LA MUERTE

Tengo un vecino, terrateniente y cazador bastante joven. Una hermosa mañana de julio fui a caballo hasta su casa con la idea de que me acompañara a cazar urogallos. Accedió. «Pero», me dijo, «pasemos de camino por una pequeña hacienda que tengo en la carretera de Zusha. Me gustaría echarle un vistazo a Chapligino, mi bosque de robles, ¿lo conoces? Lo están talando».

—Pongámonos en marcha.

Pidió que le ensillaran un caballo, se vistió con una chaqueta corta verde de botones de bronce con la imagen de la cabeza de un jabalí, cogió un morral que había conocido tiempos mejores, para las piezas, y una petaca de plata, y, después de echarse una flamante escopeta de caza francesa sobre el hombro, se inspeccionó frente al espejo, no sin cierta aprobación, y llamó a su perro, Esperance, regalo de una prima suya, solterona de cierta edad, de corazón generoso pero sin un pelo en la cabeza. Nos pusimos en marcha. Mi vecino se llevó al policía local, Arjip, un campesino fornido y achaparrado con rostro anguloso y mejillas de proporciones considerables, y también a un muchacho de unos diecinueve años, delgado, rubio y corto de vista, de hombros caídos y cuello largo, el señor Gottlieb von der Kock, recientemente contratado como intendente, que provenía del Báltico. No hacía mucho que mi vecino había heredado su hacienda. Le había llegado como herencia por su tía, Kardón-Katáeva, viuda de un consejero de estado, mujer de obesidad inaudita quien, aun echada en la cama, tenía la costumbre de emitir quejidos inacabables y penosos. Alcanzamos su «pequeña hacienda» y Ardalión Mijáilich (mi vecino) dijo, dirigiéndose a sus acompañantes:

—Esperadme aquí en el claro.

El alemán hizo una reverencia, se dejó caer del caballo, extrajo un pequeño libro de su bolsillo —parecía una novela de Johanna Schopenhauer— y se sentó a la sombra de un arbusto, mientras que Arjip permaneció al sol toda una hora, de pie sin mover un músculo. Ardalión Mijáilich y yo nos dirigimos hacia la espesura, pero no encontramos un solo pájaro. Mi amigo anunció su intención de dirigirse a su bosque. También yo estaba lejos de creer que nuestra cacería tendría éxito en un día como aquel, de manera que decidí acompañarlo. Regresamos al claro. El alemán marcó su página, se levantó, se puso el libro en el bolsillo y, no sin cierta dificultad, montó su desastrosa yegua, que se meneaba y encabritaba al menor roce. Arjip entró en acción, dio un tiro seco a las riendas de su cabalgadura, aplicó ambas piernas a los flancos del animal, y por fin logró hacer andar a su semental pequeñito y tembloroso. Nos pusimos en marcha.

Conocía el bosque de Ardalión Mijáilich desde que era niño. A menudo había ido a Chapligino en compañía de mi preceptor francés, Monsieur Désiré Fleury, un tipo excelente (que, sin embargo, por poco me arruina la salud para siempre obligándome a tomar las medicinas de Leroy cada noche). El bosque consistía en unos doscientos o trescientos robles y fresnos enormes. Sus troncos fuertes y majestuosos solían destacarse como magníficas siluetas negras contra la transparencia dorada de los serbales de hojas verdes y de los nogales; elevándose muy alto, sus siluetas formaban figuras contra el translúcido cielo azul, donde extendían las cúpulas de sus ramas, alargadas y angulosas; los halcones, los azores, los cernícalos, todos silbaban y se pavoneaban sobre sus crestas estáticas, y los pájaros carpinteros de vivos colores golpeaban sonoramente sus anchas ramas; de pronto se oía entre la espesura la canción resonante del mirlo, contestando a la llamada melodiosa del oriol; más abajo, entre los matorrales, se oían gorjear y cantar los ruiseñores, los chamarices y el mosquitero; los pinzones cruzaban de un lado a otro los caminos; las liebres blancas corrían por la linde del bosque cautelosas, se detenían y volvían a echarse a corretear, y las ardillas rojizas saltaban nerviosas de árbol en árbol, deteniéndose de repente con las colas levantadas sobre sus cabezas. En la hierba, alrededor de los altos hormigueros y en los retazos de sombra que ofrecían los hermosos helechos horadados, florecían las violetas y los lirios del valle, crecían champiñones rojizos, cetrinos, amanitas; en los prados, entre los arbustos crecidos, las rojizas fresas salvajes… ¡Y qué sombra tan profunda, la del bosque! A mediodía, cuando el calor acuciaba, era oscuro como la noche: pacífico, fragante, húmedo…

