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Tefnakt entró en Hermópolis a la cabeza de sus tropas y fue aclamado por la población de la ciudad, a la que el príncipe Nemrod se había dirigido una hora antes para anunciar que había evitado un sangriento conflicto y que el porvenir se presentaba muy feliz. Las dificultades cotidianas, el aumento de los impuestos, la inflación, las malas crecidas, las enfermedades de los niños… Todas esas desgracias eran causadas por un solo hombre: Pianjy, el faraón negro. Durante varios años, Nemrod había luchado en vano para escapar de su tiranía; gracias a Tefnakt, el futuro faraón de Egipto, el pueblo conocería una nueva era de prosperidad.

¿Por qué es tan crédula esa pobre gente?, se preguntaba Akanosh, cuyo caballo trotaba junto al de los demás príncipes libios, encantados con ese éxito fácil debido al genio militar de Tefnakt, cuya autoridad ya nadie pensaba discutir. Al apoderarse de Hermópolis, se adueñaba del Medio Egipto, se aseguraba la cooperación de notables escribas y aumentaba de modo considerable el poderío de su ejército.

Esta vez no podía ya hablarse de una simple expedición o una hazaña sin futuro. Tefnakt adoptaba realmente la estatura de un conquistador, y otra pregunta obsesionaba a Akanosh: ¿Por qué no reacciona Pianjy?

O no había recibido su mensaje o no evaluaba bien la gravedad del peligro.

Ahora el camino de Tebas quedaba abierto.

Nemrod había dispensado a su nuevo dueño un recibimiento digno de un jefe de Estado: quiosco con elegantes columnas de madera dorada para protegerle del sol, trono con patas de león decorado con palmeras, pequeña banqueta que tenía la forma de un nubio tendido y vencido para apoyar los pies… El mensaje era claro: el príncipe de Hermópolis consideraba a su vencedor como el nuevo faraón de Egipto, al que sólo le faltaban ya los ritos oficiales de coronación.

Con peluca, perfumado con esencia de rosa, luciendo un amplio collar de turquesas sobre su túnica de fino lino, calzado con elegantes sandalias, Nemrod se inclinó ante Tefnakt.

—Esta ciudad es ahora tuya, señor. Ordena y te obedeceré, si me concedes el inmenso privilegio de seguir gobernándola.

—Eres un hombre razonable, Nemrod. Y en tiempos de guerra es una virtud rara y muy valiosa. ¿Quién conoce mejor que tú esta antigua y gloriosa ciudad?

Nemrod se arrodilló y besó las grebas de Tefnakt que, por su parte, vestía una coraza y un casco.

—Gracias, señor, podéis contar con mi absoluta fidelidad.

—Levántate, vasallo.

El príncipe de Hermópolis lanzó una ojeada a Aurora, que se mantenía un paso por detrás de Tefnakt.

—La inteligencia y la belleza de vuestra embajadora…

—Es mucho más que eso, Nemrod. Aurora es la futura reina de Egipto.

Una sonrisa asombrada y, al mismo tiempo, arrobada, iluminó el rostro de la muchacha. La herida infligida por la muerte de su padre estaba aún abierta, pero sucumbía bajo el encanto de aquel conquistador convencido de la justicia de su causa. Había despertado en ella el mismo fuego y, aunque el odio no había desaparecido de su corazón y rivalizaba con una admiración cercana al amor, tenía ganas de ayudarle. Tefnakt no la había engañado: gracias a su intervención, se habían salvado miles de vidas. Al día siguiente, en Tebas, Aurora intentaría la misma gestión diplomática. Tal vez la Divina Adoratriz comprendiera que el faraón negro era un mal señor y que oponerse a Tefnakt suponía traicionar a Egipto.

Ser reina… Aquel pensamiento se deslizó sobre Aurora como un bálsamo. Ella, que sólo había vivido el instante, sin nunca pensar en el porvenir, perdía de pronto la ligereza de la infancia. Un verdadero espanto, es cierto, pero también un gran deseo de vivir, de ser útil, de demostrar la misma decisión que Tefnakt.

Durante el primer banquete organizado para celebrar la liberación de Hermópolis, Aurora se colocó a la izquierda de Tefnakt. El conquistador precisaba así, ante todos, el rango atribuido a la muchacha. Pese a la atracción que sentía, Nemrod evitó cortejarla.

—Siento abordar tan rápidamente las cosas serias y aburridas —murmuró Nemrod al oído de Tefnakt—, pero en lo que se refiere al sistema impositivo preconizado por Pianjy… ¿Deseáis cambiarlo?

—De momento prevalece la economía de guerra. Mis consejeros Yegeb y Nartreb te comunicarán sus exigencias y regularán los detalles.

—Por lo que se refiere a mis ganancias personales…

—Has actuado bien, auméntalas. ¿Y tu armamento?

—Cuidado con esmero.

—¿Están tus soldados dispuestos a combatir?

—Arqueros de elite e infantes… Profesionales de primera categoría que infligirán graves pérdidas a los nubios.

—Goza de tu fortuna, Nemrod, y no te preocupes ya de nada.

La esposa nubia de Akanosh lloraba.

—Yegeb y Nartreb aplican aquí los mismos métodos que en Herakleópolis. Los ancianos y los enfermos son sistemáticamente exterminados, al igual que quienes se atreven a dudar de los proyectos de Tefnakt. ¿Pero por qué sigue mudo Pianjy? ¡Tendría que enviar a su ejército tebano para aniquilar a esos monstruos!

Akanosh estaba hundido.

—Tal vez el sacerdote tebano que debía informarle no ha llegado a Napata. Tengo que ocuparme personalmente de la misión.

Ella le tomó en sus brazos.

—¡No, Akanosh! ¡No te dejarán salir de esta ciudad, sospecharán de ti, serás detenido y torturado! El príncipe libio agachó la cabeza.

—Tienes razón, sería una locura. Pero queda una posibilidad, los sacerdotes de Thot no pueden aceptar semejante situación.

—¿Conoces a alguno?

—No, pero debemos correr el riesgo. Ve a quejarte al laboratorio del templo, diles que la casa que nos han atribuido está invadida por las pulgas y que necesitamos aceite esencial de poleo, la menta silvestre, para librarnos de ellas. Dado mi rango y el producto exigido, nos enviarán a un especialista.

El especialista era un sacerdote de edad madura que llevaba su redoma de aceite de poleo con el mayor cuidado. Moviéndose lentamente, inspeccionó las estancias de recepción de la villa de Akanosh.

—Príncipe, estoy sorprendido… La villa parece estar en perfecto estado y no descubro la presencia de pulgas.

Akanosh se arriesgó.

—¿Seguís siendo fiel a Pianjy?

—Responder podría costarme la vida…

—No desconfíes de mí. Soy un jefe de clan libio, es cierto, y obedezco a Tefnakt. Si es preciso, combatiré a su lado. Pero no puedo admitir que sus esbirros se comporten como torturadores y martiricen a la población. Me parece, pues, necesario avisar a Pianjy. Tal vez estalle una guerra implacable, tal vez, y así lo espero, la situación se inmovilice de nuevo. Al menos los civiles estarán a salvo y la tiranía de Tefnakt no seguirá extendiéndose.

—¿No os hacéis así culpable de alta traición?

—Escucho la voz de mi conciencia. ¿Puede el templo de Thot enviar un mensaje a Pianjy para avisarle de que Hermópolis ha caído en manos de Tefnakt?

—Tomad esta redoma de aceite de poleo, príncipe Akanosh, y verted el contenido en vuestra morada. ¿Acaso no me habéis reclamado para luchar contra una especie perjudicial?