, a posteriori, arrogándome el sentido de esta trama que cuento cincuenta años más tarde, esta noche.
Una mañana, al pasar por la sala de profesores, encontré un mensaje que alguien me había anotado en un papel. Llamar a la Sra. de Ulrich, decía la notita, escueta. Y más abajo: Llamó dos veces. Tardé en encajarle a Delia el apellido de casada. Hasta entonces, debo aclararlo, mi relación con ella había sido a través de Lía. Si fuerzo la memoria me cuesta recordar alguna vez que hubiéramos estado los dos a solas. Que Delia me telefoneara, que lo hiciera con insistencia, me alarmó. No vacilé en responder el llamado. Delia atendió al instante.
Me bastó escuchar su voz para darme cuenta de cómo estaba. Necesitaba conversar conmigo, me dijo. Estaba preocupada por Lía, me dijo. Habían tenido una discusión horrible. No daba para hablarlo por teléfono, me dijo. Nos citamos en la Ideal.
Cuando entré en la confitería la vi en un rincón contra la pared, ensimismada en un libro, poemas de Verlaine. Me dije que el libro era una excusa para mantener la cabeza gacha, ocultar el moretón que tenía. Yo ya sabía el origen de esa marca. Me limité a preguntarle qué le había dicho al respecto a su marido.
Su cara de velorio me enterneció.
Estarás al tanto, dijo.
No podía hacerme el desentendido:
Qué puedo decirte.
Y era verdad: qué iba a decirle. Que Lía, después de todo, se las había ingeniado para sobrellevar la ruptura. No quería usar esa palabra. Pero, en el fondo, me parecía el término más adecuado, además de saludable. Quizá la gresca que habían tenido era auspiciosa. Yo siempre había temido lo que podría suceder si el capitán llegaba a enterarse. En una de ésas había sucedido lo mejor.
Estoy asustada, Gómez.
Te escucho, le dije.
La extraño.
Me estás pidiendo que interceda, Delia. No sé si sirvo como celestino.
Te pido que la ayudes, me dijo.
Lía sabe cuidarse. Me parece que la que precisa ayuda sos vos.
La extraño, repitió ella. Pero no sé qué hacer.
Qué sentís.
No sé, dijo Delia. Un vacío inmenso.
Estás escribiendo, le pregunté. A veces ayuda.
Cartas, me contestó Delia. Cartas que después no me atrevo a enviarle.
Delia quiso aguantar las lágrimas, pero no pudo.
Disculpame, dijo. Pero yo no tengo su coraje. Sin un marido, sin un hijo, tal vez todo sería distinto. Este sentimiento no me deja vivir. Me propuse olvidarla, Gómez. Pero no puedo. Cuando miro a Martín, cuando él me cuenta del colegio, cuando lo veo jugar solo, cuando se me acerca buscando un mimo y a mí no me surge, me digo que no tengo derecho a estar ausente. Mi marido no importa. Pero mi chiquito, aunque sea el fiel reflejo del padre, no tengo derecho a sentir lo que siento. No sé cuánto voy a resistir en esta situación, Gómez. Te juro que pensé en.
No la dejé terminar:
Ni me lo digas.
También para hacer eso soy cobarde, dijo Delia.
Le tomé la mano. Estaba helada.
Pensé en llamarla. Pero no me atrevo después de lo que pasó.
Por qué no, dije.
Y mientras lo decía, contra lo que había pensado unos minutos antes, supe que iba a arrepentirme. Ver a Delia en ese estado me rompía el corazón. Siempre tuve poca resistencia al dolor, tanto al ajeno como al propio. Teniendo en cuenta los peligros de la relación entre esas dos, que yo ahora la instigara era una auténtica gallinada de mi parte. Por no soportar el dolor de Delia, en lugar de aconsejarle que se esforzara, que persistiera en retomar su vida de esposa y madre y, de este modo, protegerla no sólo a ella sino también a Lía, yo le estaba diciendo lo que ella quería escuchar.
Pero cómo no entenderla. La espera, yo sabía lo que eran las horas pendiente de un llamado. Dando vueltas en torno al teléfono. Mirando la hora. Uno se inventa una actividad cualquiera. Pero la cabeza está en otro lado, en la espera. Y si no se aguanta, si se decide salir, poner distancia entre el teléfono y la ansiedad, aterra pensar que el llamado puede producirse mientras uno no esté. Y si, igual, armándose de valor, uno sale, en la calle le parece ver a quien tendría que llamar, pero no es. Uno se dice que, cuando vuelva, se animará a llamar. Tendrá una excusa: había salido, va a decir. Pensé que quizá me habías llamado. El que espera, desespera. Por supuesto que la entendía a Delia.