Había pasado unas horas tan felices en Chapligino, que admito que ahora me aproximaba con una punzada de tristeza. El amargo invierno sin nieve de 1840 no había tenido piedad con mis viejos amigos, los robles y los fresnos. Deshidratados y desnudos, cubiertos aquí y allá con hojas moribundas, se elevaban tristemente sobre los árboles jóvenes que los «habían suplantado pero no reemplazado»[26]. Algunos, con sus ramas más bajas bien cubiertas de hojas, elevaban con gallardía, como quejándose desesperados, sus ramas superiores sin vida y rotas; de otros árboles en medio de un follaje aún espeso, aunque no tan abundante y suntuoso como años atrás, salían aquí y allá las orondas y resecas extremidades de la madera muerta; las ramas de los otros ya se habían caído, y había algunos que habían sido talados y se pudrían en el suelo como cadáveres. ¡Quién habría previsto sombras en Chapligino, donde otrora no había ni una! Al contemplar el árbol moribundo, pensé: ahora seguro que sabes lo que es la vergüenza, la amargura. Y recordé los siguientes versos de Koltsov:

¿Dónde está

Tu discurso tan altivo,

Tu poder tan orgulloso,

Tu brillo real?

¿Dónde está

Tu potencia verde?

—Dime, Ardalión Mijáilich —comencé—, ¿por qué no se talaron estos árboles al año siguiente? No te darán ni la décima parte de lo que valían.

Se limitó a encogerse de hombros.

—Tendrías que haberle preguntado a mi tía. Vinieron a verla comerciantes, le ofrecieron dinero, le rogaron una y otra vez.

Mein Gott! Mein Gott! —exclamaba Von der Kock a cada paso—. ¡Qué verkuenza!

—¿Qué dice? —le preguntó mi vecino con una sonrisa.

—Esto es una vergüenza, es lo que quiero decir. (Es bien sabido que cuando los alemanes logran dominar nuestra pronunciación, lo hacen admirablemente bien).

Se conmovió sobre todo por los robles tirados en el suelo, y no es de extrañar; muchos molineros habrían pagado una fortuna por ellos. Pero Arjip, mantuvo una compostura imperturbable y no mostró el menor signo de pena; al contrario, saltaba sobre los árboles caídos dándole con la fusta a su caballo con cierta animación.

Nos dirigimos hacia el lugar en donde se talaba cuando, de pronto, tras oír un árbol que caía, se oyeron gritos y voces, y unos segundos después un joven campesino, pálido y desaliñado, salió corriendo de un matorral.

—¿Qué ocurre? ¿Adónde corres? —le preguntó Ardalión Mijáilich.

Se paró en seco.

—Ardalión Mijáilich, señor, ha habido un accidente.

—¿Qué ha ocurrido?

—Maxim, lo ha alcanzado un árbol.

—¿Cómo ha podido ocurrir? ¿Quieres decir Maxim el contratista?

—Así es, señor, el contratista. Empezamos a cortar un fresno, y se quedó mirando… Estuvo allí de pie mucho tiempo, y entonces fue al pozo por agua, porque tenía sed, ya sabe. Entonces, de pronto el fresno empieza a ceder y a caerse justo donde él está. Le gritamos: corre, corre, corre… Podría haberse echado a un lado, pero se pone a correr para delante… Se asustó, ya sabe. El fresno le cayó con toda la copa encima y lo cubrió. El Señor sabrá por qué cayó tan deprisa, probablemente estaba podrido por dentro.

—¿Y ha aplastado a Maxim?

—Lo aplastó, sí.

—¿Y lo ha matado?

—No, señor, está vivo todavía, pero el asunto es feo: tiene las piernas y los brazos rotos. Yo corría a Selivérstich en busca del médico.

Ardalión Mijáilich ordenó a Arjip que fuera al galope hasta la aldea de Selivérstich y él mismo se dirigió con paso rápido al lugar de la desgracia. Yo lo seguí.

