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Una estación favorable, una corriente poderosa, embarcaciones rápidas y excelentes pilotos; se habían reunido todas las condiciones para que el viaje fuera fácil. Al cabo de tres semanas, el cuerpo expedicionario al mando de los capitanes Lamerskeny y Puarma había llegado a su primer destino, Tebas, la Poderosa, ciudad del dios Amón.

Para no tener que dirigirse la palabra, ambos oficiales no habían hecho el trayecto en el mismo barco. Sin embargo, juntos habían recibido las órdenes del faraón negro, que exigió que se pusiera en marcha una estrategia muy precisa para terminar con la ofensiva de Tefnakt. Lamerskeny objetó que las condiciones que encontrarían sobre el terreno podían modificar mucho la teoría, Puarma le prometió al soberano que sería su brazo armado y no tomaría ninguna iniciativa personal.

Si no hubiera habido buenos combates en perspectiva, Lamerskeny habría derribado a Puarma con su brazo de madera de acacia. Pero el capitán había conseguido controlarse y se había apaciguado, entre Napata y Tebas, gracias al ardiente afecto de dos jóvenes nubias a las que había hecho embarcar clandestinamente, violando así el reglamento. Las hermosas se sentían tan felices con la idea de ser bailarinas en una casa de cerveza de la gran ciudad del Sur que se prestaron con entusiasmo a todas las fantasías del héroe.

Al acercarse a la ciudad, unos barcos del ejército les cerraron el paso. La flotilla nubia se inmovilizó.

Por un instante, Lamerskeny creyó que Tefnakt se había apoderado de Tebas y que tendría que librar una batalla de uno contra mil. Pero la presencia de un oficial nubio en la proa del navío almirante le tranquilizó.

Puesto que no deseaba cederle al capitán de infantería el privilegio de aquel primer contacto, Puarma se había reunido con él saltando de borda en borda.

—Un recibimiento bastante extraño, ¿no?

—¿Están en sus puestos tus arqueros?

—Estamos en Tebas y…

—¡Qué se mantengan dispuestos, cabeza de chorlito! Estamos, sobre todo, en guerra y puede suceder cualquier cosa en cualquier momento.

Vejado, Puarma dio de todos modos la orden. El oficial de marina evaluó a los recién llegados.

—Identificaos.

—Lamerskeny, capitán de infantería. Y éste es mi colega Puarma, capitán de arqueros.

—Tengo orden de llevaros al templo de Karnak.

—¡Qué significa esa historia! —protestó Lamerskeny—. Somos soldados, no sacerdotes. Queremos ver inmediatamente al comandante de la guarnición.

—Aquí manda la Divina Adoratriz. Ella me ha dado una orden y la cumpliré.

Puarma sujetó la muñeca de Lamerskeny, que parecía dispuesto a desenvainar su espada.

—De acuerdo, os seguiremos.

Ambos capitanes fueron recibidos en un pesado bajel de guerra ocupado por un centenar de marineros.

—No vuelvas a hacerlo nunca —le dijo Lamerskeny a Puarma— o te romperé el brazo.

—Ha sido por tu bien, cabeza de chorlito. Recuérdalo: debes combatir contra nuestros enemigos, no contra nuestros amigos.

La visión de Karnak acalló la querella.

Estupefactos, ambos capitanes descubrieron los inmensos dominios sagrados de Amón-Ra, el rey de los dioses, rodeados por una alta muralla de la que sobresalían las puntas de los obeliscos cubiertos de oro. El templo de Napata era imponente, es cierto, pero éste superaba todo lo que la imaginación podía concebir. Durante siglos y siglos, los faraones habían ampliado y embellecido aquel santuario que llevaba el nombre de El que fija el emplazamiento de todos los templos. La vida se había manifestado allí, por primera vez, en forma de un islote emergido del océano primordial y, desde entonces, nunca el soplo de Amón había dejado de manifestarse hinchando la vela de las embarcaciones.

