El aire cristalino ponía de relieve las amarillentas ondulaciones del desierto después de que el velo de bruma matinal se hubiera disipado. La flota de Pianjy avanzaba por un paisaje que el ejército descubría con arrobo: las llanuras de color leonado, el anaranjado de las areniscas, gran número de palmeras, una franja de tierra irrigada de una buena anchura, el tornasol del trigo y la cebada componían un decorado mucho más suave que el de la cuarta catarata. Con gran vigor, el Nilo corría hacia el norte; desafiaba victoriosamente un desierto más conciliador y atravesaba pequeñas aldeas de casas blancas cuyos habitantes, apiñados en las riberas, aclamaban a la pareja real, visible en la proa del navío almirante.
La mano de Pianjy estrechaba la de Abilea. Se llenaba la mirada con la belleza luminosa de la tierra nubia cuyo ardor le alimentaba el alma. Encaramados en la copa de las palmeras, los monos reían; bailando en el azul del cielo, unas golondrinas trazaban círculos en torno al vuelo regular y majestuoso de los ibis blancos.
Cabeza-fría sirvió unas copas de jugo de algarrobo fresco.
—Majestad…, permitidme que os haga observar que os exponéis demasiado. Aquí, en proa, ofrecéis un blanco ideal para un arquero avezado.
—No seas tan pesimista, aún no hemos llegado al territorio ocupado por Tefnakt.
—¿Y si hubiera sido informado de vuestra partida, si hubiera enviado a unos asesinos para impedir que lleguéis a Tebas?
—Imposible.
—Eso espero, majestad, ¿pero no debe temerse lo peor de un enemigo como Tefnakt?
—¿Qué pensarían los nubios si me encerrara en la cabina? Tratarían al faraón de cobarde y ya no confiarían en él. ¿No crees, Abilea?
—Cabeza-fría tiene razón, y tú también.
El rey y la reina permanecieron en la proa con la mirada fija en el norte, donde les aguardaban la violencia y la muerte.
—Majestad —dijo el capitán—, nos acercamos a la isla de Argo. La navegación parece rápida y fácil, pero temo ese lugar. La isla tiene treinta kilómetros de largo y debemos elegir uno de los dos brazos que la rodean. Si nos equivocamos, podemos encontrar una corriente desfavorable.
—¿Pondría en peligro la flota?
—A los barcos cargueros, sin duda.
En las chalanas de veinte metros de largo, grano, jarras de aceite, de lino y de cerveza, aves, ganado, legumbres, sal, queso, conservas de carne y pescado, y el arsenal necesario para un ejército, sin olvidar los transportes de caballos tratados con el mayor esmero.
—¿En qué basarás tu decisión?
—El azar, majestad.
—Enséñame un mapa.
Pianjy no lo examinó con los ojos sino con las manos. El tacto era un sentido mucho más sutil de lo que creía la mayoría de los hombres. La mano era capaz de ver e, incluso, discernir lo invisible, si se sabía educarla con criterio. Posando la mano en su cuello había elegido Pianjy su caballo, con ella elegiría el camino.
—Pasemos por la derecha de la isla.
El capitán habría adoptado, más bien, la otra solución, pero no tenía ningún argumento serio para oponerse al rey.
El largo convoy se metió en una especie de canal donde fue atacado por nubes de moscas que impedían a los pilotos sondear correctamente el río con sus largas pértigas. Intentando espantarlas, uno de ellos cayó al agua. Dos marinos volaron inmediatamente en su auxilio arrojándole un cabo al que se agarró para volver a bordo.
—¡Grasa de oropéndola para todas las tripulaciones! —ordenó Pianjy.
Todos se untaron con el valioso producto y las moscas cesaron en sus ataques. Pero el rey advirtió otro peligro: cuando el viento era débil, la superficie del río se rizaba ligeramente.
Un signo que no engañaba. Un signo que anunciaba bancos de arena a flor de agua.
—¡Haced que se detengan! —aulló un piloto.
Demasiado tarde para el barco de cabeza y el navío almirante, que chocaron con un banco y se embarrancaron. El resto de la flota logró evitar el obstáculo.
Sólo quedaba una solución: la sirga. Pianjy saltó al banco de arena y dirigió personalmente la maniobra, sin dudar en tirar del cable con tanta fuerza que multiplicó la de los marinos.
Y el paso de la isla de Argo pronto fue solamente un mal recuerdo.
Superaron sin dificultades la tercera catarata. La flota nubia se deslizó entre amontonamientos de granito y pórfiro antes de descubrir un extraño paisaje donde la arena era gris y las rocas negruzcas. Algunos antílopes huyeron dando graciosos saltos por encima de los raros matorrales de una desolada sabana.
Luego, otra vez el ocre de la arena, el verde tierno de las palmeras, las riberas cubiertas de limo rojizo que poseía el secreto de la fertilidad. Intensa fue la emoción de Pianjy cuando su camino pasó ante los parajes donde se levantaban los templos de Soleb y de Sedeinga. Celebraban el amor que Amenhotep III había sentido por su esposa, Tiyi, y el carácter sagrado de la pareja real.
El rey abrazó a Abilea.
—Amenhotep III hizo edificar también el templo de Luxor, uno de los florones de Tebas, en un tiempo en que las Dos Tierras estaban unidas, eran ricas y alegres.
—Si conseguimos vencer a Tefnakt, ¿por qué no va a resucitar esa época feliz?
—Nunca hemos librado, aún, una guerra de esa magnitud, Abilea. ¿Bastará el valor de los nubios? —No eres hombre para dudar de ello.
—No dudo, puesto que no tengo alternativa. ¿Pero cuántas muertes se producirán antes de que podamos deponer las armas? Tefnakt ha cometido una grave falta al turbar la frágil armonía del Norte, pero me ha sacado de mi letargia. Estaba equivocado, Abilea, al creer que los príncipes libios se limitarían a sus territorios respectivos y acallarían sus insensatas ambiciones. Estaba equivocado… Nunca hay que confiar en hombres ávidos de poder. Y los cobardes, como los príncipes Peftau y Nemrod, no son menos peligrosos, pues traicionan a la primera ocasión. Me equivoqué pensando que el temor bastaría para mantenerles en la rectitud. Tal vez deberías regresar a Napata, Abilea.
—Quiero vivir contigo esta prueba. Y si hay que morir para defender nuestra causa, estaré a tu lado.
La mangosta saltó al hombro de Pianjy, como para demostrarle que también ella estaba dispuesta al combate.
La precipitada llegada de Cabeza-fría, que corría por la resbaladiza cubierta con el peligro de romperse el cuello, no presagiaba nada bueno.
—¡Una catástrofe, majestad! Y es culpa mía…
—¿Qué error has cometido?
—No comprobé todas las cajas de amuletos… ¡Y una de ellas sólo contenía alfarería! Varios marinos carecerán de protección mágica, ¡y se niegan a continuar!
—Cálmate —le recomendó la reina Abilea—. Yo distribuiré los de mis sirvientas, que tienen de sobras.
Amuletos de cerámica, de cuarcita, de cornalina, de jaspe rojo o serpentina que tenían la forma de una mano, un pilar, una esfinge, un ojo de halcón, una cabeza de hipopótamo… Cabeza-fría se tranquilizó. Puesto que cada miembro de la expedición estaría protegido de las fuerzas hostiles, forzosamente llegarían a buen puerto.