El profesor Gómez se pasea refunfuñando por este ambiente vasto y neblinoso que en otra época fue salón pero ahora, atestado de libros y papeles, es tan biblioteca como las demás habitaciones de este departamento antiguo. Cada habitación cumple más esa función que cualquier otra. Las paredes del departamento, incluyendo la cocina, el baño, un pequeño vestidor y el cuarto de servicio, están cubiertas de estantes, y en ellos desbordan los libros, biblioratos, carpetas, cuadernos, revistas, fascículos, diarios, folletos, volantes, apuntes, cajas de cartón, papeles y más papeles, hasta el techo. En el piso, en los rincones, encima de armarios, mesas, sillas y sillones, los papeles se elevan en pilas torcidas, columnas a punto de derrumbarse. Más que una vivienda o un estudio, este departamento parece una gigantesca librería de viejo, un archivo en el que pueden encontrarse, entre telarañas y polvo, desde incunables hasta manuscritos comprometedores del siglo pasado. Cuando al profesor se le sugiere esta idea, se detiene y, volviéndose, sonríe con una inquina zorra. Sonríe y carraspea un je.
Los papeles de Gómez, comenta.
A esta hora del atardecer, la hora del regreso, cuatro pisos más abajo, la avenida Rivadavia, a la altura de Pasco, es un mar de motores y, cada tanto, una sirena. El eco nervioso del exterior acentúa el carácter vetusto y callado de este departamento.
Guardo todo, dice el profesor. Yo guardo todo. Acá hay desde versos que se consideran licencias de juventud, rimas pergeñadas por algún pensador ilustre en una servilleta para ganarse el favor de una bataclana, hasta proclamas revolucionarias traicionadas después en los hechos.
Más que una biblioteca, este lugar es un arsenal, se sonríe. De haberme dedicado al chantaje, hoy sería millonario, dice el profesor. Pero no fue ésa mi intención. Tampoco mero coleccionismo, hábito onanista. Lo mío, en todo caso, es pasión por la verdad histórica. La memoria de una patria clandestina, sumergida. Me gusta pensar mis papeles como sábanas que algún día habrán de exhibirse en un balcón, como se acostumbraba antes, después de la noche de bodas: mostrarle al vecindario la sábana manchada de sangre virgen. Todas las páginas de nuestro pasado, sábanas ensangrentadas. Una metáfora: la patria es la novia entregada, desvirgada en una violación.
En los estantes cargados de libros, biblioratos, carpetas, cuadernos, revistas, fascículos, diarios, folletos, volantes, apuntes, cajas de cartón, papeles y más papeles hay también algunas fotos. Un banquete de egresados del profesorado, un mitin político del primer peronismo, una carpa en un balneario sindical de la costa atlántica, jóvenes junto a una chata en un campo. En casi todas esas fotos el joven Gómez es un muchacho criollo, macizo, una de esas miradas indias que no trasuntan nada de lo que les pasa por dentro. Incluso en las fotos en que el joven Gómez tiene anteojos de sol puede imaginarse que detrás de los cristales oscuros acecha esa mirada. Todas las fotos son anteriores a 1955.
El profesor, ahora, septuagenario, borra la sonrisa. Y explica:
Todo se me murió entonces. Y decidí no atesorar más imágenes. Los indios tienen razón cuando temen que una cámara les robe el alma. Mi alma quedó prisionera en esas fotos. Después del 55, no más alma. Después del 55 lo que quedó de mí fue un reflejo del alma que tuve, un parpadeo leve.
El bombardeo, dice. Hay que haber estado en esa plaza. Si se camina por ahí, todavía pueden verse en las paredes del Ministerio de Economía las marcas de los proyectiles.
Yo tenía veintiséis años, se acuerda.
El profesor intenta una descripción del bombardeo. El rugir de los aviones, los gloster meteor en picada, el silbido de los proyectiles, la explosión de una bomba, los nubarrones oscuros, los gritos, las corridas, el tableteo de las ametralladoras desde la Casa Rosada, las corridas, un auto con el motor incendiado, un colectivo humeando, hombres, mujeres y chicos a la atropellada, chocándose, y a pesar de la marea de sonidos y voces, no obstante, se acuerda el profesor, el silencio. Una explosión me volteó. Aturdido todavía por la onda expansiva, el profesor se acuerda de haberse arrastrado. Estaba ahí, incorporándome como podía, hipnotizado por la visión de una piernita de nene, sola, desprendida del cuerpo. El profesor miró alrededor buscando.
Antes que el espanto, me sobrevino un instinto práctico. Estuve a punto de agarrar la piernita y ver a quién se le había salido. El profesor parece estar viendo todavía esa media blanca sucia de polvo rojizo, ese zapato, un gomicuer, de esos colegiales, que se usaban antes. El diminutivo, admite, le concede un patetismo a la piernita. Estaba observando la piernita cuando un empujón me volvió a la realidad. Supo después, un instante después, lo que cuenta ahora: cuando pudo pararse entre los nubarrones negros de combustible, entendió que lo había derribado el fragor de una bomba. Algunos hombres corrían socorriendo a las víctimas, pero la masacre volvía ridículo este esfuerzo. Había hombres y también mujeres que caminaban errantes, desgarrados y maltrechos, sonámbulos envueltos en la humareda. El profesor se acuerda de un hombre joven, chamuscado, con el traje hecho trizas, los pantalones colgándole destrozados, la cara quemada. El desgraciado se tambaleaba balbuceando. Mamá, mamita, repetía.
También yo empecé a deambular trastabillando entre los disparos, las bombas, los escombros, los cadáveres y los heridos. Un grupo de muchachos se había juntado bajo una arcada del Cabildo. La vida por Perón, gritaban. Los aviones seguían sobrevolando la plaza, arrojando bombas. Desde la Casa Rosada una batería disparaba todavía una ametralladora contra el cielo. Pero el cielo no se veía.
La ciudad se ha ido apagando en las ventanas. La penumbra instalada alrededor del profesor hace más lejano aún el rumor del tráfico subiendo desde la avenida. El silencio se ha vuelto más silencio y en la quietud puede oírse tanto el susurro de la carpeta celeste que acaricia el profesor como el sonido de su garganta en un carraspeo. La respiración del profesor es la respiración de los estantes agobiados por el peso de tanto papel.
Los papeles de Gómez, repite el profesor.
Con un gesto cansado abarca la biblioteca:
De qué nos hablan estos estantes, tanto escrito, pregunta y se pregunta el profesor. No de otra cosa que del dolor. A veces pienso que todo lo que guardo no son novelas, cuentos, biografías, ensayos, tratados, manuales, diccionarios, enciclopedias. Lo que guardo es dolor. Tipas y tipos que pensaron, confiados, que se podía vencer la indiferencia del mundo, aplacar la miseria de la existencia, postergar un rato la muerte en una ilusión libresca. Mensajes encerrados en botellas.
El profesor se deja caer en un sillón:
La masacre. Caminaba unos pasos y me tropezaba con cadáveres o mutilados. Pude haberme tirado cuerpo a tierra o correr hacia las recovas, buscar alguna protección. Pero no. Todo transcurría como en un sueño. Una niebla densa y caliente me envolvió. Otra explosión. De nuevo el tableteo de la metralla. De la fachada de un edificio brotaban surtidores de revoque. Entonces pensé en los libros. De qué me servía la literatura. Tenía algo en la mano. Tardé en darme cuenta. Esa piernita de nene.
Hasta Floresta se podía ir en colectivo o en tranvía, se acuerda el profesor Gómez, pero a Lía le gustaba caminar desde el diario, en el centro, hasta Plaza Miserere y de ahí viajar en tren hasta su departamento. Esa época en que el profesor la conoció, era el segundo gobierno peronista, después de la muerte de Evita. Por entonces, Lía había comenzado a liberarse de su pasado. Aún no había cumplido los treinta, pero ya tenía toda una historia personal que la diferenciaba de otras mujeres de su edad. Lía era, como se decía entonces, una mujer de avanzada.
Había abandonado Moisesville, su pueblito, para venirse a trabajar a la Capital de secretaria en una escribanía. Al principio vivió en pensiones, resistió el hambre alimentándose de café con leche, pan y manteca. Vestía sencillamente. Con humildad y discreción, se las rebuscaba para combinar un trajecito sastre con dos polleras. Combinando ingeniosamente unas pocas prendas, siempre parecía pertenecer a una clase social superior. Aún trabajaba en la escribanía cuando acercó sus primeras colaboraciones al diario de los Gainza, donde llegaron a publicarle algunas notas de color sobre el ambiente teatral y cinematográfico. Más tarde, la tomaron en el diario y Lía renunció a la escribanía, alquiló ese departamento en Floresta, cerca del ferrocarril del oeste. Cuando Perón entregó el diario de los Gainza a la CGT, Lía pasó a trabajar en el de los Mitre.
Si al referirme a esos diarios, en lugar de llamarlos La Prensa o La Nación, apelo a los apellidos ilustres de sus dueños, hay un motivo. Se dice La Prensa, se dice La Nación. Entonces se piensa que esas palabras absolutas, grandilocuentes, institucionales, son lo que prometen. En cambio, al llamarlos por los apellidos de sus patrones, se desnuda la verdad: ni son la nación ni son la prensa. Sí los apellidos del poder oligárquico que alentará el bombardeo y, más tarde, la persecución del santo pueblo de este país que nunca termina de ser nación ni de tener una prensa que lo represente.
A veces me pregunto qué hace una señorita como yo en un lugar como éste, se preguntaba Lía al salir del diario. Y se lo preguntaba no tan en broma como parecía.
Y después, hacia mí:
Vos no tenés miedo de que te descubran, Gómez, me preguntaba. La verdad, decime. Acaso no somos cautivos de un secreto.
Querés que te cuente de dónde vengo, se sinceró Lía otra tarde, a la salida del diario.
Si para algo pueden servir los mapas y los almanaques, es para explicar un sufrimiento. Vayamos a la Rusia zarista, a los pogroms. Remontémonos a la judería errante por los puertos europeos, buscando asilo. Por ahí vamos a encontrar a Abraham deambulando con Sara, embarazada, juntando primero unos pocos francos y libras esterlinas, estafados después por un tal Kaufman que reúne a sus paisanos para despacharlos a una tierra prometida. Sin una moneda, los padres de Lía no pensaban más que en abandonar Europa.
No tenemos tierra, lloraba Sara.
Nuestra tierra es el libro, le contestaba Abraham, refugiándose en la Torah.
El libro, se quejaba Sara. Dónde nos va a llevar este libro.
Y Abraham, convencido:
Estamos cerca, Sara. Y le preguntaba: Creés que Dios nos hubiera enviado una vida nueva si no estuviéramos cerca.
Sara callaba.
Tenemos que seguir buscando, Sara. Nuestra tierra.
Ahora el matrimonio estaba en Bremen. Al Kaufman ese, el estafador, lo detuvieron en Bremen mientras Sara daba a luz a un varón, Jacob. Las autoridades alemanas, después de una discusión en el Senado, se hicieron cargo de los inmigrantes sin destino. El tiempo pasaba. Abraham decidió que debían viajar otra vez. Sara estaba de nuevo embarazada. Por un tropiezo en el papeleo, una vez más se frustró el embarque.
Entre las penurias de la miseria, el noventa los encontró en Constantinopla. Y allí nació Salomón.
No tenemos dónde caer muertos, decía ahora Sara.
Salo es un enviado, le decía Abraham. Dios no nos habría enviado otro hijo si no estuviéramos cerca de la tierra.
Lo mismo dijiste antes.
Ahora es distinto, Sara. No estamos en Rusia.
El libro, suspiraba ella.
Si una certeza tenían era que no estaban dispuestos a volver a Rusia, me contaba Lía. Mis viejos no precisaban leer los novelones de los grandes rusos para saber de las humillaciones y ofensas del zarismo. En el 91 Abraham, Sara, Jacob y Salo estaban en Marsella. Por esa época, en Londres, el barón Mauricius von Hirsch había creado una comisión para proteger a los inmigrantes judíos, más tarde denominada Jewish Colonization Association. En Marsella mis viejos se embarcaron finalmente en el Pampa, contaba Lía. Pero ahora no eran sólo ellos cuatro. También viajaba yo, en el vientre de Sara. Y este embarazo era otro mensaje de Dios. Según mi viejo, cada embarazo anunciaba la proximidad de la tierra prometida. A mi viejo le hablaron de un Rosenthal que compraba y arrendaba hectáreas en Entre Ríos, donde más tarde sería Moisesville.
La tierra prometida, ironizaba Lía. Yo nací en la tierra prometida.
Una mujer, se quejaba Sara.
Va ser una buena madre, Sara, le decía Abraham. Como vos.
Si el libro lo dice, suspiraba Sara.
No lo dice el libro, le contestó Abraham. Se parece a vos.
Después de trabajar con el arado, exhausto, Abraham se sumía en el libro.
Si no araban ni sembraban ni plantaban árboles, los colonos perdían, además del adelanto hipotecario por la parcela, todos sus derechos. A los pobres desgraciados les importaba más el trigo y el maíz que sus hijos. También la alfalfa, fundamental para la ganadería. Engordar las vacas era más importante que alimentar a los hijos, Gómez. Si los hijos servían era para poblar.
La tierra prometida, se burlaba Lía. Mis viejos pensaban que acá los cristianos no perseguían a los judíos. Y mirá a dónde vinieron a parar. Vos viste tipos más racistas que los gauchos. Para los gauchos, que adoptan la ideología de los latifundistas conservadores, los gringos éramos un peligro. El gaucho es útil para el arreo y para el puesto. Le gustan la guitarra, la ginebra y el canto al paria. Pero andá a sacarlo del pago, que le es ajeno pero reinvindica como propio. De un pueblo a otro se consideran enemistados por un acento. El gaucho es de a caballo. Y el gringo de a pie. El gaucho desprecia al gringo que cosecha. Y el gringo, al gaucho lo considera un árabe. Como si el conflicto fuera entre inmigrantes y nativos. En tanto, del enfrentamiento saca partido el terrateniente. Bastó que los hijos de la gringada, aunque no se hicieran estancieros, pudieran juntar los pesos para pagar las hipotecas, y el gauchaje duplicó su resentimiento. A ver si me voy a chupar el dedo tragándome la pastoril de mi paisano Gerchunoff, Gómez. Vos viste lo que escribe: que admira a los gauchos tanto como a los hebreos antiguos. Que los hebreos jóvenes quieren ser gauchos. Andá y fijate cómo se llevan la Torah y el Santos Vega, cómo conviven la sinagoga y la pulpería. Lo que los hebreos quieren es que sus hijos sean mañana doctores. Que no me jodan con la defensa de lo telúrico. Andá y fijate. Después me contás.
