El capitán Lamerskeny se subía por las paredes. Organizar una expedición para dirigirse a Tebas parecía una hazaña irrealizable. Los servicios de intendencia rechazaban cualquier iniciativa y cada escriba se remitía a su superior, que se declaraba incompetente.
Al capitán ya sólo le quedaba forzar la puerta de Cabeza-fría para obtener una explicación clara. ¿Quería o no el rey una intervención armada contra Tefnakt?
En el despacho del escriba, Lamerskeny tuvo la desagradable sorpresa de encontrarse con Puarma, el capitán de los arqueros. Éste lució su musculatura como para demostrar a su rival que la fuerza estaba de su lado.
—Siento volver a verte, Puarma.
—¿Por qué has salido de tu cubil? Al parecer agarras una tajada tras otra.
—Mejor es ser un borracho que un estúpido y un fanfarrón.
—¡Salgamos y enfrentémonos con las manos desnudas!
—Ya basta —intervino Cabeza-fría—. ¡Tendréis que combatir, pero contra el enemigo, y juntos!
—Yo estoy dispuesto —afirmó Lamerskeny altivo—. ¿Por qué ese incapaz me pone piedras en el camino?
Puarma contempló al capitán de infantería con estupefacción.
—¿Pero qué estás diciendo? Yo he recibido una orden: partir hacia Tebas.
Una mueca deformó los labios de Lamerskeny.
—Debemos colaborar, ya lo sé.
—¡Me niego!
—Un oficial no puede negarse a obedecer las órdenes de su majestad —cortó Cabeza-fría ofendido por el comportamiento del capitán de los arqueros—. Otra insubordinación de este tipo y tendrás que defenderte ante un consejo de guerra.
La cara compungida de Puarma encantó a Lamerskeny.
—¿Quién será el superior, de nosotros dos?
—Tenéis el mismo grado, uno en la infantería y el otro en el cuerpo de arqueros. Durante el viaje, tendréis que entenderos. En Tebas, entregaréis vuestras órdenes al comandante de vuestras tropas.
—¿Por qué no partimos de inmediato?
—A causa de un mensaje que acaba de llegar —explicó Cabeza-fría—. Al parecer Tefnakt es menos ambicioso de lo que creíamos. Ha abandonado Herakleópolis y regresa hacia el Norte.
Lamerskeny se sintió cruelmente decepcionado.
—¡Pues bueno! La guerra ha terminado antes de haber comenzado… ¡Ese Tefnakt no vale nada!
—Sin embargo, permanecemos alerta —prosiguió el escriba—. ¿En qué estado habrá dejado Herakleópolis el enemigo? Si el príncipe Peftau no consigue restablecer el orden y proclamar de nuevo su ciudad vasalla de Pianjy, intervendremos. El faraón no permitirá que el Medio Egipto se suma en la anarquía.
—Dicho de otro modo, hay que seguir esperando —se lamentó Lamerskeny.
—Mis arqueros reanudarán el entrenamiento —afirmó Puarma.
—Sin duda lo necesitan. Mis infantes, en cambio, están ya en condiciones de ponerse en marcha.
Chepena[2], hija del faraón negro, era una magnífica muchacha de veinte años, de tez cobriza como su madre, esbelta y extraordinariamente elegante. Había sido iniciada, muy joven, en los misterios de la diosa Mut, la esposa de Amón. Al revés que las muchachas de su edad, no pasaba la mayor parte de su tiempo nadando, bailando, tocando música y dejando que los muchachos la cortejaran. En los talleres del templo, donde sirvió primero como ayudante de un ritualista, descubrió una pasión: la fabricación de perfume.
Tuvo que superar un temible examen ante un anciano sacerdote perfumista que la criticó severamente antes de reconocer sus dotes. Éste, deseando retirarse a una pequeña vivienda oficial, a la sombra del Gebel Barkal, aceptó revelarle sus secretos del oficio, haciendo que ganara así años de investigaciones y tanteos.
Chepena agradeció al especialista y a los dioses la concesión de semejante favor, y se sintió en deuda con ellos. En adelante, consagraría su existencia a mejorar continuamente los perfumes destinados a los santuarios y a las estatuas divinas. Cuando alguien penetrara en el templo, maravillosos aromas le encantarían el alma haciéndola ligera como un pájaro.
Puesto que el reino de Napata era rico y Pianjy exigía que se sirviera perfectamente a las divinidades, Chepena disponía de los productos más raros y más costosos, como mirra del Yemen, llamada «las lágrimas de Horus», incienso del país de Punt o aceite de moringa, dulce, incoloro y que no se enranciaba. Acababa de recibir una importante cantidad de styrax, importada de Siria e indispensable para fijar las fragancias. Y sus reservas contenían, en abundancia, aceite de lino y de balanites, grasa de buey, gomaresinas, bálsamos, gálbano de Persia, esencias de rosa y de lis, y sal para desecar sus preparados.
Para la siguiente fiesta de Amón, Chepena había decidido llenar unas redomas con el más maravilloso de los perfumes, el kyphi, tan difícil de conseguir. Sólo los maestros perfumistas se lanzaban a esa aventura que, muy a menudo, concluía en fracaso. Según las antiguas recetas, este perfume estaba compuesto por diez o doce productos, y algunos especialistas llegaban incluso a utilizar dieciséis. Chepena había elegido bayas de enebro, juncia olorosa, mirra seca, lentisco, cortezas aromáticas, resina, junco de Fenicia, styrax, orcaneta, fenugreco y pistacho. Tras haber respetado escrupulosamente las precisas proporciones, había majado larga y finamente el conjunto en un mortero, luego había tamizado el producto para obtener los tres quintos de la masa inicial. Había comprobado la finura del polvo y lo había mezclado con un vino excepcional, antes de coger miel, resina y serpentina para añadirlas, por fin, al polvo aromatizado.
—¿Lo has conseguido? —le preguntó Pianjy.
—Majestad, tu visita es un honor.
—¡Se habla tan bien de tu laboratorio! He querido comprobarlo por mí mismo.
Chepena destapó una redoma.
El rey se sintió inmediatamente transportado a un mundo irreal donde no existían pruebas ni sufrimientos. El poder del kyphi fabricado por su hija superaba todo lo que había conocido antes.
—Eres una hechicera, Chepena.
—¿Hay acaso tarea más exaltante que obrar para la satisfacción de los dioses?
Pianjy intentó olvidar la atracción del perfume.
—Tal vez podrías servirles de modo más notable y eficaz.
Una arruga de contrariedad marcó las mejillas de la muchacha.
—¿Tendré que abandonar mi oficio de perfumista?
—Claro que no… Pero habrá que añadirle otras funciones, igualmente exigentes.
—¡Padre, no te comprendo!
—Tu tía, la Divina Adoratriz de Tebas, es anciana y está muy enferma. No consigue ya dirigir como es debido el conjunto de los templos de Karnak. Ha llegado la hora de elegir a la que va a sucederla para que la adopte y le transmita los secretos y los deberes de su cargo.
Chepena palideció.
—Padre…, la Divina Adoratriz es una reina que gobierna una ciudad-templo e imparte directrices a miles de personas. A mí me gusta la soledad y sólo reino sobre mi laboratorio, lejos de las preocupaciones cotidianas.
Pianjy tomó a Chepena en sus poderosos brazos.
—Te he elegido a ti, hija adorada.