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Muchos caballos murieron de fatiga, pero el mensaje llegó hasta una tribu del extremo sur de Libia. A cambio de una decena de lingotes de plata, ungüentos de primera calidad y cien asnos, cincuenta jóvenes cazadores aceptaron cruzar clandestinamente la frontera egipcia y atacar a Pianjy a la altura de la segunda catarata. El lugar era particularmente propicio para una emboscada. Muy seguro de sí mismo, el faraón negro no esperaría ese tipo de agresión en el territorio que controlaba.

Pese a la importancia de la prima, los voluntarios no eran numerosos. Pianjy tenía fama de ser un guerrero invencible con quien los hombres experimentados no deseaban enfrentarse. Sólo unos mocetones de rebosante salud aceptaron intentar esa loca aventura, con la esperanza de llevar a su aldea la cabeza cortada del faraón negro. Kafy, el hijo menor del jefe de la tribu, desempeñaba el papel de cabecilla. Sabiendo que tenía pocas posibilidades de conseguir el poder, dado el odio que por él sentía su hermano mayor, Kafy tenía así una ocasión de demostrar su auténtica valía.

La expedición se anunciaba peligrosa. De día, la navegación sólo sería posible en las partes del Nilo que no eran vigiladas por los soldados de Pianjy; por la noche, sería necesario correr el riesgo de embarrancar en una roca. Pero no había que pensar en el fracaso, debían avanzar con la mayor rapidez posible para sorprender a Pianjy en el lugar previsto.

El rey admiró la vela de lino rectangular que partía del extremo superior del doble mástil y terminaba en la borda. Utilizando, sobre todo, la fuerte corriente para avanzar, sus marinos se entregaban a delicadas maniobras para no malgastar la fuerza del viento. Cuando éste caía, enrollaban la vela alrededor de las vergas, desmontaban el mástil y lo dejaban apoyado sobre dos postes de extremo ahorquillado.

En el navío almirante, junto al camarote de la pareja real, se había reservado un vasto recinto al aire libre para Valeroso, el caballo de Pianjy. El cuadrúpedo disponía de dos compartimentos y el monarca ordenaba hacer paradas regulares para permitirle galopar. Como el de los soldados, el comportamiento de Valeroso era ejemplar; también él tenía conciencia de la importancia de la misión que debían cumplir.

Pianjy le hablaba a menudo a su caballo, que le respondía con miradas y relinchos revelando su aprobación o su descontento. El rey tenía en cuenta su opinión para mejorar el trato cotidiano y mantenerle en excelente salud. Además, Valeroso tenía una cualidad rara: preveía el peligro y manifestaba sus temores con una ruidosa cólera.

Una cólera que acababa de estallar cuando se acercaban a la segunda catarata del Nilo.

Ningún marino se atrevió a intervenir por miedo a ser víctima de una coz; y nadie, a excepción de Pianjy, tenía derecho a acercarse a Valeroso.

—Tranquilo, amigo, tranquilo —le recomendó el rey con su voz grave y pausada.

Pero Valeroso no se calmaba.

Cuando Cabeza-fría vio que el rey penetraba en el recinto, tuvo miedo. El animal estaba tan furioso que ni siquiera ver a su dueño le calmaba. Pero Pianjy consiguió clavar su mirada en la de Valeroso y avanzó hacia él sin vacilar.

El furor del caballo se esfumó.

—Valeroso nos advierte de un peligro —le dijo Pianjy a su esposa, tendida en un lecho con el dosel decorado con incrustaciones de marfil y las patas en forma de pezuñas de toro.

En la mirada de Abilea brillaba una insólita inquietud.

—He tenido una especie de pesadilla —dijo—. Del Nilo salían gigantescos cocodrilos, de la blanda tierra de las orillas brotaban hipopótamos gigantes. Han comenzado desafiándose y he creído que iban a destrozarse entre sí. Pero se han mantenido mutuamente a distancia y han terminado haciendo, incluso, una especie de alianza contra un monstruo surgido del desierto, un monstruo que no he podido identificar… El conflicto se ha iniciado, y he despertado.

—¿Un sueño… o una visión?

—No puedo decirlo… ¿No debemos tener en cuenta estas advertencias?

Pianjy se sentó al borde de la cama, su esposa se acurrucó junto a él.

—Dicho de otro modo, regresar a Napata, olvidar a Tefnakt y la guerra…

—¿Por qué ocultártelo? Tengo miedo.

—Quien negara su miedo no tendría valor alguno. Pero no tenemos derecho a renunciar. Voy a avisar a los marinos y soldados de que sin duda tendremos que combatir mucho antes de lo previsto.

Aquella información turbó a la gente. ¿Qué riesgo podía correr un ejército nubio en su propio territorio, tan lejos del enemigo? Sin embargo, los capitanes de los barcos pusieron a sus tripulaciones en estado de alerta y algunos arqueros escrutaban, día y noche, las riberas.

Kafy y sus hombres lo habían conseguido.

