En la proa del navío almirante, que tenía forma de serpiente con cabeza de carnero recubierta de oro y recordaba al pilar de la montaña Pura, el faraón y su gran esposa real miraban hacia el norte, hacia el Medio Egipto y la provincia de la Liebre, a donde llegarían al cabo de unos diez días.
El rey iba tocado con la corona blanca, símbolo del Alto Egipto, encajada en la corona roja, símbolo del Bajo Egipto; se habían fijado en ellas dos cobras hembra, los uraeus, cuyo furor dispersaba a los adversarios del monarca, que vestía un corpiño de plumas con los tirantes anudados en los hombros y un taparrabos de lino. En sus muñecas, brazaletes de oro y de pasta de cristal; en los goznes, una representación de Mut, la diosa del cielo. Bajo el collar de oro, formado por uraeus en miniatura, un amuleto de cerámica azul verdosa, de unos diez centímetros de altura, representaba una cabeza de carnero coronada por el disco solar. Se evocaban así el secreto de lo divino y su luminosa revelación.
Junto a su esposo, cuyo brazo izquierdo enlazaba con dignidad, la reina Abilea llevaba una larga túnica roja ceñida al talle por un cinturón blanco de extremos largos y colgantes. En las orejas, pendientes con la forma de la llave de la vida, que recordaban que el nombre jeroglífico de las orejas era «las vivas»; adornaba su cuello un collar de cuentas de cristal, cerámica y cornalina entre las que se habían colocado pequeños escarabeos, que encarnaban la idea de la mutación, y algunos pilares, que encarnaban la de la estabilidad. Por lo que a su colgante se refiere, representaba un loto flanqueado por dos ojos de halcón que contenían todas las medidas del universo.
—Amón viaja en el viento —dijo Pianjy— pero el ojo no lo ve. La noche está llena de su presencia, el día lo glorifica. Lo que está arriba es como lo que está abajo, y él lo lleva a cabo.
—Tú, la gran alma de Egipto —rogó la reina Abilea—, da el aliento a todos los que se disponen a combatir para que las Dos Tierras se reúnan.
Pianjy sacó una daga de un estuche de plata dorada. En la sujeción de la hoja, un león devoraba a un nubio. Pero el arma databa de la gloriosa XVIII dinastía y había sido piadosamente conservada en el templo de Amón de Napata.
El sol hizo brillar la hoja larga y gruesa y dio la señal de la partida.
Los dorados cebadales, las garzas que sobrevolaban la espesura de papiros, los halcones que planeaban en el viento, la dulzura de las orillas… La belleza del paisaje incitaba a la ensoñación, pero ninguno de los soldados nubios estaba de humor para ello. Todos tenían en la cabeza el terrible enfrentamiento que se aproximaba, todos pensaban en una esposa, una madre, un padre o un hijo al que, tal vez, no volverían a ver.
Antes de desembarcar, Pianjy habló largo rato con su caballo, cuyos ojos brillantes de inteligencia se habían teñido de inquietud. No le ocultó la verdad y le avisó de que debería afrontar temibles peligros. Valeroso se tranquilizó y levantó con orgullo la cabeza. También él estaba dispuesto a combatir.
En la orilla, en la frontera sur de la provincia de la Liebre, los capitanes Lamerskeny y Puarma se sentían, al mismo tiempo, conmovidos e inquietos. Conmovidos al ver aparecer al faraón negro, que había enjaezado personalmente su caballo, inquietos por tener que sufrir sus reproches.
—¿Tefnakt sigue siendo un hombre libre? —preguntó visiblemente enojado.
—Sí, majestad —respondió Puarma.
—¿No os confié una misión y os ordené que acabarais con esta revuelta? ¡Os concedí mi confianza porque estaba seguro de que dispersaríais a esos rebeldes! Pero hoy las ciudades de Hermópolis y Herakleópolis están ocupadas por el enemigo y, por vuestra insuficiencia, se ridiculiza el nombre del faraón.
Puarma agachó la cabeza, Lamerskeny protestó.
—No hemos ahorrado esfuerzos, majestad, pero Tefnakt no es un jefezuelo de clan a la cabeza de una pandilla de rebeldes desorganizados, tenemos en frente a un verdadero ejército.
—¿Acaso crees que no soy consciente de ello?