Pero también quería librarme de una buena vez de esas lágrimas que, además de incomodarme, me obligaban a pensar avergonzado en las tantas noches que también yo, llorando a moco suelto, babeándome inconsolable en la almohada de mi soledad, añoraba a mi preceptor ingrato.
Tenés una cara, me apiadé.
Hace tiempo que no duermo, dijo Delia. Si no es con pastillas, no puedo pegar un ojo. Igual, apenas me hacen efecto. Me despierto al rato, siempre por la misma pesadilla: estoy por cruzar una frontera pero no tengo pasaporte, me van a retener, me van a meter presa, busco el pasaporte, lo busco y lo busco, pero no lo tengo. Entonces me despierto en un grito.
Llamala, le dije.
Sólo así pareció calmarse.
Desde su última confesión, De Franco había empezado a evitarme. Había que verlo, enflaquecido, como volviéndose un faquir. Azucena, me comentó una noche, estaba faltando a sus clases. Me pregunté cómo se las arreglaba para dictar su materia. Otra noche en que nos cruzamos a la salida del profesorado me anunció que ahora estaba dictando poesía mística. San Juan de la Cruz. La noche oscura del alma. Las visiones en la prisión en Toledo formaban parte de una búsqueda de la perfección. Desde su celda, San Juan oyó la voz de un joven cantando un villancico: Muérome de amores. El místico tuvo una visión. En el calor asfixiante de la celda se le apareció la Virgen en toda su belleza y esplendor.
La poesía y la oración comparten más de lo que parece, Gómez, me dijo De Franco. Ahora que he dado por perdida a la muchacha, mis versos se han vuelto más simbólicos y, a la vez, más realistas. Digamos que estoy llegando al hueso.
Preferí no hacer una alusión a su flacura.
De Franco me inquietó al pasarme un brazo por el hombro, atraerme, confidente, para recitarme por lo bajo:
“Para venir a gustarlo todo,
no quieras tener gusto en nada.
Para venir a saberlo todo,
no quieras saber algo en nada.
Para venir a poseerlo todo,
no quieras poseer algo en nada.
Para venir a serlo todo,
no quieras ser algo en nada”.
Y a modo de apostilla, De Franco me pasó una mano por el hombro, confidente:
Ése es para San Juan el modo de subir por la senda al monte de la perfección. Y nos informa cómo esquivar los caminos torcidos. Estoy en eso, Gómez. Porque después de vivir lo que viví con Azucena, qué me queda. Para venir a poseer lo que no posees, has de ir por donde no posees. Estoy ingresando en la gran noche del sentido, Gómez. Quizá no deba guardar hacia ella más que gratitud.
Siéntase dichoso, De Franco, le dije. Piense en el calvario de aquellos que, como yo, no tienen el arte para salir de un pozo y seguir adelante.
No, Gómez. Piense que, a veces, los artistas creamos para mitigar el pánico. Si fracaso con la lira, me marcho al Chaco. Me pierdo en la selva. Si el hombre viene del mono, por qué, dígame, no volver al origen.
Cuando me acuerdo de esa época, no me olvido del clima político, espesándose día a día, noche a noche. Quizás es en tiempos sombríos, de persecución y complot, que los sentimientos, aprisionados, se hacen también espesos y el deseo se vuelve oscuro. Muchas veces sentí que la historia nos arrastraba, que yo era como quien se aterra al sumergirse en la correntada de un río barroso y, envuelto en un remolino, trata con desesperación de bracear hasta la orilla, hacer pie en ese fango que ofrece una esperanza precaria.
La historia nos arrastraba, pero no nos dábamos cuenta de que, aun cuando le esquiváramos el cuerpo, estábamos condenados a sus exigencias. Porque la calentura, aunque no sea visible como una manifestación o una bomba, suele también hacer, con menos aspaviento, la historia.
