LA PRADERA DE BEZHIN

Era un hermoso día de julio, uno de aquellos días que solo ocurren cuando el buen tiempo ha permanecido constante durante un período considerable. El cielo está claro desde el alba; la luz de la aurora no se enciende como una llama, se extiende como un rubor. El sol no brilla como un fuego ni como metal fundido, como durante los tiempos de sequía; no es de color carmesí oscurecido como justo antes de una tormenta, sino brillante y reluciente, asciende pacíficamente desde debajo de una estrecha línea de nubes atravesada por sus rayos, teñida de púrpura. El estrecho límite superior de una nube alargada recuerda a una reluciente serpiente, brillante como el fulgor de la plata… Y entonces los rayos juguetones vuelven a brillar, alegres y magníficos, como a punto de salir volando, y el sol poderoso se eleva en el cielo.

Hacia el mediodía aparecen gran cantidad de nubes altas y redondas de un gris dorado, con bordes suaves y blancos. Parecen islas esparcidas sobre un río inacabable, que las rodea con arroyos transparentes y azul claro. Apenas se mueven; se agrupan a lo lejos, en el horizonte, no puede verse el azul entre ellas, pues son tan azules como el mismo cielo, inundadas por la luz y el calor. El color del horizonte, rosa pálido y ligero, no cambia durante todo el día, y es el mismo se mire donde se mire; en ningún lugar es más oscuro que en otro, no hay amenaza de lluvia, aunque de vez en cuando unas columnas azul pálido parecen extenderse hacia abajo desde el cielo, y traen consigo una lluvia apenas perceptible.

Hacia la noche estas nubes desaparecen; las últimas, ennegrecidas y vagas como el humo, planean en bocanadas rosas frente al sol que se pone; en el momento en el que el sol se ha ocultado, tan pacíficamente como se elevó en el cielo, un brillo dorado permanece durante un breve instante sobre la tierra oscurecida y, guiñando en silencio, como una vela transportada con cuidado, aparece la estrella vespertina.

En días como este los colores son más suaves, brillantes pero no cegadores, y todo parece conquistado por una conmovedora timidez. En días como este el calor puede ser asfixiante, tanto que a veces es posible ver los campos «hervir»; pero el viento desplaza y arranca el sofoco, y pequeñas tormentas de polvo —una señal inequívoca de clima estable—, languidecen por los caminos hacia los campos en altas columnas de color blanco. En el aire puro y seco se huele el ajenjo, el centeno segado y el alforfón; hasta una hora antes de la puesta de sol no se siente ninguna humedad. Este es el tiempo que desea el granjero para cosechar su trigo…

Fue en un día como este cuando salí a cazar urogallos en el distrito de Chernsk, en Tula. Encontré y abatí una gran cantidad de volatería; mi morral, lleno hasta el tope, me hería el hombro sin misericordia; pero el brillo del anochecer ya había desaparecido, y el aire quieto y reluciente —aunque poco iluminado por los rayos del sol poniente— había comenzado a adensarse y extender sombras frías, antes de que decidiera por fin irme a casa. Crucé la amplia expansión de maleza, subí una pequeña colina y, en lugar de la esperada y familiar llanura, con el bosquecillo de robles a la derecha y •a iglesia baja y blanca en la distancia, encontré un lugar que desconocía, totalmente diferente.

Un estrecho valle se extendía a mis pies y en el lado directamente opuesto se divisaba una abrupta colina cubierta de pobos. Me detuve confundido, miré a mi alrededor… «¡Ajá!», pensé, «Aquí no es donde tenía que estar: me he desplazado demasiado hacia la derecha». Y, sorprendido por mi error, descendí la colina. No tardó en envolverme una desagradable humedad, como si acabara de entrar en un sótano; la hierba alta y gruesa al fondo del valle estaba empapada y tan blanquecina como un mantel recién puesto. Resultaba muy penoso caminar sobre ella. Alcancé el lado opuesto no sin esfuerzo y lo más aprisa que pude, y continué caminando, manteniéndome hacia la izquierda, al borde de los pobos. Los murciélagos comenzaban a revolotear sobre las copas adormecidas de los árboles, estremeciéndose y dando giros misteriosos sobre el cielo oscurecido; el último gavilán cruzó presuroso el firmamento hacia su nido. «No bien alcance esa curva», pensé, «hallaré el camino y habré atajado una versta más o menos».

Por fin alcancé la esquina del bosque, pero no había ningún camino: frente a mí, algunos arbustos escapados a la siega y, detrás de ellos, a gran distancia, un campo desierto. Volví a detenerme. «¿Qué significa esto? Entonces ¿dónde estoy?». Comencé a recordar el camino que había recorrido durante el día… «¡Ah! Estos deben de ser los arbustos en Parajín», exclamé finalmente. «¡Eso es! Así que aquello debe de ser el bosque de Sindéiev… Pero ¿cómo he acabado aquí, tan lejos? ¡Es muy extraño! Ahora tengo que ir hacia la derecha otra vez».

Me dirigí hacia la derecha atravesando los arbustos. Mientras tanto iba cayendo la noche, como un nubarrón; la oscuridad se alzaba como la niebla al atardecer, se derramaba desde lo alto. Llegué junto a un caminito mal cuidado y recubierto de hierbajos, y avancé prestando atención a dónde pisaba. A mi alrededor todo se iba adormeciendo y el silencio se imponía. Solo de vez en cuando ululaba una codorniz. Casi choca contra mí, volando bajo sobre sus alas suaves, un diminuto pájaro nocturno, veloz en el mayor de los sigilos. Aterrado, se echó a un lado. Salí de los arbustos y caminé sobre el linde de un campo. Solo con dificultad me era posible distinguir objetos distantes; el campo aparecía vagamente blanco a mi alrededor. Más allá, imponiéndose por momentos, una oscuridad amenazadora se levantaba en enormes columnas. Mis pasos resonaban ahogados en la densa atmósfera nocturna. El cielo pálido volvió a refulgir, azulado; pero era el añil de la noche. Pequeñas estrellitas comenzaron a parpadear y a puntuarlo todo.