Encontramos al pobre Maxim en el suelo. Lo rodeaban unos diez campesinos. Nos apeamos de nuestros caballos. Apenas se quejaba, aunque de tanto en tanto abría mucho los ojos y miraba a su alrededor sorprendido, y se mordía los labios azulados. Le temblaba el mentón, tenía el pelo pegado a las sienes y su pecho se elevaba irregularmente; era obvio que se moría. La débil sombra de un tilo joven se extendía calma sobre su rostro descompuesto.

Nos agachamos a su lado y reconoció a Ardalión Mijáilich.

—Señor —comenzó a decir en una voz apenas audible—, el sacerdote… Mándelo a buscar… Mándelo a… El Señor… Me ha castigado… Mis piernas, mis brazos, todo roto… Hoy… Es domingo… Pero yo… Yo… Ya lo ve… No dejé que los muchachos…

Se quedó callado. La respiración era irregular y entrecortada.

—Mi dinero… La mujer… Déselo a mi mujer… Luego, lo que quede… Onisim sabe… A quién le debo…

—Hemos ido por el médico, Maxim —dijo mi vecino—. ¡Es posible que no te mueras hoy, amigo!

Él quería abrir los ojos, con esfuerzo desmesurado elevó las cejas y los párpados.

—No, moriré hoy… Ya verá… Verá, ahí viene ella, ella… Ahí… Perdonadme, muchachos, si en algún momento…

—El Señor te perdonará, Maxim Andréich —dijeron los campesinos todos a una, y se quitaron las gorras—. Y tú perdónanos a nosotros.

Él se estremeció súbita y desesperadamente, levantó el pecho con pesadumbre y de nuevo se hundió.

—No tendría que morirse aquí —exclamó Ardalión Mijáilich—. Muchachos, coged esa manta del carro y llevémoslo al hospital.

Un par de hombres corrieron hacia el carro.

—Efim… de Sichovsk —comenzó a balbucir el moribundo—, ayer le compré un caballo… Le dejé una señal… El caballo es mío… Que mi mujer se quede con eso también…

Se dispusieron a colocarlo sobre la manta. Comenzó a estremecer todo el cuerpo, como un pájaro abatido, y de pronto se puso rígido.

—Ha muerto —dijo un campesino.

En silencio montamos en los caballos y nos marchamos. La muerte del pobre Maxim me dejó de humor pensativo. ¡Qué cosa tan asombrosa, la muerte de un campesino ruso! Su estado mental antes de morir no podría llamarse ni indiferente ni estúpido; muere como si estuviera llevando a cabo una ceremonia: fríamente, con sencillez.

Hace algunos años, un campesino que pertenecía a otro de mis vecinos del campo se quemó en un granero. (De hecho, habría permanecido dentro del granero si no hubiera sido porque un visitante de la ciudad lo sacó de allí medio muerto: se remojó en una jarra de agua y sin perder un segundo rompió la puerta sobre la que colgaba una viga que ya ardía). Lo visité en su cabaña. Dentro estaba oscuro. Era un ambiente recargado y lleno de humo.

—¿Dónde está el enfermo? —pregunté.

—Ahí, señor, sobre el horno —me respondió la voz cantarina de una anciana, abatida por el peso de su desgracia.

Me acerqué y encontré al campesino envuelto en una piel de oveja, respirando con dificultad.

—¿Cómo te encuentras?

El enfermo se puso nervioso, trató de incorporarse, pero estaba cubierto de heridas y próximo a la muerte.

—Échate, échate. ¿Y bien? ¿Cómo estás?

—Estoy mal, eso seguro —dijo.

—¿Te duele?

No respondió.

—¿Hay algo que necesites?

Silencio.

—¿Mando que te traigan té?

—No hace falta.

Lo dejé y me senté en un banco. Allí estuve un cuarto de hora, media hora, reinaba sobre la cabaña un silencio de cementerio. En un rincón, junto a una mesa bajo los iconos, se escondía una niña de cinco años comiendo pan. De vez en cuando su madre le pedía que estuviera callada. Afuera en el porche la gente iba y venía, hacía ruido y charlaba, y la cuñada del moribundo cortaba coliflor.

—¡Ah, Aksinia! —murmuró el hombre.

—¿Qué quieres?

—Dame un poquito de kvas.

Aksinia le dio de beber. Se hizo silencio. Pregunté en un susurro:

—¿Le han dado la extremaunción?

—Sí.

