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El príncipe Akanosh recibió a Yegeb en sus aposentos privados del palacio de Sais. El consejero de Tefnakt, de interminables brazos y rostro muy largo, se relamía preguntándose qué solución habría adoptado el libio para librarse de su querida mujer. Él había escrito la carta decisiva, imitando perfectamente la escritura de Aurora, y se sentía muy orgulloso de haber eliminado, al mismo tiempo, varios adversarios.

—¿Deseabais verme, príncipe Akanosh?

—Quería agradecerte que me hayas abierto los ojos. Conocía los orígenes de mi mujer pero había decidido olvidarlos, e hice mal. Esta guerra es una prueba de la verdad, y tuviste razón sacándola a la luz.

Yegeb se inclinó.

—Sólo cumplo con mi deber.

—He amado sinceramente a mi esposa, Yegeb. Y hoy no sé cómo actuar. ¿Me ayudarías tú?

—¿De qué modo?

—Soy incapaz de matarla yo mismo, como Tefnakt me pidió. ¿Te encargarías tú de hacerlo, a cambio de una buena retribución?

—¿Qué ofreces, príncipe Akanosh?

—Una bolsa de oro y una mansión en mi principado.

Yegeb reflexionó.

—Digamos que… dos bolsas de oro, la mansión y un porcentaje sobre las cosechas.

—Exiges mucho.

—¿No es un salario justo?

—Ven, Yegeb.

—¿Deseáis que intervenga… inmediatamente?

—No perdamos más tiempo.

Akanosh condujo a Yegeb y abrió la puerta de la habitación donde se hallaba la nubia, sentada y resignada. Yegeb había decidido estrangularla. Sería una muerte lenta y dolorosa.

Cuando daba un paso hacia su víctima, Yegeb fue brutalmente arrojado hacia atrás por una correa de cuero que se hundió en las blandas carnes de su garganta.

—Cómo me complace matarte —murmuró el príncipe Akanosh—. Gracias a la crecida, la mugre desaparece… Gracias a mí, Tefnakt quedará libre de una cochinilla.

Con la laringe aplastada, la lengua hinchada saliendo de su boca, Yegeb murió entre gorgoteos.

—¡Señor, es horrible, abominable!

—¿A qué viene tanta excitación? —le preguntó Tefnakt a Nartreb.

—Yegeb…

—¡Habla, vamos!

—¡Ha muerto, señor! Acaban de encontrar su cadáver en una calleja, cerca de palacio. Alguien le ha estrangulado.

—Riesgos del oficio —dijo el general—. Yegeb tenía muchos enemigos.

—¡Hay que detener enseguida al culpable!

—¿De quién sospechas?

—¡Del príncipe Akanosh! Se ha marchado esta mañana hacia su provincia de Sebenitos, en compañía de su esposa.

—Una idea excelente. Encerrada en su palacio, la nubia no podrá perjudicarnos ya. Los jefes de clan libios sienten mucha estima por Akanosh, y no tengo la intención de condenarle sino de ofrecerle un puesto de responsabilidad en mi gobierno. Los hombres honestos no abundan.

—¡Pero… es un criminal!

—Preocúpate por tu suerte, Nartreb, y deja que yo decida la de mis súbditos.

Tefnakt nunca cargaría con una gran esposa real. Pese a las exigencias de la tradición, reinaría solo y se limitaría a las concubinas para colmar las exigencias de sus deseos. La traición de Aurora le había abierto definitivamente los ojos: no debía conceder su confianza a nadie. El verdadero poder no se comparte.

La desaparición de Yegeb le favorecía, pues con Nartreb formaban una pareja temible que, antes o después, habría conspirado contra él. Manipular a Nartreb, un ser perverso y violento, no presentaría dificultad alguna: Tefnakt lo utilizaría como ejecutor de sus trabajos sucios. Llegado el momento, lo sustituiría por alguien más ávido que él.

—Señor…

—¿Qué más quieres, Nartreb? Ya te he dicho que Akanosh era un aliado muy valioso. No pierdas el tiempo intentando comprometerle.