A Lía le disgustaba contar su infancia en Moisesville:
Si querés te verseo con la fe, la mística, los cantos en el templo. Pero sería tan guacha como vos, que te querías convencer de la existencia de Dios porque cojías con ese curita.
Me había olvidado, dice el profesor, que a Lía le contaba todas mis intimidades. Pero mis intimidades no vienen al caso. Lía tenía una memoria impresionante y recordaba todas mis confesiones como yo las suyas. Si bien Lía era capaz de describir sin escrúpulos, con una procacidad encantadora, sus peripecias amatorias, cuando se trataba de su pasado en el campo eludía el secreto preciosamente guardado que explicaba su huida de Moisesville.
Si lo que barruntás es una violación, la estás chingando. Nadie me violó, Gómez. Aunque, teniendo en cuenta que me desarrollé temprano y la primera regla la tuve a los doce, más de un criollo me junaba con intención. Pero yo siempre me las ingenié para sortear la peonada. Mi padre tenía un tordillo, que se llamaba Pampa, como el barco. A veces, cuando pastaba, yo le espiaba la verga. La hubieras visto, Gómez. Te helaba la sangre.
No hace falta que a una la violen para saber que prefiere las mujeres, reflexionaba Lía.
Don Abraham y Doña Sara, decía al nombrar con lástima a sus padres. Cuando decidí rajarme, mi madre estaba otra vez embarazada. Me escapé dejándoles una carta que debió leerle alguno de mis hermanos. Deben haberme puteado. No se les escapaba una hija. Se les piantaba una cría.
No te parece que sos un poco resentida, le decía yo.
Al menos tenía un padre para odiar, recapacita ahora el profesor. Yo ni siquiera eso.
Vuelvo a aquellos días. Mejor dicho, a las noches en que pasaba a buscar a Lía a la salida del diario. Nos extraviábamos por la ciudad deteniéndonos aquí y allá. No era deslumbramiento pajuerano lo que nos impulsaba a perdernos en las calles. Era voracidad. Una misma noche podíamos rumbear por Corrientes y no detenernos hasta los confines del cementerio de La Chacarita. De igual modo, se nos podía dar por el sur y sorprendernos en las estribaciones del Riachuelo en Puente de la Noria. No había paisaje tenebroso que nos amedrentara. Ni barrio elegante que nos rebajara con su imponencia. Sentíamos ebriedad y vértigo.
En esas noches, para perderse en la ciudad, hacía falta un cierto coraje. El invertido y la machorra husmeando en los arrabales. A Lía no la achicaba la peripecia del vagabundeo. Por el contrario, se excitaba como un chico. También, con esos pantalones de hombre que a veces usaba, podía pasar por un muchacho.
Vos quedate piola, Gómez. Ni vos sos Juan Dahlman ni yo una gila, me decía.
A Lía le encantaba usar una dicción maleva. Y se reía de Georgie:
Seguro que buena parte de ese cuento es real. Pero lo que oculta es que, si en la pulpería le tiraron unos carozos como provocación, Georgie, al contrario de Dahlman, se mandó un vase por el foro.
Era inocultable el desprecio que Lía cultivaba contra los tirifilos como Georgie, integrantes del cenáculo de Victoria.
Esa mujer, dice el profesor. Mujer de fortuna, mandona, caprichosa, inflamada de vanidad. Esa mujer tuvo algunos méritos, según sus hagiógrafos. Fundó esa revista y esa editorial, núcleo de una buena cantidad de plumíferos vernáculos, parvenús los más.
Pensar que en la actualidad se reinvindica a esta consentida como a una sufragista ilustrada que no se amilanó ante ningún personaje importante de la cultura. Es cierto que a todos acosaba con su proyecto de consolidar una corriente de pensamiento chic. También que uno de los que le daba letra era un regordete atribulado, solemne y elegante, ensayando elucubraciones seudofilosóficas sobre la Argentina visible e invisible, categorías de óptica, pero escasamente serias si se considera que procedían de una filosofía Lutz Ferrando y un espiritualismo Hereford. A esa ensayística de rotograbado dominical habría que marcarle las dioptrías de clase. Por ejemplo, que la Argentina visible es la de aquellos que asaltan el poder, aquellos que se le prenden como huérfanos a la teta, respaldando cuartelazos: clase media, argentinos hasta la muerte. Y la invisible está corporizada en la negación de los explotados, los sumergidos. Pero no venía por este lado el ensayo de aquel pelafustán de corbata.
A Victoria la deslumbraban estas pretensiones que, brutita, confundía con la filosofía. Una de sus virtudes, se comenta, era su don de arremeter con un propósito contra viento y marea. Así juntó adeptos, así sacó su revista, así fundó su editorial. No fue poco mérito, en esta aldea pacata, invertir la fortuna familiar en la divulgación de las vanguardias literarias europeas y norteamericanas. Para nada despreciable su esfuerzo por estar actualizada y difundir lo último en su Vogue cultural. Victoria es esa mujer que a un tiempo se prosterna ante el último consagrado de afuera y, con desdén, trata a su corte de colaboradores igual que a palurdos. No es que ella disponga de una inteligencia aguda y un exquisito gusto intelectual. Su puntería no consiste tanto en una elección guiada por convicciones firmes en lo cultural como en la ostentación: el poder adquisitivo de la patroncita de estancia que, en sus viajes cosmopolitas, colecciona artistas como ropa. Si algo sabe bien Victoria es que cada hombre tiene su precio. Y ni hablar de los artistas. No es extraño que ella halagara a todos estos extranjeros, llegando a importar a unos cuantos. A qué europeo piola no le iba a gustar hacerse un poco de turismo en el fin del mundo. Tampoco es extraño que, a la hora de ocuparse literariamente de Victoria, ellos apenas le dedicaran unas frases amables, un agradecimiento de compromiso.
Lo que nosotros hacíamos, algunos lo llamaban flânerie.
Qué flan ni que ocho cuartos, se burlaba Lía. Somos el asalto balzaciano a la ciudad. Pobres criaturas del interior que escamotean su origen con la arrogancia de los resentidos.
Lía hablaba así, canyengue. Se había tragado todos los autores de Boedo, y aunque todos en la banda de Castelnuovo le parecían tan santurrones como los folletines del nazi Martínez Zuviría, alias Hugo Wast, gozaba empleando esa jerga inflamada por un tremendismo de tinte socialistoide.
Resentida serás vos, le dije una noche en que nos entonábamos con unas grapas en un almacén del Bajo Flores. A mí, debo confesarlo, me preocupaban menos los conflictos sociales.
Fijate de dónde venís, Gómez, me dijo. Cómo se llama ese pueblito de la costa donde naciste, me chuceaba.
La manera en que Lía pronunciaba el nombre de mi pueblo. Ese lugar que, cuando yo había huido a la Capital, no era siquiera un pueblo. Apenas un caserío. Volví a ver los caminos de tierra y arena, los acantilados. Volví a sentir el viento en una sudestada. Volví a oler el guiso de cordero recalentado que mi madre ponía en la cocina de kerosene cuando bajaba la persiana metálica de la tienda en una esquina en la que confluían el negocio, la pampa polvorienta y la nada.
Cuando Lía se ponía sarcástica, ese tono rante le enronquecía la voz, y sostenía el cigarrillo entre el pulgar y el dedo índice, como un guapo.
En esos boliches, a mí me atemorizaba tanto que Lía derivara en esta vertiente masculina como que me alentara a profundizar en la tentación. Porque lo que a mí me atraía de esos almacenes era otear los muchachitos fragantes de pasto y sudor con las alpargatas embostadas.
El profesor calla un instante, suspira triste.
Tal vez así se la comprenda mejor a Lía. Y se explique por qué viajaba en tren, antes que en colectivo o tranvía, para volver a su departamento de Floresta. El tren le daba una sensación de travesía:
A veces cierro los ojos y pienso que estoy en París, Gómez. Huyendo del nazismo, subiendo a un tren en la Gare de Austerlitz, cruzando los Pirineos, soñando con pasar cuanto antes la frontera.
Ésa era Lía.
Vos, le decía yo, de lo que vas a tener que huir es del peronismo, nena, si se te da por conspirar además de ser escriba en un diario contrera. Quién te creés que sos, la cargaba. Michelle Morgan en la 13 Rue Madeleine. Si te pensás que conspirar es llevar una boina torcida, mirar misteriosa y ponerte un impermeable con las solapas alzadas, estás frita, querida.
A Lía no la inquietaba la policía. Pero a mí me alarmaba que fuera a esas reuniones de contreras. Parecía no darse cuenta de que no tenía un apellido bienudo como Victoria sino Goldman.
Vos sos moishe, Lía, le decía yo. Cuidate.
Pero ella era idealista y terca. O, mejor dicho, su idealismo consistía en esa terquedad para mojarle la oreja al peligro.
El profesor se levanta, va hacia la cocina y después de unos minutos vuelve al salón con una jarra de té frío. Enciende una lámpara y, con una lentitud deliberada, sirve el té en un vaso:
Se supone que ésta es una infusión británica, dice con sorna. Y que un intelectual nacional y popular debería, por coherencia, tomar mate. No es el caso, reflexiona. A ver si por estar contra el colonialismo voy también a despreciar una infusión que es misionera.
Hasta entonces, hasta el 55, hasta el bombardeo, a mí la política me tenía sin cuidado. Enseñaba lengua en un secundario, daba clases de literatura inglesa en el profesorado y empezaba a trabajar en algunas traducciones. En el comienzo, libros técnicos, manuales de maquinarias. Aunque a veces, cuando se me daba, me ponía a traducir a Wilde. Una editorial me probó con Stevenson. El gusto que me daba traducir literatura inglesa. Ponerme en la cabeza del escritor, meditar la elección de cada palabra.
Puras pamplinas.
El bombardeo a mí me despabiló.
Esto que yo describo, la masacre, no tiene ni tendrá las palabras justas que puedan traducir el horror. Sin embargo, después de aquel horror, nos esperaba otro. Y otro. Una auténtica pesadilla circular, parafraseándolo a Georgie. Y volviendo a él: cuando la civilización derrocó a la barbarie, y pongamos comillas a civilización y a barbarie, Georgie estuvo, de la mano de su mamá, agitando una banderita argentina con la misma sonrisa bobalicona con la que después posaría para una foto con el contralmirante golpista mentor del bombardeo. Lo hubiera querido ver a Georgie tropezando con cadáveres ese mediodía del bombardeo. Lo hubiera querido ver entre el fragor de los proyectiles, los nubarrones negros, esos vahos pestilentes de combustible, los lamentos de las víctimas, llevando la piernita de un nene.
Yo era un perfecto hombre de letras. Tenía dos suelditos, el del colegio, el del profesorado. Alquilaba un bulín en Almagro. Y, como me ganaba unos pesos adicionales con las traducciones, tenía siempre algo de reserva en la Caja de Ahorro. Podía mandarle todos los meses un giro a mi madre y me sobraba para darme unos gustos.
Pero si de cautiverio vamos a hablar, empecemos por mi origen. Mi madre, la tendera, de origen tan incierto, cruza de gallego con indio, tan cándida y ávida en su calentura, esperando que alguien la arrebatara de esa tienda de mala muerte en un caserío cerca de la costa, ahí donde los pastizales ralean hasta ser arena y la pampa se hace mar. Cautiverio entre dos desiertos, el suyo: uno de tierra y otro de océano, haciéndole sentir que la vida siempre está en otra parte.
Nótese cómo empleo la palabra tienda. En su ambigüedad, el significante alude al negocio, pero también a la campaña y la toldería. La ciudad, para mi madre, representaba sus sueños de radioteatro y folletín. Enamoradiza, era ella. Aunque, si uno lee lo que había por debajo de sus enamoramientos, descubrirá su interés, una codicia esperanzada: que el primer camionero o viajante que pasara por el caserío, después de aliviarse las ganas, se la llevara a la Capital. Mi madre nunca llegó a conocer la Capital, nunca pudo dejar la tienda. Uno de sus enamorados pasajeros le contó cómo era la Plaza de Mayo y, más tarde, le envió una postal.
Hay muchas palomas, decía mi madre cuando se hablaba de la capital. Vos te me vas a echar a volar, palomo.
Cuando me vine a la Capital, en la primera carta que me escribió, me preguntaba con curiosidad si yo había visto las palomas.
Qué iba a imaginar el palomo que, en la plaza soñada por su madre, iban a cortarle las alas.
Compensaba mi falta de dones físicos con el ímpetu de la juventud. Un preceptor del colegio me volvía loco. El muchacho vacilaba entre su novia y el amor que no se puede nombrar. Con las rabietas y disgustos que me daba yo quedaba hecho una piltrafa. Después, como un perro apaleado, iba a restañar mis lastimaduras con un cincuentón fisicoculturista de San Fernando, un Hércules tan bestia como buenazo que había fracasado en el cachascán.
Los fines de semana, cuando el preceptor cortejaba a su futura esposa y se abocaba al zaguán, yo me recluía en la ribera, en las tardes somnolientas del río, necesitado de unas buenas friegas con aceite que me libraran de la contractura. Así transcurría mi existencia.
Como cabecita negra adoré a Evita, pero mi simpatía hacia su esposo, el militar, era limitada. Me fascinaban, sí, esas concentraciones populares. Los descamisados eran un imán para mí. Más de un 17 de octubre me confundí en la multitud y después, en la noche, acabé en un corralón o en un baldío derritiéndome en el éxtasis con un morocho.
A Lía la asustaban estas incursiones mías en la marea proletaria:
Vos te pensás que con ese bigote no se nota lo que sos. Una mañana voy a tener que reconocerte en la morgue. Cuándo vas a tomar conciencia.
De qué conciencia me hablás, muñeca, la prepeaba yo. Te avergüenza que simpatice con la causa popular.
Y ella:
No sos peronacho, Gómez. Convencete. Sos un pequeñoburgués vicioso que, alzado, coquetea con el lumpenaje.
Que Lía no tuviera miedo alguno cuando nos perdíamos en esos barrios donde la ciudad se hace campo y, en cambio, cuando yo me mezclaba en una manifestación, se alarmase por mí me conquistaba el corazón.
No es lo mismo, se empecinaba ella. No es lo mismo.
Una vez me hartó:
Lo que pasa, le dije, es que a vos te intimida el pueblo, te da asco porque te considerás muy fina. En vez de judía, la vas de centroeuropea, que es más distinguido. Qué silogismo tilingo el tuyo: para que nuestra mediocre realidad nacional tenga un poco de charme, precisás creer que Perón es Hitler. Igual que los contreras que son todos medio pelo.
