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La flota de Pianjy bajó por el Nilo hasta la ciudad de Illahun, a la entrada de la rica provincia del Fayyum. A bordo, el ambiente era muy alegre. Aunque sintiera la lamentable rendición de Herakleópolis, que había impedido a sus soldados demostrar su valentía, el capitán ponía al mal tiempo buena cara y jugaba contra Puarma encarnizadas partidas de damas, que acababa ganando siempre.

El prestigio de Pianjy no dejaba de aumentar. ¡No sólo obtenía increíbles victorias sino que, además, respetaba la vida de sus soldados! Lamerskeny había reavivado el entusiasmo prometiendo duros combates: aunque Nemrod de Hermópolis y Peftau de Herakleópolis, renegados arrepentidos, hubieran ofrecido muy poca resistencia, sería distinto con los reyezuelos que regían las demás ciudades del Medio Egipto. Éstos habían sido siempre fieles a los libios y debían temerlo todo del ejército del Sur. Así pues, defenderían encarnizadamente sus posiciones.

Pianjy no decía lo contrario. En vez de tranquilizar a sus tropas, les anunciaba que iba a empezar lo más difícil. ¿Acaso no se aventuraban por una región desconocida en la que ningún nubio había entrado desde hacía decenios? Pero esa severa advertencia sólo había conseguido reforzar la convicción de los nubios: lucharían por la libertad y la alegría de las Dos Tierras, aunque fuera a costa de su existencia. Servir a las órdenes del faraón era un honor que las generaciones futuras envidiarían.

A la vista de la ciudadela de Illahun, sin embargo, un pesado silencio reinó en los navíos de guerra. Todos sabían que la ciudad fortificada estaba llena de infantes rebeldes que combatirían hasta la muerte. Puesto que las murallas eran más altas que las de Hermópolis, no era seguro que la utilización de las catapultas resultara tan eficaz. Había que esperar que el faraón negro encontrara el medio de vencer.

—¿Qué te parece, capitán Lamerskeny? —le preguntó el rey.

—Podemos probar con nuestras máquinas… Pero no hay que esperar milagros.

—Comparto tu opinión. ¿Qué más?

—Las flechas de nuestros arqueros no harán muchas víctimas… ¡Ved la protección del camino de ronda!

—Bien observado, Lamerskeny.

—Habrá que pasar por un asedio que puede resultar largo… Dicho de otro modo, Tefnakt tendrá tiempo de enviar refuerzos.

—Que los ingenieros levanten los cerros de tierra junto a las murallas —propuso Puarma— y nuestras dificultades quedarán resueltas.

—Los terraplenadores serán derribados por los arqueros libios —objetó Lamerskeny—. Olvidas que esta vez no tendrán protección alguna.

—Dejadme solo —le interrumpió Pianjy—. Debo reflexionar.

Illahun… Muy cerca de allí, el faraón Amenemhet III había hecho construir el famoso laberinto, un inmenso palacio con centenares de estancias. Y, con su impulso, el Fayyum se había transformado en un inmenso jardín de legendaria fertilidad. Reserva de caza y de pesca, estaba bajo la protección del dios-cocodrilo, Sobek, que hacía brotar del lago primordial un sol regenerado para colocarlo en lo alto del cielo. ¿No merecía, por esta razón, su sobrenombre de Hermoso Rostro?

La reflexión del faraón negro fue de corta duración. Cuando salió de la tienda del consejo, Abilea se interpuso.

—¿Cuáles son tus intenciones?

—No vas a aprobarlas.

—Pianjy… Eres el rey, el jefe de este ejército y no tienes derecho a poner en peligro tu vida.

—Que tu magia me proteja, Abilea.

Cabalgando en su caballo bayo, tan rápido como un chacal de orejas rojas y parecido a la tempestad cuando estalla, Pianjy se lanzó solo hacia Illahun ante la pasmada mirada de los soldados. Exaltado por la velocidad, Valeroso desplegó todo el ardor de sus patas largas y musculosas.

Para detenerlo cerca de la gran puerta de acceso a la fortaleza, Pianjy se limitó a darle una breve palmada en el cuello. Por su prestancia, por su porte, por su cota de malla dorada y el brillo de su túnica de lino real, los arqueros apostados en las almenas de Illahun habían identificado al faraón negro y no se atrevían a disparar sus flechas.

La potente voz de Pianjy llenó los oídos de los defensores de Illahun.

—¡Vosotros, que sois muertos vivientes sin saberlo, infelices y hombres perdidos, escuchadme, escuchad a vuestro rey! Si pasa un minuto más sin que esta puerta se abra y me juréis fidelidad, seréis exterminados. No cerréis las puertas de vuestra existencia negándoos a obedecerme, no coloquéis vuestra cabeza en el tajo del verdugo. Si ofrecéis vuestra ciudad al faraón del Alto y el Bajo Egipto, respetando la ley de Maat, nadie morirá, nadie será expoliado y reinará la paz. Aguardo vuestra respuesta aunque mi paciencia se ha agotado ya.

En las murallas se corría en todas direcciones. Oficiales y notables se abalanzaron hacia la sala de audiencias de Osorkon, el príncipe de Illahun, un libio de vieja estirpe al que se le comunicaron las palabras de Pianjy.

—¡De modo que ha venido… y solo!

—Podemos derribarlo fácilmente —consideró el comandante de la fortaleza—. Muerto él, los nubios huirán en desorden.

—¡Imbécil! ¿Nunca has oído hablar del poder sobrenatural que habita en un faraón y que le permite ser la unidad vencedora de la multiplicidad? Gracias a él, Ramsés el Grande venció a los hititas, en Kadesh, y Pianjy nos desafía de este modo porque se ha investido con él. Ninguna flecha le alcanzará, ninguna lanza atravesará su coraza porque es parecido al fuego devorador que ningún humano puede apagar.

—¿Qué… qué decidís entonces?

El príncipe Osorkon salió de su palacio, ordenó que se abriera la gran puerta de la fortaleza y se prosternó ante el faraón negro.

—La sombra de Dios os protege —dijo—, el cielo os da vuestro poder, lo que vuestro corazón concibe se realiza de inmediato. Somos capaces de ver la realidad tal cual es gracias a lo que ordenáis. Esta ciudadela, esta ciudad, sus tesoros y sus habitantes os pertenecen. Entrad en paz, majestad.

Valeroso galopó hasta la acrópolis de Illahun, desde donde Pianjy dominó una ciudad cuyas principales arterias, trazadas con geométrico cuidado, se cruzaban en ángulo recto. Grandes mansiones de setenta habitaciones se mezclaban con modestas moradas de un centenar de metros cuadrados. Saliendo de su sopor y su miedo, los ciudadanos aclamaron a su libertador mientras los soldados de la guarnición, que habían sustituido sus armas por algunas palmas, daban un abrazo a los nubios.

En menos de una hora toda la ciudad estuvo en fiestas. De los sótanos de palacio salieron centenares de jarras de vino y cerveza, se pusieron en unas mesas bajas trozos de carne y pescado seco, se extendieron por el suelo higos, dátiles y uva, y se cantó la felicidad de vivir bajo el reinado de Pianjy.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Puarma a Lamerskeny—. ¡Diríase que estás borracho aunque no has bebido aún!

—Realmente eres tonto, arquero. A ti nada te extraña. Yo nunca había visto a un hombre como éste.

—Tú sí que eres pobre de espíritu, Lamerskeny. ¿Cuántos años necesitarás para comprender que es el faraón?