No fui un testigo imparcial. Ni en la historia colectiva ni en la privada. Estuve en esas manifestaciones arrolladoras, caudalosas, fui testigo tanto del atentado de ese abril en la Plaza como integrante de la masa que avanzó hacia la Casa del Pueblo, quemó su biblioteca y después, en un grito, marchó hacia el Jockey Club y lo incendió. Que no haya echado leña al fuego no significa que no participé. Así como estuve más tarde en ese junio que se nos venía encima con el rugir de los cazabombarderos volando hacia el centro de la ciudad, sobre la Plaza, estuve también, mientras el odio se agazapaba, prestándole atención a lo que me confesaban esos seres estremecidos por sus destinos cruzados.
Siempre tendemos a considerar nuestras virtudes y miserias como una ficción supina. En su pasión, también Lía, Delia, De Franco y Azucena deben haberse creído protagonizando una. No se me olvidaba, al escucharlos, que se pensaban actuando roles estelares cuando, en verdad, cada uno era un actor secundario en la existencia de los otros. Destinos cruzados. Nos damos importancia. Y después los años, que nada remedian, nos develan la chiquitez de nuestras presunciones. Porque, a mi modo, al ser elegido como testigo, yo también elegía, imaginando que con mi intervención, iba a conseguir que esos cuerpos encajaran en la medida de su deseo. Un enviado especial del destino participando en la historia que se armaba. Eso pensé que era yo en esa época: capaz de reparar los desencuentros, de ofrecerle a esas almas a la deriva un rumbo que las apaciguara. Saber es poder, se dice. Con esa omnipotencia que me daba saber lo que todos no le contaban a nadie excepto a mí, tuve en oportunidades la certeza de estar moviendo los hilos, manejándolos como a títeres. El teatro de la vida, dirigía.
Delia la llamó a Lía.
Y yo me sentí Shakespeare.
Un gilito fui.
Lía no pudo con su genio. Y la citó a Delia en Harrod’s. Cuando me llamó para contármelo creí notar alegría en su voz, pero cuando me dijo dónde la había citado advertí en ese tono más de perfidia que de contento.
Por favor, Lía, le pedí, no le hagas daño.
Si vos tuvieras la chance de darle un escarmiento a tu preceptor, qué harías.
Delia te ama, dije.
Ahora la que necesita tiempo para pensar soy yo, me contestó. Qué te creés, que la paqueta se la va a sacar de arriba.
En más de un aspecto, comprendía el estallido de Lía esa noche, el puñetazo y esa despedida con el gusto de la sangre de Delia en la boca. El tinte de pathos que había tenido la escena le otorgaba, si no justicia, al menos la legitimación de una venganza. Pero cuando pensaba en Delia, en su pánico, no podía menos que comprender su pedido, aun cuando el tiempo contribuyera apenas a la anestesia del dolor amoroso.
En todo caso, no le hagas mucho daño, dije.
Y, para disimular, agregué:
Mirá que te vas a aburrir pronto de tu chiche nuevo.
La mañana de ese martes en que tenía que encontrarse con Lía, la pobre Delia se despertó con jaqueca y mareos. Tenía chuchos, arcadas. Probó con genioles, paratropina, pero el malestar no la dejaba en paz. Estuvo todo el día contando los minutos, preparándose para la cita, previendo la conversación. Sabía que todo cálculo era inútil. Sin embargo pensó cómo vestirse, ensayó qué decir. Pero tanto la ropa como las frases elegidas se le hacían afectadas. Finalmente, cuando se acercaba la hora del encuentro, decidió arreglarse con sencillez, sin otro maquillaje que una nota de rouge.
No pudo llegar tarde a la confitería, demostrando que podía controlar su estado. Antes de entrar en Harrod’s, para hacer tiempo, fue a una galería de arte y después a curiosear novedades en Galatea, donde compró una edición de Les liaisons dangereuses de Choderlos de Laclos. Pensó en regalarle la novela a Lía. Después se arrepintió: esperarla, y con un regalo, era demasiado. Y tan luego con ese libro. Pensó en las cartas que le había escrito a Lía en todo el último tiempo y sintió, además de un retortijón, vergüenza. Lo que le faltaba ahora era descomponerse, se dijo. Se impuso entretenerse con la lectura si la otra se retrasaba, como efectivamente ocurrió. Para sobreponerse al malestar fue al toilette y sacó de su cartera la paratropina. Las arcadas eran más fuertes que ella. Vertió unas gotas en su boca y se miró en el espejo. Estaba palidísima. Buscó el rouge en la cartera y volvió a pintarse los labios. Estás fatal, se dijo. Convenciéndose de que iba a reponerse, se mojó las muñecas con agua fría, se secó y volvió al salón. Pero, de nuevo en la mesa, no logró fijar la atención en la lectura. Pasaba las páginas y miraba la hora.