Me vas a negar que Perón está con los nazis, Gómez. Sabés la cantidad de carniceros a que dio asilo. Pero claro, como a vos te calienta la negrada no se puede discutir el asunto. Enseguida te ofendés. Lo que a mí me jode no es el pueblo sino el populacho. Y en cuanto a vos, vas a tomar conciencia el día que te rompan algo más que el ojete.
Después de esas discusiones no nos veíamos por unos días. Pero al fin, uno de los dos daba el brazo a torcer. La reconciliación la festejábamos con unos claritos en una confitería, un puchero de gallina en un bodegón y, después, alcoholizados, nos íbamos a escuchar a Trenet o la Piaf en su departamento hasta el amanecer. Era el momento de confesarnos la añoranza: yo en un cine viendo un melodrama, y ella, a la misma hora, leyendo un libro. Un fotograma para mí, una página para ella, delataban lo caprichoso de nuestros distanciamientos. Más de una vez comprobábamos que yo había estado en el cine pensando en ella al mismo tiempo que ella se acordaba de mí al leer ese libro.
A menudo me preguntaba qué iba a pasar cuando uno de nosotros encontrara el amor de su vida. No hay un amor, me decía ella. Hay muchos, infinitos. Distintos y complementarios.
Todos esos amores son el amor. Cuando hay uno solo, eso es posesión, Gómez, me decía. O ahora me vas a reinvindicar la propiedad privada.
No importa cuántos abriles tenía yo en ese abril. La ansiedad podía ser un rasgo de mi juventud, pero además estaba en el aire.
Un pibe era yo. Con mi inclinación, desde luego. O, si se prefiere, desvío. Y el desvío siempre lleva por otro camino. El mal camino, como lo suelen llamar los moralistas. Mi camino, el desvío, desembocaba en las orillas, tanto las del río como las de esos barrios donde la ciudad empieza a hacerse provincia y campo. El goce podía encontrarlo yirando por los adoquinados grasientos del puerto, dejándome envolver en un aire denso de petróleo y forraje. O bien en el oeste, entre yuyales y zanjones. Tanto en unas orillas como en otras, siempre estaba aguardándome, en un azar calculado, ese goce rudo, difícil de encontrar en estado puro bajo las luces del centro.
Ese abril, el verano se resistía a levantarse de las calles. Y yo había decidido no esperar más nada del amor. Cuando empezaba a anochecer, la oscuridad me sorprendía buscando miradas por 25 de Mayo, el Bajo, los alrededores del Parque Japonés, los docks. Abandonado por la ternura de un amorcito, intentaba resarcirme con un consuelo momentáneo en esas calles de vicio, en esos anocheceres turbios, con el pecho latiendo con la desesperación.
En mi humor influía la desazón generalizada que iba carcomiendo la esperanza peronista. Los oficialistas, como los contreras, esperaban que algo ocurriera. En mi caso, a esa ansiedad íntima que apenas conseguía aletargar, debía sumársele esa otra, popular. La ciudad estaba triste. Y su tristeza se extendía a los suburbios y las barriadas fabriles. Había empezado el desabastecimiento. Volvían los apagones de la luz. Faltaba la carne y subía su precio. Se comía pan y azúcar negros. Los salarios estaban congelados desde el año anterior. La inflación era toda una amenaza. La oposición no dejaba pasar una sola oportunidad para poner rumores en circulación. Los negociados y los chanchullos del gobierno estaban a la orden del día. Y el General se exasperaba.
No faltaban aquellos que, en esa actitud, le notaban la flojera del viudo. El macho, como lo llamaban, lo era menos sin la hembra. Del sindicato de Luz y Fuerza le acercaron una propuesta: un congreso de trabajadores discutiría la suba del costo de vida. Pero desde la CGT vino un alerta. Los comunistas planteaban en sus asambleas la infiltración en el movimiento. Así los obreros iban a adoptar posiciones cada vez más agresivas y lograrían oponer la masa afiliada al gobierno. En tanto los rumores sobre la corrupción en el gobierno y la debilidad del líder se acrecentaban. Y encima el escándalo que desató su cuñado Juancito, el hermano calavera de la difunta.
En una velada del Colón, una actriz interceptó a Perón. Aunque la custodia pretendió frenarla, la actriz, a los gritos, le cantó al General cuatro frescas. Justo lo que más le dolía escuchar: el hermano de Evita era un delincuente. El General no tuvo más remedio que ordenar una investigación.
Voy a terminar con todo aquel que coimee o robe del gobierno, se encrespó. Voy a ordenar una investigación en la Presidencia, empezando por mí. Ni a mi padre, si fuera necesario, dejaré sin castigo.
Un canallita, Juancito. Había aprovechado el poder que le otorgara su finada hermana para saltar de corredor de jabones al poder. Eran tan famosos sus amoríos con estrellitas de cine como sus caballos de carrera. Cuando los pesquisas le entraron en el departamento encontraron desde joyas y frascos de perfume francés hasta documentos que había extraído de la presidencia. También los papeles que probaban negocios del turf, además de transacciones inmobiliarias que comprendían hoteles residenciales y documentos comprometedores con bancos que lo favorecían. Entre las revistas de turf los espías encontraron documentos que involucraban a Juancito con los negociados de la carne.
Juancito se pegó un tiro en la cabeza. Pero, según la oposición, fue el General quien ordenó el presunto suicidio. El General buscó silenciar el escándalo. Y esto agravó los rumores en su contra.
El General declamaba: Nuestros enemigos saben cómo crear el descontento en la masa privando a la población de su alimento principal. Pero que se cuiden, amenazaba. Si el pueblo no tiene pantalones como para imponerse, yo voy a ponerle el pecho a los enemigos de afuera y a los de adentro.
Se notaba cada vez más la ausencia de Evita. Además el General había ido desplazando del poder a todos aquellos que seguían fieles al recuerdo luchador de la compañera. Evita faltaba ahora en todas partes y su recuerdo se iba haciendo una estampita.
Así era el ánimo de ese abril, se acuerda el profesor.
La ciudad estaba enrarecida. Había en la atmósfera esa ansiedad que se condensa en la espera de algo terrible.
Puede verse como una contradicción que yo, profesor de literatura, traductor gustoso del inglés, me dejara seducir por el peronismo.
Toda mi educación era bastante cipaya. Mi gusto, aunque me pesara, se orientaba más hacia la literatura que paladeaban Victoria y sus plumíferos que a la chauvinista celebración neoplatónica del malambo. En las páginas de su revista, en las ficciones, poemas y ensayos que publicaba, había una idea de cultura, elevada y distinguida. Pero el joven Gómez era cabecita negra. Por más que me mandara la parte, siempre iba a ser cabecita. Lía me acusaba:
A vos lo que te tira del peronismo es el olor a catinga. En el fondo, una pose intelectual. El proletario peronacho es para vos la encarnación del buen salvaje.
Y tarde o temprano se la agarraba con la finada:
Como tu devoción por la Perona. Lo que te sedujo de la difunta es lo que tenía de macho. Y eso es lo que, mal que te pese, te tira también de Victoria.
No es lo mismo. Evita es el pueblo.
No usés al pueblo en la defensa de tu calentura, Gómez. No justifiques tus revolcadas con la lucha de clases.
Que a mí me gusten los tipos no significa que adopte el papel femenino de sometida.
Yo era el primero en sentir que desbarrancaba en estas discusiones. A Lía le gustaba emplear argumentos de mecánica corporal para quitar a los míos lo que podían tener de político. Sin embargo, había bastante de verdad en lo que yo sentía. Aunque este sentimiento, para ella, no cotizara como político.
Yo me daba cuenta: había en mí una dualidad. Por un lado, esa cultura de Victoria y su séquito, era cierto que me tiraba. Me gustaba especialmente esa ligereza para sobrevolar los grandes asuntos existenciales con la levedad zumbona de alguien que está de vuelta. Lo europeo, me decía, era eso. Pero después me salía el resentido.
No digo que no hubiera valores en esa cultura. Pero de qué clase eran estos valores. Si me acuerdo de las bombas, las víctimas, la sangre derramada, leo desde otro lugar. Desde la Plaza bombardeada, leo. Quisiera ser civilizado, y lo intento no pocas veces. Pero abro sus libros y entre sus páginas empiezo a oír el rugido de los aviones, el silbido de las bombas, las explosiones. Esas palabras son asesinas.
Pero, decime, Lía, le contestaba yo, de qué carajo estamos hablando.
De cojer. Siempre, dijo ella, terminante. Y vos te pensás que ellos cojen como nosotros.
No podía ganarle una a Lía. Y menos cuando me hablaba con el corazón:
Imaginátela a Victoria garchando.
Literatura fantástica, dije.
Imaginátelo a Georgie pirovando, me pidió.
Lo que se le niega al propio cuerpo, pensé, se convierte en castigo de otros cuerpos.
En los reparos de Lía se notaba una preocupación lógica, considerando el clima político de ese año que empezó con presentimientos negros. Presentimientos que poco más tarde, en ese abril, iban a confirmarse. Participar de un acto peronista era un riesgo. Aunque ni la radio ni los diarios lo informaran, a menudo una explosión destruía la calma peronista. Habían estallado bombas en la Corporación de Transporte y en la Bolsa. También en una repartición de la aeronáutica. Hasta entonces no se habían registrado víctimas, pero el clima estaba cada día más cargado de rumores de conspiración.
Anoche oí una bomba, me comentaba Lía.
Imaginación tuya, le contestaba yo.
Por más provinciano que te sientas, Gómez, no sos un auténtico cabecita. Como para no desconfiar de tu clasismo sexual si tenés que disfrazarte de pobre para mezclarte con la turba.
Me estás diciendo infiltrado, le repuse.
Estoy diciendo que tengo miedo por vos, Gómez. Por más que te pongas una grafa y vayas de alpargatas.
Sin embargo, mientras los contreras conspiraban y se cernían sus amenazas, mientras todo indicaba que algo oscuro estaba por suceder, a mí el peligro, lejos de intimidarme, me motivaba. Apenas se me presentaba la oportunidad de unirme a la masa en las calles, al fundirme en esa marea de cuerpos avanzando, al cantar la marchita, cuando venía la parte de “combatiendo el capital”, todos mis pensamientos se confundían en ese sentir de todos que era también el mío.
Esa tarde, ese abril.
Yo venía subiendo por Piedras hacia la Avenida de Mayo. Al ver la columna del sindicato de Luz y Fuerza, me apuré para hacerme un lugar entre los que cargaban las pancartas. No hay nada tan emocionante como confundirse entre esos cuerpos pujantes. Con el torso desnudo, un muchacho cetrino le daba al bombo sin parar. Había que ver su cuello ancho y grueso, los hombros brillantes de sudor y sus brazos musculosos, esos bíceps contraídos en el ejercicio sistemático, maquinal y rabioso a un tiempo. Ese muchacho, las venas del cuello hinchadas en el clamor de las consignas, observado de perfil, era un ejemplar obrero y criollo que bien podría haber sido el símbolo del héroe justicialista. Tuve un arrebato de ternura y deseo. Los bombos retumbando, las voces convertidas en una sola, atronadora, clamando Perón, Perón, Perón.
Nosotros lo queremos, General, se oyó por los altoparlantes. Aun descalzos y desnudos, estamos con usted.
Me parece estar viendo el pueblo en ese atardecer, dice el profesor. Las columnas marchaban más lentas al acercarse a la Plaza de Mayo. Cuando llegué a la Plaza ya había oscurecido, pero ahí estaban las antorchas. Hacia donde se mirara, hombres, mujeres, chicos. El estrépito de los bombos se calló cuando escuchamos por los parlantes la voz del líder desde el balcón de la Casa Rosada:
Compañeros, tronó.
La plaza vibró con el grito de todos:
Perón, Perón, Perón.
Compañeros, arrancó de nuevo el General.
Empujado por la marea de cuerpos me había alejado del muchacho del bombo. Ahora me encontraba cerca de la Pirámide, flanqueado por unos obreros jóvenes. Tenían las grafa mojadas en los sobacos. Las caras, dirigidas hacia el balcón, parecían mirar expectantes un porvenir de herramientas y cópulas dinámicas. Es que el futuro, un futuro de obreros criollos, proponía chimeneas fabriles humeando y hombres y mujeres procreando entre campos de trigo. Se me dirá que, como todo intelectual fascinado por el pueblo en la calle, confundía el desarrollo productivo de una burguesía nacional y su usufructo compasivo de un nuevo proletariado con las pulsiones de mi deseo que, en estas concentraciones populares, me producía un vacío en el estómago, burbujeaba entre mis dientes. Quien no haya estado en una manifestación no sabe de qué hablo, no puede comprender esa calentura que desborda.
El General empezó a despotricar contra los que pedían la libertad de precios cuando se oyó, ensordecedora, una explosión. Y la explosión, transmitida por los altoparlantes, se prolongó sobre nuestras cabezas. Hubo un instante largo de confusión, empujones, una corrida. Fui arrastrado por el tumulto. Una humareda se elevaba desde la boca del subte. El aire olía a pólvora.
Compañeros, tronó otra vez la voz del líder abarcando la multitud, la ciudad, la noche entera. Calma, compañeros. Parece que los mismos que hacen circular los rumores hoy se sintieron más rumorosos queriéndonos colocar una bomba. Pero no se van a salir con la suya, compañeros.
Y entonces una nueva explosión, esta vez más poderosa. Empezaron los gritos, las corridas, el pánico. En alguna parte, remotas, sonaron sirenas.
Compañeros, volvió a la carga el General. Vamos a individualizar a los culpables y les hemos de aplicar las sanciones que correspondan.
Perón, Perón, Perón, gritó la multitud.
Vamos a tener que andar con un alambre de fardo en el bolsillo, se envalentonó el General.
Leña, pedían hombres, mujeres, chicos. Y también yo, de pronto, me sorprendí gritando: Leña, leña.
Yo, el joven profesor de literatura, el traductor de Stevenson, grité, enardecido, hasta quedarme sin voz. No era que mi voz se había vuelto inaudible, sino que, plegándose a la del pueblo, ya no era mi voz. Era un réquiem surgiendo del fondo de los tiempos y la tierra. Leña, pedía el pueblo. Leña, pedía el joven profesor Gómez, el pibe criado por su madre soltera en un caserío de viento y arena. Leña. Venganza antes que justicia. Porque la justicia de los humillados y ofendidos no puede ser otra cosa que venganza. Y era venganza lo que pedía el pueblo en esos segundos cuando después de otra explosión empezó a brotar otra humareda de la boca del subte, y aturdían punzantes las sirenas, y la multitud era un clamor: Leña.
Por qué no empiezan ustedes a darla, preguntó el General, por los altoparlantes.
