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—Una decepción —dijo Yegeb, que se frotaba los hinchados tobillos con un ungüento compuesto por harina de trigo, carne grasa, juncia olorosa y miel—. ¿Estás seguro de que nuestro hombre lo ha hecho bien?

—Seguro —respondió Nartreb irritado—. Ha tenido la impresión de que Akanosh estaba dispuesto a traicionar. Pero esta noche no ha venido al arsenal.

—¡Puesto que ha comprendido que le tendíamos una trampa, está reducido a la impotencia! Sabiéndose espiado día y noche, no podrá comunicarse en modo alguno con el enemigo. En el fondo, el resultado no es tan malo.

Un centinela entró como una tromba en la habitación de ambos consejeros.

—El enemigo… ¡El enemigo está a las puertas de Herakleópolis!

Con los ojos clavados en la fortaleza, Lamerskeny devoraba su quinta cebolla cruda.

—Hermoso animal —decidió—, pero demasiado grande para nosotros.

—Pianjy nos ordenó apoderarnos de ella —se obstinó Puarma.

—No conocía el lugar… A la izquierda, el canal dominado por el enemigo; a la derecha, el río cerrado por sus barcos… En el centro, esta plaza fuerte en cuyas murallas hay centenares de arqueros libios. ¿Cuántos coaligados habrá en su interior? Si Tefnakt está presente, sus tropas se sentirán invencibles.

A ochenta kilómetros al sur de Menfis, Herakleópolis reinaba sobre una región próspera. Un espacio entre las colinas, al borde del desierto, había permitido excavar un canal que unía el Nilo a la rica provincia del Fayyum. En su principal santuario, protegido por un dios carnero, había una alberca que contenía el agua primordial de la que había brotado la vida.

La dulzura de la campiña y la brisa que hacía espejear las aguas del Nilo no incitaban al combate.

—¿Has perdido acaso tu legendario valor, Lamerskeny?

—Me complace ser un héroe vivo. Y cuando el brazo de madera me pica como si fuera todavía de carne, sé que me estoy metiendo en un mal paso.

—¡Pero no vamos a retroceder a fin de cuentas!

—Hay varios medios de avanzar, Puarma.

—Explícate.

—Puesto que Tefnakt está convencido de que vamos a lanzarnos al asalto de la ciudad, habrá situado ahí sus mejores hombres. Por el lado del Nilo, no tenemos barcos suficientes para romper su bloqueo. En cambio, podemos apoderarnos del canal.

—Es el objetivo menos interesante.

—De acuerdo, pero esa pequeña conquista debería provocar una reacción. Y eso es lo que quiero explotar.

En lo alto de la torre central de Herakleópolis, al abrigo de unos paneles de madera calada que protegían de las flechas enemigas, el príncipe Peftau lucía una amplia sonrisa.

—¿No son notables las fortificaciones de mi ciudad, general?

—Has trabajado bien —reconoció Tefnakt.

—¡Pianjy creía que os impedirían apoderaros de mi ciudad! Y hoy esta precaución se vuelve contra él. Los nubios están desamparados… Su miserable cuerpo expedicionario no sabe ya qué hacer.

—Se retiran —advirtió Aurora, que mostraba una dignidad casi austera con su larga túnica roja desprovista de cualquier adorno.

La risa aguda y nerviosa de Peftau agredió los oídos de la muchacha.

—¡Tienen miedo, los famosos guerreros nubios están muertos de miedo! ¡Hay que propagar esta noticia por todo Egipto! ¡Pondrá fin a la reputación de invencibilidad de Pianjy y su nombre ya no asustará a nadie!

—Mirad —recomendó Aurora—, se dirigen hacia el este.

—Es estúpido —dijo Peftau—. ¿Por qué dirigirse a las colinas?

—¡Tú eres el estúpido! —rugió Tefnakt—. Van a atacar el canal.

El viejo dignatario farfulló.

—Aun así, señor… Su pérdida no tendría mucha importancia.

Puesto que los nubios se contentan con tan poca cosa —pensó Tefnakt—, ha llegado el momento de dar un duro golpe al cuerpo expedicionario.

—Vamos a hacer una salida —decidió.

Los arqueros de Puarma demostraron una notable eficacia. Más de una flecha de cada dos hirió al enemigo, en la cabeza o en el pecho. Una sola salva bastó para dispersar a la guardia libia, compuesta por jóvenes reclutas inexpertos, presas inmediatamente del pánico.

El propio Puarma se encargó de degollar al oficial que intentaba alentar a sus soldados, que estaban al borde de la desbandada.

Mientras sus infantes eliminaban con la lanza a los últimos libios, cuyos cadáveres cayeron en el canal, Lamerskeny permanecía impasible, pues consideraba inútil mezclarse en tan mediocre pelea.

De pronto, aprestó la oreja.

—¡Ya está! Acaban de abrir la puerta grande de la ciudad e intentan una salida para hacernos pedazos. Puarma miró hacia Herakleópolis.

—Diríase que… no utilizan carros. Sólo infantería.

—¿Están en su lugar los arqueros?

—En los matorrales, a ambos lados de la llanura.

—Yo me encargo del choque frontal. En cuanto me bata en retirada, te tocará a ti.

Con su peinado tripartito y su ancha trenza central enrollada en la parte inferior, con sus dos grandes plumas curvas plantadas en los cabellos, sus tatuajes en el pecho, el abdomen, los brazos y las piernas, su tahalí cruzado sobre los pectorales y su estuche fálico, los libios podían aterrorizar a cualquier adversario, pero no a Lamerskeny y sus guerreros nubios.

Manejando una corta y ligera hacha de doble filo, el capitán del brazo de acacia cortó cuellos y antebrazos a tal velocidad que, casi por sí solo, detuvo el impulso del regimiento que salía de Herakleópolis. Con el canto vaciado, fabricado con tres espigas que sobresalían hundiéndose en el mango y sólidamente atadas, el arma de Lamerskeny hacía estragos mientras su brazo articulado rompía cráneos.

Pasado el efecto de la sorpresa, los libios, al mando de un jefe de clan que se había embriagado con aguardiente de palma antes de lanzarse al ataque, reanudaron su avance.

—¡Retirada! —aulló Lamerskeny.

El capitán protegió por unos instantes a sus hombres, que corrían hacia la parte estrecha de la llanura, y luego les imitó.

Lanzando gritos de victoria, los libios les persiguieron.

Fueron presa fácil para los arqueros de Puarma. Y el resto del cuerpo expedicionario golpeó el flanco izquierdo del regimiento enemigo partiéndolo en dos, mientras Lamerskeny, remontando a toda velocidad la columna enemiga con sus mejores elementos, le cortaba cualquier posibilidad de retirada.

La salida de los libios terminaba en un humillante fracaso. Pero Lamerskeny no pensaba limitarse a eso y aumentó su ventaja.

—¡Al Nilo! —ordenó.

Arqueros e infantes se lanzaron al asalto de los barcos, que fueron atacados simultáneamente por la flotilla nubia. Superiores en número, exaltados por su éxito, los hombres de Pianjy vencieron fácilmente e incendiaron los barcos de Tefnakt.

—¡A Herakleópolis ahora! —decidió Puarma.

—¡No —objetó Lamerskeny—, mira!

Las murallas intactas, los numerosos arqueros y los relinchos de los caballos dispuestos a tirar de los carros que se acumulaban al norte de la ciudad… el grueso del ejército de Tefnakt estaba intacto.

—Ha sido sólo un arañazo —estimó Lamerskeny.