En ese caso, todo estaba como debía: el hombre, sencillamente, estaba esperando la muerte, nada más. No pude soportarlo y me marché…

En otra ocasión, me acuerdo, visité un hospital en la aldea de la Krasnogoria para ver al ayudante del médico, Kapitón, conocido mío y devoto cazador.

El hospital ocupaba lo que había sido el ala de una casa solariega. La dama de la mansión lo había montado ella misma, es decir, había ordenado que sobre la puerta se colocara un letrero azul con letras blancas que decían: «Hospital de Krasnogoria», y ella misma había confiado a Kapitón un hermoso álbum en donde apuntar los nombres de los enfermos. En la primera página del álbum uno de los benévolos aduladores de la dama, sirviente a tiempo parcial, había inscrito los siguientes versos manidos:

Dans ces beaux lieux, où règne l’allégresse,

Ce temple fût ouvert par la Beauté;

De vos seigneurs admirez la tendresse,

Bons habitants de Krasnogorié![27]

Y otro caballero había añadido más abajo:

Et moi aussi j’aime la nature!

Jean Kobyliátnikov[28].

El ayudante del médico había comprado seis camas de su propio dinero y, tras pedir una bendición por su trabajo, se había puesto a cuidar de todas las criaturas del Señor. Aparte de él mismo, el hospital tenía dos empleados: Pável, tallador de madera al que le daban ataques de locura, y una mujer con un brazo paralizado, Melikitrisa, la cocinera. Ambos preparaban los medicamentos, secaban hierbas y preparaban las infusiones; también solían contener a los pacientes en delirio. El tallador tenía aspecto sombrío y era hombre de pocas palabras: por la noche solía cantar una tonadilla sobre «una hermosa Venus» y molestar a los visitantes del hospital pidiéndoles que le permitieran casarse con una cierta Malania, una chica que hacía tiempo que había muerto. La mujer con el brazo paralizado solía golpearlo y lo obligaba a cuidar de los pavos. Un día, sentado junto a Kapitón, empezamos a charlar sobre nuestra última expedición de caza cuando de pronto un carro entró en el patio tirado por un caballo gris inusualmente engordado, la variedad de rocín que solo utilizan los molineros. En el carro iba un campesino de buen ver, con abrigo nuevo y una barba moteada.

—Eh, Vasili Dmítrich —gritó Kapitón desde la ventana—, puedes quedarte si lo deseas… Es el molinero de Libovshinski —me susurró.

El campesino saltó del carro con un gruñido, y entró en la habitación de Kapitón. Miró a su alrededor buscando el icono y se persignó.

—Y bien, Vasili Dmítrich, ¿qué hay? Estás enfermo, eso es evidente: tienes mala cara.

—Así es, Kapitón Timoféich, hay algo que no va bien.

—¿Cuál es el problema?

—Es así, Kapitón Timoféich. No hace mucho compré unas piedras de molino en la ciudad. Bueno, pues las llevé a casa, pero cuando me puse a descargarlas del carro, me esforcé demasiado, ya sabes, y algo explotó dentro de mi estómago, como si se hubiera desgarrado. Y desde entonces me siento mal. Hoy me duele mucho.

—Hum —murmuró Kapitón, y aspiró algo de tabaco—. Eso significa que tienes una hernia. ¿Y cuánto hace que te pasó esto?

—Unos diez días.

—¿Diez días? —Kapitón exhaló con los dientes apretados y meneó la cabeza—. Déjame que te palpe. Bueno, Vasili Dmítrich —dijo al fin—. Lo siento por ti, porque me caes bien, pero lo que tienes no es bueno. Estás muy enfermo, y no bromeo. Quédate conmigo, haré todo lo que pueda por ti, pero no puedo prometerte nada.

—¿Dice usted en serio que es muy malo? —murmuró el asombrado molinero.

—Sí, Vasili Dmítrich, es muy malo. Si hubieras venido a verme hace un par de días, habría podido curarte con una mano. Pero ahora tienes esta parte inflamada, eso es lo que te pasa, y antes de que te des cuenta se habrá gangrenado. —Pero no es posible, Kapitón Timoféich.

—Te digo que lo es.

—¿Cómo puede ser? —Kapitón se encogió de hombros—. ¿Me voy a morir de esta tontería?

—No estoy diciendo eso. Simplemente te digo que te quedes aquí.

El campesino lo pensó un rato, miró al suelo, volvió a mirarnos a nosotros, se rascó la nuca y estuvo a punto de ponerse la gorra.