—¡Rayos y truenos… qué formidable fortaleza podría hacerse! —exclamó Lamerskeny.

Puarma tenía los ojos clavados en el pilono de acceso que representaba, a la vez, las montañas de Oriente y Occidente, y las diosas Isis y Neftis. Entre ellas, y gracias a ellas, el sol renacía cada mañana.

—Los dioses edificaron Karnak —murmuró el capitán de arqueros—, no los hombres.

Un sacerdote de cráneo afeitado condujo a los emisarios de Pianjy hasta una puerta aneja al recinto, donde un ritualista de rostro severo les preguntó sus nombres.

—¿Habéis tocado a una mujer en los tres últimos días?

—Claro que no —mintió Lamerskeny—. Venimos de Napata, en barco, y a bordo sólo había militares.

—En ese caso, podéis cruzar la puerta.

—Nos envía el faraón para luchar contra los libios y no podemos perder tiempo.

—Seguidme.

El hombre del brazo articulado lanzó un suspiro de exasperación. Estaban en Karnak y era preciso soportar los caprichos de los religiosos.

Con lentos pasos, otra razón para que Lamerskeny se enojara, el sacerdote condujo a sus visitantes hasta el lago sagrado. Puarma estaba fascinado por el esplendor de los templos coloreados que parecían encajarse unos en otros, mientras Lamerskeny se dejaba hechizar por unos suaves perfumes que le recordaban a exquisitas amantes.

El tamaño del lago dejó pasmados a los dos oficiales. Centenares de golondrinas sobrevolaban la azulada superficie en la que, durante las fiestas, los sacerdotes hacían navegar barcas en miniatura.

—Quitaos la ropa —ordenó el sacerdote.

—¿Nos permitís nadar? —preguntó Lamerskeny.

—Debéis purificaros.

—¡No pensamos convertirnos en sacerdotes!

—La regla exige que cualquier persona admitida en el templo, aunque sólo sea temporalmente, sea purificada. Desnudaos, bajad lentamente hacia el lago tomando la escalera de piedra, entrad en el agua, permaneced inmóviles unos instantes y recogeos orientando vuestro espíritu hacia la luz.

—Conservaré mi espada —exigió Lamerskeny.

—Ni hablar, las armas deben depositarse en el umbral del templo.

—Vamos allá —recomendó Puarma.

Cuando Lamerskeny se quitó la tosca camisa, el sacerdote no pudo disimular su asombro.

—Extraño brazo, ¿eh? Antes de salir de Napata, hice reforzar el armazón de madera con metal, y el especialista de los carros untó el conjunto con resina.

Desnudos, ambos soldados se purificaron en el lago sagrado. Luego les vistieron con un taparrabos de lino de reluciente blancura, les afeitaron y les perfumaron con incienso.

—Ante Dios —recomendó el sacerdote—, no alardeéis de poseer el poder. Sin él, el brazo carece de fuerza; Dios convierte al débil en fuerte, él permite que un solo hombre pueda vencer a mil.

Siendo ya «sacerdotes puros», el primer peldaño de la jerarquía religiosa, Lamerskeny y Puarma fueron invitados a derramar un poco de agua santa sobre los alimentos depositados en los altares y a recitar un texto ritual dirigido a Amón: «Muéstranos el camino, permítenos combatir a la sombra de tu poder.»

—Ahora —dijo el sacerdote—, podéis penetrar en la gran sala de columnas.

Ambos oficiales quedaron sin aliento.

La sala, construida por Seti I y Ramsés II, se componía de gigantescos papiros de piedra en los que se desplegaban coloreadas escenas que mostraban al faraón haciendo ofrendas a los dioses. Practicadas en las enormes losas del techo, unas pequeñas aberturas dejaban pasar rayos de luz.

Y precisamente en uno de esos haces vio Lamerskeny una aparición: una muchacha que vestía una larga túnica blanca con tirantes, y que llevaba los pechos cubiertos por un chal amarillo pálido.

—¡Una diosa! —balbuceó—, es una diosa.