El caos granítico de la primera catarata impresionó a los nubios. Muchos se preguntaron cómo lo harían para cruzar aquella barrera de rocas entre las que el río manifestaba accesos de furor.
Utilizando unos precisos mapas, Pianjy no tuvo dificultad alguna en encontrar el canal practicado por los faraones de la XII dinastía. Incluso durante las épocas peligrosas, seguía libre de escollos y permanecía navegable. Con el fin de facilitar los intercambios con Nubia, los monarcas de la XVIII dinastía habían ampliado el paso para convertirlo en un verdadero canal por donde circulaban, incluso, barcos cargueros.
Y aquello fue la entrada en la tierra amada por los dioses, en la primera provincia del Alto Egipto, la cabeza del Doble País, simbolizada por un elefante cuyo nombre significaba, también, «el cese», puesto que la frontera señalaba el fin de Egipto propiamente dicho.
En las murallas de la fortaleza de Elefantina, antaño barrera infranqueable para los nubios y hoy muralla destinada a detener al invasor procedente del Norte, la guarnición al completo aclamó al faraón negro. Todos esperaban que desembarcase en la fortaleza para establecer el primer contacto entre dos cuerpos de ejército, pero Pianjy tenía algo más urgente que hacer.
Hizo detener el navío almirante en el embarcadero del templo del dios Khnum. Desembarcó solo, ante la mirada de los marinos de su flota y los soldados de la guarnición, pasmados al descubrir la impresionante estatura del faraón negro.
Pianjy cruzó la puerta del primer pilono y fue recibido por el sumo sacerdote de Khnum, el dios carnero que creaba a los seres en su torno de alfarero y liberaba la crecida al levantar su sandalia posada en las aguas. En el interior del espléndido edificio de gres, cuyos umbrales y puertas eran de granito, el olor del incienso.
—Ese santuario es el vuestro, majestad.
—Llévame a la capilla de mi padre.
Una pequeña estancia en cuyos muros se habían esculpido escenas que representaban a Kahsta, el padre de Pianjy, presentando ofrendas a Khnum. Al pie de la estatua del fundador de la dinastía nubia, una estela recordaba que había visitado Elefantina y había dotado, generosamente, su principal santuario.
Pianjy leyó las columnas de jeroglíficos que evocaban la perpetua resurrección del alma de su padre, en la eternidad de luz, acompañado por los justos.
Y su padre le habló, a través de esos signos capaces de atravesar las edades sin perder su poder de transmisión. Alimentados por la permanencia de la piedra, los jeroglíficos preservaban las palabras de los dioses pronunciadas en el alba de la vida.
Y su padre le pidió que prosiguiera su obra, como Ramsés había proseguido la de Seti, como cualquier faraón debía proseguir la de su predecesor, por la felicidad de las Dos Tierras.
Pianjy habría podido explicarle que la situación había cambiado, que la invasión de Tefnakt debería haberle incitado a permanecer en Napata, para mejor proteger Nubia, que no era ya posible reunir el Alto y el Bajo Egipto… Pero, por respeto, un hijo no discutía las directrices de un padre que se había hecho eterno.
Eran tres, dos altos y uno bajo. El bajo mandaba. Órdenes secas y precisas, porque conocía perfectamente el terreno. Antes de la invasión de Tefnakt, vivía en la aldea situada en el extremo sur de la provincia de la Liebre, en la frontera impuesta por el cuerpo expedicionario de Pianjy.
A intervalos regulares pero cortos, los campamentos de soldados formaban una infranqueable línea de defensa.
Infranqueable salvo para tres hombres entrenados para reptar como serpientes. Sin embargo, era preciso descubrir un paso que permitiera al trío salir de la nasa para dirigirse a Tebas, con el fin de ponerse en contacto con la red de espionaje libia y preparar el asesinato de Pianjy.