—Señor… ¡Menfis ha caído!

Pese al abrumador calor del estío, una sensación de frío se apoderó de Tefnakt.

—¿Un asalto de Pianjy…?

—No, un asalto no. Se ha adueñado de la ciudad.

—Pero la guarnición, las murallas, el ejército de apoyo…

—El faraón negro ha utilizado la crecida para acabar con las defensas de Menfis. Miles de los nuestros han muerto, los supervivientes se han rendido y han sido alistados en el ejército nubio.

—Menfis… ¡Menfis era inexpugnable!

—Salvo durante este período, cuando el río se ha convertido en un aliado de Pianjy.

—¡Sus pérdidas han debido de ser enormes!

—No, señor. Ha sido un asedio fácil y una victoria rápida.

—¡La población se rebelará!

—Será exterminada. Pero no hemos sido vencidos todavía: el ejército libio tiene un gran número de soldados dispuestos a combatir. El Delta nunca se rendirá.

—Tienes razón, Nartreb, hay que continuar la lucha.

La tierra se iluminó y fue realmente un nuevo día. El faraón designado por Amón reinaba, finalmente, sobre Menfis, la Balanza de las Dos Tierras, que recuperaba así su polo de equilibrio. Sin embargo, muchos menfitas temían la venganza del faraón negro. Negándose, por dos veces, a abrirle las puertas, tal vez se habían expuesto a atroces represalias.

Muchos notables habían implorado ya la clemencia de la reina Abilea, aunque ésta no les había prometido nada. Instalado en el palacio de Tutmosis I, cerca de la ciudadela de muros blancos, Pianjy tomaba la medida a la gran ciudad antes de adoptar una línea de conducta. Así pues, las tropas nubias, en estado de alerta, patrullaban la ciudad.

Casi curado de sus heridas, Lamerskeny había interrogado a uno de los libios que se habían enrolado bajo la bandera del faraón negro. Quienes le parecían dudosos habían sido desarmados y destinados al servicio de reparación de diques. Por lo que a los infantes victoriosos se refiere, disfrutaban de las comodidades del gran cuartel de Menfis y la gran cantidad de alimentos que los habitantes les ofrecían para ablandarles.

El alba señalaba el triunfo de la luz sobre las tinieblas, y Pianjy anunció su decisión.

—Es preciso limpiar Menfis.

La reina Abilea, Lamerskeny, Puarma y Cabeza-fría se estremecieron. ¿Por qué tanta crueldad cuando la población no había esbozado ni el menor gesto de revuelta?

—¿Realmente es necesario, majestad?… —intervino Puarma.

—Indispensable —decidió Pianjy—. El conflicto ha mancillado la ciudad de Ptah. Iré pues a purificarme en la «morada de la mañana», en el interior de su templo, le ofreceré bueyes, ganado sin cuernos, aves de corral, haré una libación a la asamblea de las divinidades y, finalmente, purificaré el santuario y la ciudad entera con natrón e incienso. Luego, y sólo luego, nos preocuparemos de los problemas materiales.

En el templo de Ptah se llevaron a cabo, para Pianjy, los ritos de la coronación que le convertían ante todos los habitantes de las Dos Tierras en rey del Alto y el Bajo Egipto. El faraón y su esposa se asomaron a la «ventana de aparición» del palacio contiguo al templo, ante las aclamaciones de los principales dignatarios. Convencida de que se estaba iniciando una nueva era de prosperidad, la ciudad se regocijaba.

Luciendo varios collares de oro, como los capitanes Lamerskeny y Puarma, Cabeza-fría recibió un mensaje cuyo contenido comunicó enseguida al soberano.

—Majestad, todas las guarniciones de la provincia de Menfis han abandonado sus ciudadelas y han emprendido la huida.

La noticia no pareció alegrar a Pianjy.

—Piensas en conquistar el Delta, ¿no es cierto? —preguntó Abilea.

—La fortaleza de Babilonia cierra el camino del Delta occidental. Nos espera un duro combate.