Lo que había tomado por un bosque resultó ser una oscura y redondeada colina. «¿Dónde estoy?», repetí en voz alta, deteniéndome por tercera vez, echando una mirada inquisitiva a mi perro amarillo inglés, Dianka, la más inteligente de todas las criaturas de cuatro patas. Pero la más inteligente de todas las criaturas a cuatro patas se limitó a menear la cola, parpadear con decepción con sus ojillos cansados, y no me dio ningún consejo práctico. Me sentí un poco avergonzado ante ella, y eché a andar con desesperación, como si de repente hubiera adivinado hacia dónde debía dirigirme. Rodeé la colina y me encontré en una hondonada que había sido arada. Me embargó un sentimiento extraño. Esta colina tenía casi la forma exacta de un caldero con laderas en declive; al fondo había agrupadas unas cuantas rocas blancas (parecían haberse citado allí para un encuentro secreto) y la hondonada era tan silenciosa y tan recta, y el cielo sobre mí tan deprimente que se me hundió el corazón. Algún pequeño animal gimió débil y penosamente entre las piedras. Me apresuré y regresé a lo alto de la colina. No había perdido aún la esperanza de encontrar el camino a casa, pero ahora estaba convencido de que me había perdido y, sin esfuerzo alguno por reconocer lo que me rodeaba (de todos modos hundido en la oscuridad), seguí andando con ayuda de las estrellas, esperando que la cosa se solucionara…

Continué así durante una media hora, arrastrando los Pies con dificultad. Me pareció que nunca me había visto en lugar tan abandonado: no había luz por ningún lado, ni se oía un solo ruido. Una colina seguía a la anterior, los campos se sucedían uno tras otro, los arbustos parecían saltar del suelo justo ante mi nariz. Continué andando, y cuando ya buscaba un sitio donde echarme hasta la mañana, de repente me vi al borde de un abismo terrible.

Rápidamente retiré la pierna y, a través de la oscuridad apenas translúcida, vi una enorme planicie a mucha distancia por debajo de mí. Un río blanco la rodeaba, alejándose en un semicírculo; el brillo metalizado del agua, que chispeaba de cuando en cuando en la oscuridad, marcaba el curso. La colina sobre la que me encontraba se precipitaba hacia abajo de forma casi vertical; su enorme silueta se distinguía por su negrura contra el vacío azul del cielo. Directamente debajo de mí, en el punto en el que la colina se encontraba con la llanura cercana al río, que en aquel momento era un espejo oscuro y quieto, ardían y humeaban dos fuegos rojizos uno al lado del otro, rodeados por sombras que se movían. De cuando en cuando las llamas iluminaban alguna cabecita rizada…

Al fin me di cuenta de dónde me encontraba. Esta pradera es conocida en nuestro distrito como la pradera de Bezhin… La posibilidad de regresar esa noche a casa era nula, las piernas me temblaban de puro cansancio. Decidí acercarme a los fuegos y esperar el amanecer en compañía de aquellas personas, que tomé por pastores. Bajé sin problemas, pero ni siquiera había soltado la última rama de la que me agarraba cuando dos enormes y peludos perros se echaron sobre mí ladrando con ferocidad. Voces chillonas de niños se oían desde los fuegos, y dos o tres muchachos se levantaron en seguida. Respondí a las preguntas que me gritaron. Corrieron dirección a mí, retiraron los perros, a los que en particular había sorprendido la aparición de Dianka, y me acerqué.

Me equivocaba suponiendo que la gente que había alrededor de las fogatas eran pastores. No eran sino niños campesinos de las aldeas vecinas que vigilaban sus caballos. Durante la época más calurosa del verano tenemos la costumbre de enviar a los caballos a pastar durante la noche: durante el día las moscas y moscardones no los dejan en paz. Para los niños campesinos, es una aventura llevarse a los caballos por la noche y volver a agruparlos durante la mañana. Sentados sin sombreros y con viejos chalecos de piel de oveja, más que corren vuelan montados sobre los ponis más salvajes agitando los brazos y las piernas, dando tumbos, acompañados por un griterío y entre carcajadas de felicidad. El finísimo polvo se eleva por el camino en columnas amarillas. A lo lejos aún se oye el animado galopar de los caballos, que corren con las orejas alzadas; y al frente a todos, con la cola empinada y cambiando la velocidad constantemente, galopa un garañón peludo y rojizo con la crin erizada y enredada.

Les dije a los chicos que me había perdido y me senté con ellos. Me preguntaron de dónde era, silenciosos y algo azorados en mi presencia. Charlamos un rato. Me eché junto a un arbusto del que los caballos se habían comido el follaje y miré a mi alrededor. Era una visión maravillosa: un resplandor circular y rojizo palpitaba en torno a las fogatas, y parecía extinguirse como si se apoyase contra la oscuridad; de vez en cuando una llama, elevándose, emitía unas ráfagas luminosas más allá de los límites del resplandor. Una lengua de fuego lamía de pronto las ramas desnudas de los sauces para extinguirse al instante; aparecían momentáneamente sombras picudas y alargadas, que corrían hasta los fuegos como si la oscuridad batallara con la luz. En ocasiones, cuando las llamas se hacían más débiles y el círculo de luz se contraía, emergía de pronto de la oscuridad la cabeza de un caballo marrón rojizo, con marcas sinuosas o completamente blanco, y nos observaba con atención y severidad mientas mascaba con rapidez un poco de hierba larga y luego, al volver a bajar la cabeza, desaparecía en las tinieblas. Todo lo que quedaba del animal era el ruido de mascar y resoplar. Desde la zona iluminada era difícil discernir qué ocurría en la oscuridad más allá. Todo daba la impresión de encontrarse detrás de una cortina negra, pero a lo lejos, hacia el horizonte, las colinas y los bosques solemnes y altísimos se distinguían sobre nosotros en toda su misteriosa magnificencia. Mis pulmones se inundaron del placer dulce de inhalar ese perfume especial, lánguido y fresco, el aroma de la noche rusa. Apenas se oía un sonido a nuestro alrededor… De vez en cuando algún enorme pez chapoteaba ruidosamente en el agua del río cercano, y los juncos de la orilla repetían el ruido débilmente cuando las ondas los balanceaban… De vez en cuando las llamas emitían un suave crujido.