—¿Adónde vas, Vasili Dmítrich?

—¿Cómo que adónde? Es evidente, a casa, si es que las cosas están así de mal. Si están así, tengo muchas cosas que poner en orden.

—Pero te lastimarás de verdad, Vasili Dmítrich. Me sorprende que hayas llegado hasta hoy. Quédate aquí, te lo ruego.

—No, hermano Kapitón Timoféich, si voy a morirme, lo haré en casa. Si me muero aquí, el Señor sabe lo que pasaría en casa.

—Todavía no es seguro, Vasili Dmítrich, saber cómo van a salir las cosas… Por supuesto que corres peligro, no hay duda, y por eso deberías quedarte aquí.

El campesino negó con la cabeza.

—No, Kapitón Timoféich, no lo haré. Usted escríbame una receta con alguna medicinita.

—La medicina por sí sola no te servirá de mucho.

—No voy a quedarme, ya se lo he dicho.

—Bien, como desees… ¡Pero será culpa tuya lo que ocurra!

Kapitón arrancó una cuartilla del álbum y, tras escribir una receta, le dio algún consejo sobre lo que todavía podía hacerse. El campesino cogió la cuartilla, le dio a Kapitón una moneda de medio rublo, salió del cuarto y se sentó en su carro.

—Adiós, entonces, Kapitón Timoféich. Piense de vez en cuando en mí y no se olvide de mis huérfanos, si es que llega a pasar…

—¡Quédese aquí, Vasili, quédese aquí!

El campesino se limitó a negar con la cabeza, a golpear al caballo con las riendas y salió del patio. Yo salí a la calle y lo seguí con la mirada. El camino estaba empantanado y lleno de socavones. El molinero iba con cuidado, sin prisa, guiando al caballo con habilidad y haciendo reverencias a cuantos encontraba por el camino… Cuatro días después estaba muerto.

En general, los rusos nos sorprenden cuando se trata de morirse. Ahora me acuerdo de muchos que han muerto. De ti por ejemplo, amigo mío, el estudiante que nunca terminó su formación, Avenir Sorokoúmov, ¡una persona magnífica y noble! Te vuelvo a ver, consumido, con el rostro verdoso, tu pelo fino y rojizo, tu sonrisa tímida, tu mirada asombrada y las largas extremidades de tu cuerpo; oigo tu voz débil y amable. Vivías en la casa del Gran Terrateniente Ruso, Gur Krupiánikov, enseñabas gramática rusa e historia a sus hijos, Fofa y Ziozia, y soportabas con paciencia los pesados humores del mismo Gur, la ruda confianza de su mayordomo, las bromas soeces de sus malvados vástagos, y no sin una amarga sonrisa, pero también sin una queja, cumpliendo con todas las exigencias que te imponía su aburrida esposa; a pesar de esto, cómo solías disfrutar de tu tiempo libre, cómo llenabas tus noches, tras la cena, cuando, liberado al fin de todas las obligaciones y deberes, te sentabas junto a la ventana y pensativo fumabas tu pipa, o pasabas con avidez las páginas de alguna gruesa revista leída muchas veces, que había traído desde la ciudad un agrimensor tan pobre y sin hogar como tú. ¡Cómo disfrutabas en aquellos días de toda clase de versos e historias, con qué facilidad las lágrimas se asomaban a tus ojos, con qué placer te reías, cuán rica era tu alma infantil y pura que amaba sinceramente la humanidad y sentía elevada compasión por todo lo bueno y hermoso! Es cierto, no eras famoso por tu humor: la naturaleza no te había bendecido ni con una buena memoria, ni con diligencia en tu trabajo; en la universidad te consideraban uno de los peores estudiantes; solías dormirte en las clases y guardabas un silencio solemne durante los exámenes. Pero ¿qué ojos se iluminaban de alegría, quién solía quedarse sin aliento cuando algún compañero lograba un gran éxito? Tú lo hacías, Avenir… ¿Quién creía, por encima de todo, en la lealtad de los amigos, quién se enorgullecía de alabar sus habilidades, quién los defendía con mayor fiereza? ¿Quién de entre nosotros no conocía la envidia ni la ambición, sacrificaba sus propios intereses desinteresadamente, dejaba paso a otros que no se merecían ni desabrocharle los botines?… ¡Tú lo hacías, tú, mi querido Avenir!

