Mientras acariciaba el cuello de su caballo, al aproximarse a la fortaleza de Babilonia, Pianjy pensó en la ciudad santa, Heliópolis, cuyo acceso custodiaba.
Heliópolis, la ciudad de Ra, la luz divina, donde había nacido la espiritualidad egipcia. Heliópolis, donde se habían concebido y redactado los Textos de las pirámides consagrados a las incesantes transmutaciones del alma real en el más allá. Aquí era donde, por primera vez, se había dejado oír en la tierra de Egipto la voz de lo divino.
El faraón negro tenía el corazón en un puño, como si se acercara al punto culminante de su existencia. ¿Cómo él, hijo de la lejana Nubia, habría podido imaginar que un día estaría tan cerca de la cuna de esa civilización, su modelo y su razón de vivir?
No consiguió disipar la tristeza que le invadía. ¿Cuántos cadáveres de soldados serían necesarios para alcanzar Heliópolis?
Abilea tomó dulcemente la mano de Pianjy entre las suyas.
—Ten confianza —murmuró.
—¡Aquí están! —le anunció un vigía al oficial encargado de distribuir los centinelas en las almenas de Babilonia.
El oficial acudió enseguida a casa del comandante de la fortaleza, un cuarentón libio de piel muy fina y aspecto aristocrático. Hijo de una rica familia del Delta, padre de tres hijos, su carrera había sido fácil y desprovista de obstáculos.
—¿Cuántos son?
—A mi entender, todo el ejército nubio.
—¿Y el faraón negro?
—Cabalga a la cabeza.
—¿Están listos nuestros hombres?
—Combatirá hasta el último, comandante. Y matarán a muchos nubios hasta que los refuerzos de Sais terminen de desbaratar el asalto.
—No habrá refuerzos.
—Que no habrá refuerzos, pero…
—Hemos recibido la orden de aguantar el mayor tiempo posible y causar grandes pérdidas al adversario. Pero sólo podremos contar con nosotros mismos.
—De acuerdo, comandante. Tenemos víveres y agua para varios meses.
—¿Qué piensas de la eficacia de las catapultas nubias?
—Temible.
—¿Y su armamento?
—De primera calidad.
—¿La moral de la guarnición?
El oficial vaciló.
—Exijo la verdad.
—No es muy alta… Nuestros hombres conocen el valor de los guerreros nubios y la obstinación del faraón negro. ¿No se afirma acaso que el cielo le protege y que la magia de su esposa le permite encontrar siempre el camino hacia la victoria?
—Que cada cual ocupe su puesto sin ceder y que los dioses nos sean favorables.
—¡Qué hermoso animal! —exclamó Lamerskeny al descubrir la fortaleza de Babilonia—. Menfis fue demasiado fácil… Esta vez combatiremos de verdad.
Puarma hizo una mueca.
—Tendremos que sacrificar cincuenta hombres para levantar una sola escalera… Los arqueros de Babilonia ocupan una posición ideal y los míos pueden ser ineficaces.
—¿Cuándo dejarás de ser pesimista? ¡Olvidas que Pianjy dirige la maniobra!
Con los ojos dirigidos a las almenas de Babilonia, Puarma no consiguió tranquilizarse.
—Para levantar colinas de tierra contra los muros, los ingenieros pueden encontrarse con insuperables dificultades… Nuestras pérdidas pueden ser muy grandes. Y suponiendo que rompamos este cerrojo, ¿con qué ejército atacaremos el Delta?
—Pianjy encontrará la solución.
El capitán de arqueros se enojó.
—¿Qué has hecho con tu escepticismo, Lamerskeny?
—Si fueras mi superior, me hundiría en la desesperación. Pero reina un faraón y, mañana, el sol se levantará.
La mañana era espléndida, una ligera brisa aliviaba los ardores del sol. Miles de nubios se disponían a dar la vida para abrir el acceso al Delta y a las ricas provincias del Bajo Egipto ocupado por los libios.
Los arqueros de Puarma intentarían cubrir a los técnicos de ingenieros y a los infantes de Lamerskeny, pero Pianjy sabía que muchos de sus compañeros de armas caerían al pie de la fortaleza de Babilonia.
Antes de que el faraón diera la señal de ataque, un profundo silencio se hizo en las filas nubias.
Valeroso relinchó, se encabritó y, luego, se calmó por sí mismo mirando la gran puerta de la fortaleza, que se abría lentamente, como en un sueño. El comandante libio salió al atrio enlosado, arrojó ante sí una espada y un arco, se dirigió hacia Pianjy y se prosternó.
—El faraón ha sido coronado en Menfis —declaró el libio—. Dios le ha ordenado que gobierne Egipto y lo haga feliz. ¿Por qué voy a sembrar la muerte y la desgracia cuando me basta con obedecer para evitar un desastre? Recibid la sumisión de la fortaleza de Babilonia, majestad.
El silencio duró unos instantes, como si la totalidad del ejército nubio hubiera perdido el aliento. Luego el miedo se disipó, una potente alegría alentó en todos los pechos y, en un indescriptible júbilo, los soldados de Babilonia y los de Pianjy se lanzaron unos hacia otros, congratulándose.
El faraón negro cruzó la colina fortificada de Babilonia y se purificó en el lago de Kebeh, donde la luz divina lavó su rostro con el agua brotada de la energía primordial. Regenerado así, Pianjy se dirigió hacia el arenoso cerro de Heliópolis, donde la vida había aparecido por primera vez. Frente al sol naciente, ofreció al principio creador unos bueyes blancos, leche, mirra, incienso y perfumes antes de entrar en el templo de Atum, entre las aclamaciones de los sacerdotes. Le reconocieron como el faraón, hermano de la corporación de las nueve divinidades que creaban el mundo a cada instante.
El rey pronunció las palabras rituales destinadas a rechazar a los enemigos, visibles e invisibles, se vistió con unas ropas purificadas en la morada de la mañana, se ciñó la diadema que le ofrecía la visión del mundo de los dioses y subió por la escalera que llevaba al piso del templo, donde descubrió el obelisco de granito, la piedra primordial en la que se había corporizado la luz del origen.
Ya no le quedaba sino entrar, solo, en el santuario secreto de Atum, cuyo nombre significaba, a la vez, el «Ser» y el «No-Ser». Pianjy rompió el sello que cerraba el naos, abrió las puertas de oro y vio el misterio de la creación, eterno movimiento que se encarnaba en el incesante viaje de la barca de la mañana y la barca del anochecer.
Entonces, el faraón supo por qué había emprendido su largo y peligroso viaje, por qué había arriesgado su vida y la de los suyos, por qué era preciso que las Dos Tierras estuvieran unidas y regidas por el amor.