Alrededor de las fogatas estaban sentados los muchachos con los dos perros que me habían querido comer. Aún no aceptaban mi presencia y, aunque iban cerrando los ojos por el cansancio mientras observaban el fuego, en ocasiones gruñían con sentido de su propia dignidad. Pero no se trataba únicamente de gruñidos; al cabo se volvieron quejidos débiles, como si los perros se lamentaran de no poder satisfacer su apetito por mi persona. Había cinco muchachos en total: Fedia, Pavlusha, Iliusha, Kostia y Vania. (Aprendí sus nombres de sus conversaciones, y ahora tengo la intención de familiarizar al lector con cada uno de ellos).

El primero de todos, Fedia, el mayor, debía de tener unos catorce años. Era un muchacho de complexión fuerte, con rasgos apuestos y delicados, algo vagos, pelo rubio y rizado, ojos claros y una permanente sonrisa, mezcla de alegría y despreocupación. A juzgar por su aspecto, pertenecía a una familia acomodada y había salido a los campos no por necesidad, sino simplemente para divertirse. Llevaba una camisa de algodón de colores vivos con los bordes amarillos, una levita corta de paño de reciente confección, echada algo precariamente sobre sus hombros menudos, y de su cinturón celeste colgaba un peine. Las botas hasta las rodillas eran suyas, no de su progenitor.

El segundo muchacho, Pavlusha, tenía el pelo negro y enredado, ojos grises, pómulos altos, piel pálida y pecosa, boca enorme bien formada, una cabeza enorme —grande como un tonel, como suele decirse—, un cuerpo pesado y poco apuesto. No era una criatura memorable, eso es innegable. Sin embargo, me cayó bien desde el principio: tenía una mirada directa e inteligente y una voz en la que resonaba una gran fortaleza. Sus ropas no le permitían presumir tampoco: poco más que una camisa muy simple de lino y unos pantalones llenos de remiendos.

El rostro del tercer muchacho, Iliusha, no tenía nada notable: nariz aguileña y larga, miope, mostraba una ansiedad obtusa y morbosa. Sus labios apretados no se movían, sus cejas fruncidas no se relajaban; se pasaba el tiempo mirando al fuego con los ojos entrecerrados. Su pelo amarillo, casi blanco, despuntaba en pequeñas mechas por debajo de una gorra pequeña de fieltro que se apretaba contra las orejas con ambas manos. Tenía unos zapatones nuevos y trapos para los pies, una cuerda gruesa le rodeaba tres veces la cintura e iba elegantemente atada sobre su chaqueta negra. Tanto él como Pavlusha parecían no tener más de doce años.

El cuarto, Kostia, un chico de unos diez años, despertó mi curiosidad por su mirada triste y pensativa. Tenía el rostro pequeño, delgado y pecoso, alargado como el de una ardilla, apenas se le veían los labios. Sus ojos, grandes, oscuros y brillantemente anegados, producían una impresión difícil de explicar, como si quisieran transmitir algún tipo de información que ninguna lengua, al menos no la suya, tenía el poder de expresar. Era de estatura pequeña, de aspecto endeble y más bien mal vestido.

Apenas reparé al principio en el último muchacho, Vania: estaba echado en el suelo enroscado sin decir nada bajo una manta, y solo de vez en cuando asomaba la cabeza de pelo castaño y rizado. Este solo tenía siete años.

Pues ahí estaba tumbado yo, algo apartado de ellos, cobijado por un arbusto y, de vez en cuando, los miraba. Una pequeña cazuela colgaba sobre una de las fogatas, en la que cocinaban unas patatas. Pavlusha les echaba una ojeada y, arrodillándose, las removía con un palito de madera en el agua hirviendo. Fedia estaba echado apoyado sobre un codo sobre su piel de cordero. Iliusha estaba al lado de Kostia sin dejar de apretar los ojos. Kostia, con la cabeza ligeramente inclinada, oteaba la distancia. Vania no se movía bajo su manta. Yo fingía dormir. Después de un rato, los muchachos reanudaron su charla.

Al principio chismorrearon sobre esto y aquello, el trabajo del día siguiente, los caballos. Pero de pronto Fedia se volvió hacia Iliusha y, como si lo retomara donde lo habían dejado en su interrumpida conversación, le preguntó:

—Así que tú viste de verdad al domovói[15], ¿eh?

—No, yo no lo vi, no se lo puede ver nunca —respondió Iliusha con voz débil y temblorosa, que coincidía con la expresión de su rostro— pero lo oí, eso sí. Y no fui el único.

—¿Y dónde vive en tu aldea? —preguntó Pavlusha.

—En el viejo cuarto de las tinas[16] de la fábrica de papel.

—¿Quieres decir que trabajas en la fábrica?

—Pues claro. Yo y Avdiushka, mi hermano, trabajamos como glaseadores[17].

—¡Córcholis! ¡Así que sois trabajadores de la fábrica!

—Vale, ¿y cómo fue que lo oíste? —preguntó Fedia.

—Pues fue así. Mi hermano, Avdiushka, y Fiódor Mijéievski, e Ivashka Kosói, y el otro Ivashka de la Colina Roja, e Ivashka Sujorúkov también, y había otros chicos, unos diez seríamos, todo el turno; bueno, pues tuvimos que pasar la noche entera en el cuarto de las tinas, no era que tuviéramos qué hacer, solo que Nazárov, el capataz, no nos dejó salir; nos dijo: «Como tenéis mucho trabajo aquí mañana, muchachos, es mejor que os quedéis; no hay motivo para que os arrastréis hasta vuestras casas». Bueno, pues nos tuvimos que quedar y todos nos echamos juntos en el suelo, y entonces Avdiushka comenzó a decir algo como: «Eh, muchachos, ¡imaginaos que viene el domovói!», y no lo había ni terminado de decir, cuando de repente sobre nuestras cabezas alguien viene andando, pero estamos todos echados abajo, ¿sabes?, y él estaba allí en lo alto, y los tablones del suelo de veras que se doblaban bajo su peso y crujían de verdad. Entonces se colocó justo encima de nosotros y el agua empieza de repente a ir más deprisa, moviendo la rueda, y la rueda empieza a hacer ruido y a dar vueltas, pero todas las palas del castillo[18] están bajadas. Así que empezamos a pensar en quién va a ir a levantarlas para que pase el agua. Y la rueda sigue dando vueltas, y entonces de repente se para. Quien quiera que fuera, regresó a la puerta de arriba y comenzó a bajar las escaleras, y bajó, y se tomó su tiempo, y las escaleras crujían bajo su peso… Bueno, pues llegó hasta nuestra puerta, y se quedó ahí esperando, y esperando, y esperando un poquito más, y entonces la puerta se abrió de pronto, eso hizo. A nosotros se nos salían los ojos de las órbitas, y miramos hacia allí, y no había nada de nada… Y de pronto en una de las tinas la malla con el papel empieza a moverse, a levantarse y a hundirse por sí sola, y luego otra vez recupera su posición. Y luego en otra tina el gancho[19] se sale de la palanca, y vuelve a colocarse solo. Luego fue como si alguien se acercara hasta la puerta y comenzara a toser de pronto, como si le hubiera dado un picor, y sonaba igual que un cordero balando… Todos nos tiramos al suelo y todo eso, intentamos escondernos unos bajo los otros, ¡estábamos muertos de miedo!