Recuerdo cómo te despediste de tus camaradas con el corazón pesado cuando te marchaste a tu «empleo temporal»; presagios diabólicos te atormentaban… Y con buena razón: en el campo las cosas no fueron buenas para ti; no había nadie a cuyos pies pudieras sentarte a escuchar cada palabra con admiración, nadie a quien amar… Los terratenientes, tanto los provincianos como los cultos, te trataban como si fueras un maestro de escuela, algunos por maleducados, otros por indiferentes. Y tú, por tu parte, no descollabas mucho con tu timidez, tu sonrojo, tu forma de sudar y tu tartamudeo… Ni siquiera tu salud mejoró por el aire del campo; ¡te fundiste, pobre amigo, como una vela de cera! Es cierto, tu pequeña habitación daba al jardín; cerezos, manzanos y tilos inundaban tu mesa, tu tintero, tus libros, con sus flores; de la pared colgaba un pequeño cojincillo para un reloj, regalo de despedida de un ama de llaves alemana de rizos dorados y dulces ojos azules, sensible y de buen corazón; y de vez en cuando algún viejo amigo de tus días de Moscú te visitaba y te conducía al éxtasis del entusiasmo sobre sus versos o los de algún otro; pero tu soledad, el insoportable y duro trabajo de tu vocación como profesor, los otoños interminables, los inviernos inacabables, el avance imparable de tu enfermedad… ¡Pobre, pobre, Avenir!

Visité a Sorokoúmov poco antes de su muerte. Apenas podía andar. El terrateniente Gur Krupiánikov no lo había echado de su casa, pero había dejado de pagarle y había contratado otro maestro para Ziozia. Fofa había entrado en el cuerpo de cadetes. Avenir estaba sentado junto a la ventana en un antiguo sillón Voltaire. Hacía un día hermoso. Un radiante cielo otoñal relucía alegre y azulado sobre una fila oscura de tilos desnudos; aquí y allá, en sus ramas, se mecían y susurraban las últimas y radiantes hojas doradas. La tierra endurecida por la helada exhalaba el vaho bajo el sol; sus rayos rosados golpeaban al bies la hierba pálida; un débil crujido parecía flotar en el aire, y en el jardín se oían las voces de los trabajadores, de resonancia aguda y cristalina. Avenir llevaba puesto un batín anticuado de Bokhara; un pañuelo verde confería un destello cadavérico a su rostro ya demacrado. Estaba encantado de verme, alargó la mano, comenzó a decir algo y se puso a toser. Le di tiempo para recuperarse y tomé asiento cerca de él. Sobre sus rodillas tenía un cuadernillo en donde habían sido copiados con gran esfuerzo los poemas de Koltsov. Sonriendo, golpeó el libro con la mano.

—Esto es un poeta —consiguió decir, conteniendo la tos con esfuerzo, y comenzó a recitar algunos versos en una voz apenas audible:

¿Qué importa si un halcón

Tiene las alas atadas?

¿Qué importa si todos los senderos

Están cerrados para él?

Le pedí que se detuviera; el médico le había prohibido hablar. Yo sabía cómo entretenerlo. Sorokoúmov nunca había «seguido» la ciencia, como suele decirse, pero siempre sentía curiosidad por conocer lo que, por así decir, habían estado meditando las grandes mentes del presente, y las conclusiones a las que habían llegado. Hubo una época en que solía atrapar a otros estudiantes en una esquina e interrogarlos: él se limitaba a escuchar, a maravillarse, a creer cada palabra, y después las repetía como si fueran suyas. La filosofía alemana ejercía en él una gran fascinación.

Comencé a hablarle de Hegel (como se puede apreciar, todo esto ocurrió hace mucho tiempo). Avenir asintió con la cabeza, elevó las cejas, sonrió, susurró, «¡Lo entiendo, lo entiendo!… ¡Ah, eso está muy bien!». La curiosidad infantil del moribundo, de aquel hombre pobre, descuidado y sin casa, me conmovió, lo confieso, hasta las lágrimas. Debo explicar que Avenir, al contrario que la mayoría de los tuberculosos, nunca se mentía a sí mismo sobre su enfermedad. ¿Y por qué iba a hacerlo? No suspiraba por ello, su alma no estaba sometida a aquel conocimiento, ni una sola vez se refirió a su enfermedad.

