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Próximo ya a la cincuentena, el príncipe Nemrod se sentía orgulloso de sí mismo y de sus éxitos. Su existencia había sido una larga serie de goces, desde su feliz infancia en un palacio maravilloso, donde había sido mimado por abnegados servidores, hasta el día en que heredó de su padre la rica y envidiada ciudad de Hermópolis. Primero en la escuela de los escribas, excelente tirador de arco, jinete emérito, dotado de una salud de hierro, Nemrod siempre había seducido con facilidad a las más hermosas mujeres. Nunca aguantaba a una amante más de seis meses; y además era preciso que fuera silenciosa y no le importunara. Para no contrariar la moral convencional, Nemrod se había casado con una aristócrata que permanecía confinada en sus aposentos y se limitaba a una lujosa ociosidad.

A decir verdad, el príncipe se aburría. Le habría gustado reinar en Menfis. Allí la vida era animada, la influencia del Norte aumentaba, era fácil lanzarse a asuntos más o menos turbios donde no estaba ya en vigor la antigua ley de Maat. Aquí, en Hermópolis, la ciudad sagrada de Thot, el dios que había revelado a los hombres el secreto de los jeroglíficos y las ciencias sagradas, la tradición era asfixiante.

El gran templo de Thot, casi tan vasto como el de Amón-Ra en Karnak, albergaba a sabios de alto linaje: ritualistas que se inspiraban en los textos antiguos, astrónomos y astrólogos, médicos y cirujanos, magos, perfumistas, arquitectos que profundizaban, día tras día, en unas investigaciones que dejaban a Nemrod indiferente.

Obligado, de vez en cuando, a recibir a los representantes de esos eruditos, fingía escuchar con atención sus aburridos discursos mientras pensaba en la soberbia hembra que esa misma noche metería en su cama tras una suculenta cena. Al día siguiente, pasearía en carro por la decimoquinta provincia del Alto Egipto, que estaba bajo su jurisdicción, o navegaría por el Nilo bebiendo cerveza dulce.

Nemrod confiaba cada día su cuerpo al masajista, al barbero, al peluquero, al manicuro y al pedicuro. Elegía personalmente sus pelucas, sus ropas y sus perfumes, y acechaba el menor signo de envejecimiento. Gracias a los bálsamos que una sierva aplicaba con delicadeza sobre su piel, al príncipe no le afligía arruga alguna.

El tecnicismo de los escribas de su administración liberaba a Nemrod de cualquier problema de gestión; su provincia era fértil; el control de las cosechas, riguroso; y los impuestos se recaudaban perfectamente. Así pues, el príncipe se limitaba a un examen superficial de los informes cifrados que le eran entregados y no contenían error alguno. Su única preocupación verdadera era la manutención del regimiento que Pianjy había puesto a sus órdenes. Se componía de arqueros de elite y soldados de infantería, capaces de rechazar un asalto. A intervalos regulares, Nemrod hacía reforzar las fortificaciones que los ingenieros cuidaban.

Una existencia apacible, demasiado apacible… Egipto estaba bloqueado. Al Norte, los príncipes libios y la anarquía; al Sur, la ciudad santa de Tebas, tan encerrada en sus tradiciones como Hermópolis. Y en las soledades de Nubia, alejado de la civilización, Pianjy, cuyo nombre bastaba para aterrorizar a sus adversarios.

Cuando Nemrod se enteró de que Herakleópolis había sido atacada, no lo creyó. Una más de aquellas fanfarronadas tan habituales de los libios. Y, luego, la confirmación… Peftau había sido incapaz de resistir a Tefnakt.

Tefnakt… Nemrod nunca habría imaginado al ardiente príncipe de Sais como jefe de coalición y brillante estratega. Y su juicio era exacto, puesto que no se había atrevido a atacar Hermópolis. Tras un período de descanso y borracheras en Herakleópolis, el ejército libio no había avanzado hacia la región tebana, donde las tropas de Pianjy lo habrían hecho pedazos, y había retomado el camino del Delta. Era, por lo tanto, un episodio sin importancia. Herakleópolis volvería a estar bajo la égida de Peftau, que se proclamaría, de nuevo, súbdito del faraón negro, y el inmovilismo volvería a tener fuerza de ley.