—¡Córcholis! —dijo Pavlusha—. ¿Y por qué tosía de aquella forma?

—Ni idea. Tal vez fuera por la humedad.

Todos guardaron silencio.

—¿Están las patatas listas? —preguntó Fedia.

Pavlusha les hincó el palo.

—Todavía no… Córcholis, ese sí que ha pegado un salto —añadió, volviéndose hacia el río—, seguro que era un lucio… Y mirad esa estrellita fugaz ahí arriba.

—Bueno, muchachos, yo sí que tengo una historia para vosotros —comenzó Kostia con voz aflautada—. Escuchad de lo que hablaba mi papá cuando estuve con él.

—Vale, te escuchamos —dijo Fedia con un aire condescendiente.

—¿Conocéis a Gavrila, el carpintero del poblado?

—Claro que sí.

—Pero ¿sabéis por qué anda siempre tan triste, por qué no habla nunca, lo sabéis? Pues veréis. Mi papá dice que salió un día al bosque para recoger nueces y se perdió. Llegó a alguna parte, pero solo Dios sabe dónde. Había estado caminando, ya sabéis, y qué va, no podía encontrar ni un solo camino, y empezaba a caer la noche. Así que se sentó debajo de un árbol y se dijo que esperaría allí hasta la mañana, y comenzó a dar cabezadas. Estaba así medio dormido cuando de pronto oye que alguien lo llama. Mira a su alrededor, y allí no hay nadie. De nuevo se adormila, y de nuevo lo llaman por su nombre. Así que busca y busca, y entonces ve justo delante de él una rusalka[20] sentada sobre una rama, columpiándose en ella, y es ella la que lo está llamando, y se está partiendo de risa… Entonces la luna brilla reluciente, con tanta fuerza que muestra todo tal y como es, muchachos. Así que ahí está ella llamándolo por su nombre, y es toda brillante, sentada sobre la rama blanca, como si fuera un albur o un gobio, o tal vez una carpa reluciente con brillos plateados por encima… Y Gavrila el carpintero, muerto de miedo, muchachos, y ella que se reía de él, ya sabéis, y lo incitaba a que se acercase más. Gavrila estaba a punto de levantarse y obedecer al hada cuando, muchachos, el buen Dios le pone la idea en la cabeza de que antes se persigne… Y era terriblemente difícil, muchachos, dijo que era muy complicado hacer la señal de la cruz porque el brazo le pesaba como la piedra y no quería moverse, ¡la maldita cosa no se movía! Pero tan pronto como se ha santiguado, el hada del agua dejó de reírse y empezó a sollozar… Y lloraba y lloraba, y se limpiaba los ojos con su cabello verde pesado como el cáñamo. Así que Gavrila sigue mirándola y mirándola, y entonces le pregunta: «¿Por qué lloras, espíritu del bosque?». Y la rusalka empieza a decirle: «Si no te hubieras santiguado, aunque fueras humano podrías haber vivido conmigo hasta el final de tus días en la mayor alegría posible, y estoy llorando y muriéndome de pena porque lo hayas hecho, y no seré la única que me muera de pena, sino que tú también te apagarás por la desdicha hasta que terminen tus días». Entonces, muchachos, desapareció, y Gavrila comprendió así cómo tenía que salir del bosque; pero desde entonces va por todas partes ahogado en la tristeza.

—¡Uf! —exclamó Fedia tras un corto silencio—. Pero ¿cómo podía una criatura del bosque infectar a un alma cristiana? Has dicho que no la obedeció, ¿verdad?

—¡No te lo creerás, pero así fue como ocurrió! —dijo Kostia—. Gavrila decía que ella tenía una voz diminuta, chiquitina como la de un sapo.

—¿Tu viejo contó esa historia? —continuó Fedia.

—Así es. Yo estaba echado sobre mi camastro cuando lo escuché todo.

—¡Qué asunto tan increíble! Pero ¿por qué tiene que estar apenado? A ella debía de gustarle, puesto que lo llamó.

—¡Por supuesto que le gustaba! —interrumpió Iliusha—. ¿Y por qué no? Ella quería hacerle cosquillas, eso es lo que quería. Eso es lo que hacen esas rusalkas.

—Seguro que hay alguna por aquí —apuntó Fedia.

—No —respondió Kostia—, este lugar está limpio. Solo que el río está cerca.

Todos guardaron silencio. De pronto, en algún lugar a lo lejos, desgarró el silencio un sonido prolongado, altisonante, prácticamente un quejido, uno de esos incomprensibles ruidos nocturnos que se despiertan en el denso silencio que lo cubre todo, se eleva en el aire y cuelga de él, para dispersarse lentamente como si se disolviera. Lo escuchas con atención, y es como si no hubiera nada allí, pero aun así continúa resonando. Esta vez parecía que alguien daba una serie de largos y prolongados alaridos justo en la línea del horizonte, y otro ser le respondía desde el bosque con una risotada aguda como un quejido, y un delgado silbido de víbora se alejaba a toda prisa por el río. Los chicos se miraron los unos a los otros estremeciéndose.

—¡El poder de la cruz esté con nosotros! —susurró Iliusha.

—¡Cuervos tontos! —gritó Pavlusha—. ¿Qué os ha entrado? Mirad, las patatas están listas. —Todos se acercaron a la pequeña cazuela y comenzaron a comerse las patatas humeantes; Vania era el único que no se movió—. ¿Qué te pasa? —preguntó Pavlusha.

Pero él no se deslizó de debajo de su manta. La cazuelita no tardó en vaciarse.

—Muchachos, ¿os habéis enterado —comenzó a decir Iliusha— de lo que nos ocurrió en Varnavitsy hace poco?