La multitud, entre desconcertada y abatida, se dispersaba. Nos abrimos para que las ambulancias avanzaran. Esa noche no sabíamos aún que el atentado había causado la muerte de siete trabajadores y casi cien heridos.
Del trabajo a casa y de casa al trabajo, era la consigna peronista. Cuando el General necesitaba explicar a sus descamisados las conquistas sociales de su gobierno y las maniobras de los conspiradores que pretendían derrocarlo llamaba a la Plaza. Y la Plaza era una fiesta. Si los actos tenían ese contento se debía también a que muchas veces eran sucedidos por números artísticos y musicales. Pero esta noche era distinta, esta noche el pavor había reventado la fiesta con esas bombas.
Esta noche había que volver, como indicaba la consigna, a casa. Pero yo, cuenta el profesor, no tenía casa. Como muchos, sentía ese gusto a inconclusión y tenía el presentimiento de que la noche todavía no estaba terminada. Había perdido de vista la columna de Luz y Fuerza y, en consecuencia, al muchacho del bombo. Caminé detrás de otras columnas ahora espaciadas, de grupos que se resistían a separarse.
Habíamos dejado atrás el Congreso y caminábamos como desorientados hacia el oeste. En Rivadavia, a la altura de Junín, estaba la Casa del Pueblo. Los manifestantes se detenían a putear la sede de los socialistas. El edificio, cerrado, a oscuras, con su silencio respetable, nos despreciaba. Alguien tiró una piedra. Alguien más se apartó del grupo y embistió la puerta metálica. Alguien surgió con un palo. Y alguien con un fierro. Y, en segundos, todos éramos alguien al atacar el edificio.
Un camión municipal avanzó entre nosotros. Con su ayuda se pudo derribar la puerta. Aun cuando no me faltaron las ganas de irrumpir en el edificio, me cohibí al ver que, desde el primer piso, unas muchachas y muchachos empezaron a arrojar libros a la calle. Bastó que alguien arrimara un fósforo para que la noche adquiriese el resplandor tembloroso de las llamas. El edificio ardía. Y también sus libros.
Retrocedí. De pronto sentí un vértigo. Si bien la razón, todo lo que yo era, me impulsaba a marcharme, me resultaba imposible. El fuego se levantaba iluminando las siluetas en movimiento, hombres y mujeres, gritando contentos y desaforados mientras de un balcón del primer piso seguían tirando libros al fuego. Huija, oí chillar. Una sonrisa amarga se me encendió y tuve este pensamiento, se acuerda el profesor: si el que yo creía ser no se había retirado hasta entonces del resentimiento incendiario, se debía a que el joven profesor Gómez no era el que creía ser sino este otro que, ahora, contemplaba los libros consumiéndose en una fogata que se extendía de vereda a vereda, ante el edificio en llamas.
Oí que unos y otros gritaban:
Al Jockey Club.
Mentiría si dijera que seguí a la masa por interés sociológico, observando el comportamiento de esos hombres, mujeres y chicos que avanzaban por las calles del centro clamando venganza. Me intrigaba, por supuesto, ver en qué iba a desembocar toda esa furia, pero sería deshonesto de mi parte no admitir, en ese espíritu observador, un ansia de revancha.
Como en un sueño, ahora era medianoche y estábamos en Florida y Viamonte, frente al aristocrático Jockey Club. Se oyeron unos tiros. La masa se lanzó contra el edificio. Los pocos socios que pudimos ver escapaban por los techos. Tampoco acá hubo resistencia a los incendiarios. Pude haber entrado. Pero me contuve. Me dije que quizá desperdiciaba la única oportunidad que tenía para ingresar a esas instalaciones donde imperaba un gusto selecto, proyectado en cuadros y esculturas, boisserie y gobelinos. Me pregunté entonces, como me lo pregunto ahora, de qué otra oportunidad podía haber dispuesto, en su vida entera, ese joven profesor Gómez, de pisar las alfombras del poder. Sin embargo, no entré, y como frente a la Casa del Pueblo, preferí mantenerme entre los espectadores que coreaban y aplaudían en la calle. El fuego se propagaba devorándolo todo. Pinturas, tapices, gobelinos. Del edificio surgían bocanadas de humo caliente. Un estruendo provino del interior. Y las llamaradas asomaron a la calle. Sentí una mezcla de goce y vergüenza. Tal vez, me dije, sentía así porque el goce avergüenza.
Esa noche traspuse un límite, dice el profesor. Esa noche el fuego me reveló una naturaleza que ignoraba en mí.
Si se me permite otra digresión, quizás alcance a explicar lo sucedido. No aspiro a una expiación.
El profesor George Steiner cuenta que, cuando enseñaba literatura, entre su alumnado, la que más se destacaba era una muchacha tan brillante como tímida. Al terminar el curso la muchacha entró a su despacho y le dijo: Vengo a decirle que lo odio, que odio todo lo que me enseñó. Es basura burguesa, le dijo ella. Soy maoísta y voy a unirme a los doctores descalzos, en China, para hacer algo bueno por este mundo. Con todo su saber, el profesor Steiner concluye que, si bien fue un momento difícil para él, aceptaba con respeto la determinación de su alumna. Ella vivía su pasión. Y si vivía su pasión, para el profesor Steiner era suficiente.
Se me recriminará que fui cómplice de los hechos de esa noche. De acuerdo. Pude haberme apartado de los incendiarios. También pude racionalizar el goce animal que me producía el fuego. Pero no me interesa, a esta altura de mi vida, encontrarle una disculpa a ese sentimiento que le descubrió el fuego al joven profesor Gómez aquella noche de abril.
Esa noche, ese abril, se recuerda, principalmente, por el incendio del Jockey Club, dice el profesor. Una Diana de Bourdelle y un centenar de pinturas famosas, entre ellas dos Goya, “La boda” y “El huracán”, se perdieron en el incendio. Pero nadie, que yo sepa, cuando hace referencia a ese fuego, se acuerda de los trabajadores asesinados en la Plaza por una bomba, los heridos innumerables.
No, aquel joven profesor no tiene por qué avergonzarse ni pedir disculpas.
Las víctimas no piden perdón.
La bronca me ha salvado del geriátrico, comenta el profesor. La bronca contra mi perra dualidad. Yo era víctima pero también quería ser como los verdugos.
Si Lía se hubiera enterado de lo que hice después, dice el profesor, me habría puteado de arriba abajo. Porque unos días después yo intenté acercarme a Victoria. Apenas unos días después de los obreros asesinados y los incendios.
Y acá debo hacer otro de mis desvíos y mentar a Pierotti. El gordo Pierotti era un corrector del diario de los Mitre, vinculado con Victoria y su grupo.
Si había alguien en el diario a quien Lía no tragaba era al gordo Pierotti:
Puro mito eso de que los gordos son buenos, decía ella.
Pierotti no era un gordo bueno. Al revés de cualquier gordo que se resigna a su obesidad y la hace bonachona y cómica, Pierotti era un gordo hierático. Que fuera corrector decía bastante de su personalidad: un vigilante siempre atento a los errores ajenos, con una pericia visual para advertir en el prójimo la ausencia de un acento, la necesidad de un punto o una falta de estilo. Por esa razón, en no pocas oportunidades fue empleado por Victoria para los cierres apurados de la revista.
No es extraño, reflexiona el profesor, que el gordo no figure siquiera en un agradecimiento en alguno de esos ensayos biográficos que se escribieron sobre Victoria y su grupo. Aunque Pierotti ocupaba con su humanidad un espacio inabarcable, nadie lo menciona. Pierotti tenía una edad indefinida entre los veinte y los treintipico. Más que pálido, era blanco. Sus rasgos eran infantiles pero una mirada traviesa podía transformarse de pronto en perfidia. El gordo Pierotti, peinado a la gomina, siempre afeitado, abusaba de la Legión Extranjera aunque era casi lampiño, vestía siempre de traje gris, camisa blanca y corbatas neutras. Cuando uno lo tenía enfrente, sus gestos adquirían la morosidad perezosa de un gato rechoncho esperando paciente darle un zarpazo al ratoncito desprevenido que en cualquier momento iba a cruzársele.
Y para qué querés conocer a Victoria, me preguntó el gordo una tarde durante un vermucito en un bar de la Avenida de Mayo. A ver, Gómez, con franqueza, qué te interesa de la bacana. Si es guita, vas muerto. Porque aunque la va de mecenas por el Barrio Norte, amarretea los centavitos como una israelita del Once. La pregunta es qué puede sacarte ella a vos para que cumplas tu sueñito literario.
El gordo hablaba picando con el escarbadiente los platitos, concentrado en el salamín, el queso, las anchoas y las papas fritas, levantaba los ojos:
Me gustaría acercar a la revista un breve ensayo sobre Stevenson en el que estoy trabajando.
El gordo le echó soda al vermut. Hizo un buche, tragó y después, casi paternal, siguió:
Oíme, negrito. Y lo de negrito es cariñoso. A mí no me jode que me digan gordo. Decime, para qué van a publicarte a vos un opúsculo, por más british que sea, si ya tienen de eso. Victoria está rodeada de cajetillas y tilingos de medio pelo que cultivan lo europeo. Además, seamos honestos, con tu apellido, Gómez, no tenés mucho futuro en ese team.
No todos tienen prosapia en la revista, le dije. Hay apellidos tanos también. Y moishes.
Pero parditos como vos, cuántos, me repuso el gordo.
Y vos, le pregunté, cómo te relacionaste con esa crema.
Martín Fierro: Hacete amigo del juez. Para mí no hay como los clásicos. Tarde o temprano, el General va a ser un recuerdo. Pero los Mitre van a seguir pesando. Los dueños de la tierra, mi viejo. Van a seguir los Mitre y el pobrerío. Suponete que mañana se te enferma la vieja y necesitás una palanca en un hospital para que la operen de urgencia. A quién recurrís.
A Evita, estuve por decirle. Pero Evita había muerto dos años antes.
El gordo masticaba con fruición lo que quedaba en los platitos. Miré hacia la calle. Había empezado el atardecer. El aire estaba pesado. Se había levantado un viento de tormenta.
Pierotti, me tanteó una noche Victoria, contaba ahora el gordo. Con esa arrogancia suya, preguntó: De dónde son los Pierotti. Yo estaba haciendo una suplencia y habíamos quedado ella y yo solos en la redacción. Si me dirigió la palabra era porque no había nadie más. Es la única forma en que ella se digna a parlar con gente como nosotros. Sin testigos. Yo revisaba galeras. Toscana, mentí, Castel Pierotti, vicino a Saboya. Un condottiero, dije sin levantar la vista de las pruebas. Y usted, señora, le pregunté, sigue amiga del Duce.
Y continuó:
Lo del Duce no le causó gracia alguna a la tipa. Ahí nomás le espeté: No se ofenda, señora. Yo pensaba que usted era simpatizante del fascio. No fue mi intención ofenderla.
Aunque no lo creas, Gómez, así entré en su revista. Necesitamos los servicios del conde Pierotti, decía la vieja. Si se llega a enterar que mis viejos son calabreses y laburan en una feria, me pone de patitas en la calle.
El gordo Pierotti miró hacia afuera:
Se viene el aguacero, dijo. Y después: Yo te doy mi tarjeta, la vas a ver a la vieja y le chantás tu nota. Pero tené en claro que del inglés traduce cualquier pánfilo. Y con tu apellido tampoco vas a ir muy lejos. Gómez qué, te llamás. Un segundo apellido te hace falta.
Yo no sólo no había conocido a mi padre. Mi madre tampoco nunca me había dicho su nombre.
Gómez Urquiza, probó Pierotti. Con un padre de la patria nunca se falla. O elegite otro prócer. Uno que te guste más. Vos sabés los fritos que se echaban todos ellos. Se tiraban una mina, les nacía un bastardito y le daban el apellido. O te pensás que todos los aristócratas de este país tienen orígenes selectos. Sarmiento se quedaba corto cuando decía que los oligarcas tienen olor a bosta. Todos tienen tufo de camas incestuosas, olor a chivo, flujo y esperma, Gómez.
El gordo se echó hacia atrás en la silla, resopló:
Hace falta una tormenta que limpie, dijo. Buscó en su billetera, extrajo una tarjeta y me la entregó:
Acá tenés, dijo.
Habían empezado a caer las primeras gotas. Los oficinistas y las secretarias corrían bajo la lluvia, iban tras un colectivo o buscando reparo. A pesar del chaparrón, me levanté:
Te vas a ir justo ahora que se largó, dijo Pierotti.
Tengo un compromiso, dije.
Debe estar buena la mina para que te la juegues con esta tormenta.
Una leona, mentí. Porque Pierotti ignoraba mi tendencia oculta. Baila en el Tabarís, inventé.
No tendrá una amiga, me preguntó el gordo con un inesperado brillo entre inocente y mendicante en sus ojos gatunos. Si es gordita, dijo, mejor. A mí me gustar tener de dónde agarrarme en el momento del naufragio.
Voy a ver, dije.
Acordate, me despidió, al Gómez ponete un Anchorena de sidecar.
Dormí pésimo esa noche, recuerda el profesor. Daba una vuelta y otra y otra en la cama. Pensaba en Lía. Pensaba en su reacción si se enteraba de que yo iba a presentarle una colaboración a Victoria. Pero también pensaba en una de las conferencias de Victoria, donde había dicho que la gente de las letras integraba una clase especial, la del espíritu, enfrentada a aquellos que, en un mundo cada día más signado por el pragmatismo y el lucro, actuaban por las necesidades de lo material. Lía rechinaba en contra del discurso idealista de Victoria, calificándolo de burgués y decadente, de coartada para mantener las prerrogativas de clase. Si el peronismo todavía no había corrido a alpargatazos a Victoria y sus monigotes, decía, era porque así como ellos no cuestionaban seriamente al régimen, éste tampoco era lo bastante revolucionario como para arrancarle sus privilegios a los terratenientes, los burgueses y sus escribas. En el fondo, remataba Lía, Perón les convenía a los patrones. Porque Perón representaba el freno al comunismo.