—El sitio de Herakleópolis será largo y difícil —estimó el capitán de infantería—. Perderemos muchos hombres, pero espero descubrir el medio de domeñar la ciudad rebelde. Cuando seamos dueños de ella, Tefnakt se verá obligado a rendirse.
—Graves pérdidas en perspectiva.
—Lamentablemente, majestad, las murallas de Herakleópolis son gruesas y los arqueros libios, hábiles.
—Envía inmediatamente exploradores. Sobre todo que se dejen ver, para que los centinelas adviertan su presencia.
Lamerskeny se extrañó.
—Pero, majestad, mejor sería que…
—Al día siguiente, que un grupo pequeño y ruidoso se instale a cierta distancia de la ciudad.
—Un grupito… ¡Para apoderarnos de Herakleópolis necesitaremos todas nuestras fuerzas!
—Que los infantes instalen muchas tiendas y establezcan un gran campamento, como si todo mi ejército se dispusiera a atacar.
—¿No… no atacaremos?
—Claro que sí, capitán Lamerskeny. Pero no por el lugar donde nos espera el enemigo.
Nervioso, irritable, Nartreb recorría las murallas de Herakleópolis cuando un centinela descubrió a dos exploradores nubios que se ocultaban, torpemente, en un bosquecillo espinoso. Inmediatamente advirtió al consejero de Tefnakt.
—Ya hay dos más allí. Y dos más en el lindero de los campos.
Nartreb bajó de las murallas y corrió hasta el cuartel principal donde Tefnakt y Aurora arengaban a los soldados.
—¡Ahí están! —anunció el semita—. Muchos exploradores… Dicho de otro modo, el ejército de Pianjy estará aquí mañana mismo o en los próximos días.
Aurora sonrió, Tefnakt contuvo su júbilo.
—Esta noche —dijo el general—, carne y vino para todos, tanto para los oficiales como para los soldados rasos. Pianjy ha caído en la trampa. La vanidad del faraón negro hará que se lance contra esta fortaleza inexpugnable. Acabaremos con miles de nubios y el Norte vencerá.
Tras haber sido aclamado por sus hombres, Tefnakt se retiró con Aurora a sus aposentos. Tanto el uno como la otra estaban muy excitados, la joven tembló a pesar del calor.
—Tu sueño va a realizarse, Tefnakt, y ese sueño se ha convertido en el mío…
Aurora desnudó al general, soltó los tirantes de su propia túnica y le hizo apasionadamente el amor al hombre que iba a vencer a Pianjy y a imponer su ley en el Egipto reunificado.
Yegeb daba los últimos toques al proyecto de gobierno que Tefnakt deseaba: coronación del faraón en Tebas y Menfis, eliminación de todos los nubios, incluidos los civiles, destrucción de Napata, control de las minas de oro, desarrollo del ejército y de la policía, establecimiento de un riguroso registro civil que permitiría censar bien a la población, supresión de las libertades individuales y del derecho de propiedad, abolición de los privilegios concedidos a excesivos templos, la mayoría de los cuales serían transformados en cuarteles, prohibición de salir de Egipto salvo para los militares debidamente autorizados por Tefnakt, aumento de los impuestos y tasas para facilitar la existencia de los funcionarios fieles por completo al rey, aumento de la producción de armas defensivas y ofensivas, construcción de fortalezas y cárceles, inmediata condena de cualquier contestatario.
Al releer aquel programa, Yegeb, futuro ministro de Economía, y Nartreb, futuro jefe de la Seguridad del Estado, se sintieron satisfechos de su trabajo.
Sin embargo, un postrer detalle seguía turbando a Yegeb: sería necesario meter en cintura a algunos jefes de clan libios, que apreciaban demasiado su independencia y creían, ingenuamente, que Tefnakt tenía la intención de respetarla. La mayoría de los casos se resolverían por la autoridad del nuevo dueño de Egipto o por la distribución de regalos que pudieran cerrar la boca a los recalcitrantes. Quedaba el príncipe Akanosh, ni corrupto ni corruptible, y lo bastante tozudo como para protestar abiertamente contra la nueva política. Antes de optar por su súbita muerte, que provocaría desagradables alborotos precisamente cuando Tefnakt asentara su poder, tal vez fuera posible encontrar una grieta en su entorno y desacreditarle definitivamente.