Haciendo acopio de fuerzas, comenzó a hablar de Moscú, de los compañeros estudiantes, de Pushkin y el teatro y la literatura rusa; recordó nuestros festines, los debates acalorados en nuestro círculo, y pronunció con pena los nombres de dos o tres amigos que habían muerto…

—¿Te acuerdas de Dasha? —añadió al fin—. ¡Ahí tenías un alma de oro! ¡Un corazón puro! ¡Y cómo me amaba…! ¿Qué le habrá ocurrido ahora? Probablemente esté reseca y vieja, consumida, ¿no crees? Pobrecilla.

No me atreví a desencantar al enfermo, no había razón alguna para decirle que su Dasha era ahora más ancha que alta, que salía con comerciantes, los hermanos Kondachkov, que se pintaba y se daba polvos y hablaba con tono altisonante y usaba un lenguaje poco apropiado.

De todos modos, pensé, mirando sus rasgos exhaustos: ¿es imposible sacarlo de este lugar? Tal vez aún pueda curarse… Pero Avenir no me dejó terminar lo que le estaba proponiendo.

—No, gracias, querido amigo —murmuró—, no importa dónde se muere uno. Puedes ver que no llegaré al invierno, de manera que, ¿por qué molestar a la gente de forma innecesaria? Estoy acostumbrado a esta casa. Es cierto que la gente al cargo aquí…

—¿… son malas personas? —interrumpí.

—No, no son malas, solo son un poco como trocitos de madera. Pero no tengo razones para quejarme de ellos. Están los vecinos: Kasatkin, el terrateniente, que tiene una hija de buena formación, amable, la criatura más dulce… No de esas orgullosas…

Sorokoúmov volvió a tener un acceso de tos.

—Podría estar mejor —continuó, tras haber recuperado el aliento— si solo me permitieran fumarme una pipa… ¡No, no pienso morirme antes de fumarme una pipa entera! —añadió, guiñándome el ojo—. Dios mío, he vivido lo suficiente, y he conocido a personas buenas…

—Al menos deberías escribir a tus parientes —lo volví a interrumpir.

—¿Para qué? ¿Para pedirles ayuda? No podrán ayudarme, y no tardarán en saber de mí cuando muera. No hay razón para hablar de ello… Mejor cuéntame todo lo que viste en el extranjero.

Comencé a contarle cosas. Me miraba, bebiendo cada una de mis palabras. Hacia el crepúsculo me marché, y diez días más tarde recibí la siguiente carta del señor Krupiánikov:

Con esta carta tengo el honor de hacerle participe, mi querido señor, de la noticia de que su amigo, el estudiante señor Avenir Sorokoúmov, que ha estado viviendo en mi casa, falleció hace cuatro días a las dos en punto de la tarde y que hoy se le ha enterrado en mi parroquia y yo he corrido con todos los gastos. Me imploró que le enviara a usted los volúmenes que adjunto y los cuadernillos. Hemos descubierto que tenía veintidós rublos y medio, los cuales, junto con el resto de sus pertenencias, serán enviados a sus parientes. Su amigo falleció siendo plenamente consciente y, si debe decirse, con cierto grado de insensibilidad, y por lo tanto sin exhibir la menor señal de tristeza, aun cuando nos estábamos despidiendo de él en grupo, toda la familia. Mi esposa, Kleopatra Alexándrovna, le envía a usted sus respetos. La muerte de su amigo solo podía tener un efecto negativo en sus nervios; en lo que a mí respecta, me encuentro bien, gracias al Señor, y tengo el honor de seguir siendo

Su más humilde servidor,

G. Krupiánikov

Se me ocurren muchos otros ejemplos, tantos que sería imposible contarlos todos. Me limitaré a uno.

Una anciana dama, terrateniente ella misma, moría en mi presencia. El sacerdote comenzó a leer la oración para los moribundos sobre su cuerpo, cuando de pronto se dio cuenta de que la enferma estaba en efecto muriendo y con toda prisa le pasó la cruz. La anciana dama se mostró ofendida por el gesto.

—¿A qué tanta prisa, señor? —le espetó, con un tono de voz que ya denotaba la rigidez que la esperaba—. Le dará tiempo…

Se echó para atrás y terminó de colocar su mano bajo la almohada cuando exhaló su último suspiro. Había una moneda de rublo debajo de la almohada: había tenido la intención de pagar ella misma al sacerdote por leer las plegarias de su propio fallecimiento…

¡Sí, los rusos son asombrosos cuando se trata de la muerte!