Al ver venir a Lía se dijo que era más fácil, aunque se humillara, asumir que iba al pie y ceder a las palpitaciones.
Hola, la saludó con frialdad Lía. Cómo estás.
Que se saludaran con un beso amable, pensó Delia, no quería decir nada. Para ella, ese beso era una limosna. La perdí, pensó. Tenía que medirse en lo que expresara, pensó. No podía darse el lujo de un paso en falso, pensó. Cada palabra, se daba cuenta, adquiría ahora un valor que excedía su significado. No mucho tiempo atrás esos mismos gestos eran espontáneos, pero ahora tenían una trascendencia atroz. Y Lía, con astucia, aprovechaba su ventaja.
Contame, le dijo.
Cómo estás, le preguntó Delia.
Bien, sonrió Lía. Muy bien.
Se miraron en silencio.
Lía miró el libro:
No cambiás más vos.
Y vos qué, le repuso Delia. Si no fueras la que sos, no sabrías de este libro.
Touché, se sonrió Lía.
Delia empujó el libro sobre el mantel:
Te lo regalo, dijo.
Tenés miedo de que tu marido descubra tus relaciones peligrosas.
Por favor, Lía. No vine a seguir peleando.
Si cuando se conocieron había sido Lía la que tomó la iniciativa, pensó Delia, ahora le correspondía a ella, a pesar del nudo en el estómago, arremeter, lanzarse:
Perdoname.
No tengo nada que perdonarte. La que se equivocó fui yo.
No te equivocaste.
Lo siento, pichona, dijo Lía. Pero los metejones son así. Se logra una altura y después caés en picada. Igual que un aeroplano, en tirabuzón. Cuando querés enderezar el aparato y levantar vuelo, es tarde, te estrellaste. Por suerte ya me estoy curando del accidente.
Perdoname, Lía.
No podemos volver a lo de antes.
Cómo sabés.
Porque lo sé. Yo sé lo que siento. Siempre.
Dame una oportunidad.
La que precisa tiempo ahora soy yo.
Delia hubiera deseado no hacer esta pregunta:
Te enamoraste de nuevo.
No estoy sola, si es lo que te interesa saber.
Es más joven que yo, preguntó Delia.
Qué, sonrió Lía. Querés que te la muestre.
Por qué no, la desafió Delia.
Lía se sonrió enigmática, midiéndola:
Seguro que estás bien, la tanteó. Estás pálida.
No soy una cagona, dijo Delia.
Acompañame, entonces, dijo Lía. Quiero ver si hay una liquidación en lencería. Necesito un deshabillé.
Desde cuándo usás deshabillé.
La gente cambia, mi amor.
Azucena atendía a una madre con su hija quinceañera cuando vio avanzar por el alfombrado mullido a Lía con Delia. Estaba desplegando ante las clientas un camisón rosa pálido adornado de encaje y los celos la punzaron. Quién podía ser esa mujer, se preguntó. Además, Lía la traía del brazo.
Disimulando frente a las clientas, se mordió el labio inferior y siguió relojeándolas. Delia le pareció elegante y distinguida, pero bastante estirada con ese aire de pituca. En cuanto a Delia, la muchacha le resultó bonita, no tanto quizá por su belleza rubia como por su juventud. Las rubias siempre son algo vulgares, se dijo. Los celos la aguijonearon tanto como a Azucena, pero ninguna de las dos, en el paso de comedia perversa que Lía había montado, mostró la hilacha.
Sos una degenerada, dijo Delia por lo bajo. Es una mocosita.
Lo que cuenta no es la edad, le dijo Lía. Son sus pétalos.
No sé qué hubiera hecho yo en ese momento, acota el profesor Gómez. Cabe preguntarse qué buscaba Lía al reunirlas sin que la escena se le fuera de las manos. Más tarde, Azucena habría de preguntarle a gritos qué tenía en común con esa paqueta. Pero eso fue más tarde. En la sección lencería, mientras Delia, con una diplomacia cargada de sutileza, se ofrecía a ayudar a Lía en la elección de un deshabillé, a Azucena no le quedó más remedio que asisitir muda a la escena mientras esperaba librarse de las clientas.
Me encanta cómo te queda, decía Delia. Y hacia Azucena y las clientas:
No le queda regio.
