Cuando entregó el informe redactado por el capitán Puarma, Cabeza-fría esperaba que el faraón se sintiese satisfecho con el comportamiento de su cuerpo expedicionario. Por lo tanto, la reacción del soberano le extrañó.
—Les ordené que aniquilaran a las tropas de Tefnakt el rebelde y se apoderaran de ese ser dañino… y en vez de ello, se limitan a recuperar una pequeña plaza fuerte y creen que han llevado a cabo una gran hazaña.
—Majestad…, ¡el hijo de Tefnakt ha muerto!
—Uno de los hijos de Tefnakt —rectificó Pianjy—, y esa muerte no convencerá al libio de que renuncie al combate. Aunque todos sus hijos fueran ejecutados ante sus ojos, él proseguiría con su sueño de poder absoluto. Debemos acabar con él y con nadie más. Y mis oficiales son incapaces de hacerlo.
—¿Cuáles son vuestras órdenes, majestad?
—Que Puarma y Lamerskeny mantengan su posición y esperen. Ha llegado la hora de vivir las fiestas sagradas y celebrar a los dioses.
El sacerdote-lector jefe, encargado de comprobar el buen desarrollo de los rituales, no creía lo que estaba viendo. Gracias a la dedicación de la nueva Divina Adoratriz, eficazmente ayudada por Mejorana, había sido posible exhumar un antiquísimo texto de la ceremonia del Año Nuevo, que se celebraba en pleno verano, y ponerlo en práctica. El faraón negro había ofrecido inestimables tesoros, entre ellos, jarrones de bronce decorados con caballos y ramos de papiros, y unas obras maestras más extraordinarias aún, cálices de cristal teñido de azul, de pie cónico, adornados con una figura de Osiris y un texto de invitación al banquete del más allá: «Bebe y vivirás.»
El faraón y la Divina Adoratriz habían apartado los demonios, los miasmas, las enfermedades y demás mensajeros de la muerte enviados por la leona Sekhmet durante los cinco últimos días del año que terminaba, el período más temible para el porvenir del país. La habían convencido, mágicamente, de que transformara su furor en energía positiva, depositando ofrendas ante las dos series de trescientas sesenta y cinco estatuas de Sekhmet dispuestas en el interior del recinto de la diosa Mut.
Realizada esa tarea, los dignatarios reunidos en Karnak, en un gran patio al aire libre, bajo un cálido sol, le habían ofrecido al faraón los regalos de Año Nuevo, collares, arcones para ropa, sillones, una silla de mano, jarras cuyas tapas tenían la forma de una cabeza de carnero, arcos, flechas y carcajes e incluso estatuas de divinidades que, en adelante, residirían en el templo. Los escultores habían creado un bajorrelieve que mostraba a Thot inscribiendo el nombre de Pianjy en el «tallo de los millones de años».
La reina Abilea experimentaba una intensa sensación de orgullo. En aquellas felices horas tomaba conciencia de la más alta misión del faraón: hacer vivir las Dos Tierras a imagen del cielo y transformar lo cotidiano en una fiesta para el espíritu.
Con su fertilizante flujo, la crecida del Nilo saludaba la llegada de Pianjy. En cada aldea se preparaban mesas provistas con abundancia gracias a la generosidad del rey, y se celebraba su prestigio con bien regados ágapes.
En jarras de oro, plata y cobre, el monarca y su esposa recogieron el agua del año nuevo, cuando el sol hacía brillar las aguas y transformaba el país en luz.
Frente al pueblo, Pianjy bebió el líquido contenido en una jarra de oro y plata, una mezcla de vino, cerveza y cizaña, y pronunció luego la antigua fórmula: «Para ti es, Dios oculto, la pradera misteriosa provista de todas las virtudes. En ella crecen los cabellos de la tierra, el trigo y la cebada que dan la vida aunque estén rodeados de cizaña.»
Abilea se sintió angustiada unos instantes. ¿Y si una mano asesina hubiera envenenado la mixtura? Pero se tranquilizó enseguida: su propia hija, la Divina Adoratriz, había dosificado el brebaje. En Tebas, Pianjy no corría peligro alguno porque estaba bajo la protección del dios Amón.
Y llegó la hora de los ritos secretos, en el interior del templo donde sólo eran admitidos los iniciados en los misterios de Amón y de Osiris, que formaron una procesión de unos sesenta sacerdotes y sacerdotisas, cada uno de ellos con uno de los objetos utilizados durante la celebración del culto cotidiano, un incensario el uno, un vaso de purificación el otro, un cetro de consagración un tercero. Puesto que la energía de los símbolos se había agotado, la pareja real debía regenerarlos ofreciéndoselos al potente sol del año nuevo, en el techo del templo.
En pleno mediodía, la luz divina llevó a cabo su obra.
Poco antes del amanecer, en la naos del templo, Pianjy abrió la boca y los ojos de la estatua del dios Amón, la vistió con nuevas telas, la perfumó y le ofreció el ka de alimentos sólidos y líquidos. Luego, el rey abrió la boca de cada estatua, de cada bajorrelieve y de cada sala del templo de Karnak para devolver fuerza y vigor a aquel inmenso ser vivo por el que circuló, así, una nueva energía de la que se alimentaría el santuario.
Mientras los arpistas y los flautistas hacían una ofrenda musical a Amón, Abilea advirtió que Pianjy estaba a punto de ser absorbido por aquel universo sagrado al que acababa de devolver su plena intensidad. Como reina que llevaba un título muy antiguo, la que ve a Horus y Seth, es decir, los dos aspectos irreconciliables de la realidad, la fuerza de construcción y la de destrucción, que luchaban sin cesar en el universo y se armonizaban, milagrosamente, en el ser del faraón, debía intervenir.
—¿Has olvidado la guerra, majestad?
—Tebas está en fiestas, Abilea.
—¿No dejarás vagar tu pensamiento por esos lugares divinos hasta el punto de olvidar el día de mañana?
—¿Por qué tú, a la que tanto amo, te muestras tan cruel?
—Es mi deber de reina. Esa tierra de Egipto cuyo esposo eres, como todos los faraones que te precedieron, esa tierra de Egipto sufre y corre el riesgo de morir mientras tú piensas en permanecer aquí, en Karnak, preocupándote sólo por lo sagrado. Porque ése es tu proyecto, ¿no?
Pianjy sintió que tenía el corazón en un puño. Abilea había leído en él.
Sí, pensaba en retirarse a los dominios de Amón, en limitarse a celebrar cada día los ritos y en vivir como un sacerdote, recluido, lejos de las exigencias y las infamias del mundo exterior. ¿No sería acaso, permaneciendo aquí, el garante de una paz, relativa, es cierto, pero verdadera sin embargo, que consolidaría con la fuerza de los himnos y las plegarias? Si elegía este camino, la situación militar se estancaría durante años y años.
Pero Abilea intentaba romper aquel sueño obligando a Pianjy a acusarse de egoísmo y a recordar el cruel destino de los egipcios del Norte, presas de la tiranía de Tefnakt.
Un país unificado de nuevo, una tierra liberada del mal que la corroía, un pueblo libre por fin de la guerra… ¿Pero tenía el faraón negro capacidad para obtener una victoria de semejante magnitud? En vez de albergar ilusiones y derramar sangre, mejor sería limitarse a embellecer Tebas y contemplar la divinidad.
Sintiendo que su marido era víctima de un conflicto desgarrador, Abilea guardó silencio.
De la decisión que tomara el faraón negro dependía el destino de un país y de un pueblo.