Cuatro veces ya, el más bajo había quedado decepcionado a causa de una vigilancia más estricta de lo que había supuesto. Sus compañeros le propusieron dar marcha atrás, pero el más bajo tenía una última idea: el cementerio abandonado, en el lindero de los cultivos y el desierto. Los egipcios eran supersticiosos, ningún soldado estaría de centinela en aquel lugar por el que podían merodear los aparecidos. Deslizándose entre las tumbas, el trío escaparía a la vigilancia del enemigo.
En cuanto entró en la necrópolis, el más bajo supo que había encontrado el resquicio. Pero no redujo su atención, y exigió a los otros dos la misma prudencia. En cuanto hubieran salido de la provincia de la Liebre, atravesarían a nado un canal, robarían una barca de pescador y navegarían hasta los arrabales de Tebas, donde les aguardaba el jefe de la red de espionaje libia.
Organizar un atentado contra Pianjy no sería cosa fácil, pero por fuerza se presentaría alguna ocasión. La llegada del faraón negro era un acontecimiento tan excepcional que, durante las festividades o las recepciones oficiales, la seguridad del soberano no podría ser constantemente absoluta.
El trío pasó ante una capilla en ruinas, la última de la necrópolis. Uno de los dos altos se había puesto en cabeza. Se daba la vuelta para anunciar, alegremente, que habían superado el obstáculo cuando el brazo de madera del capitán Lamerskeny le quebró la nuca. El otro alto blandió su corta espada, pero el hacha del capitán le cortó la garganta. Por lo que al bajo se refiere, intentó huir por la necrópolis, pero un infante le clavó en el suelo con su lanza.
—Estaba seguro de que intentarían una estupidez de este tipo —les dijo Lamerskeny a sus hombres—. Por eso dejé un solo paso posible… ¡Los muy imbéciles creían, sin duda, que me daban miedo los fantasmas! ¿Algún superviviente?
—No, capitán.
—Lástima, habríamos podido interrogarle… Aunque sin duda habría mentido.
De regreso en el campamento, Lamerskeny calmó su sed con cerveza fuerte y, luego, entró en la tienda de Puarma.
—He detenido un trío de libios que intentaban salir de la provincia de la Liebre. ¿Ves lo que significa?
—¿Desertores?
—¿Dirigiéndose al sur? ¡Claro que no! Iban a Tebas.
—¿Tienes alguna prueba?
—Me basta mi instinto. Y se dirigían a Tebas porque tenían la seguridad de ser bien recibidos.
—¡Divagas, Lamerskeny! Tebas es fiel a Pianjy.
—¿Crees que Tefnakt no tiene allí partidario alguno? Aunque sean poco numerosos, algunos tebanos habrán apostado, sin duda, por la victoria del norte.
El capitán de arqueros se sintió turbado.
—¿Y a qué conclusiones llegas?
—Que esos tres tiparracos iban a llevar instrucciones a sus aliados tebanos para preparar algún golpe contra el faraón negro.
—Un atentado…
—Si Pianjy muere, regresaremos a Napata para proteger nuestra capital y Tefnakt tendrá el campo libre.
—Desgraciadamente, tienes razón.
En plena noche, el galope de un caballo. El suboficial descabalgó y se presentó ante ambos capitanes. Entregó a Puarma dos finas tablillas de madera, una procedente de Tebas, la otra del Acantilado-de-las-grandes-victorias, una aldea de la provincia de la Liebre.
El rostro de Puarma se iluminó.
—¡Pianjy acaba de hollar suelo egipcio! Ha acudido al templo de Khnum, en Elefantina, ha honrado allí la memoria de su padre y ha vuelto a embarcarse para dirigirse a Tebas.
—Pianjy en Egipto —murmuró Lamerskeny pasmado—. Es increíble…
El júbilo de Puarma se esfumó.
—La otra noticia no es tan buena: al mando de uno de los hijos de Tefnakt, los rebeldes han recuperado por sorpresa el pueblo fortificado del Acantilado-de-las-grandes-victorias, que nos cierra el camino de Hermópolis.
—¡Esta vez ya basta! —rugió Lamerskeny haciendo que Puarma diera un respingo—. Recuperaremos esta posición y le demostraremos al faraón negro que no somos unos incapaces.