Llegada la noche, Yegeb y Nartreb contaban sus ganancias de la jornada. Con la sonrisa en los labios, veían cómo su fortuna aumentaba de modo continuado desde que residían en Menfis. Habían inventado un nuevo impuesto, la contribución general al esfuerzo de guerra, perfectamente modulable y sin techo, que les permitía exprimir con toda legalidad a los ricos y los pobres. Puesto que los notables y los comerciantes menfitas deseaban conservar la estima y la confianza de Tefnakt, su único protector contra la invasión nubia, debían satisfacer las exigencias de aquellos dos consejeros, cuya seriedad y competencia se alababan.
—¿Cuánto tiempo vamos a soportar la presencia de esa Aurora? —se preguntó Nartreb dando un masaje a los hinchados dedos de sus pies con un costoso ungüento que le había ofrecido el perfumista del templo de Ptah.
—Esta hembra es más coriácea de lo que yo creía —confesó Yegeb—, pero el general la ha puesto en su lugar.
—¡Mañana será reina!
—Te preocupas con razón… Tratar de atraparla con otro enamorado sería inútil, desconfiaría.
—No podemos aceptar esta situación —rabió Nartreb, cuyo rostro lunar se hinchaba de cólera—. ¡La moza nos odia e intentará destruirnos!
—Ten la seguridad de que no subestimo el peligro.
El hombre de la faz de rata llamó a la puerta de la habitación de ambos consejeros, que se apresuraron a enrollar el papiro en el que figuraba el detalle de sus bienes.
Nartreb abrió.
—Ah, eres tú… ¿Qué quieres?
Una especie de rictus descubrió unos dientes pequeños y puntiagudos.
—Si me pagáis bien, podré deciros algunas cosas interesantes.
Nartreb agarró al informador por el cuello de su túnica y lo lanzó a la habitación como un vulgar paquete. El hombre se levantó con la frente ensangrentada.
—¡Vas a hablar, y enseguida! Luego nosotros fijaremos el montante de tu eventual retribución. Acuérdate bien de esto: el que intenta extorsionarnos no vive lo bastante para presumir de ello.
Aterrorizado, el herido se refugió en una esquina de la estancia.
—Ya va, señor, ya va… Sabiendo que buscaba informaciones sobre el pasado de la esposa de Akanosh, un arriero que alquila asnos se ha puesto en contacto conmigo. He tenido algunos gastos y…
—¡Habla!
—Sí, ya va… El arriero conoció a sus padres, que murieron cuando era adolescente. Una pareja muy unida…
—¿Y eso es todo lo que sabes?
Nartreb levantó el puño.
—¡Oh, no, señor! La esposa de Akanosh tiene la piel bronceada, como vos y yo, pero su padre era originario de Nubia.
—¿Su padre, un nubio? —se extrañó Yegeb—. ¿Estás seguro?
—Tengo este testimonio, y podría haber otros…
—Págale —le ordenó Yegeb a Nartreb—. Creo que tenemos la solución de todas nuestras cuitas.
La mano de Tefnakt acarició los lomos de Aurora, subió suavemente por su espalda y, luego, la agarró por los cabellos y la obligó a darse la vuelta.
—¡Eres un salvaje! —exclamó la muchacha divertida al recibir a su amante cuyo ardor la encantaba.
El general estaba loco por Aurora. Con ella, cada justa amorosa era distinta. Debía reconquistarla sin cesar y aquella guerra le rejuvenecía.
—¿Qué está haciendo Pianjy? —preguntó la muchacha mientras reposaban, uno junto a otro, en una vasta estancia del palacio de los Tutmosis cuya ventana daba al Nilo.
—Se hunde en su marasmo, pues ha comprendido que su ejército es incapaz de apoderarse de Menfis. Sin duda necesitará mucho tiempo para admitir su derrota, porque su orgullo es muy grande.
—¿Y si le bastara la conquista del Medio Egipto?
—¡Conquista momentánea, Aurora! Pianjy no se quedará en la región, se replegará hacia Tebas. Entonces contraatacaré y los desleales traicionarán de nuevo, esta vez en mi favor. Los haré ejecutar a todos y pondremos en práctica el modo de gobierno previsto por mis consejeros.
