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—¿Sois los capitanes Lamerskeny y Puarma? —preguntó la aparición.

—¡Lamerskeny soy yo! Siempre he venerado a los dioses, a las diosas sobre todo… Puarma, en cambio, es un incrédulo. No es digno de escucharos.

La aparición sonrió. Los rasgos de su rostro eran tan delicados que Lamerskeny se sintió intimidado.

—¿Sois la Divina Adoratriz? —preguntó Puarma.

—No, sólo su intendente. Su majestad está gravemente enferma y ya no sale de su alcoba. Por eso me ha pedido que os reciba y os informe antes de que habléis con vuestros colegas.

—¿Informarnos?… ¿Sobre qué?

—Venid, os lo ruego.

La hermosa sacerdotisa condujo a los dos oficiales hasta los dominios temporales de la Divina Adoratriz, que comprendían una capilla, sus aposentos privados y los despachos de los escribas. Introdujo a sus huéspedes en uno de ellos.

Fascinado, Lamerskeny no podía apartar los ojos de ella.

—¿Cómo os llamáis?

—Mejorana.

—¿Estáis casada?

—Ni la Divina Adoratriz ni las sacerdotisas que están a su servicio se casan. ¿Os interesan las cuestiones religiosas, capitán Lamerskeny?

—Me apasionan.

—Tengo una triste noticia que comunicaros. El comandante de la base militar de Tebas murió hace cuatro días.

—Lo siento por él. ¿Quién le sustituye?

—Eso es lo que quisiera saber, enseguida, la Divina Adoratriz, porque está preocupada por la seguridad de Tebas. Puesto que vuestra llegada fue anunciada, la ciudad espera saber cuál de vosotros dos tomará el mando de la tropa.

Lamerskeny y Puarma se miraron atónitos.

—Ambos tenemos el mismo grado…

—La infantería es el arma más antigua y más tradicional —afirmó Lamerskeny—. Por consiguiente…

—El cuerpo de arqueros sólo reúne soldados de elite —objetó Puarma—. Así pues…

La disputa irritó a Mejorana.

—La Divina Adoratriz desea conocer las órdenes que os dio el faraón.

—Debíamos colaborar y ponernos a las órdenes del comandante —explicó Puarma.

Lamerskeny y Puarma discutieron durante más de una hora, arrojándose a la cara retahílas de retorcidos argumentos.

—¿Y si ejecutáramos sencillamente las órdenes de Pianjy? —propuso el capitán de arqueros—. Exige que compartamos el mando, ¡hagámoslo!

—Imposible.

—No tenemos otra salida.

A Lamerskeny le gustaba la acción, no las palabras.

—De acuerdo, pero hablaremos juntos con los hombres, en un estricto pie de igualdad, y no intentarás asentar tu autoridad a expensas de la mía con el pretexto de que manejas el arco.

—Paliemos la momentánea ausencia de mando y cumplamos nuestra misión. El faraón nos lo agradecerá. De lo contrario, su cólera será terrible.

—Por fin un argumento interesante… En el fondo, tienes razón, Puarma. Unamos nuestros esfuerzos para lograrlo. Pero déjame a mí la iniciativa, tú no eres capaz de ello.

Los soldados acuartelados en Tebas no resultaron fáciles de convencer. En primer lugar, añoraban a su comandante y exigieron llevar su luto durante varios días aún, con una prima cuando se levantara. Luego, sólo conocían a Puarma y Lamerskeny de nombre, y desconfiaban de esos nuevos jefes. Y, finalmente, se habían acostumbrado a gozar de una paz bastante confortable y no tenían el menor deseo de combatir, tanto menos cuanto Tefnakt no amenazaba Tebas. Por lo tanto, la mejor solución consistía en esperar nuevas órdenes de Napata. Como portavoz de la tropa, un suboficial presentó incluso una lista de agravios referentes a la calidad de la comida, a la de los uniformes y al número de días de vacaciones.

Puarma temió que Lamerskeny le rompiera el cráneo con su brazo de madera, pero el capitán de infantería permaneció mudo.

Tefnakt acarició muy lentamente los pechos desnudos de Aurora.

—Eres una bruja… ¿Cómo lo has hecho para embrujarme?

—Fuiste tú el que me embrujó, puesto que comparto tu ideal. Reconquistar el país, hacerlo poderoso como antaño, ¿existe tarea más exaltante?

Tefnakt se había enamorado de un cuerpo de mujer de conmovedoras curvas e ingenuo ardor, y no se cansaba de explorarlo. Aurora respondía a sus caricias, pero no dejaba de hablarle del gran proyecto que ella había hecho suyo con devoradora pasión.

—¿Tienes hijos? —le preguntó.

—En Sais tenía varias mujeres a mi disposición, pero no amaba a ninguna. Me han dado hijos… Las muchachas se quedaron en el Norte, dos de mis hijos en edad de combatir son oficiales en mi ejército. Ninguno será capaz de sucederme. Después de mí, nuestro hijo subirá al trono.

Aurora tomó su rostro entre las manos.

—Te amo, Tefnakt. Te amo porque tu corazón alienta una gran visión. Pero no quiero hijos antes de que seas faraón y las Dos Tierras inclinen la cabeza ante ti.

La determinación de Aurora impresionó a Tefnakt. No estaba hecha de la misma pasta que las demás mujeres a las que había conocido y, de vez en cuando, incluso le daba miedo.

—Como quieras…

Para agradecerle su asentimiento, le cubrió de besos con el ardor de una leona decidida a devorar a su presa. Poco inclinado a desempeñar el papel de víctima, Tefnakt obligó a Aurora a tenderse de espaldas y recuperó la iniciativa.

Llamaron a la puerta de la alcoba.

—¿Quién se atreve? —gritó Tefnakt.

—Yegeb, señor. Una noticia importante, muy importante.

—¿No puede esperar?

—No lo creo.

El general abrió la puerta. Yegeb se inclinó.

—Nuestra red de espionaje acaba de comunicarnos que el comandante de la guarnición de Tebas ha muerto. El cuerpo expedicionario ha llegado, pero la confusión lo mantiene inmóvil. Los oficiales de Pianjy se desgarran entre sí, nadie es capaz de dar una orden clara y no se iniciará movimiento de tropas alguno antes de que Napata formule nuevas instrucciones. ¿No es una ocasión soberbia?

Los ojos de Tefnakt llamearon.

—Atacar Tebas por el Nilo y causar graves pérdidas a la guarnición… ¡Sí, ha llegado el momento!

—Habíamos definido otra estrategia —le recordó Aurora, indiferente a la presencia de Yegeb, que miró el cuerpo de la muchacha con un interés en el que se mezclaba el asco.

—Es necesario saber adaptarse a las circunstancias, ¡podemos lograr una ventaja decisiva! Que una primera oleada de asalto, al mando de un jefe de clan, embarque inmediatamente.