Todas estas ideas me daban vueltas en la cabeza mientras yo daba vueltas en la cama. El insomnio me había ganado. Terminé levantándome a releer mi escrito sobre Stevenson. Comprobé que había afinidades entre Jim Hawkins y yo. Los dos huérfanos de padre. Los dos criados por una madre que, como pudo, nos dio una educación. Además, tanto Jim como yo teníamos otro rasgo en común, más fuerte todavía: rebuscárnoslas en un mundo de hombres duros. Treasure Island era un bildungsroman, sostenía mi artículo subrayando la dificultad que se le planteaba al huérfano en su viaje de iniciación, la lucha entre el deseo y la realidad. En esta lectura, tenía un sentido poderoso la obtención de los doblones, cuya función consistía en comprar a la madre. Como sucedía a menudo en la literatura europea decimonónica, en esta novela la riqueza provenía de las colonias. En un aspecto, Stevenson, al situar la fortuna en la colonias, no sólo aludía al despojo. Según mi teoría, Stevenson no había intentado deliberadamente una denuncia a través de la metáfora, pero su narración, aún en un plano subliminal, bocetaba una versión sutil del saqueo colonial. Sin embargo, éste no era el eje principal de mi ensayito. Lo que a mí me interesaba en este clásico de la aventura era cómo, en un relato “juvenil”, se tensaban conflictos que excedían el género. Si la aventura transcurría en las colonias, la elección de este territorio no se debía sólo a un interés exótico del autor. Del mismo modo en que, para el pensamiento eurocéntrico, el territorio de la barbarie era un territorio a educar, la iniciación de Jim, su pasaje de la infancia a la madurez, en los marcos de una novela presuntamente juvenil, inauguraba un nuevo enfoque de la ficción. A lo que el joven Jim aspiraba en su aventura, ni más ni menos, era a una reparación económica de su orfandad y, en consecuencia, con el tesoro, conquistar también a su madre. Pero el verdadero tesoro, la inocencia de Jim, había sido profanado. Doblones, doblones, escuchaba Jim ahora en sus pesadillas.
Cuando, unas semanas antes, tomando unos claritos en la Richmond, le había pasado el borrador a Lía, ella no pudo disimular a un tiempo la gracia y la bronca:
Pero decime, empezó.
Y cada vez que Lía arrancaba con un pero decime, tomándose su tiempo, alternaba la risa contenida con unas puteadas soberanas. Esta vez yo estaba dispuesto al escarnio, pero también listo para defenderlo, convencido de que en mi análisis había una idea que no se encontraba así nomás en los círculos intelectuales de la gran aldea. Ensayitos como el mío no crecían en estos pagos tan fácil como la lechuga.
Pero decime, Gómez, ésta es tu autobiografía en clave de ensayo, arremetió Lía. Quién te creés que sos. Qué pretendés.
Quiero publicarlo, dije.
Dónde, me preguntó.
Lo voy a pensar.
Lo vas a pensar, repitió maquiavélica. No te traicionés, Gómez. Pensá quién sos.
Me tragué la indignación. En el fondo, pensé, lo que nos unía era nuestra condición de perdedores. No me conformaba la perspectiva de ser un perdedor toda la vida. No había venido a la ciudad para un destino de amargura. Si bien, como a todo provinciano, la ciudad me deslumbraba, no me enceguecía con sus luces. Porque las luces y los muchachos abundantes no alcanzaban a satisfacer mis ganas de ser superior al que era. Si tenía una posibilidad de ascenso, iba a aprovecharla. Cuando hubiera obtenido mis doblones, algún lote del Parnaso local, Lía iba a mirarme con otros ojos. Entonces, me dije, se iba a ver quién era quién.
Después de tachar unos adjetivos, eliminar subordinadas, entrecomillar unas citas y agregar unas notas al pie, me di cuenta de que, por más arreglos que le hiciera al ensayito, no iba a mejorarlo. Me sentí como un perro que mordía una y otra vez el mismo hueso pelado. Lo que me había quitado el sueño no era el escrito sino el destino que pensaba darle al día siguiente. Guardé las hojas en un sobre, escribí el nombre de esa mujer. Y el mío en el remitente. Lo cerré.
Mi suerte ya estaba echada.
Por la tarde continuaban los chaparrones aislados. Cuando salí del colegio, una garúa tupida empañaba la visión de las calles sumidas en una tristeza de film francés. Si el paisaje ciudadano bajo la llovizna remitía más a una película francesa que a un tango, era porque, aun sabiéndome provinciano y en cierto aspecto un intelectual colonizado, todos mis gustos, todas mis lecturas, estaban más próximos al ámbito de Victoria y los suyos que al existencialismo marxista y pampeano con que Lía quería redimirme.
Claro que todo esto lo pienso ahora, juzgando al joven Gómez de entonces. Es fácil desde la vejez comprender las cavilaciones y desatinos de la juventud. Tan fácil como, desde el presente, pergeñar una novela histórica. Uno dispone de la documentación, del testimonio de lo vivido y, desde el presente, acomoda los hechos en una lectura que se empecina en justificar defecciones y fraudes para sobrellevar el remordimiento.
Yo estaba furioso con Lía, pero también conmigo. Sabía que después de este acto no habría regreso. Así como Lía no me iba a perdonar, menos me iba a perdonar yo un fracaso.
Y el acto, al acercarme a la esquina de San Martín y Viamonte, estaba cada vez más cerca.
Allí, en Viamonte y San Martín, frente a la iglesia y el convento de Santa Catalina de Siena, había nacido Victoria. Ése era tanto su barrio como la historia del país era la historia de sus parientes. López y Planes, el compositor del Himno Nacional, había sido un tío suyo. Prilidiano Pueyrredón, ese pintor de postales camperas, también pariente. José Hernández, el autor del poema patrio, también. Como se escribió más tarde, la historia de la patria, para esa mujer, era una historia de familia. Y esa historia se compiló según su conveniencia y antojo. Acaso la casa de la calle México donde funcionaba la somnífera Sociedad Argentina de Escritores no había sido de su madre.
Y yo, al querer cambiar mi historia, debía traicionarla. Necesitaba armarme una tradición literaria. Y qué era una tradición literaria en este país, me decía, sino una historia de familia.
Hay que pensarlo de la siguiente manera, propone ahora, en esta noche larga, el profesor. Porque si no se lo piensa de la siguiente manera, no se logrará una comprensión cabal de las fantasías que acuciaban esa tarde, al subir las escaleras de ese edificio, al joven Gómez, con su ensayito ensobrado bajo el brazo, mientras llegaba al primer piso, donde quedaba la redacción de la revista. Sugiero que lo pensemos así:
Una madre soltera, desde la mirada pueblerina, es una puta. Su hijo, en consecuencia, un hijo de puta. Madre soltera y huérfano no son otra cosa que eufemismos. Esa tarde, subiendo las escaleras al primer piso, yo era un hijo de puta. Y como un hijo de puta me estaba comportando ahora frente a esa puerta de la redacción.
No me animé a llamar.
Pasé el sobre por debajo de la puerta.
Después, mareado, bajé a la calle con la sensación de haber cometido un crimen imperdonable.
Fue en esos días que Lía vino con la propuesta de sacar una revista. Iba a convocar amistades y conocidos, intelectuales que, como nosotros, no coincidían ni con el populismo ni con la orientación extranjerizante de Victoria. Tampoco, me aclaró, con los boedistas tardíos que veían la realidad como un chiquero esperpéntico. A Lía le gustaba usar esas adjetivaciones. Unicornio Austral iba a llamarse la publicación. Y venía a llenar un vacío.
Por qué unicornio, le pregunté.
Es un animal fabuloso, Gómez. Un caballo con cuerno de rinoceronte. El caballo abre las puertas de la historia. Y el rinoceronte remite, más que a la historia, a la prehistoria. Un animal pacífico pero, si se lo molesta, ataca con ese cuerno. Bueno, Unicornio Austral es tu revista. Vas a tener un espacio para sacar tu interpretación de Stevenson, querido.
Me quedé callado. Nuestra conversación, que siempre era un ping pong, ahora se me volvía dificultosa.
Cuándo entregás tu artículo, Gómez, me apuró Lía.
Tengo que revisarlo, dije. Quisiera ajustar algunos conceptos antes de darlo a la imprenta.
Mirá que no hay mucho tiempo, me dijo ella. Y cargándome: Justo ahora te venís a hacer el estrecho.
Cuanto más se embalaba Lía al contarme el proyecto, más me hundía en mí mismo.
Te sentís mal, me preguntó. O estuviste de farra. Y me guiñó un ojo. Con quién, se sonrió. Contame.
Le mentí una aventura en el Parque Japonés:
Con un colimba, dije. Un salteñito.
Te dejó apunado, dijo Lía. Y después: En Unicornio Austral también vas a poder escribir sobre Wilde.
En ese momento me hubiera gustado tener una máquina del tiempo, se acuerda el profesor. Frenar al joven Gómez cuando llegaba a la esquina de San Martín y Viamonte, cuando subía esas escaleras hacia el primer piso. La alegría y el fervor con que Lía me iba detallando el proyecto de la revista me exasperaban. Estuve a punto de confesarle mi traición, pero no tuve agallas. La cobardía me estaba afiebrando.
Te sentís bien, me preguntó.
Un poco cansado, le contesté. No me llevés el apunte.
Lía me puso una mano en la frente:
Estás ardiendo, dijo.
Cuanto más amistosa se mostraba ella, más me lastimaba la situación. Me preguntaba cuál sería su reacción si mi ensayito salía publicado. Todos los pensamientos que me habían llevado a dejar el escrito en esa redacción ahora me resultaban enfermizos. Había pensado que mi amiga era una resentida y, yo mismo, un resentido, imaginando que si era adoptado por Victoria y los suyos, al ser publicado en su revista, superaría no sólo mi complejo de inferioridad, sino que además desnudaría a Lía en su resentimiento. En estas fabulaciones me había visto también, ya aprobado por Victoria, introduciendo a Lía en la redacción. Porque el éxito lo volvía a uno magnánimo. Todos estos pensamientos se me habían cruzado antes de subir aquella escalera hacia el primer piso de la redacción. Pero también, al hacerse carne, habían alternado con otros, acusadores, en los que me veía destruyendo a quien más amaba. Y a quien más amaba, me daba cuenta, era Lía, que ahora buscaba un geniol en su cartera:
Vos tendrías que estar acostado, nene.
La literatura y el mal, dice el profesor. La literatura nos empuja a fondos insondables. Para ser un auténtico maldito, no hay que tener escrúpulos. Con mi traición a cuestas, hubo momentos en que me sentí un personaje dostoievskiano.
Qué dostoievskiano ni ocho cuartos. Lo mío no tenía grandeza alguna. Una típica guachada de clase media.
No ignoro que se experimenta un cierto placer en confesar una abyección. Lo que se pretende, al confesar, no es únicamente el perdón. Se busca, con este enrevesado concepto cristiano de la redención, quedar bien frente al prójimo. Miren, fíjense qué tipo noble éste, que se manda una macana y lo reconoce. No sólo hay ganas de redención en quien se confiesa.
También una vanidad supina.
El profesor se acuerda:
Me enfermé. Di parte de enfermo. Estuve tumbado unos cuantos días y unas cuantas noches interminables. Un médico me diagnosticó primero una gripe y después ictericia. Desaparecí, como quien dice, de los lugares que solía frecuentar. A veces Lía me visitaba. Al verla sentada en un costado de mi cama, contemplándome con sus ojos preocupados, la fiebre me subía de nuevo.
No podés seguir así, se alarmó una noche. Voy a pedir una ambulancia.
Ni se te ocurra, dije.
Impedirle que se asustara era imposible. No había médico ni remedio que pudiera curarme. Los pensamientos, cuando me ganaba el sueño, se transformaban en pesadillas sudorosas. Me despertaba, en el amanecer, la nuca en la almohada húmeda. Estaba convencido de que, así como mi mal no tenía cura, no me faltaba tanto para la Chacarita.
Así que una noche, tiritando, me levanté, me duché. Elegante y perfumado, salí a la calle. Al verme reflejado en las vidrieras, enflaquecido y sonambulesco, me sentí un dandy melancólico. Caminaba por las calles del centro con la sensación de estar despidiéndome del mundo y sus placeres. Mi existencia había sido tan desdichada como fugaz. Al cultivar unos sueños de belleza, en el afán por materializarlos, esto era en lo que me había convertido.
Comprar un revólver o tirarme debajo de un tren, pensé. El balazo me parecía histriónico. Las ruedas de una locomotora derivarían en una carnicería de mal gusto. Cortarme las venas, pensé, pero también rehusé esta posibilidad por considerarla una pantomima de pésimo gusto. Matarse con pastillas, a su vez, era una mariconada. Cada variante que pensaba tenía su inconveniente.
Una noche caminaba por Avenida de Mayo cuando, al pasar por un bar, oí que me chistaban.
El gordo Pierotti hacía palabras cruzadas mientras se tomaba un fernet.
Me prometiste que íbamos a salir con tu mina del Maipo, me encaró. Y con una amiguita suya.
No te prometí. Además, mi amiga no labura en el Maipo sino en el Tabarís.
Que en ese momento recordara con precisión mi mentira de un tiempo atrás indicaba la gravedad de mi paranoia, pensé. Ni siquiera cuando me encontraba terminado, dejándome ir en la caída, se me pasaba por alto un detalle semejante.
Te mentí, le dije.
Con Lía tenía que hacer lo que estaba por hacer ahora con el gordo Pierotti. En vez de andar perdiéndome en la noche, escribir una confesión. Demostrarle a Lía que, al fin de cuentas, yo no había sido tan ruin. Así como encontraba un gusto morboso al verme enflaquecido y melancólico en el reflejo de las vidrieras, me complacía en esto de escribir una confesión.
Como dije, acota el profesor, cuando se tiene una imaginación literaria, no se puede parar. Bovarismo puro lo mío.
Te invito un fernet, ofreció el gordo.
Prefiero una cubana. Doble.
Te mentí, dije otra vez. Es cierto que esa noche tenía un fato. Pero con un bagayo. Me daba vergüenza confesarlo, sabés. Mirá que una mina del Tabarís o del Maipo me va a dar bolilla a mí.
Al impostar ese tono, me vino una pena. La confesión de una mentira me obligaba a otra.
Para que una de esas minas te dé bola, hay que tener mucha tela, le dije. Sabés en qué estoy pensando. En que es verdad que los gordos son buenos. Al creerme capaz de levantarme una bataclana, demostraste inocencia. Y la inocencia es un valor en estos tiempos. Todos somos culpables. Todos. Siempre. De algo somos culpables.
El gordo me clavó una mirada piadosa:
Estás tremendo, Gómez.
Ya me había tomado mi cubana doble. Ordené una segunda vuelta. Cuando terminé de hacerle el pedido al mozo, la mirada piadosa del gordo Pierotti tenía esa expresión gatuna, insidiosa.
Decime, Gómez, te olvidaste del ensayito. O no querés hablar del asunto.
No, no me olvidé.
Tampoco te enteraste.
De qué.
Ésta es la parte en que al joven Gómez le corre un escalofrío por la espalda, dice el profesor. El joven Gómez observa al gordo Pierotti en aquel bar de la Avenida de Mayo. Y pregunta, aterrado:
Me van a publicar.
