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La fiesta de los nubios duró hasta muy avanzada la noche, se hartaron de sus manjares preferidos, huevos, cuajada y cabrito. Bastante ebrio, Lamerskeny mantenía, sin embargo, suficiente lucidez como para arengar a sus adormecidos soldados y prometerles un fabuloso combate durante la toma de Herakleópolis. Esta vez demostrarían su valor llevando a cabo hazañas cuyo recuerdo conservarían las futuras generaciones.

Desde la terraza del palacio de Hermópolis, Pianjy contemplaba la ciudad en fiesta. Su esposa Abilea le tomó con ternura del brazo izquierdo.

—Has evitado una matanza, Pianjy.

—Y se ha cuidado a los caballos… Pero hemos tenido suerte. Nemrod se quiere tanto a sí mismo y le gustan tanto las componendas que no se ha atrevido a poner en peligro esta magnífica ciudad. Con Tefnakt no será lo mismo: él tiene un verdadero objetivo y sacrificará a todos sus hombres antes que renunciar.

—He pensado mucho en Nemrod…

—¿Acaso me reprochas no haberle infligido un castigo bastante severo?

—Sus evidentes dones para la traición podrían ponerse al servicio de la causa de la paz, ¿no crees?

—¿Qué quieres decir, Abilea?

A medida que la reina iba exponiendo su plan, Pianjy agradecía a los dioses haberle permitido casarse con una mujer tan excepcional.

Tefnakt estaba furioso.

—¡Gracias a mí —les dijo a Nartreb y Yegeb—, os habéis convertido en hombres ricos e influyentes, y no dejáis de aumentar vuestra fortuna con medios que prefiero ignorar! Pero exijo estar informado sobre los movimientos del ejército de Pianjy.

La voz de Yegeb se hizo dulzona.

—Señor, no tenemos derecho a engañaros… No tenemos seguridad alguna, pues las informaciones que llegan hasta nosotros son muy contradictorias. Según unas, el faraón negro ha regresado ya a Nubia; pero, según otras, hace varios días que sitian Hermópolis.

—¡Esta incertidumbre es insoportable! Arreglaos como queráis, pero quiero saber.

Radiante, Aurora entró en el despacho del general y lanzó una desdeñosa mirada a ambos consejeros.

—En vez de escuchar inútiles discursos, querido, ¿deseas conocer la suerte de Hermópolis?

La nariz de Nartreb se afinó.

—Con todo respeto, aquí estamos tratando asuntos muy serios y…

—¿Os parece lo bastante seria la petición de audiencia del príncipe Nemrod?

La noticia circuló por Herakleópolis a la velocidad de un chacal en plena carrera. Tefnakt consideró oportuno, pues, convocar a su corte en la gran sala con columnas de palacio, donde apareció un Nemrod elegante y relajado, cuyo aspecto tranquilizó a la concurrencia.

—¡Qué alegría volver a veros, general Tefnakt!

—Tu presencia nos colma de satisfacción, príncipe Nemrod. ¿Significa, en efecto, que Hermópolis es libre y Pianjy ha levantado el asedio?

—El faraón negro hizo una gran demostración de fuerza, sus hombres se lanzaron al asalto de mis murallas y fracasaron de modo lamentable. Ante las elevadas pérdidas, el nubio se batió en retirada. Ahora será necesario buscarlo en Tebas.

Nutridas aclamaciones saludaron el discurso marcial del príncipe de Hermópolis. Tefnakt avanzó hacia él, le felicitó y le prometió un banquete inolvidable.

En la festiva Herakleópolis, jóvenes y muchachas, coronados con guirnaldas de flores, jugaban a perseguirse, a reunirse y a escaparse ante la divertida mirada de los juerguistas que vaciaban, sin medida, las ánforas de cerveza generosamente distribuidas a la población.

Mientras Tefnakt y Aurora, triunfantes, despedían uno a uno a los innumerables solicitantes, Nemrod tomaba el fresco bajo una gran palmera, en compañía de Akanosh y de Peftau, el príncipe de Herakleópolis.

Peftau había engordado y en su rostro rojizo se leía una intensa satisfacción.

—¡Qué maravillosa velada, amigos míos! ¡Y qué razón tuvimos siguiendo a Tefnakt, que nos ha llevado hasta esa bella victoria! Le seguirán muchas más. Hoy estoy seguro de que pronto entraremos en Tebas y seremos recibidos como libertadores.

—Esta campaña militar me fatiga —reconoció Akanosh—. Tengo ganas de regresar a casa, al Delta, y olvidar este conflicto.

—No hables así —le reprendió Peftau—. Ninguno de nosotros puede abandonar a Tefnakt cuando nuestras tropas van a infligir una dolorosa derrota al faraón negro.

—No corras tanto —recomendó Nemrod.

—Mi actitud te extraña, lo advierto, pero temía tanto que las murallas de Hermópolis fueran incapaces de contener a los soldados de Pianjy. Ahora estoy tranquilo y…

—Pues haces mal.

El rostro de Peftau se congestionó.

—No comprendo.

—Escúchame bien, príncipe de Herakleópolis, y tú también, Akanosh. ¿No es la vida vuestro bien más preciado?

—Claro, Nemrod, ¿pero por qué lo preguntas?

—Porque pronto la perderéis si tomáis una mala decisión.

—Las decisiones las toma Tefnakt —le recordó Akanosh—, no nosotros.

—En las actuales circunstancias, te equivocas.

—¿Vas a darnos explicaciones por fin?

—He mentido.

Akanosh y Peftau se miraron atónitos.

—Mentido… ¿sobre qué?

—El faraón negro se ha apoderado de Hermópolis.

—¡Estás burlándote de nosotros, Nemrod!

—Intenté resistir, pero Pianjy dispone de unas armas contra las que nuestras defensas son inoperantes, especialmente las catapultas, que lanzan enormes piedras, destruyen las murallas y matan a los soldados que están en las almenas. ¿Y qué decir de la intervención de ingenieros y arqueros?

—¿Significa eso que ninguna plaza fuerte puede resistir al ataque de Pianjy? —inquirió el príncipe Peftau.

—Ninguna plaza fuerte comparable, es cierto. Las murallas de tu ciudad, Peftau, no serán más eficaces que las mías.

—¿Qué… qué ocurrirá cuando el faraón negro ataque?

—Miles de libios y de hombres de tu provincia morirán; Herakleópolis sufrirá graves daños y caerá en manos de Pianjy.

—¡Hay que evitar ese desastre!

—Por esta razón he venido a revelaros una verdad que Tefnakt no podría admitir. Esta misma noche regreso a Hermópolis para dar cuenta a Pianjy, el único dueño de Egipto, de mi misión.

El príncipe Peftau se sentía desamparado.

—Pero… ¿qué debemos hacer?

—Tú lo has dicho: evitar un desastre.