La esposa del príncipe libio Akanosh estaba tan trastornada que ni siquiera se había maquillado.
—¡Ven —le dijo a su marido—, ven enseguida!
—No he terminado de desayunar, no me han afeitado y…
—¡Ven!
Akanosh plantó una pluma de guerrero en sus trenzados cabellos y anudó precipitadamente un largo manto en su hombro izquierdo. A fin de cuentas, no podía salir a las calles de Herakleópolis sin los atributos de su poder.
—¿Adónde me llevas?
—A la enfermería donde se cura a los civiles heridos durante el asalto.
—¡No es tu lugar ni el mío!
—Formas parte de la coalición al mando de Tefnakt, ¿sí o no?
—Sí, pero…
—¡Entonces, entra en esta enfermería!
El edificio de ladrillo crudo estaba custodiado por dos soldados que les impidieron el acceso cruzando sus respectivas lanzas.
—Soy el príncipe Akanosh. Dejadnos pasar.
—Yegeb no autoriza visita alguna.
—¿Cómo te atreves a oponerte a mi voluntad, soldado? ¡Tu Yegeb es sólo un insecto! Si tu camarada y tú os obstináis, os haré trasladar a las marismas del Delta.
Los dos guardias bajaron sus lanzas.
En cuanto dio el primer paso en el interior del edificio, un espantoso olor torturó las narices de Akanosh. La sangre, la gangrena, la muerte… Decenas de hombres y mujeres yacían por el suelo; del comienzo de la hilera brotaban algunas quejas. Al otro extremo sólo había cadáveres.
Dos soldados estaban arrastrando a uno por los pies.
—¿Adónde lo lleváis? —preguntó Akanosh.
—Lo tiraremos a una fosa que Yegeb nos ha ordenado cavar. Así quedará libre una plaza… Cuando hayamos sacado a todos los muertos, traerán más heridos. Y continuará así hasta que ya no queden…
—¿Qué cuidados se prodigan a estos infelices?
—Ninguno. Para ellos lo mejor es morir deprisa.
El príncipe Peftau le había ofrecido a Tefnakt el primer piso de su palacio de Herakleópolis, donde el vencedor hablaba con sus aliados, uno a uno, para convencerles de lo acertado de su estrategia y de la importancia que debían dar a la ofensiva. Ante la sala de audiencias, el despacho de Yegeb seleccionaba a los visitantes.
—Quiero ver a Tefnakt inmediatamente —dijo Akanosh.
Yegeb consultó un viejo trozo de papiro en el que estaban escritos la fecha del día y algunos nombres.
—No os han convocado. Solicitad audiencia y aguardad la respuesta del general.
La cólera de Akanosh estalló, agarró al semita por la garganta y, aun siendo de menor estatura que él, lo levantó del suelo.
—¡No te pongas en mi camino, purria! Eres un criminal y un verdugo y debo ilustrar a tu dueño sobre tus manejos. Yo mismo te aplicaré el castigo que decrete.
Akanosh soltó a Yegeb, que recuperó el aliento con dificultad, mientras el príncipe libio entraba en la sala de audiencias de Tefnakt.
El general estaba escribiendo en una tablilla de escriba el relato oficial de su primera gran victoria sobre el faraón negro. Sería copiado en varios ejemplares, distribuido a los oficiales superiores y leído, en voz alta e inteligible, a los soldados. Y la noticia se extendería por todo el Medio Egipto, hasta Tebas. Luego sembraría el espanto entre los partidarios de Pianjy y les incitaría a rendirse.
Los negros ojos de Tefnakt se clavaron en el intruso.
—No te he convocado, creo.
—¡Debo informarte de lo que ocurre en esta ciudad!
—Todo está tranquilo, nuestro ejército controla la situación, el príncipe Peftau se ha convertido en mi vasallo. ¿De qué podemos quejarnos?
—¿Sabes que la enfermería reservada a los civiles es un moridero y que no se les prodiga cuidado alguno? Los momificadores se limitan a aguardar su muerte y arrojan los cadáveres a una fosa común, ¡sin el menor rito! Y esos horrores se cometen por orden de tu abnegado Yegeb. Exijo que se trate bien a esos infelices y que su torturador sea castigado.
Tefnakt arrojó contra la pared la tablilla de escriba.
—¡Nada tienes que exigir, Akanosh! ¿Olvidas que me debes obediencia total?
—Pero esos civiles…
—¿Acaso un jefe de clan libio se está volviendo sensible como una viuda abandonada? El Norte es pobre, lo sabes, y nuestro ejército carece de remedios y ungüentos. Todo lo que hemos encontrado en Herakleópolis está reservado a nuestras tropas. Ésas son mis órdenes y quien las infrinja será considerado un traidor.
—Dejaremos morir a esos heridos…
—Estamos en guerra, Akanosh, y debemos elegir. Los buenos sentimientos no vencerán a los guerreros de Pianjy.
—¡Prometiste que la población de esta ciudad sería respetada!
—¿No estás de acuerdo con mi modo de actuar?
A Akanosh le hubiera gustado protestar más, pero las palabras no salieron de sus labios.
—Sobreponte, amigo, olvida estos detalles sin importancia. Como todos nosotros, concentra tu espíritu en un solo objetivo: la reconquista de Egipto. Nuestra victoria dará felicidad al pueblo, no lo dudes.
—El tal Yegeb…
—Me es fiel y no discute mis órdenes. Imítale, Akanosh, y vivirás una vejez feliz.
El jefe de clan se retiró pasando ante Yegeb sin mirarle.
—¿Cuándo cuidarán los médicos a los enfermos y a los heridos? —le preguntó la esposa de Akanosh a su marido.
El jefe de clan se derrumbó sobre unos almohadones.
—No lo harán.
—¿No… no has hablado con Tefnakt?
—Sí.
—¿Y… se ha negado?
—Hay que comprenderlo, querida… Es la guerra. Ni tú, ni yo, ni Tefnakt podemos cambiarlo.
—Tefnakt es el jefe de nuestro ejército, y miente cuando afirma que respeta a la población.
—Tienes razón, pero…
La nubia miró a su marido con tristeza.
—Ya no tienes ganas de luchar, Akanosh.
—Me siento viejo e incapaz de resistirme a Tefnakt. Si me opongo a él, hará que me supriman y serás arrastrada por la tormenta. Yo, como los demás jefes de clan, soy sólo una marioneta en sus manos, y soy el único consciente de ello. Tefnakt está dispuesto a todo para conquistar Egipto, y es un verdadero guerrero… Si Pianjy no reacciona enseguida, Tefnakt lo conseguirá e impondrá una dictadura de la que el país no se recuperará.