La encanaron, Gómez. Ayer allanaron la revista. Y esta mañana la encanaron a la vieja. La yuta la cazó en Mar del Plata.
La mirada del gordo ahora era maléfica:
Así como yo me tengo que olvidar de las minas del Maipo, vos olvidate de publicar ahí. Ni yo me voy a matracar una corista ni a vos te van a aplaudir los paquetes.
A la mañana siguiente, temprano, volví a mis clases. Me había curado.
En sus discursos, el General era un padre astuto que empleaba la primera persona del plural involucrando a sus hijos. Al referirse a los contreras decía: Nosotros vamos a ayudarlos a que se pongan en su lugar. Tenemos en la mano los remedios para ese mal, garantizaba. Los vamos conociendo a los emboscados, aseguraba.
La misma noche de la bomba, los muertos y el sinfín de heridos, la misma noche en que ardieron la Casa del Pueblo y el Jockey Club, comenzaron las detenciones. Cerca de cuatro mil presos. Radicales, socialistas, comunistas, conservadores. Cualquiera que estuviera sospechado de contrera caía. En la Sección Especial de la Policía Federal se fajaba y torturaba. Los encargados eran dos boxeadores que se ocupaban de golpear a los detenidos y un comisario especialista en aplicar la picana eléctrica.
Por entonces yo también era de los que dudaba de que la belleza careciera de contenido político. Fanfarroneaba declarando que la belleza era amoral. Ni de derecha ni de izquierda. Y a quién podía ocurrírsele que la belleza pudiera tener una orientación tan confusa como el mismo peronismo. Porque así como Perón había reverenciado a la Revolución Rusa en un discurso en el Liceo Militar y aceptado el rol interventor del Estado, en más de una oportunidad había celebrado al Duce, imitado su iconografía y empleado los medios de comunicación igual que los fascistas. La universidad, en tanto, era una falange de retrógados de la más cavernaria derecha perteneciente al nacionalismo oligárquico y chupacirios. El diario de los Gainza, ahora propiedad de la CGT, sacaba los domingos un rotograbado donde publicaban tanto a los poetas católicos y barriales como a los de izquierda boedista.
Según Victoria, su revista era apolítica. Pero sus simpatías, como no podía ser de otro modo, estaban del lado de aquellos que ponían bombas, comandos de jóvenes cajetillas, más católicos que liberales, más aristocráticos que revolucionarios, universitarios de familias tradicionales que, en verdad, estaban mucho menos preocupados por la democracia que por sus privilegios jaqueados por el gobierno de los cabecitas negras. Ponían bombas como jugaban al polo o al rugby. Y, obviamente, para Victoria y su intelligentzia elegante, estos muchachos no podían sino representar una estirpe heroica.
El profesor se calla de nuevo. Desde la calle sube amortiguado el chillido de una frenada.
No hay belleza en una bomba asesina. Pero tampoco en una picana eléctrica, dice el profesor. Al salvarme providencialmente de traicionar a Lía, empecé a preguntarme hasta dónde la belleza era amoral y si no tenía que ver con la política más de lo que me interesaba.
Victoria, en esos días, estaba en su villa de Mar del Plata. Y la policía la sacó de la cama una mañana temprano.
Dos autos policiales estacionados frente a su Villa, seis policías de civil.
Esto es un atropello, empezó a quejarse.
Tiene que acompañarnos, señora. Acá está la orden de arresto y acá la de allanamiento.
Ustedes saben quién soy yo, preguntó. Tienen idea.
Si no lo supiéramos, no estaríamos acá, señora.
Tengo que hablar ahora de Enriqueta, una prima descarriada de Victoria, cuyo apellido estaba vinculado con el dominio de media provincia de Corrientes. Enriqueta había estudiado Bellas Artes para ser restauradora. En sus viajes había descartado puntillosamente los lugares convencionales del turismo intelectual de la época. Enriqueta era una muchacha hermosísima, de rasgos afilados, más huesuda que exuberante, lo cual no quitaba que en ese tiempo, cuando las opulentas del cine italiano eran la moda, no tuviera un éxito brutal con los tipos. Podía pensarse que en esos viajes, auténticas expediciones, Enriqueta buscaba, renegando de su clase y de su belleza, opacar sus encantos. Sin embargo, bronceada siempre, con el aspecto curtido con que regresaba de sus viajes, su atractivo aumentaba. La suya era una hermosura templada en la intemperie.
A Enriqueta le disgustaban París, Londres, Nueva York. Había bordeado los círculos intelectuales de los grandes centros cosmopolitas, pero con un recelo poco habitual. Según Lía, Enriqueta andaba detrás de otras experiencias. Se había apasionado en viajes que, por entonces, la hacían parecer exótica. Entre el Boulevard Saint Michel y Coyoacán, Enriqueta prefería esto último. No vacilaba si tenía que elegir entre la Capilla Sixtina y las ruinas de Machu Picchu. El Cairo, Bangkok, Pekín eran para Enriqueta paisajes vivos y que, desde el fondo de la historia, sugerían que la civilización occidental, tarde o temprano, sucumbiría por no haber prestado atención a los mensajes que estas culturas ofrecían en clave. Enriqueta contaba que los estudios de Bellas Artes, todos sus conocimientos sobre plástica, en la época en que iba a dedicarse a la restauración, se disolvieron como cenizas al viento cuando subió a las alturas del Nepal. Allí decidió olvidar sus libretas de apuntes, sus blocks de dibujos, y confiar más en la percepción de su hasselblad.
Estilo, opinaba Lía, embelesada.
Guita, decía yo.
Ya tenías que salir con tu tirria.
No había que ser perspicaz para darse cuenta de que Lía hubiera dado la vida por tener un romance con Enriqueta. Pero tenía que resignarse:
Para jugar al kamasutra tiene que irse lejos de la familia, le pregunté yo.
Más te gustaría a vos que te trincara un mozambicano como el que se bajó ella, contraatacaba Lía.
El que tiene plata hace lo que quiere, reponía yo.
No es sólo cuestión de plata, argumentaba Lía. Aceptalo, Gómez, lo que le envidiás es la libertad que tiene para hacer lo que le da la gana.
Dame una estancia en Corrientes y vas a ver lo libre que soy.
Por más que vengan de la misma familia, Enriqueta no es Victoria, me discutió Lía. Victoria la va de coleccionista de autógrafos. Victoria va a la India y se trae un Rabindranath a las barrancas. Victoria pretende un hinduismo de incienso y living room. Victoria busca un consuelo por lo que no es. Cuando Enriqueta estuvo en Inglaterra no fue a fotografiar a la Woolf. Tenés que ver sus fotos de los mineros galeses, de los irlandesitos desnutridos. Mirá bien sus fotos, Gómez. Enriqueta sabe captar la desgracia, la injusticia y también la nada. No va por ahí detrás de una pagoda interior.
Guaraníes nunca, pregunté.
Qué decís.
Por qué tiene que irse tan lejos para encontrar lo que está a la vuelta de la esquina, Lía, me enchinché.
Es justo reconocerlo ahora. Cuando vi por primera vez a Enriqueta, una tarde en El Águila, a la vuelta de su estudio, tuve que admitir el magnetismo de su personalidad. Aunque siguiera desconfiando del motor que la impulsaba a perderse en los confines de la tierra.
Es el mal baudelaireano, me explicaba Lía. El horror domiciliario, la aversión al propio hogar. Esa inquietud desoladora que sólo puede aliviar el viaje. Ni la partida ni el arribo. El viaje en sí. Porque es en el viaje donde Enriqueta toma la conciencia de sí, sustancia perecedera. Y esto Enriqueta lo refleja en sus fotos.
Y decime, pregunté, todos los que padecemos de lo mismo y no tenemos ni cómo ni a dónde rajar, qué hacemos con nuestra enfermedad. Vamos a rezar a Luján.
No entendés, Gómez.
Es cierto. Yo no la entendía a Enriqueta. Pero Lía tampoco. Lo que nos partió el alma fue saber que Enriqueta era esclava de la cocaína. Ya en esa época en que me la presentó Lía, Enriqueta pasaba de períodos de depresión a rachas de una euforia apabullante. Y era en estos picos cuando se largaba por ahí.
Esta historia que cuento no es la de Enriqueta. Su rol en la historia es de refilón, pero contribuye a unir los fragmentos.
Por Enriqueta supimos que Victoria estaba presa en el Buen Pastor:
La vistieron con un delantal a cuadros azules y blancos, decía Enriqueta. La pusieron en una celda con otras once mujeres. Desde ladronas hasta asesinas. Hay una que mató a su cría. También tiene de compañeras a unas socialistas. Y no faltan tampoco unas peronistas.
Qué hace Victoria, pregunté yo. Escribe, quise saber.
No. Se lo tienen prohibido.
La literatura nacional está a salvo, intervino Lía.
Tiene sesenta y tres años, dije yo.
Falta que digas que puede ser tu madre, dijo Lía. Bien que te gustaría, Gómez.
Enriqueta siguió:
Parece que una noche las monjas trajeron a una que fue torturada con la picana.
No sé si los que nunca estuvieron presos, diría más tarde Victoria, pueden representarse lo que significa encontrarse acostada de noche tan cerca de una mujer que acaban de torturar recordando cómo temblaba por la noche. Y pensaba en Montaigne. La vista de las angustias ajenas me angustia materialmente. Pero Victoria, al pensar en Montaigne, pensaba en francés: Je saisis le mal que j’etudie et le couche en moi.
Enriqueta contaba:
Victoria dice que las presas la consideran una fellow prisoner. Les cuenta novelas, obras de teatro. Ella sola les representó Gigi. Y las otras, a cambio, le convidan criollitas con paté. Éstos son días de cookies con foie-gras, dice Victoria.
Enriqueta hizo un silencio largo. Y después nos anunció:
La semana que viene viajo, dijo. Necesito el Punjab.
Lía y yo la contemplamos sin decir nada.
No quieren venirse, nos preguntó. No saben lo que se pierden.
Cuando Enriqueta partió a la India, nos seguimos enterando de los avatares de Victoria en la cárcel del Buen Pastor a través de Nélida, una abogada cordobesa que tenía a su hermana, militante socialista, en el mismo cuadro.
Si Nélida había entrado en nuestras vidas, se debió a Lía, quien la conoció en esa época en que, recién venida de Moisesville a la capital, se empleó en un estudio jurídico. Nélida vivía por Caballito. Y había sido ella quien le había conseguido a Lía el departamento que alquilaría más tarde. Que Lía escribiera y que, dándole rienda a su vocación, renunciara al bufet para entrar de cronista en un diario, la fascinaba.
Nélida era una muchacha sedienta de emociones. Aburridísima, sus mejores aventuras le pasaban, sin que se diera cuenta, en los archivos de un juzgado siguiendo los pasos de un expediente. Pero Nélida nunca iba a advertir que los expedientes contienen, resumidas, historias en las que se alternan desde la lucha por una medianera hasta el crimen pasional, cuya lectura puede ser fascinante. Para Nélida, esos expedientes eran letra muerta, en las antípodas de esos novelones románticos que devoraba con fruición. Victoria presa le resultaba la encarnación de todas esas heroínas en una. Y en nosotros, Nélida creía haber encontrado un auditorio donde celebrarla.
Yo no tengo mano para las labores, le sollozó Victoria la primera tarde en que Nélida la vio en el Buen Pastor. Victoria observaba desolada cómo sus compañeras de cuadro cosían y bordaban. Desgraciadamente nací para los afanes de la inteligencia, se le quejó Victoria.
Nélida, como se ha dicho, tenía una hermana socialista. Detenida por el régimen, la hermana estaba alojada en el mismo cuadro que Victoria.
No puede pegar ojo, la pobre, nos contaba Nélida al volver del Buen Pastor. Pero no se refería a su hermana. Hablaba de Victoria.
Unas cuadras antes de llegar a la cárcel, Nélida se detenía en una confitería y compraba unos sándwiches. Los de jamón y queso eran para su hermana. Y los de pavita para Victoria, aclaraba.
Cada vez que Nélida visitaba el Buen Pastor volvía con un coraje y una solidaridad exagerados que, en verdad, poco ocultaban su deseo por figurar. Estoy seguro, cuenta el profesor Gómez, que Nélida se ilusionaba con una foto para la posteridad, la imagen de Victoria, y ella a su lado. Una de esas fotos que el tiempo se encarga de sepiar, con epígrafes en donde la gente como Nélida es mencionada como “rueda de amistades” o “entre otros”.
A los cuarenta y pico, no sólo no había descollado en su profesión. Tampoco lo haría con esos cuentos tristones que escribía, pródigos en desesperaciones y lluvias. Como tanta mente novelesca, Nélida pensaba que una angustia y un temporal eran componentes que elevaban la literatura. Sin distinguir qué diferenciaba a Chejov de Cronin, Nélida no leía hechos: leía suspiros. A mí me llegó mucho esa novela, afirmaba. Me identifiqué tanto, comentaba de otra. En esa confusión entre realidad y ficción, Nélida había perdido de vista con qué presa estaba más estrechamente unida.
Una tarde parece que su hermana se cansó:
Tu hermana soy yo, le dijo entre las rejas. Acá la socialista soy yo. Y a mí también me gusta la pavita.
Sí, pero la artista es ella, le contestó Nélida.
Por esa época, se acuerda el profesor Gómez, tuvo su repercusión escandalosa el filme Deshonra, con Fanny Navarro, una película de cárcel de mujeres. A Fanny, junto con otras presas, en pleno invierno, las arrancaban por la noche de las celdas para sacarlas al patio y las manguereaban. Había que ver los chorrazos de las mangueras empapando a esas pobres cautivas. No voy a detenerme acá en obvias interpretaciones sobre el significado de esos chorrazos de manguera en las presas, sus uniformes empapados, la tela adhiriéndose a sus formas como una segunda piel. Hacía frío en ese mayo. Y como no podía ser de otra manera, Nélida temía que en la cárcel les dieran este castigo.
Una noche, nos contó Nélida, Victoria vio que entre dos de las reclusas había nacido un aprecio que superaba la camaradería. Una de ellas era una chiquilina que había sido cajera de Escassany, involucrada en un robo de alhajas, y la otra una sirvienta peronista que, si había ido a parar al Buen Pastor, no había sido por contrera sino por un asesinato. Había achurado al hijo de su patrona, que quiso propasarse.
En las sombras del cuadro, Victoria pudo atisbar cómo la sirvienta abandonaba su cama y se pasaba a la de la chiquilina. Era ya de madrugada y, aun cuando las dos procuraban no hacer escombro, los suspiros y jadeos podían oírse en la quietud. La luz lunar arrojaba una claridad grisácea dentro del cuadro.
