—Illahun ha caído —le dijo Tefnakt a Aurora.
—La mala noticia no parece entristecerte demasiado.
—El príncipe Osorkon es un hombre lleno de achaques que tiene miedo del porvenir… A Pianjy no le habrá costado convencerle de que le abriera las puertas de su ciudad.
—¡Ese maldito nubio controla ahora el Fayyum!
—Sólo en parte… Si desea continuar, la fortaleza de Maidum se interpondrá en su camino. He puesto allí a uno de mis más aguerridos oficiales. Él dirige personalmente, cada día, la instrucción y ha matado ya con sus propias manos a algunos reclutas que consideraba demasiado débiles. Tal vez Maidum no detenga el avance de Pianjy, pero le inmovilizará durante largas semanas y le hará perder muchos hombres.
—¿Por qué no enviarle refuerzos?
—Creo que un sueño insensato obsesiona al nubio: conquistar Menfis.
—¡Pianjy no está tan loco! —objetó la joven—. Sabe que es imposible.
—Sus mediocres victorias le han embriagado… Prefiero que se desgaste en objetivos menores y siga creyendo que es invencible. Aquí, en Menfis, va a chocar contra unos muros infranqueables y un ejército descansado y mejor equipado que el suyo. Esta vieja capital será su tumba.
El Rojo mandaba, desde hacía cinco años, la guarnición de Maidum. No le importaba que la antigua ciudad fuese «la morada de Atum», el principio creador; su único centro de interés era el cuartel donde entrenaba a los soldados para el combate cuerpo a cuerpo. Un veinte por ciento de pérdidas no le molestaba, puesto que estaba formando verdaderos combatientes perfectamente resabiados. Desde su nombramiento, ni siquiera había pensado en visitar el paraje donde se levantaba una grandiosa pirámide, la primera de caras lisas, en la que se había inspirado el arquitecto de Keops. El Rojo sólo soñaba en conflictos sangrientos, y, esta vez, la ocasión era espléndida.
Desde el instante en que los vigías le habían anunciado la inminente llegada del ejército de Pianjy, el comandante de la fortaleza de Maidum no podía estarse quieto. Corría de una almena a otra, comprobaba el equipo de sus hombres y aullaba órdenes incitando a cada hombre a mostrarse más atento que su vecino.
Primero creyó que se equivocaba; luego observó el mismo fenómeno en casi todos los defensores: temblaban.
El Rojo les habría matado de buena gana para acabar con el sabor del miedo, pero necesitaba a toda su gente. Gritó que su fortaleza nada debía temer de las catapultas y las flechas nubias, pero advirtió que nadie le escuchaba.
Cuando Pianjy, cabalgando en su caballo bayo, se presentó solo ante la gran puerta, un arquero libio cayó de rodillas. Ante la horrorizada mirada de sus compañeros, el Rojo le degolló.
—Se os ofrecen dos caminos —declaró el faraón negro—: o abrís las puertas de Maidum, y viviréis; o persistís en cerrarlas, y moriréis. Como rey del Alto y el Bajo Egipto, no puedo tolerar que una ciudad me impida el libre acceso.
El Rojo tensó el arco del hombre al que había matado y apuntó a Pianjy.
Pero la flecha no partió, pues tres arqueros se abalanzaron sobre el libio, le molieron a palos y arrojaron su cadáver por encima de las murallas. Los soldados abrieron luego la gran puerta de la fortaleza para dejar paso a Pianjy, cuyo caballo lanzó un relincho de alegría.
—Maidum ha caído sin combatir —confesó lastimosamente Yegeb, seguido, como si fuera su sombra, por un Nartreb cada vez más nervioso.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Tefnakt furioso.
—El Rojo ha sido traicionado por sus propios soldados. Pianjy les aterroriza… ¡Corren las más enloquecidas leyendas sobre el coloso negro! Se afirma que el dios Amón arma su brazo, que lee el pensamiento de sus adversarios, que…
—¡Basta de tonterías! Antes de que Pianjy se ponga en camino hacia Menfis, sólo queda un obstáculo: List. —No nos hagamos ilusiones, general.
Ofendida, Aurora intervino.
—¿No estás siendo derrotista?
—Sólo realista… La ciudadela de List es menos importante que la de Maidum y…
—¡Tal vez su guarnición se muestre más valerosa!
—Esperémoslo, Aurora, esperémoslo…
—No me llames por mi nombre, Yegeb. No eres uno de mis familiares, tengo un título: alteza.
Yegeb tragó saliva.
—Bien, alteza. Pero mantengo que List no resistirá por mucho tiempo al faraón negro.
—Esa falta de optimismo podría afectar la moral de nuestras tropas, ¿no crees? A veces me pregunto si Nartreb y tú no le estáis haciendo el juego a nuestro enemigo.
—Alteza, estas palabras…
—Ya basta —cortó Tefnakt—. No nos destrocemos cuando debemos unir nuestros esfuerzos. Que mis consejeros velen por la prosperidad del país. Yo me encargaré de los problemas militares.
Yegeb y Nartreb, dándose la mano, se retiraron. Tefnakt tomó a Aurora por los hombros.
—¡No lo hagas nunca más! Tú no debes criticar a mis colaboradores.
—¡Estos dos te traicionarán!
—Me son fieles como los perros a su dueño. Sin mí no existirían.
La muchacha se soltó.
—Algún día tendrás que elegir entre ellos y yo. Yo te amo, Tefnakt. Ellos te utilizan.
—¿Y crees que lo ignoro? El poder no se ejerce sin aliados, y éstos son eficaces.
List, la que se apodera de las Dos Tierras, había sido la capital de Amenemhet I, faraón de la XII dinastía. Junto a la ciudad había hecho edificar su pirámide, al igual que Sesostris I, que había marcado con su sello la edad clásica del Imperio Medio, durante la que se habían redactado varias obras maestras literarias, entre ellas el célebre Cuento de Sinuhé. Tras haber perdido su rango, List se había convertido en una simple etapa entre el Fayyum y Menfis, un burgo cada vez más abandonado a sus recuerdos.
Su ciudadela, sin embargo, no tenía mal aspecto. Inspiró incluso la codicia del capitán Lamerskeny.
—¿Me la dejaréis, majestad? ¡Unos tiros de catapulta y yo me encargo del resto!
—No, Lamerskeny. ¿Por qué modificar la estrategia que tanto éxito ha tenido?
—Con todos los respetos, no deberíais abusar de vuestra suerte… Sin vos, estaríamos desamparados.
—¿Por qué el comandante de esta fortaleza va a ser más insensato que los de Illahun y Maidum?
Antes incluso de que el faraón negro montase a caballo, la puerta de la ciudadela de List se abrió y su comandante, seguido por sus soldados y buena parte de la población, se sometió a Pianjy.
—Las Dos Tierras os pertenecen —declaró—, el Sur y el Norte son vuestros, las riquezas que contienen son vuestra propiedad, la tierra entera se prosterna ante vos.
En cuanto hubo cruzado el umbral de la ciudad, el faraón negro ofreció un sacrificio a sus dioses protectores y rindió homenaje a Amón.
Todo el Medio Egipto se le sometía, el camino hacia Menfis estaba libre.