Le besó los pechos, como dos manzanas empapadas de sol.
—No conoces Sais, mi ciudad natal, a la que convertiré en capital de Egipto. ¡Mañana te llevaré!
Aurora se sorprendió.
—¿No es indispensable, aquí, tu presencia?
—El viaje estaba previsto desde hacía mucho tiempo y tiene un carácter estratégico.
—¿Y si Pianjy atacase?
—Tranquilízate. O ha renunciado o se ha vuelto loco. En ese caso, su asalto concluiría en desastre.
—Ver el Delta y Sais… Nunca lo habría imaginado…
—Una región magnífica, cien veces más hermosa que el valle del Nilo. Así presentaré mi reina a mis súbditos.
—Quieres decir que…
—Sí, Aurora, nos casaremos en Sais.
Pianjy pasaba horas y horas galopando por el desierto y dialogando con su caballo, a quien cedía la iniciativa del itinerario. Valeroso se burlaba de las dunas, evitaba las zonas de arena blanda, parecía saltar hacia el sol y conquistar las infinitas extensiones donde, en la absoluta claridad del aire, la voz de los dioses pronunciaba palabras de eternidad. Diez, veinte veces había desplegado Pianjy el plano de Menfis y había consultado a Lamerskeny y Puarma. Pese a su deseo de lanzarse al asalto de la ciudad, ambos capitanes no tenían estrategia alguna para proponerle.
Abilea permanecía silenciosa. También ella, a pesar de su magia, era incapaz de descubrir la grieta que habría permitido esperar una victoria. En el campamento nubio, la atmósfera se hacía cada vez más sombría. ¿Iban a acampar en aquellas posiciones durante muchos meses más, durante años tal vez? Todos esperaban un discurso del faraón negro, sabiendo que una retirada sería sinónimo de derrota. La brillante campaña del Medio Egipto ya sólo parecía un señuelo, mientras que el ejército rebelde, al mando de un inquebrantable Tefnakt, seguía intacto.
Con el tiempo, el balance era casi negativo: ciertamente, Tebas estaba libre; ciertamente, el Medio Egipto había sido reconquistado. ¿Pero no se trataba de una ilusión que sería pronto disipada por una invasión del enemigo? Dominando Menfis, Tefnakt tenía la clave de las Dos Tierras, el polo de riqueza y equilibrio cuyo control era indispensable para gobernar el país.
Sin consultar con nadie, Pianjy galopó hacia el norte, hacia Menfis. Valeroso adoptó, por sí solo, un galope moderado que le permitió recorrer sin fatiga unos cuarenta kilómetros.
¡Menfis! ¡Qué bella e imponente era la reina del Imperio Antiguo, precedida por un palmeral que atenuaba la austeridad de sus murallas, fuera del alcance de las catapultas y los arqueros! El «muro blanco» que había construido Zóser el Magnífico preservaba prestigiosos templos donde a Pianjy le hubiera gustado venerar a los dioses ancestrales, pero se levantaba ante él como una barrera infranqueable.
El faraón negro avanzó luego hasta el primer puesto de guardia.
Aterrados, convencidos de que los dos uraeus que brotaban de la frente del monarca les aniquilarían, los centinelas avisaron a su superior que solicitó, enseguida, la intervención del comandante de la fortaleza, un ambicioso escriba que había decidido hacer carrera en la administración militar.
Salió de su residencia y acudió a las murallas. En ausencia de Tefnakt, él debía tomar las decisiones.
La visión del faraón negro petrificó al escriba.
—¡Soy tu rey —afirmó Pianjy— y me debes obediencia! ¡Escúchame, Menfis! No te cierres, no combatas, residencia de la luz en el tiempo primordial. Que quien desee entrar entre, que quien desee salir salga, que nadie restrinja la libertad de aquel que desee ir y venir. Tengo un solo objetivo: ofrecer un sacrificio al dios Ptah, señor de Menfis, y a los dioses que residen en su ciudad. En las provincias del Sur ningún habitante ha muerto salvo los rebeldes contra Maat. ¡Qué se abran las puertas!
El escriba salió de su estupor. Por orden suya, las puertas del puesto de guardia se abrieron, pero para dejar paso a una escuadra de jinetes decididos a apoderarse del faraón negro.