Victoria, en puntas de pie, dejó también su cama y se acercó a las amantes. La chiquilina se asustó al ver esa silueta espectral, recortada por la luna, al pie de la cama. Pero la sirvienta, más veterana, la tranquilizó:
Es una mirona, dijo. Y después: La envidia que nos tiene.
No fue éste el incidente más grave que le tocó padecer a Victoria en el Buen Pastor.
Un atardecer las monjas trajeron una presa que apenas podía caminar. Ésa era la presa de quien nos había hablado Enriqueta. A pesar del dolor que le crispaba las facciones, no pedía compasión. Pelirroja, pálida, angulosa, la mujer no debía tener más de treinta años. Pero el castigo que se le había infligido la hacía parecer varios más.
La picana, comentó una. Se la pasaron.
Por su hermana Nélida supo que la nueva detenida era una militante trotskista, que intentaba sublevar a las fabriqueras de un taller de pantalones por la calle Canning.
Ahí tenés lo que significa el peronismo, me chicaneó Lía. El control que la burguesía necesita.
No tuve respuesta. Podía justificarle todo al régimen, menos eso. Ningún argumento podía legitimar la tortura. Y el régimen torturaba. No sólo a los militantes de izquierda. Lo que más temía todo opositor, cualquiera fuera su filiación política, era caer en la Sección Especial del Departamento Central de Policía. Pero también la comisaría 17, la de la avenida Las Heras, era célebre por la tortura. Algunos presos políticos que, dados por muertos, habían sido tirados en la quema, sobrevivieron para contar qué ocurría con los contreras cuando eran detenidos. Los nombres de los torturadores eran conocidos públicamente. Yo no podía mirar hacia otro lado cuando se hablaba de este asunto. Cada vez que nos trenzábamos con Lía, la tortura ponía punto final a toda defensa que yo pudiera hacer del peronismo.
Me doy cuenta de que al hablar de Victoria me enardezco, admite el profesor. Tengo que admitir que, bajo ningún punto de vista, su encarcelamiento me parecía justo. Pero no podía evitar que esas vacaciones forzadas de Victoria en el Buen Pastor me avivaran la misma contradicción que había experimentado aquella noche de los incendios y la quema de libros en la Casa del Pueblo y el Jockey Club.
Victoria tiene a la picaneada en la cama de al lado, nos contó Nélida. Parece que Victoria se queda la noche entera con los ojos abiertos, tan incapaz de dormir como de mirar el cuerpo vecino en la oscuridad. La picaneada tampoco duerme. Está siempre boca arriba, inmóvil. Y en la quietud del cuadro puede oírse su respiración. Aun cuando Victoria se da vuelta hacia el otro lado, sabe que la picaneada, a su espalda, está despierta. El traqueteo de un tranvía corta el silencio. Tarda un rato en acercarse, frenar y arrancar de nuevo. Después, otra vez el silencio, la respiración de la picaneada. Ahora se oye, lejos, el silbato de un policía. Cada vez que un sonido del exterior corta el silencio, Victoria siente un nudo en la garganta. Alguna de las presas tose. Y el silencio, otra vez. Y la picaneada, tan cerca, boca arriba, los ojos abiertos.
Todas las noches igual. Y también todas las noches, en la oscuridad del cuadro, Victoria se pregunta:
Por qué no se queja.
La hermana de Nélida le contesta:
Avivate, che. El silencio es su relato.
Que esto le pase tan luego a Victoria, nos decía Nélida, que esto le pase a la gran dama de nuestras letras es una auténtica infamia.
Esa muchacha es una babieca, Lía, decía yo cuando Nélida se iba. Para qué nos sirve.
Toda revista, hasta una literaria, necesita asesoría legal, contestaba Lía. Nélida puedes sernos útil. Además, si no la tenemos a ella, quién va a mantenernos al tanto de lo que pasa en el Buen Pastor.
Fue Nélida la que nos contó las visitas que recibía Victoria. Le llevan bombones. Le llevan rosas. Pero no hay dulce ni fragancia que pueda reemplazar el sabor de la libertad, nos decía Nélida. Cuando le llevaban rosas rojas, Victoria se acordaba del moño punzó que habían usado sus tías abuelas por el lado materno.
Quizá este encarcelamiento sea la expiación de aquel colaboracionismo con la Mazorca, le decía.
Y cuando Nélida le contestaba, en ese susurro que se usa tanto en las prisiones como en los hospitales y las iglesias, que cada noche había luchadores democráticos cruzando el río hacia el exilio, Victoria suspiraba:
Igualito a los tiempos de Rosas, mon chérie.
Si se sigue el razonamiento de Adorno acerca de cómo escribir después de Auschwitz, el razonamiento es válido no sólo para un cuerpo martirizado en el fondo de una comisaría sino también para las inocentes víctimas cuyos restos saltan por el aire por un bombazo después de un mitin de descamisados. Y ni hablar de lo que sucedió más tarde, las víctimas de junio en el bombardeo de la Plaza.
La burguesía, con su celebración permanente del individualismo, se erige en defensora de absolutos que piensa extensivos a la humanidad. Pero la libertad no es nunca un absoluto. Tampoco la democracia. Y lo que está en discusión en estas cuestiones es un proyecto emancipador. Las conquistas del proletariado significan, sin vueltas, el cuestionamiento del sistema burgués y sus custodios. No puede haber otra democracia que la de los trabajadores. La democracia que defiende Victoria, en cambio, es la democracia de los terratenientes y los intereses monopólicos para esclavizar a los cabecitas negras. Cuando Victoria se proclama defensora de nobles valores culturales, poniendo la libertad por encima de todo, hay que ver qué intereses emblematizan, no solamente ella sino sus beneméritos valores culturales y su tan preciada libertad.
Hay tanto chambón que confunde calma chicha con sabiduría, dice el profesor. Lo mío es la desesperación permanente, aunque con la vejez parezca sosiego y reflexión. Que nadie se engañe: con los años nadie aprende nada. Más bien se olvida lo poco aprendido. Y, cuando hurgamos en el pasado, lo hacemos no tanto para sacar alguna conclusión como para averiguar qué queda vivo, qué de nosotros conserva un resto de pureza, si es que alguna vez fuimos puros.
Estoy más a oscuras que esta sala, dice el profesor. Yo mismo soy una sombra. Mis días fueron, como dice ahora el piberío.
Todo lo que me queda por delante es memoria.
Por eso la estupefacción que me causa cuando alguien se pone a escucharme. Vienen a escuchar el ayer y no se dan cuenta de que les estoy hablando del mañana. Un ejemplo que viene a colación es la visita que recibí no hace tanto. Debra, la becaria, esa muchacha del departamento de Spanish & Portuguese de la Universidad de Minneapolis.
Minnesota, sonreí. Las praderas.
Debra, nerviosa, también sonrió.
Era morochita, de pelo negrísimo, enrulado pero corto, a lo varón, veinteañera, sefaradí, cejijunta, algo miope, con unos anteojitos Lennon. Sus labios carnosos, cada vez que hablaba se entreabrían en un balbuceo. Puro gaspering de campus, lo suyo.
La mochila que cargaba, calculé, podía costar más que todo lo que llevaba adentro. Los borceguíes le combinaban con la camisa arena. Equipada como el hombre de Camel, se le notaba, además de una militancia feminista, cuál era su idea de nuestro país. Más regordeta que fortachona, sus modos pasaban de una gesticulación masculina a una fatiga melancólica. Tardé en reparar en que su gordura no era sólo de bagels.
You are pregnant, le dije.
Ella aceptó el comentario con otra sonrisita nerviosa. Le miré las uñas comidas. Ella cerró los puños. Más inquieta que antes, carraspeó de nuevo. Y me pareció que no sabía, como un mal actor, qué hacer con las manos.
Con orgullo, me contó que ella y su pareja habían decidido tener un hijo. Inseminación, me explicó.
Oh, dije, pronunciando con una u al final.
Quise saber a qué se dedicaba su pareja.
Se llamaba Farah, era una documentalista paquistaní que trabajaba en el Sundance.
Si fuera argentina, me dijo, sería piquetera.
Y se quedó mirándome por encima de sus anteojos.
Y si yo fuera piquetera, pensé, te expropiaría los travellers.
En cambio dije:
You are very typical.
Debra forzó otra sonrisa. Tenía todo el aspecto de la alumna aplicada, la radical, con acento en la primera a, con sus estudios culturales aprendidos de memoria. Bastaba verla desempacar su equipo para comprobar que no se detendría hasta conseguir lo que se había propuesto. Y lo que se había propuesto era, nada menos, que investigar sobre Victoria.
Why, le pregunté. Why Victoria.
En su español ortopédico me explicó que le interesaba Victoria como modelo de luchadora. Victoria, según Debra, representaba una pionera de las libertades individuales en las letras latinoamericanas. Mientras Debra disponía un grabadorcito y un block de notas, me dije que no iba a ser fácil hacerla trastabillar en sus creencias políticamente correctas.
Le ofrecí té.
Me preguntó si no tenía mate:
I love hierba mate, dijo.
No, no tenía. Ni hierba ni mate, me disculpé.
No hace falta aclarar cuánto abomino de esas fórmulas de cortesía donde los natives parece que ofreciéramos nuestras artesanías, vasijas y matras al mejor precio.
Debra ya se había instalado en ese sillón y esperaba. Empecé por preguntarle si había leído a Fanon.
Obviously, me contestó. Les damnés de la terre, dijo en un francés tan ortopédico como su español.
Dudé si habíamos leído el mismo texto. Y lo que es más patético, dudé si valía la pena gastar saliva remontándome a Fanon para explicarle el peronismo, las tensiones entre liberación y dependencia y la situación de los intelectuales.
El racismo de los intelectuales ligados a la burguesía nacional, empecé, es un racismo basado en el miedo.
Pero Fanon no le interesaba, me dijo. En todo caso, prefería que discutiéramos sobre Homi Bhabha.
Sai, pregunté.
Debra no pescó el chiste. Ahora me miraba seria.
Empezó a arponearme con preguntas sobre Victoria.
Y yo, como me pasa siempre, me iba del tema.
Le pregunté a Debra qué le parecía Buenos Aires. Esta no era únicamente la ciudad de Victoria.
Pero no pareció muy interesada en este desvío. De nuevo, me disparó:
Victoria, profesor, suspiró. Let’s focus.
The monster, dije.
Y persistí:
Lo que te voy a proporcionar son balas de plata, le dije.
Profesor Gómez, me quiso frenar.
Van Helsing, corregí.
Dándole la espalda, hurgué en los estantes, entre revistas y carpetas, hasta dar con esas cartas que Virginia le había escrito a Victoria. En una de ellas, Virginia escribe: “Espero que esté usted haciendo nuevos amigos y encontrando nuevas cosas para provocar ruido y agitación en Sudamérica”. En otra: “Sospecho que es usted una de esas personas, casi desconocidas en Inglaterra, capaces de hacer excitante una conferencia”. Poco después, le agradece un regalo: “Sus mariposas están colgadas encima de la puerta en Tavistock Square, junto al retrato de mi antepasado puritano que no aprueba su regalo. Si está en Londres, venga en el blanco carruaje”.
Cada línea, cada comentario de Virginia, aun los en superficie más afectuosos, destilan una mordacidad fina, ese sentimiento que provocaba Victoria: vergüenza ajena.
La becaria estaba paralizada. Se conmovió, como cualquiera, cuando Virginia alude a su propia escritura: “Esta mañana mi pluma es como un rastrillo”.
En otra carta Virginia le informa a su amiga Vita, también escritora, sobre una visita inminente de Victoria. Hay que fijarse cómo le describe a la visitante que acecha por ahí: “Victoria quiere publicar algo tuyo en su revista trimestral”, le escribe Virginia a Vita. “Victoria está en París y se ha enterado de que vas a dar conferencias. Supongo que quiere conocerte. Le he dicho que te escribiera y que yo luego te aclararía. Ella es inmensamente rica y amorosa. Ha sido amante de Cocteau, Mussolini y, por lo que sé, hasta del propio Hitler. La conocí a través de Aldous. Me regaló una caja de mariposas. Y de vez en cuando ella desciende sobre mí con ojos fosforescentes como huevas de bacalao. No sé qué hay debajo”.
La becaria permanecía muda. Apagó el grabador. Chequeó el casette. Volvió a rogarme, con una mirada sumisa, que siguiera.
“Querida Victoria”, escribía ahora Virginia. “Siento mucho que se molestara el otro día y pensara que no quería verla. Es verdad que estaba molesta. Me he negado una y otra vez a ser fotografiada. Ya me había excusado dos veces para no posar para su amiga que quiere retratar escritoras. Y entonces usted me la trae sin decírmelo y eso me convenció de que usted sabía que yo no quería posar y me estaba torciendo la mano. Como de hecho lo hizo. Es difícil ser grosera con la gente en la propia casa. De modo que fui fotografiada contra mi voluntad alrededor de cuarenta veces. Pero lo que me molestó más fue que perdí la oportunidad de hablar con usted. Estará de acuerdo en que es una prueba de que deseaba verla. Y no habrá otra oportunidad quién sabe hasta cuándo. Y quién sabe también cuál es el objeto de todas estas fotografías. Yo no lo veo. Y las detesto”.
Virginia termina así la carta:
“Perdone esta franqueza, pero si usted es honesta, yo también lo soy”.
Debra parecía dispuesta a seguir escuchando hasta el fin de los tiempos. Yo, en cambio, me estaba cansando.
What else, dije.
Y ahí nomás le planté a la becaria el testimonio de Victoria paseándose por la Nuremberg arrasada por los bombardeos. Victoria anotando con desagrado que en el hotel en que está alojada no se puede beber agua de la canilla. Victoria observando el porte de los soldaditos de la Policía Militar. Victoria, más preocupada por registrar en su testimonio cómo va vestida que por lo que sucedía en el tribunal: su traje sastre, su sombrero de fieltro, sus guantes de cuero de chancho.
Debra había enmudecido.
Pero ahora el cebado era yo:
Todo esto nos sirve de preámbulo perfecto para hablar de las coincidencias de Victoria con ese Bunge, conocido suyo, que planteaba en el ensayo La Argentina moderna la supremacía de la raza blanca.
Pero esto ya era demasiado para la becaria.
I’m exhausted, suspiró sin convicción.
Y más que despedirse, emprendió una retirada. Al colgarse la mochila, me pareció que le pesaba más que antes.
Con resignación, pensé:
Ser un paper. Lo único que me faltaba.
Tengo que contarte algo, me dijo Lía.
Esa noche, cuando la pasé a buscar por el diario, me arrastró hasta la Richmond. Se negaba a conversar en la calle, contármelo ahí mismo. Especuló con el suspenso hasta que nos sentamos en el fondo de la confitería. Sobre dos claritos, me miró circunspecta:
Conocí a alguien. Anoche conocí a alguien.
