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Bajo el encanto de Heliópolis la secreta, sombreada por acacias y tamariscos, la pareja real había celebrado los ritos en los templos de Ramsés II y Ramsés III, había depositado flores en las moradas de eternidad del Imperio Antiguo y había rendido homenaje al toro Mnevis, encarnación terrestre del poderío de la luz.

A Pianjy le gustaba especialmente el quiosco de «Atum del sicomoro» y la capilla del árbol sagrado en cuyas hojas un sacerdote, llevando la máscara de Thot, había inscrito los nombres de coronación del faraón negro. Bosquecillos, vergeles, olivares y estanques convertían Heliópolis en una agradable residencia donde se percibía, a cada paso, la presencia de los dioses.

Sólo el capitán Lamerskeny estaba de mal humor.

—Estamos perdiendo el tiempo —se quejó a Puarma—. Mira a nuestros soldados, llevan camisas de anchas mangas, taparrabos plisados y con adornos en forma de campanillas y bordados que representan gacelas retozando por la sabana, e incluso se hacen perfumar, durante todo el día, por doncellas enamoradas. ¡Y todos esos dignatarios, desde el jefe de los escribas hasta el portador de la corona, que no dejan de cantar las alabanzas de Pianjy! Nos estamos adormeciendo en nuestros collares de oro y perdemos la afición a combatir. Así no vamos a apoderarnos de Atribis.

Puarma sonrió.

—Ten confianza, capitán. ¿No es capaz el faraón de encontrar la solución?

Atribis, simbolizada por un toro negro, era una ciudad rica y poderosa en la que el príncipe Petisis, cuyo nombre significaba «el don de Isis», reinaba con orgullo. Pese a la anarquía económica que acompañaba a la ocupación libia, podía alardear de haber alimentado a todos los habitantes de su capital provincial, cuya guarnición le era fiel.

Tras haber disfrutado el placer de una ducha tibia, el príncipe Petisis solía sentarse ante la bien provista mesa del desayuno, que los egipcios denominaban el «lavado de la boca», pues antes de comer convenía purificarla con natrón. Sentía una inmoderada afición al queso de cabra y al pescado seco.

Pero la noticia que acababa de comunicarle su secretario particular le había cortado el apetito.

—La fortaleza de Babilonia se ha rendido sin combatir… ¡Es imposible!

—El comandante ha reconocido la soberanía del faraón negro. No había, pues, razón alguna para sacrificar su guarnición.

—Tefnakt le ordenó que resistiera y conocía el precio de esa valentía. ¿Dónde está Pianjy?

—Reside en Heliópolis.

—No tardará en atacarnos… Convoca a todos los oficiales de la guarnición.

—El príncipe Akanosh acaba de llegar de Sebenitos y desea hablar con vos.

—Que pase.

Ambos hombres se cumplimentaron. Se apreciaban desde hacía mucho tiempo.

—¿Has viajado de noche, Akanosh?

—Me he puesto en camino en cuanto he sabido de la caída de Babilonia. ¿Te han confirmado la noticia?

—El comandante de la fortaleza ha abierto sus puertas al faraón negro. Pianjy ni siquiera se ha visto obligado a combatir y no ha perdido soldado alguno.

—La primera parte del plan de Tefnakt es, pues, un lamentable fracaso.

—Y el ejército de Pianjy va a presentarse intacto ante los muros de mi ciudad…

—Hay que poner fin a esta guerra —decretó Akanosh.

—¿Estás sugiriéndome que…?

—Que abras, también tú, las puertas de tu ciudad y te sometas al faraón legítimo.

—¿Tienes plena conciencia de lo que implica ese consejo?

—No es una traición, Petisis. Bajo el mando de Tefnakt, hemos intentado vencer a Pianjy y hemos fracasado. Hoy debemos obediencia al faraón. ¿Por qué hacer que nuestras provincias sufran en vano?

Akanosh había apostado el resto. Petisis podía ordenar su arresto y mandarle a Sais, donde sería ejecutado.

—Tengo que confiarte un secreto, Akanosh. No soy libio sino egipcio. Que Atribis vuelva al regazo de un faraón auténtico es la alegría de mi vejez.

—Estás magnífico —le dijo el capitán Puarma a su colega Lamerskeny—. Esta camiseta de mangas cortas y anchas te sienta de maravilla.

—¡Ya basta, arquero! Me horrorizan estas mundanidades.

—¡En este caso no es una banalidad! Ver cómo el príncipe de Atribis entrega la ciudad a Pianjy no es un espectáculo ordinario.

—Somos soldados, no cortesanos. Habría preferido conquistar la fortaleza con la punta de mi espada.

—Reserva tus fuerzas para Sais… Tefnakt no se rendirá, puedes estar seguro.

Pianjy y Abilea llegaron al puerto de Atribis a bordo del navío almirante. El príncipe Petisis había hecho levantar un pabellón de madera dorada para recibir a la pareja real al abrigo de los rayos del sol.

—Entrad en vuestra morada, majestad. Sus tesoros os pertenecen; he aquí, para vos, mis lingotes de oro, montones de turquesas, collares, amuletos, vajilla de oro, vestiduras de lino real, lechos tendidos con lino fino, aceite de olíbano, botes de ungüentos y los numerosos caballos de mis establos.

—¿Me ofreces los mejores?

—¡Qué quien os oculte la elite de sus caballos, majestad, muera en el acto!

—Levántate, Petisis.

—Soy hijo de egipcio, majestad, y os agradezco que devolváis la libertad a Atribis. Por lo que a los libios hijos de libio se refiere, hoy se someten a vuestra autoridad.

El primero que se adelantó fue el príncipe Akanosh, acompañado por su esposa. A Pianjy le gustó su nobleza desprovista de cualquier doblez.

—Hemos sido vencidos. En adelante, la provincia de Sebenitos pertenece al faraón de Egipto. Muéstrese indulgente con mis súbditos y mi esposa, de origen nubio, pero fiel a su clan.

—Loada sea tu sabiduría —respondió Pianjy—. Sirve fielmente a este país y a su rey, y sigue gobernando Sebenitos.

—¿Confiáis en mí, en un libio?

—Confío en un hombre preocupado por salvaguardar su provincia y a sus habitantes. Puesto que colocas su existencia por encima de la tuya, sabrás hacerles felices.

Alcaldes, administradores, consejeros, jueces, oficiales, unos de origen egipcio, otros de origen libio, se acercaron sucesivamente para prestar juramento de fidelidad al faraón negro. El príncipe de la rica ciudad de Letopolis les imitó.

Pianjy comunicó a cada uno de ellos el papel que debería desempeñar respetando la ley de Maat y para preservar la unidad de las Dos Tierras, cuyo inflexible garante sería.

La fiesta no se inició hasta que la tarde estuvo muy avanzada, después de que se hubiera emplazado el gobierno de la mayor parte del Delta.

Mientras masticaba un muslo de pato asado, regado con vino blanco dulce, Lamerskeny no pudo impedirse pensar en voz alta.

—Queda Sais, la capital de Tefnakt… ¡La última batalla y la más hermosa!

La mangosta de Pianjy saltó sobre el brazo de acacia.

—¡Ah, aquí estás! Vas a protegernos hasta el fin, ¿no es cierto?

El pequeño carnívoro subió hasta el hombro y lamió la mejilla del héroe.

—El faraón tiene razón: hay que proseguir la obra hasta el final. Sería una lástima morir en la última etapa.