Nemrod seguiría sufriendo las jeremiadas de los campesinos y los artesanos que se quejaban del aumento de las tasas y de sus condiciones de trabajo, cada vez más difíciles. Respondería endureciendo la legislación y, al menor intento de insumisión, enviaría a la policía para restablecer el orden. En fin, el tedio.

Nemrod elegía un vino para la cena cuando el jefe de su estado mayor solicitó audiencia. El hombre tenía sangre fría; no turbaba de ese modo el protocolo sin serios motivos.

—¡Príncipe Nemrod, estamos sitiados!

—No es posible… El ejército de Pianjy, sólo puede ser el ejército de Pianjy que viene a protegernos.

—No son soldados nubios.

—Pero entonces…

—El ejército de Tefnakt. He puesto a las tropas en estado de alerta.

—¿Somos realmente capaces de defendernos?

—Los atacantes son numerosos, pero podremos resistir. Las cisternas están llenas, las reservas de alimentos son abundantes. Como van a perder muchos hombres, tal vez renuncien.

—Cada cual a su puesto.

Cuando la muchacha que vestía una larga túnica verde con tirantes e iba tocada con una peluca negra, muy sobria, se adelantó, sola, hacia la gran puerta fortificada de Hermópolis, los arqueros, desconcertados, esperaron órdenes.

Bien escoltada, Aurora fue llevada al palacio de Nemrod.

—¿Quién eres?

—La hija de un oficial de Herakleópolis, muerto a manos de Tefnakt.

—¿Y… te ha liberado?

—Soy su embajadora.

—¿Te burlas de mí?

—Los soldados de Herakleópolis están ahora a las órdenes de Tefnakt, que ha decidido apoderarse de tu ciudad.

—¿No es muy presuntuoso?

—Podríais creerlo, príncipe Nemrod, disuadiros es el objetivo de mi misión. He comprendido que Tefnakt intentaba salvar Egipto de la decadencia y devolverle su grandeza de antaño. Si seguís sirviendo a Pianjy, vuestra ciudad será destruida y desapareceréis con ella.

—¿Qué otra solución me ofrece Tefnakt?

—Abrid las puertas de Hermópolis y sed su aliado. Vuestros soldados serán puestos a sus órdenes y la guerra de reconquista se orientará hacia el sur, hacia Tebas.

—Divertido intento de intimidación, muchacha… pero Hermópolis resistirá el asalto.

—Tefnakt está decidido. Irá hasta el final, sean cuales sean sus pérdidas. Hermópolis debe caer, Hermópolis caerá.

—Si le ofreciera mi ciudad, Tefnakt me eliminaría. ¿Por qué seguir soportando el yugo de ese Pianjy, que nunca sale de su Nubia y al que le importa un bledo el porvenir de Egipto mientras lo somete a esclavitud? Por su culpa ha desaparecido la prosperidad y se acentúa el marasmo. Bajo el reinado de Tefnakt, las Dos Tierras recuperarán la unidad perdida y quienes le hayan ayudado a triunfar serán recompensados.

Nemrod reflexionó. De hecho, el faraón negro era sólo un lejano tirano al que, en definitiva, no tenía que rendir cuenta alguna. Naturalmente, le había jurado a Pianjy que le sería fiel en cualquier circunstancia… Pero la situación de urgencia le liberaba de un juramento prestado a la ligera. Tefnakt estaba ante las puertas de Hermópolis, tenía un proyecto grandioso y le permitiría a Nemrod salir de su tedio y aspirar a otra existencia mucho más emocionante.

—Eres una embajadora muy convincente —le dijo Nemrod a Aurora—. No correrá la sangre, abro las puertas de Hermópolis al ejército de Tefnakt y me pongo a sus órdenes.