Como siempre, le dije.
Lía era muy enamoradiza. Y cada romance suyo, como una golondrina, no hacía verano. Secretarias, costureras, liceístas, amas de casa. Lía no tenía ni prejuicios ni escrúpulos cuando el deseo le ordenaba ser derramado. Era capaz de todo y más, si alguna le tiraba. Y con todas mostraba la misma intrepidez que exhibía en nuestras caminatas arrabaleras.
Una vez que se había metejoneado con una carbonera, decía: Nací de nuevo, Gómez, cuando me abraza ardo como el carbón. Y me describía cómo lo hacían en la carbonería, tiznadas entre bolsas y cajones. Otra vez se levantó una enana. Y para convencerme de los dones benéficos de los enanos, me contó esa anécdota de Cocteau, cuando le presentaron uno, verdadero portento en miniatura. Porque Cocteau, con su picardía, considerando el priapismo del pequeño monstruo, lo definió como una tetera. Otra vez Lía se había enamorado de una ciega. Porque le gustaba hacerlo con los ojos vendados.
Ahora, en la Richmond, ya me la veía venir con esta nueva historia que la subyugaba: el cambio de miradas, el merodeo, el acercamiento y ese retumbe en el pecho que sólo puede calmarse con una chorreada volcánica.
Indulgente, me dispuse a escucharla.
Es casada, me dijo.
Desde cuándo ése es un problema para vos.
Con un capitán de la armada, siguió.
Eso sí era un problema, pensé.
Me pregunté si en esta nueva historia, como en tantas otras, aquello que encendía a mi amiga era la nueva mujer, algún rasgo suyo en particular que le resultaba irresistible, o la dificultad, los obstáculos que la aventura presentaba. No era ninguna novedad: en sus historias lo que más la cautivaba eran justamente los impedimentos. Cualquier valla aumentaba su pasión. Con la presencia de un capitán de la armada como cancerbero, el temperamento romántico de Lía iba a desplegarse como un vendaval. Noté que se avecinaba una racha de tribulaciones y tormentos, de sobresaltos y espasmos, tan previsibles si se pensaba en los ingredientes que la nueva historia ofrecía.
Dónde la conociste, quise saber.
Aunque no me hacía falta preguntar. Lía no sólo estaba dispuesta a contarme: Necesitaba hacerlo. Porque cuando se vive una historia amorosa, lo que se busca al contarla es rescatar de la ausencia al otro, corporizarlo.
En una reunión, empezó Lía.
Previsible, me dije. Estaban todos los componentes de la película que Lía soñaba protagonizar. Los nazis, la resistencia, el amor clandestino. Sólo había que agregarle lluvia y cuerdas. Y, cada tanto, un piano.
No me atreví a rajarle el espejismo de la cursilería.
Anoche, siguió Lía, cuando la vi irse con su capitán bajo la lluvia sentí que mi soledad tenía un nombre, Gómez. Y ese nombre empieza como delito. Se llama Delia.
Delia qué, le pregunté.
Delia Feijoó, me dijo.
Delia Feijoó de qué.
Delia Feijoó de Ulrich.
Te estás cruzando a la vereda de Victoria, nena.
Lía refunfuñó:
Mejor no te cuento nada. Siempre el mismo resentido vos. Resentido y, además, celoso.
Pero igual me lo contó. Con pelos y señales, me lo contó.
El flechazo había tenido lugar en una reunión de contreras en la casa de un dirigente radical. A Lía le llamó la atención que todos los participantes, hombres y mujeres, compartieran una informalidad que contrastaba con su atildamiento. Lía se fijó en el calzado. Ninguno, ninguna, llevaba zapatos deformados por el uso. El detalle marcaba la extracción de clase de los enemigos del régimen.
Por estas cosas Lía se negaba a ser definida como contrera. Simpatizante del socialismo, había disentido con los lineamientos del partido, demasiado prolijitos para ella. Lía había comenzado a recelar que pudiera implantarse el socialismo por la vía electoral. Puro reformismo, criticaba. Se había acercado entonces a los comunistas, pero también los comunistas tenían comportamientos burgueses. El pecé, para Lía, era un club de odontólogos y muebleros progresistas que Lía tildaba de revolucionarios de carnet. En su análisis de la tiranía y el rol del proletariado, Lía juzgaba fundamental luchar a la vez contra la demagogia populista y contra la burguesía. En su concepción, el justicialismo no era más que un freno retardatario de la revolución. Pero, a la vez, Lía se estaba dando cuenta de que los contreras eran, para el pueblo, enemigos tan peligrosos como el general demagogo en el poder. Decepcionada, sin encontrar una militancia que la convenciera, Lía iba a esas reuniones, como ella decía, buscando. La tiranía era cada día más oprobiosa. No obstante, yo veía esa búsqueda, dice ahora el profesor, como una distracción.
Porque Lía era una poeta exquisita. Con una sensibilidad propia, que se apartaba sin esfuerzo de los moldes dictados por los grupitos que la iban de vanguardia. Quizás a veces se pasara de elíptica con clichés del simbolismo. Pero como era muy autocrítica, había empezado a limar esos tics y a adentrarse en una forma más confesional. Según ella, la experiencia era más trascendente que la palabra. Pero con ese verso de la experiencia despilfarraba su talento enredándose en esos amoríos furtivos y reuniones conspirativas.
Si yo le recriminaba su falta de dedicación a la poesía, ella me contestaba que la vida era más poética que cualquier verso.
Quiero decir: si Lía no hubiera ido a esas reuniones, seguramente habría dejado al menos el borrador de una obra poética. Pero, si no hubiera ido a esas reuniones, no habría conocido a Delia. Y, si no hubiera conocido a Delia, nada sabríamos de La lengua del malón.
Si uno se pone a conjeturar las infinitas posibilidades que el azar clausuró va a llegar a la raíz cuadrada de la frustración humana.
Y lo que me importa es La lengua del malón, subrayar la relación intrínseca que lo conecta con el bombardeo.
Pero no nos anticipemos.
Esa noche Lía les discutió a los contreras bienpensantes, y entre paréntesis otorguemoslé un sic a lo de bienpensantes. No pudo aguantarse. Empezó chicaneando al dueño de casa, el dirigente radical, un abogado que apostaba a la política para preservar sus campos en Chascomús con la derogación del estatuto del peón. Después provocó a unos demócratas cristianos preguntándoles cómo podía congeniarse la democracia con la religión. Se divirtió ironizando sobre el rol de la iglesia y el Estado.
Estuve brillante, Gómez, me contó.
En ese énfasis, se estaba luciendo ante Delia:
Le estaba dedicando mi intervención, Gómez. Puro histrionismo, agregó.
Cuando la discusión se hubo apaciguado y alguien propuso pasar a los bocaditos y los drinks, Lía vio que Delia salía al balcón. Era una de esas noches porteñas húmedas y pegajosas, en las que apenas corre una brisa. Estaba muerta de aburrimiento. Y lo ocultaba con una displicencia que formaba parte de su charme.
Me acuerdo cómo me la describió Lía. Ya sabemos que cuando alguien se enamora, al describir el objeto erótico suele patinar en la hipérbole. Según Lía, Delia tenía una belleza criolla y unos modales sutiles que revelaban buena cuna.
Lo de belleza criolla y buena cuna, Lía lo dijo imitando un acento bienudo que me hizo gracia.
Lía observó al capitán, saco azul cruzado con botones dorados, pantalón gris, el vaso de scotch con el hielo tintineando. Y reparó de inmediato en que ese marino con tics de cajetilla tenía, sin duda, que opiar a su mujer. Lía miró entonces hacia el balcón. Y vio a Delia, acodada en el balcón, ofreciéndole su perfil.
Vos tenés unas ganas de que te despeinen, chiquita, pensó.
Y también ella salió al balcón, a la noche perfumada de Coghlan.
Tenía que controlarse, pensó. No tenía que espantarla, pensó. Y, a la vez, con el corazón palpitante, supo que jamás había experimentado esa confusión que estaba afiebrándola.
Ya estaba mojada, Gómez, me confió Lía. Y aún no habíamos cambiado una palabra.
Sin saberlo, el capitán había contribuido a aumentar esa fiebre cuando contestó a uno de los dardos de Lía:
Con ustedes las mujeres no se puede discutir. No piensan con la cabeza.
Y con qué pensamos, lo desafió Delia.
Por favor, querida, la sobró el capitán como a una inferior. Estamos entre gente evolucionada. No rebajemos nuestro intercambio de ideas al nivel de la mersada.
Hubieras estado ahí, Gómez, se irritaba Lía al contarme. Hubieras escuchado con qué desprecio el cajetilla ése pronunció mersada. Vos que sos cabecita, Gómez, cómo te habrías sentido.
Mirá, nena, la interrumpí. Yo jamás habría ido a esa reunión. Además, te aclaro, tan cabecita no soy.
Sí, ya sé, lo tuyo es la ficción.
De haber sido mujer, yo habría estado perdido por Lía. Y si ella hubiera sido un muchacho, me pregunto qué no habría hecho para conquistarlo.
Pero volvamos a esa noche y el efecto que tuvo en todos nosotros.
Delia también es una cabecita, Gómez, me dijo Lía.
Pero en ese ambiente, a la belleza que cruza lo español con lo aborigen, la llaman belleza criolla. Cuando a los tilingos les gusta algo que puede socavar sus pretensiones de fineza lo elevan con un eufemismo, dijo Lía. Ni cabecita ni morocha, Gómez. Belleza criolla. Con una belleza criolla, pensé, se tienen relaciones o se hace el amor. Para mí, Delia era calentura. Me moría por pegarle una buena lamida a esa belleza criolla.
En esa época, si no era fácil para un hombre andar practicando el amor que no se puede nombrar, menos lo era para una mujer. Las lesbianas vivían cada historia con lluvia cruel, retorcimiento y parla sufriente. Que las había contentas y desenfadadas, las había, pero eran las menos. Y ninguna se animaba a declarar públicamente su tendencia. La elección sexual, como se le dice ahora. Las había en el cenáculo de Victoria y también entre las que iban de izquierdistas. Boquilla, mirada intensa, voz ronca, uno se daba cuenta y podía intuir quién era quién. Pero, en la gran aldea, yo no conocía otra como Lía en la forma de contar lo que sentía, lo que pensaba.
Nerviosa, hirviendo, mareada, porque el amor marea, Lía salió al balcón detrás de Delia. Ignoraba cómo abordarla, pero sabía que ésta era quizá su única chance. Prendió un cigarrillo y se acercó a Delia, impostando una sonrisa desafiante:
Te gusté.
Logró irritarlos, si era eso lo que buscaba, contestó Delia.
El perfume de los árboles se condensaba en ese balcón que se abría sobre Coghlan. Soplaba un viento tibio y pegajoso. Y una tormenta iba encapotando el cielo. Lía sintió un ramalazo de frío, tenía las manos heladas y húmedas. Pensó que si tocaba a Delia con esas manos la iba a impresionar. Pero en la sonrisa de Delia leyó la expresión benévola y condescendiente de quien perdona la travesura de un chico. Una hendija de esperanza para avanzar.
Tuteame, estaba por decirle Lía, cuando el capitán la interrumpió:
Vamos, querida, le dijo a Delia tomándola del brazo. Tenemos un trecho hasta Olivos. Y mañana tengo que estar temprano en la base.
Lía se arriesgó. En vez de estrechar la mano de Delia con su mano fría, se adelantó buscando un cambio de besos.
Cuando la vi marcharse se me estrujó el corazón, Gómez. Tuve que conformarme nomás con ese beso casto.
Poco después se inauguraba en Witcomb una muestra de Castel, ese truchimán expresionista. Había más arte en una página de El Tony que en todos los cuadros que Castel había colgado.
Lía tenía que cubrir la inauguración para el diario. En el evento participaban más damas que caballeros, niñas de la sociedad y jóvenes promisorios, como se denominaba a la cleresía tilinga que frecuenta esta clase de celebraciones. Lugares comunes: el tout Buenos Aires se dio cita en esta tradicional galería porteña, etcétera. A Lía le divertía escribir estas notas de sociales. Realismo de canapé, decía ella.
La tomó por sorpresa el saludo de Delia. Confundida, reprochándose no haberla visto primero ella, Lía aceptó la mano que le tendía. Delia seguía tratándola de usted, como olvidando aquel avance de Lía al despedirse en la reunión conspirativa.
Pensé que le interesaba la política y no el arte, le dijo Delia.
Lía balbuceó:
Se equivoca. Yo escribo. Poesía. Pero estoy acá como cronista.
Yo también escribo, le confió Delia. Cuentos. Pero no me animo a darlos a la imprenta.
Lía se dijo que ésa era su oportunidad:
Si se anima, de mujer a mujer, me gustaría leerlos. Con una gente amiga estamos por sacar una revista. Estamos preparando el número uno. Si quiere, la invito a tomar un café.
Como en una comedia, de nuevo su oportunidad se perdía. Dos mujeres se acercaron a saludar a Delia. Se disculpó con Lía y se apartó para conversar con las otras. En ese titubeo, me contó Lía, lo que importaba era no perder la determinación. No le iba a ser sencillo encarar de nuevo a Delia. Antes de que la hicieran más a un lado, Lía se dedicó a recorrer la exposición tomando notas y después se marchó. Pero no del todo. Al salir de la galería, caminó hacia la esquina y se apostó, vigilante, esperando la aparición de Delia.
Tuvo suerte. Como respondiendo a su deseo, Delia también salió sola de Witcomb y caminó hacia Plaza San Martín. Lía la siguió en la noche, pensando cómo explicarle la persecución. Finalmente se atrevió a alcanzarla.
Necesito hablarle, la encaró Lía. Yo sé que puede parecerle un disparate, pero le juro que nunca me pasó esto. Si no quiere llevarme el apunte, si piensa que merezco un revés, démelo. Y no volveré a abordarla. Pero sepa que desde aquella reunión en Coghlan no he dejado de pensar en usted. Comprendo que es casada y que esto puede parecerle una locura.
Delia la observaba muda.
Creamé, suplicó Lía.
Delia miró ahora a los costados con temor de ser vista.
No sé qué hacer con esto que me pasa, musitó Lía.
Delia sonrió con tristeza:
Como si yo supiera, querida.
Lía le pidió:
Dame el brazo. Dos amigas pueden caminar del brazo.
Tomando la iniciativa, Lía la agarró del brazo y cruzaron hacia la plaza.
El profesor Gómez suspira.
Esa misma noche, tarde, Lía me contó por teléfono:
No sabés el beso de lengua que nos dimos.