—¿Quieres decir en la presa? —preguntó Fedia.

—Sí, en la presa, la que está rota. Es un lugar realmente oscuro, sórdido y vacío. Por allí no hay más que barrancos y hondonadas, y montones de serpientes.

—¿Y bien, qué ocurrió? Escuchémoslo.

—Esto es lo que pasó. A lo mejor no lo sabes, Fedia, pero ese es el sitio en el que está enterrado uno de los nuestros, que se ahogó. Y se ahogó hace mucho tiempo, cuando el estanque todavía era profundo. Ahora solo se ve la lápida, pero no queda mucho de ella, no es más que un pequeño montículo… En fin, que hace un día o así, el administrador llama al montero Yermil, el que cuida de la jauría, y le dice: «¡Vete y tráeme el correo!». Yermil siempre es el que va por el correo. Ha acabado con todos los perros; simplemente no parecen vivir mucho tiempo cuando están a su cuidado, y nunca ha sido un lumbreras, aunque es bueno con ellos e hizo todo lo que pudo. En fin, que Yermil fue en busca del correo, y se entretuvo en la ciudad y volvió completamente borracho. Era por la noche, una noche clara, con la luna brillante… Va a caballo por la presa, porque por ahí acaba pasando la ruta que ha elegido, y ve un corderito sobre la tumba del muerto, blanco y con la lana rizadita y muy hermoso, que anda solo, y Yermil piensa: «¡Lo recogeré, no tiene sentido que se pierda por aquí!», así que desmonta y lo coge en brazos, y al cordero ni se le eriza un pelo. Así que Yermil regresa a su caballo, pero el caballo retrocede al verlo, resopla y menea la cabeza. Cuando se ha calmado, Yermil monta con el cordero y se pone en marcha sosteniendo el cordero ante él. Mira al cordero, eso hace, y el cordero lo mira directamente a los ojos. Entonces Yermil se asusta: «No acuerdo en mi vida», piensa, «que un cordero me haya mirado de esa manera». De todas formas, no le parece tan raro y comienza a acariciarle la lana, diciendo: «¡Shh, ya está, shh!». Y el cordero, de repente, enseña los dientes y le responde: «¡Shh, ya está, shh!»…

Apenas había pronunciado esto último el narrador, cuando los perros se pusieron en pie de un salto dando ladridos convulsivos y se alejaron corriendo del fuego y desaparecieron en la oscuridad. Los muchachos estaban aterrorizados. Vania saltó de debajo de su manta. Gritando, Pavlusha siguió como un loco a los perros. Sus ladridos poco a poco se perdieron en la lejanía. Se oyó el ruido de un menear de cascos inquieto entre los caballos. Pavlusha gritaba tan alto como podía: «¡Sery! ¡Zhuchka!». Tras unos momentos cesaron los ladridos, y la voz de Pavlusha se oyó a lo lejos. Siguió otra pausa mientras los muchachos intercambiaban miradas perplejas como anticipando algo que estaba a punto de suceder. De repente se oyó un caballo que se acercaba al galope; se detuvo en seco al filo del fuego y Pavlusha, agarrando las riendas, saltó con agilidad de su lomo. Ambos perros también regresaron al círculo de luz y volvieron a sentarse, con las lenguas rojas colgando.

—¿Qué hay ahí? ¿Qué es eso? —preguntaron los muchachos.

—Nada —respondió Pavlusha, despidiendo al caballo con un gesto—. Los perros olisquearon algo. Creí que había sido un lobo —añadió con una voz de indiferencia, hinchando el pecho al ritmo de su respiración.

Sentí admiración por Pavlusha. Su comportamiento me resultó digno de alabarse. Su rostro ordinario, excitado por el rápido galope, brillaba con coraje y una firme resolución. Sin una fusta en mano para controlar al caballo y en total oscuridad, sin parpadear siquiera, había galopado solo tras un lobo… «¡Qué maravilla de muchacho!», pensé mientras lo observaba.

—¿Y viste a esos lobos? —preguntó Kostia con cobardía.

—Hay muchos por estas partes —respondió Pavlusha—, pero solo son un problema en invierno.

De nuevo se sentó ante el fuego. Dejó caer una mano sobre el cuello arrugado de uno de los perros, y el dichoso animal mantuvo la cabeza erguida un buen rato, dirigiendo miradas furtivas de orgullo agradecido a Pavlusha.

Vania desapareció de nuevo bajo la manta.

—Qué montón de cosas terribles nos has contado, Iliusha —comenzó Fedia. Como el hijo de un campesino acaudalado, le correspondía adoptar el papel de líder, aunque en realidad hablaba poco, como si temiera quedar mal con los otros chicos—. Nada de eso habría hecho ladrar a los perros… Pero es verdad, o eso he oído, que tenéis espíritus malignos donde vivís.

—¿Quieres decir en Varnavitsy? ¡Seguro que sí! ¡Hay tantos espíritus malignos…! Más de una vez dicen que han visto por allí al antiguo terrateniente, el que murió. Dicen que va por ahí con un caftán hasta las rodillas, dando gruñidos, como si estuviera buscando algo. Una vez el tío Trofímich se lo encontró y le preguntó: «¿Qué busca usted en la tierra, buen amo Iván Ivánich?».

—¿En serio le preguntó eso? —interrumpió atónito Fedia.

—Eso mismo.

—¡Bien por Trofímich! ¿Y qué dijo el otro?

—«La hierba que rompe», le dice, «eso es lo que estoy buscando». Y habla en una voz hueca, hueca: «Hierba rompedora». «¿Y para qué quiere eso, amo Iván Ivánich?». «Oh, mi tumba es muy pesada», dice, «muy pesada sobre mí, Trofímich, y quiero salir de ella, quiero escaparme…».

—¡Así que eso era! —dijo Fedia—. Había vivido una vida demasiado corta, eso era.

—¡Qué raro! —exclamó Kostia—. Pensé que solo se podían ver muertos los sábados de las almas[21].

—Puedes verlos a todas horas —declaró Iliusha con confianza. Al parecer, sabía más de las costumbres populares que los otros—. Pero los sábados de las almas también puedes ver a los que van a morirse ese año. Todo lo que tienes que hacer es sentarte por la noche en el porche de la iglesia y mantener los ojos fijos en el camino. Todos pasan por ahí, todos los que se van a morir, quiero decir. El año pasado, la vieja Uliana fue al porche de nuestra iglesia.

