La pedicura acababa de arreglar los pies finos y delicados de Aurora; le sucedió una masajista que untó el cuerpo nacarino de la muchacha con un ungüento a base de incienso y caña perfumada. Así tendría, durante todo el día, la piel suave y olorosa.
El arreglo matinal casi había terminado. Sólo quedaba ya la intervención de la peluquera, completada con la elección de una peluca. Aurora pensaba aún en la ardiente noche que había pasado con Tefnakt. Aunque el general era un hombre frío, austero, de palabra dura en su existencia pública, se transformaba con ella en un amante apasionado de inesperadas iniciativas. E incluso en la intensidad del placer, ella le sentía obsesionado por su gran proyecto. No la amaba por su belleza ni por su juventud, sino porque en ella alentaba la misma ambición.
La peluquera lloraba.
—¿Qué ocurre?
—Ama, ese monstruo de Nartreb…
—¿Te ha forzado, acaso?
—Conmigo no se atreverá, porque estoy a vuestro servicio… Pero ha violado a mi hermana menor, que tiene dieciocho años y es hermosa como un lis.
Vestida con un velo de lino transparente, con los cabellos sueltos y descalza, Aurora salió de su alcoba con pasos presurosos, dejó atrás a los centinelas que custodiaban las esquinas de cada pasillo de palacio, empujó al chambelán que se inclinaba para saludarla y entró como una tromba en la sala del consejo, donde Tefnakt escuchaba el informe de Yegeb sobre la situación económica de la región.
—¡Nartreb, tu consejero, es una bestia y un criminal!
—¿A qué viene esa excitación, Aurora?
—¡A que ha violado a la hermana de mi peluquera!
—Imposible —protestó Yegeb—. Yo lo garantizo.
—Que venga y se explique —exigió la muchacha. El rostro de Yegeb se endureció.
—¿No es ya el general quien da las órdenes?
—Ve a buscar a tu amigo —le dijo Tefnakt a Yegeb. El semita se inclinó y desapareció.
—Líbrate de ellos —le aconsejó Aurora—. Acabarán por hacer que la población te odie. Y, según nuestras leyes, la violación se castiga con la muerte.
—La eficacia de mis consejeros es indiscutible —objetó Tefnakt—. Aunque sus métodos puedan a veces parecer brutales, obtienen excelentes resultados porque les permito enriquecerse. Gracias a ellos, el pueblo me teme y sabe que debe obedecerme.
—¿Vas a absolver a un violador?
—Escuchemos primero su versión de los hechos.
Cuando Nartreb se presentó ante Tefnakt, Aurora reiteró sus acusaciones con vehemencia.
—Es sólo un malentendido… En realidad, yo socorrí a esa infeliz, que acababa de ser maltratada por un campesino. Comprendí enseguida que había sido víctima de horribles sevicias y ordené que la cuidaran, a mi cargo.
—¡Te acusa a ti, no a un campesino!
—Estaba casi desvanecida, la emoción ha debido de hacer que divague… ¡Es muy comprensible y se lo perdono!
—Ante un tribunal —insistió Aurora—, será su palabra contra la tuya.
—De ningún modo, yo tengo tres testigos. Tres milicianos que me escoltaban y vieron huir al campesino. Su testimonio será decisivo.
Yegeb sonrió.
—Ya veis, general. Nartreb es un hombre libre de toda sospecha.
—Asunto cerrado —sentenció Tefnakt.
Acompañándose con la lira, la esposa nubia del príncipe Akanosh le cantaba una canción del Gran Sur, soleada y melancólica a la vez. Evocaba el agua fresca que compartían el amante y la enamorada a orillas del río, con la complicidad de un amanecer amoroso, hablaba de la juventud que huía con la corriente y se ahogaba en las dunas de arena ocre que bajaban hacia el Nilo.
Conmovido hasta las lágrimas, su intendente aguardó a que finalizara la melodía antes de dirigirse a su dueño. Era el único doméstico que tenía acceso a los aposentos de la pareja; una rápida investigación había permitido a la esposa de Akanosh descubrir que los demás estaban a sueldo de Yegeb e intentaban comprometer a su marido.
—Tefnakt está furioso —dijo el intendente.
—¿Contra mí?
—No, príncipe, tranquilizaos. Acaba de saber que los libios pagados para matar a Pianjy durante su viaje han fracasado. El faraón negro ha superado la segunda catarata y no puede tardar en llegar a la isla de Elefantina.
—Pianjy en Egipto. ¿Se cumplirá realmente ese loco sueño?
La mangosta pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, Valeroso estaba perfectamente tranquilo, la navegación era agradable, Pianjy y Abilea gozaban de maravillosos momentos. En Napata, sus respectivas obligaciones les privaban a menudo de la intimidad a la que aspiraban; aquí, en esa cabina espaciosa y aireada, disfrutaban cada instante de felicidad con tanta mayor intensidad cuanto una sombría realidad se acercaba inexorablemente.
Abilea tenía el misterioso encanto de un agua profunda y el mágico poder de un felino. Ninguna de sus actitudes, ni siquiera en el desenfreno del deseo, estaba desprovista de nobleza. Aventura que se renovaba día tras día, fascinaba a Pianjy. Sin ella, no habría tenido posibilidad alguna de vencer.
La mangosta despertó y se irguió junto a la puerta de madera de la cabina. Instantes más tarde llamó Cabeza-fría.
—Entra.
El enano entreabrió.
—Majestad, el capitán está inquieto. Se ha levantado el viento del sur, provoca ya olas en el río y se hace más fuerte a una velocidad anormal. ¡Su violencia puede resultar terrorífica! Deberíamos detenernos enseguida y amarrar las embarcaciones. De lo contrario, zozobraremos.
—Estamos acercándonos a la primera catarata, ¿no es cierto?
—Sí, majestad.
—¡A la biblioteca, pronto!
Cabeza-fría no se había separado de cierto número de papiros, entre los que sobresalían los rituales ordinarios y extraordinarios, el calendario de fiestas, la lista de templos y otros cien temas esenciales sin cuyo conocimiento era imposible gobernar.
Pianjy desenrolló una decena antes de encontrar el que buscaba, convocó luego a los oficiales encargados de la intendencia y se dirigió a proa del navío almirante donde le llevaron, inmediatamente, los objetos solicitados.
Tocado con la corona azul, el faraón ofreció al genio del Nilo un taparrabos de lino real, un papiro virgen de primera calidad, aceite de fiesta, una jarra de vino del año 1 de su reinado, un pastel de miel y un lingote de oro. Vestida con una larga túnica roja, la reina Abilea manejaba dos sistros de oro para alejar las fuerzas nocivas y restablecer la armonía entre el río y los humanos.
Poco a poco, el viento del sur cayó, los remolinos desaparecieron y la corriente se apaciguó.
—Hacer ofrendas —murmuró Pianjy—, ésa es la enseñanza de los viejos escritos. Sólo ellas pueden apartar el mal y abrir el camino. No lo olvidemos, Abilea, todo Egipto es una ofrenda al principio creador. Sobre ella edificaré mi estrategia.