Azucena asintió, furiosa por dentro, amabilísima por fuera.
Dejame que te lo regale, se adelantó Delia.
Pero ya me regalaste el libro, dijo Lía.
Qué libro, se puede saber, preguntó Azucena, ya liberada de la madre y la hija que no habían comprado nada.
Les liaisons dangereuses, dijo Lía.
Lo leíste, se intrigó Delia.
Me aburrió, dijo Azucena. Las cartas me aburren.
Lo leíste en francés, insistió Delia. Porque la lengua es fundamental.
No habría de saber de ese encuentro en Harrod’s sólo por Lía. También Delia me dio su propia versión de los hechos. Tenía que reconocer que la chiquilina se había mantenido a la altura de las circunstancias: ninguna de las dos le había dado a Lía el gusto de un escandalete.
Todavía querés volver, le pregunté.
Delia vaciló:
Esa vendedora, dijo. Lía no pudo caer más bajo.
Desde ese segundo llamado, Delia empezó a buscarme con frecuencia, dice el profesor. Una vez más yo era ungido confesor. Y una vez más me daba cuenta, al deslizar un comentario, del poder que se me adjudicaba. No era sólo el tipo en quien se podía confiar. Era también el que se consultaba, y mi laconismo, la economía de mis opiniones, adquiría el poder de una sentencia. No era tanto un voyeur como un demiurgo que, enmascarado en la timidez, orientaba impunemente lo que había dado en llamar el teatro de la vida.
Ahora, a casi cincuenta años de los hechos que narro, mi perspectiva de lo sucedido se ha vuelto culpa. Podría calificar mi participación en lo ocurrido como cobarde. Me considero, sin omnipotencia, responsable de lo que los otros hicieron con su destino. Pero la responsabilidad no es una categoría que lo exime a uno de culpa. Esta noche compruebo una vez más que la amnesia es un beneficio que me está vedado. Yo sabía: Si la chingás con lo que decís, Gómez, la vas a pagar cara. Yo sabía: sólo la muerte o la amnesia me librarían del castigo de la memoria. Pero sabía también mis limitaciones. Me faltaron agallas para el suicidio y, acostumbrado a la autocompasión, la memoria fue mi castigo.
Tengo un atraso, Gómez, me dijo Delia.
Apenas me senté a la mesa de la Ideal, ese sábado por la tarde, me lo dijo.
Lo único que faltaba, pensé. Mis ideas se disparaban una tras otra. Quizás un embarazo era la respuesta que pondría fin a los interrogantes acerca de cómo podía concluir todo. Debí pensar que un embarazo no es nunca una respuesta. Más bien, una nueva pregunta.
Por los nervios, hice un comentario ingenioso:
Al menos sabemos que no es de Lía, dije.
Es suyo, Gómez.
El razonamiento de Delia era temible: el hecho había ocurrido al intentar esa reparación confusa de su matrimonio. Después de esa pelea en Plaza San Martín. Es decir, bajo el signo de Lía.
En la Ideal no quedaba bien que me pidiera una ginebra doble. Ordené un clarito. Delia balbuceó:
Mi nombre, Gómez. Si lo acentuás, está la clave de todo.
Pensé que alucinaba.
Ponele el acento: de Lía. Delia es de Lía. Este cuerpo le pertenece. Y lo que tengo adentro también.
No es momento para juegos de palabras, Delia. Tu marido lo sabe, pregunté.
Todavía no.
Y Lía.
Tampoco. Sos el primero en saberlo, Gómez.
Qué vas a hacer.
Nunca Delia me había parecido tan suave. Me pregunté cómo podía adoptar una expresión de placidez semejante en esta circunstancia. Y me di cuenta de que no era que adoptara esa expresión. Le surgía natural. Y de pronto, como en una visión, pensé en mi madre. Pensé en su vientre detrás del mostrador de ese negocito de mala muerte en un paraje de la costa. Pensé en su vientre y en las sudestadas. Pensé en su vientre y en sus miradas a través de la vidriera, contemplando ese paisaje donde la pampa se hacía acantilado. La pensé también pensando en mí. De pronto no podía escuchar lo que me estaba diciendo Delia, como tampoco el rumor del ambiente, el sonido de la confitería. Pensé en mi madre, en su vientre y en las sudestadas.
Qué te pasa, Gómez, preguntó Delia.
Disculpame.
Me levanté. Y me fui al baño a llorar.