—¿Y vio a alguien? —le preguntó Kostia con curiosidad.

—Por supuesto. Al principio pasó allí sentada mucho, mucho tiempo, y no vio a nadie ni oyó nada. Solo que todo el tiempo oía el ladrido de un perro cercano. Entonces de pronto ve a alguien que se aproxima por el camino, es un niñito que no lleva nada puesto excepto una camisa. Se fija mejor y ve que es Ivashka Fedoséiev.

—¿El niño que murió en la primavera? —interrumpió Fedia.

—El mismo. Va andando y ni siquiera levanta la cabeza. Pero Uliana lo reconoce. Entonces vuelve a mirar y ve a una mujer caminando, y se fija todo lo que puede, y ¡el Señor nos proteja!, se ve a sí misma, Uliana, caminando por el camino.

—¿Era ella de verdad? —preguntó Fedia.

—Palabra de Dios. Era ella.

—Pero ella no se ha muerto, ¿no?

—No, pero el año tampoco se ha terminado. Si te fijas, te preguntarás qué clase de cuerpo tiene para darle cobijo a un alma.

De nuevo todos guardaron silencio. Pavlusha arrojó un montón de ramas secas al fuego. Al instante dibujaron una oscura línea negra contra las llamas, y comenzaron a crujir y a soltar humo y a torcerse, enroscando sus puntas quemadas. Los reflejos de luz, temblando de forma convulsiva, se dirigieron en todas direcciones, pero sobre todo hacia arriba. De pronto, inesperadamente, una pequeña paloma blanca voló directamente hacia el reflejo, movió las alas aterrorizada, se dio un baño en la luz salvaje, y desapareció con un rápido aletear.

—Seguro que se ha perdido camino de casa —apuntó Pavlusha—. Ahora volará hasta que se encuentre con algo, y entonces ahí pasará la noche hasta que amanezca.

—Mira, Pavlusha —dijo Kostia—, podría haber sido el alma de alguna persona volando hacia el cielo, ¿no?

Pavlusha tiró otro montón de ramas al fuego.

—Puede ser.

—Cuéntanos, Pavlusha —comenzó Fedia—, ¿viste la horrible premonición del cielo[22] en Shalamovo?

—¿Quieres decir aquella vez que se ocultó el sol? Claro.

—¿No te asustaste?

—Pues claro que sí, y no fuimos los únicos. Nuestro amo, aunque nos avisó de que «tendréis la premonición», tan pronto como oscureció se asustó de veras. Y en la cabaña de los criados, esa anciana, la cocinera, en fin, en cuanto oscureció, escuchad, se levanta y rompe todas las cazuelas del horno con un par de pinzas. «¿Quién va a necesitar cazuelas en el fin del mundo?», dice. La sopa de col corrió por todas partes. ¡Y, muchacho! ¡Qué rumores se escuchaban en nuestra aldea, como que habría lobos blancos, y aves de presa que cazarían seres humanos, y que todos verían a Trishka[23]!

—¿Y quién es Trishka? —preguntó Kostia.

—¿No conoces a Trishka? —comenzó Iliusha con animación—. Eres tonto, tú, si no sabes quién es Trishka. En tu aldea solo hay idiotas, ¡nada más! Trishka será una persona asombrosa que todavía tiene que venir, y vendrá cuando se aproximen los últimos días. Y será la clase de ser asombroso al que no se puede atrapar, no serás capaz de hacerle nada, esa es la clase increíble de ser que será. Los campesinos, por ejemplo, intentarán atraparle, y correrán tras él con palos y lo rodearán; pero todo lo que hará él será obligarlos mirar a otra parte, de manera que acabarán pegándose con el vecino. Imagina que lo meten en prisión y que pide agua en un cazo; le traerán el cazo y saltará dentro, y desaparecerá, no quedará rastro de él. Imagina que le ponen cadenas, solo tiene que batir las palmas y se le caerán. Así que Trishka recorrerá las aldeas y las ciudades; y este tipo listo, este Trishka, tentará a todos los buenos cristianos… Pero no podrán hacerle nada… Esa es la clase de ser increíble que será.

—Sí, así es —continuó Pavlusha en su voz lenta—. Es el que todos esperamos. Los viejos dicen que tan pronto como el sol comience a cubrirse con un mal augurio, vendrá. Así que comenzó el mal augurio, y todo el mundo salió a las calles y a los campos para ver lo que ocurriría. Como sabes, nuestra aldea está en lo alto y todo se ve muy despejado a muchos kilómetros. Todos miran, y de repente, desde el poblado en la montaña, baja un hombre de aspecto extraño, con una cabeza enorme… Todo el mundo se pone a gritar: «Eh, eh, ¡que viene Trishka! Eh, eh, ¡es Trishka!», y todos corren a esconderse, por aquí y por allá. El anciano de nuestra aldea se arrastró hasta una zanja, y su mujer se quedó atascada en una verja y dejó escapar tal lamento que aterrorizó a su propio perro guardián, que rompió la cadena, cruzó la verja a toda prisa, y se adentró en el bosque. Y el padre de Kuzka, Doroféich, saltó entre la avena, se quedó allí de rodillas y comenzó a imitar los sonidos de una codorniz, porque pensó: «¡Seguro que ese destructor de almas, enemigo de la humanidad, perdonará la vida a un ave diminuta!». ¡Tan grande era la confusión que reinaba…! Y resulta que el hombre que venía no era otro que Vávila, nuestro tornero, que se había comprado un nuevo bidón, y que iba andando con ese bidón vacío apostado sobre su cabeza.

Todos los muchachos rompieron a carcajadas, y después volvieron a guardar silencio un instante, como le ocurre a la gente que charla al aire libre.

Miré a mi alrededor: la noche hacía guardia en majestuosa solemnidad; la humedad de la última hora de la tarde había sido reemplazada por una agradable temperatura a la medianoche, y todavía quedaba mucho tiempo para echarse sobre los campos dormidos como si fueran una colcha suave; todavía quedaba mucho tiempo para esperar el primer murmullo, los primeros y dulces sonidos de la mañana, las primeras gotas de rocío del amanecer. No había luna en el cielo; en aquella estación salía más tarde. Miríadas de estrellas doradas, o eso parecía, flotaban silenciosas juntas rivalizando en su fulgor con la Vía Láctea, y en verdad, al mirarlas, se sentía vagamente la palpitación incesante de la tierra debajo…

Un grito extraño, agudo y enfermizo resonó dos veces en rápida sucesión al otro lado del río, y, tras unos minutos, se repitió más allá…

Kostia se echó a temblar.