Habían superado todos los obstáculos para llegar a los aledaños de la segunda catarata, tras haber recorrido difíciles pistas salpicadas, afortunadamente, de manantiales.

El paisaje era angustioso: enormes rocas emergiendo del Nilo, remolinos que revelaban su cólera, rápidos que se lanzaban al asalto de los islotes de granito, acantilados que parecían vigilar el paso para mejor impedirlo… Varios libios temblaron de espanto convencidos de que los genios malignos habitaban el lugar.

Incluso uno de ellos intentó huir, pero Kafy tensó tranquilamente su arco y derribó al cobarde con una flecha en la espalda.

—Los miedosos no merecen otra suerte.

Kafy era más aterrorizador que los genios malignos y los jóvenes libios se tragaron sus temores.

—Aquí mataremos a Pianjy. Cuando haya muerto con el cuerpo atravesado por nuestras flechas, sus soldados se dispersarán como animales asustados. Nos apoderaremos del cadáver y le levaremos su cabeza a Tefnakt; le exigiremos que doble la recompensa prometida. ¡Pronto seréis hombres ricos!

Aquella perspectiva les devolvió a la tarea con renovado vigor.

—Estos acantilados serán nuestros aliados —advirtió Kafy—. Ahí arriba estaremos fuera del alcance de los arqueros nubios pero, en cambio, podremos alcanzar fácilmente nuestro blanco.

El pequeño grupo sólo tenía ya que atravesar el Nilo, yendo de islote en islote, y trepar luego por el acantilado adecuado para que el sol no les diera en los ojos ni el viento en la cara.

Cuando Kafy, que se había puesto a la cabeza, estaba a mitad de camino, un aullido le obligó a volverse.

Una de las rocas acababa de levantarse y había provocado la caída de un libio al río. No era un bloque de granito sino un enorme hipopótamo de más de cuatro toneladas, que había sido molestado en plena siesta. Una decena de sus congéneres, igualmente monstruosos, emitieron horribles aullidos abriendo de par en par sus fauces.

Lleno de pánico, el libio cometió el error de clavar su puñal en la frágil piel del caballo del río. Loco de rabia y dolor, el hipopótamo ensartó al nadador en sus dos acerados colmillos de sesenta centímetros de largo. Los demás le imitaron y atravesaron la carne de los libios que intentaban escapar en vano.

En la orilla, Kafy vio moverse lo que parecían troncos de árbol embarrancados. Una larga cabeza, escamas, una cola de reptil y unas patas cortas, pero rápidas, muy rápidas…

—¡Cocodrilos! ¡Estamos salvados, atacarán a los hipopótamos!

Entre ambas especies reinaba, desde siempre, una guerra sin cuartel.

Aunque pesara más de una tonelada, el cocodrilo del Nilo tenía una pasmosa agilidad. Aterrorizado, uno de los libios golpeó la superficie del río con su lanza para provocar insoportables vibraciones que mantuvieran alejado al depredador. Comportándose de ese modo, obtuvo el resultado inverso y lo atrajo hacia él.

Y como la presa era de buen tamaño, el saurio emitió una especie de silbido para pedir ayuda a sus aliados.

Kafy estaba estupefacto. Ningún cocodrilo se preocupaba por los hipopótamos, ningún hipopótamo hacía caso a los cocodrilos. Unos y otros aniquilaban a los miembros del comando.

Kafy no tuvo tiempo de disparar una flecha a las abiertas fauces de un macho que se lanzaba contra él, pues una hembra cerró sus mandíbulas sobre su pierna derecha y apretó con tanta fuerza que sus glándulas lacrimales soltaron el llanto. Y todos los cocodrilos derramaron lágrimas de alegría ante tal excepcional festín.

Erguida sobre el hombro de Pianjy, con el hocico al viento, la mangosta miraba a lo lejos, al igual que el rey y su esposa. En el centro de la segunda catarata, que habían comenzado a cruzar lentamente, con el máximo de prudencia, distinguieron un hervor y escucharon roncos gritos.

—Sin duda una batalla de hipopótamos y cocodrilos —supuso Pianjy—. ¡Sí, ya los veo! Los saurios parecen alejarse.

—El agua se ha teñido de rojo —observó Abilea.

—¡Tienes razón! Pero entonces…

—Mi sueño no se equivocaba. Unos monstruos nos esperaban, pero no eran hipopótamos ni cocodrilos. La flota avanzó.

Los saurios no habían desdeñado un solo jirón de carne y, gracias a la fuerza de la corriente, la sangre de sus víctimas pronto se diluyó en el azul oscuro de las aguas.

Por primera vez desde que salieron de Napata, Chepena salió de su cabina y se reunió con su padre.

—He orado a Amón —dijo—, he invocado su invisible presencia para que su mirada sea el piloto de tu embarcación. Terribles pruebas nos aguardan y no dejaré de implorarle.

La mangosta se durmió en el hombro de Pianjy y la flota cruzó sin problemas el vientre de piedra de la segunda catarata.