Mientras redactaba el informe que colocaría en los archivos reales, Cabeza-fría ponía mala cara.
—¿A qué viene ese descontento? —preguntó Pianjy.
—No me obliguéis a criticar vuestras decisiones, majestad. Siempre os he servido con fidelidad y seguiré haciéndolo.
—Deja que lo adivine, Cabeza-fría: deseabas que Nemrod fuese ejecutado ante todo el ejército, ¿no es cierto?
—La crueldad no me gusta en absoluto… Pero comprenderéis que confirmar a un traidor en su puesto pueda repugnar a muchas conciencias.
—Mi verdadera decisión no ha sido aún apreciada en su justa medida. ¿Está lista la reina?
—Os espera, majestad.
Sentados en sus tronos, Pianjy y Abilea vieron acercarse a Nemrod, el príncipe de Hermópolis, y su esposa Nezeta, que llevaba un sistro de oro en la mano derecha y otro de lapislázuli en la izquierda. Las varillas metálicas de ambos instrumentos musicales vibraban suavemente y propagaban ondas que alejaban las influencias nocivas.
Detrás de los soldados nubios se apretujaba la población de Hermópolis, que esperaba inquieta las palabras del faraón negro.
—Esta ciudad ha recibido graves heridas por la actitud de Nemrod —declaró Pianjy—. El debe vendarlas, pues, y hacer que Hermópolis sea próspera gracias a la paz que acabo de restablecer. Cualquier hombre que reconozca sus faltas puede enmendarse, siempre que no vuelva a abandonar el camino de Maat. ¿Te comprometes a cumplir, por fin, con tus deberes, Nemrod?
—¡Por el nombre del faraón y por mi vida, me comprometo a ello!
—Dados los graves errores que has cometido, no es bueno que gobiernes solo. Por esta razón, tu esposa será mi delegada particular y me dará cuenta de tus hechos y tus gestos. En caso de litigio, su opinión prevalecerá. A la cabeza del Consejo de Ancianos, administrará las riquezas de la ciudad y velará por el bienestar de sus habitantes que, en adelante, será tu sola preocupación.
Ninguna emoción apareció en el noble rostro de Nezeta. Como si hubiera sido golpeado por el cetro del faraón, Nemrod titubeó.
—Domínate —le recomendó su esposa en voz baja—. No olvides que el príncipe de Hermópolis debe dar ejemplo.
Del pecho de los ciudadanos brotó un canto: «¡Qué perfecta es tu acción, Pianjy, Hijo de la Luz! ¡Tú que nos ofreces la paz, protege la provincia de la Liebre y nuestra ciudad, y permítenos celebrar una fiesta!»
Supervisado por Cabeza-fría, un matarife sacrificó ritualmente un buey que el veterinario había considerado puro. Cortó su pata anterior derecha, símbolo de la fuerza, mojó luego su mano en la sangre del animal y la tendió a un sacerdote de la diosa Sekhmet, que la olió y dio luego su veredicto: la energía del animal era sana y proporcionaría ka a quienes comieran su carne.
Tranquila, liberada y feliz, Hermópolis abrió de par en par sus puertas al faraón negro, que recorrió una avenida de tamariscos para dirigirse al templo de Amón. Ante el pilono de acceso, dos colosos de Ramsés el Grande.
Tras haber venerado al dios oculto, Pianjy caminó hasta el gran templo de Thot. Al pie de un babuino de piedra, de cinco metros de altura, fue recibido por el sumo sacerdote, un risueño anciano iniciado, a los dieciocho años, en los misterios del dios del conocimiento. Vio que la sombra de Dios protegía al faraón negro y que el ka celeste guiaba su acción.
Maravillado, Pianjy descubrió el parque donde estaban el estanque de los lotos, lugar de nacimiento del primer sol, la isla del arrebol y el lago de los cuchillos, parajes de su combate victorioso contra las tinieblas, y el santuario del huevo primordial, que contenía todos los elementos de la creación.
Nemrod atendía a razones.
Aunque había sido humillado ante los hermopolitanos, había salvado la vida y mantenía algunos privilegios no desdeñables. Ciertamente, tendría que obedecer a su esposa, pero conservaba el título de príncipe de Hermópolis. ¿Acaso no le quedaba la posibilidad de convencer a Pianjy de que él y sólo él, Nemrod, sería un buen administrador, como en el pasado, y que Nezeta no tenía fuerzas ni competencia para gobernar tan gran ciudad?
Claro que era preciso que el faraón negro saliera del templo de Thot donde, desde hacía varios días, estudiaba los viejos textos mitológicos y conversaba durante horas con los sacerdotes, para disfrutar de la magnitud de su ciencia.
Finalmente, el rey reapareció y aceptó visitar el palacio.
—Majestad —dijo Nemrod con entusiasmo—, voy a mostraros maravillas. Si consigo deslumbraros, ¿me permitiréis defender mejor mi causa?
El rostro de Pianjy permanecía impasible.
Vivaracho, Nemrod le precedió en cada una de las ciento cincuenta estancias del palacio, todas floridas y perfumadas. En la sala de audiencias, en los salones de recepción, en las habitaciones se habían depositado cofres abiertos que contenían oro, joyas, telas y ungüentos.
Pero Pianjy no manifestaba signo de admiración alguno. Pasaba, indiferente, como si estos esplendores no le interesaran.
Aunque decepcionado, Nemrod no se desalentó. Tal vez el monarca ocultaba sus verdaderos sentimientos… Además, quedaba un último tesoro que hechizaría al más austero de los hombres.
Ostentosamente, el príncipe de Hermópolis levantó un velo.
—Majestad, he aquí mi bien más valioso… Os pertenece.
Diez soberbias criaturas, desnudas y cuidadosamente maquilladas, retozaban entre cojines multicolores. Unas leían poemas, otras tocaban en sus laúdes y sus pequeñas arpas suaves melodías.
—Llévame a los establos, Nemrod.
—¿A los establos…? ¡Si queréis un caballo haré que os lo traigan de inmediato!
—Detesto repetir mis órdenes.
—Bueno, bueno…
Ni una sola vez Nemrod había entrado en aquel hediondo lugar reservado a los palafreneros. Sin duda Pianjy estaba poniéndole a prueba… Le condujo, pues, risueño y voluble.
El faraón se detuvo ante las reservas de grano y forraje. Tomó un puñado y lo dejó caer sobre una losa.
—Quedan pegados —advirtió.
—¿Tan… importante es?
—Si los granos hubieran estado perfectamente secos, como es debido, habrían rebotado. Este alimento es de mala calidad.
—Me encargaré de eso, majestad.
Pianjy se acercó a un caballo que tenía el ojo hinchado por un edema. En su cabeza y sus miembros, manchas oscuras. Temeroso primero, el animal se dejó acariciar.
—Tiene fiebre… ¿Por qué no lo cuidan?
—Lo harán, os lo prometo.
El rey penetró en un establo y descubrió un caballo que tenía un esguince en la cadera y cuyos músculos habían sido lastimados.
—¡Qué me traigan ungüento!
El propio rey cuidó al cuadrúpedo, cuya espalda era tan frágil que nadie debería haberlo montado. Los agradecidos ojos del enfermo conmovieron a Pianjy.
—Caballos heridos, hambrientos, descuidados… Tan cierto como que vivo y el dios Ra me ama, más doloroso me es ver maltratados a estos animales que enumerar los crímenes que has cometido. Nemrod, todos tus tesoros serán llevados al templo de Karnak. Y tú, príncipe indigno, felicítate por mi clemencia.