—¿Qué ha sido eso?

—Era una garza —respondió con calma Pavlusha.

—Una garza —repitió Kostia—. ¿Entonces era eso, Pavlusha, lo que oí anoche? —añadió tras una breve pausa—. Tal vez tú lo sepas.

—¿Qué oíste?

—Esto es lo que oí. Caminaba desde Kámennaia Griada hasta Sháshkino, y al principio marchaba al lado de nuestros nogales, pero al rato me adentré por esa pradera, ya sabes, cerca de donde se encuentra con la ensenada, donde hay un estanque natural. Ya sabes, el que está lleno de juncos. Así Que, compañeros, paso al lado de este estanque, y de pronto alguien empieza a lanzar alaridos como desde dentro, tanta pena daban, algo así: U-ú… u-ú… u-ú… ¡Era terrorífico! Era muy tarde y esa voz sonaba como si alguien estuviera realmente enfermo. Me hacía llorar y todo… ¿Qué podía ser?

—Hace dos veranos, unos ladrones ahogaron allí a Akim el guardabosques —apuntó Pavlusha—. Así que puede haber sido su alma lamentándose.

—Ya, pues podría ser eso, chicos —volvió a la conversación Kostia, abriendo sus ya de por sí enormes ojos—. No sabía que Akim se había ahogado allí. Si lo hubiera sabido, no me habría asustado tanto.

—Pero dicen —continuó Pavlusha— que hay un tipo de ranita pequeña que hace un ruido penoso como ese.

—¿Ranas? No, eso no eran ranas… ¿Qué clase de…? —La garza real volvió a emitir su sollozo al otro lado del río—. ¡Escuchadlo! —Kostia no pudo evitar decir—. Hace un ruido como si fuera el demonio del bosque.

—El demonio del bosque no grita, es mudo —apuntó Iliusha—. Se limita a batir las palmas y a charlar…

—¿Así que has visto al demonio del bosque? —interrumpió Fedia con ironía.

—No, no lo he visto, y el Señor quiera que no lo vea. Pero otra gente sí que lo ha visto. Hace apenas un par de días uno alcanzó a uno de nuestros campesinos y lo condujo por todas partes, cruzando el bosque y hasta algún que otro claro… Solo consiguió regresar a casa antes del amanecer.

—¿Y bien? ¿Lo vio?

—Lo vio. Era grandísimo, dijo, y moreno, cubierto completamente, como si estuviera detrás de un árbol que no pudieras ver con claridad, o como si estuviera colgando de la luna y mirando hacia abajo todo el tiempo, espiando con sus ojos maliciosos, y guiñándolos, guiñándolos todo el rato…

—¡Ya es suficiente! —exclamó Fedia, estremeciéndose un poco y encogiéndose de hombros de forma compulsiva—. ¡Uf!

—¿Por qué tiene que haber esta cosa maldita en el mundo? —comentó Pavlusha—. ¡No entiendo nada de nada!

—¡No te quejes! Te escuchará, ya lo verás —dijo Iliusha.

De nuevo todos guardaron silencio.

—¡Mirad allí arriba, vamos, mirad todos! —gritó de pronto la voz infantil de Vania—. ¡Mirad las estrellitas de Dios, todas en enjambre como las abejas!

Había sacado su carita pequeña y de complexión saludable de debajo de la manta, estaba apoyado sobre un pequeño puñito, y miraba hacia arriba con sus ojos tranquilos y grandes. Todos los muchachos elevaron sus ojos hacia el cielo, y tardaron en bajarlos un buen rato.

—Dime, Vania —comenzó Fedia en tono educado—, ¿está bien tu hermana Aniutka?

—Está bien —respondió Vania, con un débil ceceo.

—Le dices que tiene que venir a vernos, ¿por qué no viene?

—No lo sé.

—Dile que debería venir.

—Se lo diré.

—Dile que le daré un regalo.

—¿Y me darás uno a mí también?

—Te daré uno a ti también.

Vania suspiró.

—No, no hace falta que me des nada. Mejor se lo das a ella, que es tan buena con todos nosotros.

Y Vania volvió a echar la cabeza al suelo. Pável se levantó y cogió el pequeño cazo, ahora vacío.

—¿Adónde vas? —preguntó Fedia.

—Al río, a buscar un poco de agua. Me gustaría beber un poco.

Los perros se levantaron y lo siguieron.

—¡Cuídate de no caer en el río! —gritó Iliusha a su espalda.

—¿Por qué debería caerse? —preguntó Fedia—. Tendrá cuidado.

—Muy bien, pues tendrá cuidado. Puede pasar cualquier cosa, a pesar de todo. Imagínate que se agacha, comienza a llenar el cazo de agua, pero entonces un espíritu del agua lo agarra de la mano y lo empuja hacia lo más profundo. Empezarán a decir después de eso, pobre muchacho, se cayó al agua… Pero ¿qué clase de persona se cae de esa forma? Escuchad, escuchad, está entre los juncos —añadió, levantando las orejas.

Los juncos se movían, «susurraban», como dicen en nuestra región.

—¿Es cierto —preguntó Kostia— que esa mujer tan fea, Akulina, ha estado mal de la cabeza desde que se cayó al agua?

—Desde entonces… ¡Y miradla ahora! Dicen que solía ser muy guapa. El espíritu del agua lo hizo. Seguramente no esperaban poder sacarla tan pronto. Él la corrompió ahí abajo, en el fondo del agua.

(Yo me había encontrado con esta Akulina más de una vez. Vestida de forma andrajosa, delgada enfermiza, con la cara negra como el carbón, la mirada perdida y siempre mostrando los dientes, solía estar en el mismo sitio durante horas, en algún punto del camino, abrazándose el pecho con fiereza con sus manos huesudas, y cambiando pausadamente su peso de un pie al otro, como un animal salvaje en una jaula. No daba señal de entender nada, por mucho que se le dijera, excepto que de tanto en tanto rompía en unas carcajadas convulsas).

