Mientras cruzaba las murallas de Sais, Tefnakt pensaba en su unión con Aurora. El matrimonio sería grandioso, miles de invitados participarían en la fiesta cuyo recuerdo perduraría durante siglos. Pese a la atracción que sentía por la muchacha, el general no se dejaba guiar sólo por su deseo: sabía que Aurora era tan ambiciosa como él y que sabría conquistar el corazón de los egipcios al tiempo que le daba un heredero.
En cuanto terminara el período de fiestas, Tefnakt regresaría a Menfis para arengar a la guarnición y prometerle una victoria que consideraban ya casi obtenida. Pianjy no intentaría nada, porque la fortaleza de Menfis era inexpugnable. La duda y el cansancio corroían ya la moral de las tropas del faraón negro. Cuando se batieran en retirada, su capacidad de combate disminuiría rápidamente.
Pese a sus deseos de rifirrafe, Tefnakt había sabido mostrarse paciente y utilizar el tiempo en su beneficio. Pronto su lucidez se vería recompensada.
Puesto que el sitio de Menfis duraría mientras Pianjy quisiera creer en la posibilidad de apoderarse de la ciudad, el príncipe Akanosh había decidido pasar algunos días con su mujer en su provincia de Sebenitos. Para ellos, el espectro de la guerra se alejaba: cuando el faraón negro, despechado, diera media vuelta para dirigirse hacia el sur, Akanosh no se iría con el ejército de conquista rebelde y permanecería en el Delta. El anciano guerrero había perdido definitivamente la afición a las armas y sólo deseaba ya tranquilidad, lejos de cualquier conflicto.
Mientras los servidores del príncipe terminaban de preparar su equipaje, Nartreb irrumpió en los aposentos de Akanosh a la cabeza de unos veinte policías provistos de bastones.
—¿Pero has perdido el juicio? ¡Sal de aquí inmediatamente!
—Estamos en guerra, príncipe, y la fidelidad absoluta al general Tefnakt es ley para todos.
—¿Te atreves a acusarme de no respetarla?
—A vos, no… pero vuestra esposa…
El príncipe Akanosh abofeteó a Nartreb.
—¡Sal de aquí, especie de rata!
Los gruesos labios del consejero de Tefnakt se hincharon de cólera.
—Tengo la prueba de que vuestra esposa es una nubia y, por lo tanto, una aliada de Pianjy. El general exige que comparezca de inmediato ante él.
—¡Me niego!
Nartreb soltó una feroz sonrisa.
—Si persistís en esta actitud, utilizaré la fuerza.
—¿Con qué derecho?
—Son órdenes de Tefnakt.
Pese a los crueles recuerdos que turbaban aún su sueño, Aurora era feliz. Al día siguiente se convertiría en la esposa de Tefnakt y participaría en la reconquista de su país. Sin duda, aquella guerra iba a causar muchos sufrimientos, pero no había otro medio para eliminar al faraón negro. Aun condenado a la derrota, Pianjy lucharía hasta el fin, con el insensato orgullo de un jefe caído. Y, cuando llegara el momento de dar el golpe fatal, Aurora le sería útil a Tefnakt para que su brazo no se debilitara.
La peluquera ajustaba a la cabeza de Aurora una magnífica peluca trenzada, compuesta por cabellos humanos casi rubios: una pieza de valor inestimable que suavizaba el rostro de la muchacha y le daba el aspecto de una gran dama.
—Alteza, ¿estáis lista para la prueba?
Las tejedoras de Sais, las mejores de Egipto, habían creado un vestido de lino real que se ceñiría perfectamente a las formas de Aurora y la haría resplandeciente.
—La prueba tendrá que esperar —decretó la voz melosa de Yegeb.
Como si le hubiera picado un insecto, Aurora se dio la vuelta.
—¿Dejarás, por fin, de importunarme?
—El general Tefnakt desea veros inmediatamente.
—No he terminado de vestirme.
—Ha insistido en lo de «inmediatamente».
—¿Acaso se ha producido algún incidente grave?
—Lo ignoro, alteza.
Aurora se sintió turbada. ¿Habría lanzado Pianjy un ataque suicida contra Menfis? Nerviosa, apenas cubierta por una camisa y una corta falda, acudió presurosa a la sala de audiencia, por delante de un Yegeb que trotaba y tenía grandes dificultades para seguirla.
En cuanto entró en la estancia, débilmente iluminada a causa de las gruesas cortinas que cubrían las ventanas, Aurora percibió una gran tensión.
Tefnakt iba de un lado a otro. Sentado como un escriba, Nartreb miraba fijamente al príncipe Akanosh, de pie y con los brazos cruzados.
—¡Por fin has llegado!
—Estaba ocupada… ¿Qué ocurre?
Tefnakt señaló a Akanosh con el índice.
—¿Conoces a este hombre?
—Sí, claro…
—¿Estás segura, querida Aurora?
—No comprendo.
—¡También yo creía conocerle! Pensaba, incluso, que era un aliado fiel y que nunca me traicionaría.
La muchacha estaba aterrada.
—Vos no, príncipe Akanosh.
—¡Oh, no, él no! —intervino Tefnakt—. Él no, pero sí su mujer… ¡Su mujer que es una nubia! Una nubia, ¿lo oyes? ¡Una aliada de Pianjy, aquí, en mi propio palacio!
—Yo y sólo yo debo defender a mi esposa contra tan insoportables acusaciones. Tener ascendencia nubia no la convierte en una traidora. ¿Acaso su palabra y la mía no valen tanto como las de dos miserables consejeros que sólo piensan en enriquecerse?
—Desgraciadamente para vuestra esposa —deploró Yegeb—, tenemos pruebas de su culpabilidad.
El príncipe Akanosh apretó los puños.
—¡Mientes!
—Nuestros servicios de seguridad han interceptado una carta que acusa formalmente a vuestra mujer… El texto demuestra que servía de agente de contacto, evidentemente sin que vos lo supierais.
—¿De contacto… con quién? —preguntó Aurora. Tefnakt la atravesó con la mirada.
—¿No crees que deberías dejar de hacer comedia?
—Comedia… ¿Qué quieres decir?
Tefnakt apretó las muñecas de Aurora como si quisiera quebrarlas.
—Tú eres la autora de la carta… ¡Me has traicionado porque me odias! Querías matarme y has utilizado este medio para vengarte.
—Te equivocas… ¡Te juro que te equivocas!
—He identificado tu caligrafía, Aurora.
Tefnakt se apartó de la muchacha y la amenazó con un puñal cuya punta se hendió en su garganta haciendo brotar una gota de sangre.
—Debería matarte, zorra… pero una muerte lenta en una mazmorra será un castigo mucho mejor. Hora tras hora perderás tu juventud y tu belleza.
Aurora sintió, por unos instantes, deseos de lanzarse a los pies de Tefnakt e implorar su compasión. Pero decidió plantar cara.
—Si me amaras, verías la verdad.
—Lleváosla —les ordenó Tefnakt a sus consejeros, para quienes fue un placer apoderarse de la alteza caída para ponerla en manos de los guardias.
A solas con el príncipe Akanosh, trastornado, el general adoptó un tono conciliador.
—Te han engañado, como a mí… Líbrate de tu esposa, ¡y pronto!
—Confío en ella, sé que no ha traicionado.
—Ríndete a la evidencia, Akanosh, aunque te haga sufrir. La carta interceptada demuestra que Aurora, con la ayuda de tu nubia, les recomendó a los comandantes de la fortaleza que abrieran las puertas a Pianjy. Actúa sin más tardanza: es el precio de tu vida.