—Dicen —continuó Kostia— que Akulina se tiró al río porque su amante la engañó.

—Por eso mismo.

—Pero ¿te acuerdas de Vasia? —añadió Kostia con tristeza.

—¿Qué Vasia? —preguntó Fedia.

—El que se ahogó —respondió Kostia— en este mismo río. ¡Era un gran muchacho, realmente estupendo! Esa madre que tenía, Feklista, ¡cómo lo amaba, cómo amaba a su Vasia! Y ella más o menos intuía que la ruina llegaría por el agua. Ese Vasia solía venir con nosotros los veranos cuando nos íbamos a bañar al río, y ella estaba preocupada. A las otras mujeres no les importaba, pasaban al lado con sus pilas de lavar, pero Feklista dejaba la tina en el suelo y empezaba a llamarlo: «¡Vuelve, luz de mi vida! ¡Vuelve, mi pequeño halcón!». Y cómo pudo ahogarse, solo Dios lo sabe. Estaba jugando en la orilla, y su madre estaba allí, recogiendo paja, y de pronto oye un ruido como de alguien que burbujea en el agua, mira, y no hay nada allí, excepto la pequeña gorrita de Vasia que flota en el río. Desde entonces, como sabéis, Feklista ha perdido la razón: se va y se tiende en el lugar en el que se ahogó, y allí se queda echada, chicos, y se pone a cantarle canciones, esa canción que Vasia cantaba todo el tiempo, ¿os acordáis?; esa es la que canta, como para ella misma, sin parar de llorar, quejándose a Dios con amargura.

—Aquí viene Pavlusha —dijo Fedia.

Pavlusha se acercó al fuego con el cazo lleno en su mano.

—Bueno, chicos —comenzó tras una pausa—, las cosas no van bien.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Kostia sin perder un segundo.

—He oído la voz de Vasia.

Todos se estremecieron.

—¿Qué estás diciendo? ¿De qué va todo esto? —balbució Kostia.

—Os lo juro por Dios. Estaba agachándome hacia el agua y de pronto oigo alguien que me llama con la voz de Vasia, como si saliera del agua: «¡Pavlusha, eh Pavlusha!». Escucho atento, y otra vez me llama: «¡Pavlusha, baja aquí!», así que me alejé. Pero he conseguido coger algo de agua.

—¡El Señor se apiade de nosotros! —dijeron los muchachos santiguándose.

—Era un espíritu del agua, seguro, llamándote, Pavlusha —añadió Fedia—. Y nosotros hablando precisamente de él, de Vasia.

—¡Es un mal presagio! —dijo Iliusha, separando cada Palabra.

—¡No es nada, olvidadlo! —declaró Pavlusha con resolución y de nuevo se sentó—. No se puede evitar el propio destino.

Los muchachos fueron guardando silencio. Estaba claro que las palabras de Pavlusha les habían causado honda impresión. Comenzaron a echarse ante el fuego, como si se preparasen para dormir.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Kostia de repente, levantando la cabeza.

Pavlusha escuchó.

—Es una becada que vuela y silba.

—¿Adónde irá?

—A un lugar donde nunca es invierno, es lo que dicen.

—No existe un lugar así, ¿verdad?

—Ya lo creo.

—¿Y está lejos?

—Muy, muy lejos, al otro lado de los mares cálidos.

Kostia suspiró y cerró los ojos.

Habían pasado más de tres horas desde que me uní a los muchachos. Al cabo se elevó la luna. Tardé en darme cuenta de ello, porque era pequeña y delgada. La noche, débilmente iluminada, parecía tan esplendorosa como se había iniciado. Pero muchas de las estrellas que acababan de salir en el cielo comenzaban a desplazarse hacia su oscuro filo; alrededor todo estaba silencioso, como suele ocurrir justo antes de la mañana: todo a nuestro alrededor dormía el profundísimo silencio de las horas anteriores al amanecer. El aire no poseía el aroma de hacía un rato, y de nuevo parecía permeado de una cruda humedad. ¡Oh, las breves noches de verano! La charla de los muchachos fue muriendo junto con las fogatas. Hasta los perros dormitaban, y los caballos, por lo que podía ver por el vago centellear de las débiles estrellas, también estaban echados con sus cabezas bajas. Un olvido dulce descendió sobre mí y caí en un sueño.

Una corriente de aire fresco acarició mi rostro. Abrí los ojos: una mañana nueva. Aún no había señal del rosado del amanecer, pero el este ya comenzaba a iluminarse. El cielo gris pálido brillaba frío y tintado de azul; las estrellas o bien centelleaban con su pálida luminiscencia, o se disolvían; el suelo estaba húmedo y las hojas sudaban del rocío, aquí y allá podían oírse los sonidos de vida, voces, un frágil viento de primera hora de la mañana que comenzó su vagabundeo sobre la tierra. Mi cuerpo respondió a todo ello con un estremecimiento débil y agradecido. Me levanté de un salto y caminé hacia los muchachos. Estaban dormidos profundamente al lado de las ascuas del fuego; solo Pavlusha se incorporó y me miró con atención.

Le dije adiós con la cabeza y me puse camino a casa por la orilla del río, temblando por la húmeda bruma. Apenas había caminado más de dos verstas cuando la luz del sol se extendió a mi alrededor a lo largo del prado inmenso y empapado, y ante mí por las colinas reverdecidas, de bosque en bosque, y detrás de mí a lo largo del camino largo y polvoriento, sobre los arbustos que refulgían rojos como la sangre, y al otro lado del río que ahora brillaba con un azul modesto debajo de la bruma que se disolvía. Corrieron torrentes de rayos de sol, cálidos y recién nacidos, rojizos al principio y al cabo brillantemente rojos, brillantemente dorados. Todo comenzó a estremecerse, despertarse, cantar, resonar, parlotear. En todas partes, grandes gotas de rocío comenzaron a brillar como diamantes. Trajeron hasta mí, puro y cristalino como si estuviera lavado por la frescura de la atmósfera de la mañana, el sonido de un campana. Y de pronto me adelantaron a la carrera los caballos, frescos de nuevo tras la noche, dirigidos por mis nuevos conocidos, los muchachos.

Debo añadir, desgraciadamente, que aquel mismo año murió Pavlusha. No se ahogó; se mató al caerse de un caballo. ¡Una pena, era un muchacho estupendo!